Me conmovió. Tan pocas veces alguien había apelado a mí con verdadera necesidad. Estaba nervioso, sí, constantemente al borde de una ansiedad contenida, pero se esforzaba —de forma casi conmovedora— por mostrarme una imagen amable, hacerme sentir cómodo. Sin duda lo hacía con la esperanza de que me quedara un poco más, de que le ofreciera algo de esa compañía que tanto ansiaba. Supongo que, de no haber estado tan absorto en mis libros, no habría podido mantenerme tan feliz. La casa tenía ese silencio extraño, antinatural, que solo se percibe cuando uno se detiene a escuchar de verdad. Recuerdo una vez, escribiendo una carta en el viejo escritorio, cuando alcé la cabeza y vi a Lunt mirándome, como si esperara que yo hubiera oído algo. Me quedé quieto también, y fue como si alguien, justo al otro lado de la puerta de la biblioteca, estuviera a punto de llamar. Una idea absurda, sin fundamento alguno; sin embargo, juraría que, si en ese instante hubiese abierto la puerta, alguien estaría allí.
Tras el almuerzo me sentí extrañamente animado. Lunt me propuso salir a caminar y acepté. Caminamos sobre la nieve crujiente bajo el sol, rumbo al mar. No recuerdo de qué hablamos, pero ya había entre nosotros una familiaridad tranquila. Cruzamos los campos hasta llegar a un punto desde donde el mar —ahora liso como la seda— se extendía brillante. De regreso, mi ánimo era tan elevado que me sorprendí hablándole de mis planes, de mi libro en proceso, y hasta me atreví a sugerir, con cierta timidez, que quizás podríamos hacer algo juntos. Lo que ambos necesitábamos, insinué, era un amigo con afinidades compartidas.
Íbamos cruzando una pequeña calle del pueblo y subíamos por la vereda que conducía al oscuro pasaje de árboles hacia su casa cuando ocurrió el cambio. Primero noté que ya no me escuchaba; su mirada estaba fija más allá de mí, hacia el corazón negro del bosque que delineaba el paisaje plateado. Seguí su mirada. Allí estaba ella. La vieja que había visto la noche anterior en mi habitación, de pie al borde de los árboles, como si nos esperara.
Me detuve. “¡Ahí está!”, exclamé. “¡Es la mujer de la que te hablé, la que vino a mi habitación!”. Él me sujetó del hombro. “No hay nada ahí”, murmuró. “¿No ves que es solo una sombra? ¿Qué te pasa? ¿No puedes ver que no hay nada?”. Avancé, y no, no había nadie. No puedo afirmar si fue alucinación o realidad. Solo sé que, desde ese instante, la tarde pareció oscurecerse.
Entramos al pasaje de árboles apresuradamente, en silencio, como si algo nos persiguiera. Una penumbra húmeda lo cubría todo. Llegamos jadeando a la casa. Lunt corrió hacia su estudio como si yo no existiera, pero lo seguí. Cerré la puerta y le exigí con firmeza: “¿Qué es esto? ¿Qué te perturba? ¿Cómo puedo ayudarte si no me dices la verdad?”. Me respondió con una voz tan extraña que parecía fuera de sí: “¡Te digo que no hay nada! ¿No puedes creerme? Estoy bien… ¡Dios mío… no me dejes! Esta es la noche exacta… la noche que ella dijo… pero no hice nada, ¡nada! Es solo su malicia repugnante…”.
Se interrumpió. Aún me sujetaba del brazo, con gestos erráticos, secándose el sudor de la frente, rogándome. Luego, de pronto, estallaba en ira, para volver a suplicar con desesperación. Era evidente que la locura lo rondaba, y entonces sentí ese terror lento, pegajoso, no solo por la casa oscura, por ese hombre tembloroso, sino por algo más, algo que no podía nombrar.
Lo hice sentarse junto al fuego, ya reducido a brasas rojas. Le permití aferrarse a mí como un náufrago. Con voz suave le repetí: “Dime la verdad. No temas. Sea lo que sea que has hecho, si sabemos qué es lo que temes, podremos enfrentarlo juntos”.
