La liberalización de la economía capitalista ha sido el motor de un notable aumento de la globalización, un proceso del cual la financiarización se erige como uno de sus componentes más cruciales. Según Michael Peters y Petar Jandrić (2018), la financiarización constituye una transformación sistemática del capitalismo que se basa en la expansión masiva del sector financiero, donde las empresas financieras han sustituido a los bancos como las principales instituciones financieras. En este nuevo modelo, los bancos se han alejado de las antiguas prácticas de préstamo y ahora operan directamente en los mercados de capitales. Las grandes corporaciones multinacionales, que antes no operaban en el ámbito financiero, han adquirido nuevas capacidades financieras para operar y ganar influencia en estos mercados.
Este proceso ha dado lugar a lo que se conoce como la “dominancia de los mercados financieros sobre la producción industrial tradicional en declive”. Además, la creación de capital "ficcionalizado" ha permitido que los mecanismos de precios estén cada vez más controlados por el capital abstracto, mientras que la contribución real de este capital a la creación de valor se reduce, o incluso desaparece. En otras palabras, los mercados financieros ahora juegan un papel más preponderante que la propia producción económica, lo que genera una distorsión en las economías locales e internacionales, muchas veces a expensas de la clase trabajadora.
En el epicentro de la crisis económica global de 2008, por ejemplo, se encontraba un volumen cercano a los cinco billones de dólares en préstamos hipotecarios estadounidenses de valor prácticamente nulo. Esta burbuja financiera, que explotó en la recesión global, provocó una intervención estatal masiva en forma de paquetes de rescate, como el Emergency Economic Stabilization Act de 2008, firmado por George W. Bush. Dichos rescates estuvieron destinados a salvar a los bancos y otras instituciones financieras, que recibieron miles de millones de dólares para adquirir activos en crisis, principalmente valores respaldados por hipotecas.
Sin embargo, mientras que la crisis financiera "sacudió a los élites capitalistas hasta sus cimientos", como apunta Judy Beishon (2018), los estímulos económicos y paquetes de rescate resultaron ser una verdadera bonanza para los más ricos. En lugar de fomentar una inversión en el bienestar social, los líderes empresariales aprovecharon la oportunidad para incrementar salarios desorbitados, opciones sobre acciones y dividendos, todo ello parcialmente financiado por la reducción en la parte de la riqueza total producida destinada a las fuerzas laborales. Esto, por supuesto, profundizó la desigualdad social y exacerbó las condiciones de vida de los trabajadores.
Este fenómeno no es nuevo, ya que, aunque el auge de la financiarización es comúnmente asociado con la presidencia de Ronald Reagan, fue Bill Clinton quien en realidad consolidó muchas de estas políticas. En 1991, Clinton derogó la Ley Glass-Steagall de 1933, que separaba las actividades bancarias comerciales de las de inversión. Este acto fue un paso fundamental en la desregulación del sistema financiero y en la expansión de la deuda depredadora. Además, bajo su administración, se promovió la desindustrialización, el debilitamiento de los sindicatos y la proliferación de trabajos precarios y mal remunerados.
Este panorama ha generado un creciente descontento y desilusión. Las políticas neoliberales que han favorecido de manera descarada a los más ricos y han sometido a las masas a la precariedad han resultado en una creciente desconfianza en las instituciones y sistemas tradicionales. Las intervenciones de los Estados Unidos en conflictos bélicos, por ejemplo, han hecho que muchos ciudadanos se sientan cada vez más alejados de los procesos políticos, como lo señala Graeme Wood (2017), quien argumenta que la creciente complejidad del gobierno y la abstracción de las políticas han conducido a muchas personas a rechazar las ideas abstractas del poder para abrazar las "verdades viscerales" de poder e identidad.
Este distanciamiento con el sistema político establecido es lo que ha alimentado el ascenso de figuras como Donald Trump. Aunque su victoria en 2016 no se debe únicamente a su postura contra el "establishment", sí evidenció la frustración de una clase trabajadora blanca, especialmente en las regiones industriales de Estados Unidos, que se sentía ignorada y abandonada por los partidos tradicionales. Trump se posicionó como el salvador de esta clase trabajadora olvidada, y, en su discurso, ofreció un futuro "decente" para los olvidados de la América industrial. Su éxito, en gran parte, se cimentó en apelar a los miedos y resentimientos de esta clase, utilizando un mensaje que se centraba en la restauración de la "grandeza" de Estados Unidos, aunque de manera falsa y simplificada.
Un componente importante de este fenómeno ha sido el auge del llamado "alt-right" o "derecha alternativa", un movimiento de ideología ultraderechista que, aunque sustentado por grupos como el Ku Klux Klan, nacionalistas blancos y otros movimientos anti-gubernamentales, ha encontrado un terreno fértil en las redes sociales. El alt-right, aunque se presenta como un movimiento "nuevo", es en realidad una reminiscencia de los fascismos europeos del siglo XX, especialmente del nazismo. De hecho, uno de sus fundadores, Richard Spencer, ha dejado claro que su objetivo último es la creación de un "estado étnico blanco", una idea que recuerda las visiones extremas de figuras como Mussolini o Hitler, quienes defendían la superioridad racial y la exclusión violenta de quienes no se ajustaban a su visión de la nación.
El alt-right no solo se ha nutrido de ideologías fascistas, sino que también ha adoptado una postura abiertamente misógina y anti-feminista, características que resuenan fuertemente en su rechazo a los valores democráticos y la igualdad de género. En sus discursos, Spencer y otros líderes del movimiento han defendido la idea de que "América le pertenece a los hombres blancos", una declaración que eco de la ideología racista que sustentó muchos de los movimientos coloniales y genocidas del pasado.
Este fenómeno, que comenzó como una corriente marginal, ha ganado fuerza en la última década, especialmente gracias a la legitimación proporcionada por figuras políticas como Trump. A través de la web y de las plataformas de redes sociales, el alt-right ha logrado organizarse y ampliar su influencia, convirtiéndose en un desafío directo a los ideales democráticos y al pluralismo que caracterizan a muchas democracias occidentales.
En este contexto, es fundamental comprender no solo cómo la financiarización y la globalización han moldeado la economía, sino también cómo estos procesos han alimentado la dislocación social y política. La creciente polarización, el auge de los movimientos ultraderechistas y el desinterés de los ciudadanos por las instituciones tradicionales son, en última instancia, el reflejo de un sistema económico que, al priorizar los intereses financieros sobre el bienestar social, ha creado una fractura profunda en las sociedades contemporáneas.
¿Por qué el capitalismo es inherentemente frágil y cómo puede la pedagogía pública contribuir a su transformación socialista?
La acumulación de capital, esencial para el capitalismo, depende inevitablemente de la explotación de los trabajadores. Desde la perspectiva marxista, esta explotación no es una mera interpretación ideológica, sino un hecho objetivo y estructural. Los capitalistas obtienen sus ganancias justamente porque extraen plusvalía del trabajo humano; es decir, el valor generado por el trabajador excede el salario que recibe. Esta relación es la base del beneficio y, al mismo tiempo, revela la fragilidad inherente del sistema capitalista: depende de una contradicción insalvable entre el capital y el trabajo.
John Holloway y Rikowski coinciden en que el marxismo revela estas contradicciones como puntos débiles del capitalismo, permitiendo identificar espacios para la crítica y la acción política eficaz. En particular, la contradicción central radica en la tendencia constante de expulsar la fuerza de trabajo del proceso productivo mediante la innovación tecnológica. Esta dinámica, impulsada por la competencia entre capitalistas para reducir costos y aumentar la productividad, lleva a una mayor mecanización —lo que Marx denominó “trabajo muerto”— y a la reducción relativa del trabajo vivo, la única fuente de valor y plusvalía.