“¿Temor? ¿Temor?”, repitió, y con un esfuerzo casi heroico, logró reunir sus fuerzas. “Estoy perdiendo la razón por la soledad y la tristeza. Mi esposa murió hace exactamente un año, esta noche. Nos odiábamos. No pude lamentar su muerte, y ella lo sabía. Durante su último ataque al corazón, entre jadeos, me dijo que volvería. Y desde entonces he temido esta noche. Por eso te pedí que vinieras… necesitaba a alguien, a quien fuera. Has sido más amable de lo que merezco. Piensas que estoy loco, pero si me acompañas esta noche, todo pasará. No me dejes ahora… ahora, de todos los momentos posibles.”
Le prometí que no lo haría. Hice lo que pude para tranquilizarlo. Nos quedamos allí, sin movernos, mientras la oscuridad caía. El fuego murió. Solo el resplandor tenue de la nieve iluminaba la habitación. Absurdo, tal vez. Allí estábamos, como dos amantes, mano a mano; pero en realidad, dos hombres aterrorizados, sin medios ni fuerzas para enfrentar lo que vendría.
Quizás lo más extraño fue esa parálisis, como si algo me hubiera quitado la voluntad. ¿Qué se podría haber hecho? ¿Llamar a un criado? ¿Bajar a la posada del pueblo? ¿Buscar un médico? No podía sino contemplar el resplandor tembloroso que la nieve proyectaba sobre los muebles y oír, en el silencio apremiante, el ulular lejano de un búho entre los árboles.
No recuerdo nada más hasta el momento en que desperté sobresaltado. Lunt estaba en mi habitación, sosteniendo una vela. Llevaba una camisola de dor
¿Qué revela el silencio en la noche y la sombra del castillo?
A través del oscuro y estático lienzo de la noche, Jimmy se aferra al quattrofoil, contemplando un mundo que parece detenido, cargado de un silencio ominoso y la espera de una revelación inevitable. El paso del tiempo, marcado por el constante repiqueteo del reloj, parece extenderse hasta diluir la realidad, mientras su cuerpo y mente se entumecen en una vigilia fatigada, prisionera del miedo y la incertidumbre. Este momento de tensión no solo es físico, sino una batalla interna donde el desgaste del cuerpo refleja el desgaste del alma.
El retorno de Rollo, con su presencia altiva y cruel, añade una dimensión perturbadora a esta escena. No es un simple regreso, sino la manifestación de fuerzas ocultas, de pasiones reprimidas que afloran en una cruel danza de poder y derrota. Rollo no es solo un hombre, sino el portador de una sombra que oprime y amenaza, mientras murmura con ironía y crueldad, evocando a dos "Jimmy", quizá dos facetas de un mismo ser o un juego macabro de identidades. Esta ambigüedad invita a reflexionar sobre la fragilidad de la identidad y la forma en que el poder puede deformar la naturaleza humana.
La agonía de la escena se intensifica cuando, tras un intento desesperado de escapar, un grito desgarrador atraviesa el aire y se pierde en la arquitectura rota y silenciosa del castillo. El clamor no es solo un sonido, sino una descarga de horror y desesperación que deja una marca indeleble en el espacio y en la mente de Jimmy, abriendo una brecha entre lo real y lo espectral.
La interacción posterior, con la mujer de Verdew en la posada, amplía la sensación de desconcierto y negación. La carta, con su aparente sencillez, se convierte en un símbolo de la fragilidad de la verdad frente al escepticismo y la incredulidad. La resistencia de Mrs. Verdew a aceptar la noticia, a pesar de la evidencia, refleja el instinto humano de aferrarse a la esperanza y a la negación como mecanismos de defensa frente al dolor y la pérdida.
Este fragmento expone, de manera sutil y eficaz, cómo el tiempo, el espacio y la identidad se entrelazan en una atmósfera de misterio y tensión, donde lo no dicho y lo invisible pesan tanto como lo tangible. La escena revela la complejidad de la experiencia humana ante lo trágico, poniendo en evidencia que la realidad no siempre es accesible ni comprensible en su totalidad, y que la percepción está siempre mediada por la emoción y el contexto.
Es fundamental entender que esta historia no solo trata de un hecho concreto, sino de la manera en que el miedo, la espera y la incertidumbre pueden transformar la percepción del mundo. El lector debe captar la densidad emocional de estos momentos y reconocer que la verdadera lucha se libra en el terreno de la mente y el espíritu, donde la resistencia se convierte en un acto heroico de supervivencia.
¿Qué significa el más allá para los que permanecen?
Era una mañana como cualquier otra, pero para Martin, el joven que había crecido en una atmósfera tensa y marcada por la presencia de un padre cruel y distante, todo iba a cambiar. El padre, un hombre al que él nunca había logrado complacer, había muerto, y con su muerte, Martin comenzó a experimentar algo que, en su niñez, había sido solo un susurro: sus extraños poderes perceptivos, o como algunos preferían llamarlos, su clarividencia. Para Martin, esa habilidad había sido más una carga que un don. En sus primeros años, había sentido una especie de satisfacción oscura cuando alguien le confirmaba sus visiones, y esa satisfacción solo creció cuando, tras la muerte de su padre, comenzó a percibir lo que otros no podían: la persistente sombra de la ira que su padre había dejado atrás.
El resentimiento que su padre había alimentado durante toda su vida parecía no haber muerto con él. La madre de Martin, una mujer sensible que había vivido muchas penas, veía cómo la amarga relación con su esposo persistía más allá de la muerte, haciendo que la atmósfera en la casa fuera insoportable para ella. Martin, preocupado por su madre, aceptó cambiar de habitación con ella, aunque sabía que esa casa cargada de resentimiento no le otorgaría descanso, sino más bien miedo y angustia. Así, comenzaron sus noches de insomnio, donde, más que dormir, temía lo que podía ver y sentir.
El día del aniversario de la muerte de su padre, Martin, incapaz de dormir, le reveló a su familia algo inquietante: sabía que algo extraño estaba ocurriendo en la casa. Era como si una energía oscura lo rodeara, una energía que le recordaba constantemente la ira que su padre había experimentado durante su vida. Describió una sensación casi palpable de ser observado por un ser invisible, un ser que, aunque muerto, parecía estar más presente que nunca. La noche se convirtió en un espacio donde los recuerdos se entrelazaban con lo sobrenatural: el sonido del reloj de cuco, las hojas golpeando la ventana, y, lo más aterrador de todo, la manifestación de su padre, que parecía no ser más que un espectro sin alma, un cadáver en busca de redención.
Cuando Martin vio la figura de su padre, lo primero que notó fue la ausencia de sus ojos, los cuales habían sido reemplazados por huecos oscuros, semejantes a los de un cráneo. El espectro, aunque parecía carecer de vida, se movió con una intención clara hacia el armario, y aunque no pudo decirle nada más que unas palabras incompletas, su mensaje fue claro: "Te hice un mal, hijo mío". Martin pudo sentir el peso de esas palabras, no solo como un remordimiento del padre, sino como una acusación que había quedado sin respuesta, una herida abierta que ni la muerte de su progenitor pudo sanar.
Esa noche, la sombra de la culpa y la angustia se posó sobre la familia, mientras Martin intentaba comprender lo que acababa de vivir. La sensación de frío y terror que había experimentado en su habitación seguía siendo más que una pesadilla, era una revelación de lo que no podía ser explicado con palabras. A pesar de la insistencia de su madre por entender el mensaje, Martin no pudo dar una respuesta. Sin embargo, algo dentro de él se había agitado profundamente: la muerte de su padre no había liberado a la familia, sino que la había atrapado aún más en su oscuro pasado.
Es importante destacar que este tipo de experiencias no deben tomarse a la ligera. Lo que Martin vivió no es un caso aislado de apariciones o fenómenos extraños, sino un reflejo de cómo las emociones y resentimientos no resueltos pueden trascender la vida misma. Los recuerdos de los muertos, sus rencores y arrepentimientos, se perpetúan en los vivos de una manera que puede parecer sobrenatural, pero que en realidad se fundamenta en la energía emocional que perdura más allá de la muerte.
Además, aunque muchas personas rechazan las explicaciones espirituales o paranormales, lo que se experimenta en momentos como estos puede ser interpretado como una manifestación de la psique humana tratando de lidiar con las emociones no procesadas. La confrontación con la muerte de un ser querido, especialmente si hubo conflictos sin resolver, puede desencadenar un despertar de percepciones que antes parecían imposibles, pero que tienen una profunda raíz en la mente humana. Los muertos pueden no regresar, pero su influencia puede seguir estando presente de maneras misteriosas.
Al final, es necesario reflexionar sobre cómo las experiencias como la de Martin nos muestran que el dolor y los conflictos no se extinguen con la muerte. Lo que no se resuelve en vida, no desaparece en la muerte. Y es posible que los seres vivos, al enfrentarse a estos fenómenos, tengan la oportunidad de entender que lo que perciben no es un castigo, sino una invitación a sanar, a poner fin a ciclos interminables de sufrimiento que han sido arrastrados de generación en generación.

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