Como explica Samir Hinks, esto provoca una caída tendencial en la tasa de ganancia, ya que la proporción de plusvalía respecto al capital invertido disminuye en todo el sistema. Aunque esta caída no es una ley absoluta, sí genera ciclos de auge cada vez más cortos y crisis económicas más profundas y prolongadas. La respuesta del capitalismo es intensificar la explotación laboral: aumentar jornadas sin mejorar salarios, reducir descansos, incrementar la vigilancia, precarizar el empleo con contratos temporales o a tiempo parcial y salarios mínimos. Estas medidas agravan la situación de los trabajadores y profundizan la desigualdad.
En este contexto de crisis y precariedad, amplias capas sociales, especialmente en Estados Unidos y otras regiones, pierden la confianza en el neoliberalismo y las élites políticas tradicionales. Nancy Fraser observa que un número creciente de personas busca nuevas ideologías y formas de organización, abriendo una oportunidad para alternativas políticas. La fragilidad y contradicción del sistema capitalista hacen crecer la necesidad y la posibilidad de imaginar una vida más allá de este sistema.
Este fenómeno ha dado lugar, paradójicamente, a fenómenos como el ascenso de Donald Trump y la extrema derecha en EE.UU., quienes, aunque sin una ideología coherente, encarnan una reacción al descrédito del neoliberalismo y la crisis política. La alt-right, con su pedagogía pública, ha logrado penetrar peligrosamente en la sociedad, destacando la urgencia para que los socialistas articulen una contra-pedagogía pública que exponga la naturaleza explotadora del capitalismo y promueva una visión socialista renovada para el siglo XXI.
Antonio Gramsci había anticipado esta dimensión educativa y pedagógica del conflicto social, señalando que la relación educativa no se limita al ámbito escolar sino que impregna todas las relaciones sociales, especialmente entre gobernantes y gobernados, élites y masas. La hegemonía se mantiene y se disputa a través de estas relaciones educativas. Por ello, la pedagogía pública debe ser considerada un componente esencial de la política progresista, capaz de disputar el sentido común dominante y abrir paso a nuevas formas de conciencia social.
Henry Giroux subraya la importancia de reconocer las transformaciones educativas que operan en diversos aparatos culturales, que funcionan como máquinas de enseñanza y aprendizaje social. Reivindicar la pedagogía como categoría política es crucial para enfrentar los retos actuales.
David Harvey aporta una mirada esperanzadora al destacar que la alienación universal producida por el avance del capital, no solo sobre el trabajo sino sobre todos los aspectos de la vida cotidiana, puede ser el terreno donde emerjan movimientos anticapitalistas auténticos, en contraste con protestas nihilistas o acomodaciones fascistas.
En la última década, según encuestas como las de Gallup, ha aumentado la simpatía hacia el socialismo en sectores significativos de la población estadounidense, especialmente entre los jóvenes. Esto indica una potencial reconfiguración del mapa político, que abre una ventana para la pedagogía socialista y la movilización popular.
Es esencial comprender que la crisis del capitalismo no solo es económica o política, sino también cultural y educativa. La lucha por una sociedad más justa requiere construir un contra-relato pedagógico que desmonte las justificaciones ideológicas del sistema dominante y promueva una conciencia crítica capaz de impulsar transformaciones profundas. La innovación tecnológica, lejos de ser neutral, es un campo de batalla donde se define el futuro del trabajo, la explotación y la emancipación.
Además, la pedagogía pública debe atender a la diversidad y complejidad de las sociedades contemporáneas, articulando los saberes y experiencias de los oprimidos para fortalecer la autoorganización y la resistencia. La reproducción social del capital se enfrenta no solo en las fábricas o en el mercado laboral, sino también en la batalla por el sentido, la cultura y la educación. Por ello, una pedagogía socialista del siglo XXI debe integrar las nuevas formas de comunicación y las redes sociales, así como abordar cuestiones de identidad, raza, género y ecología, para construir un proyecto emancipatorio inclusivo y global.
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