El sol comenzaba a descender, dorando las colinas, cuando los competidores se preparaban para lo que sería una de las mayores pruebas del evento. En la pradera, los murmullos se apagaban y el bullicio de las apuestas se elevaba en un crescendo nervioso. Se trataba de un campo de perros pastores como nunca antes se había visto. Desde los mestizos hasta los campeones consagrados, todos competían en busca de la victoria, pero sólo unos pocos podían alzarse con la gloria.
El primer momento crucial llegó con la aparición de Owd Bob, el veterano de las colinas. El viejo perro, con su cola ondeando y su mirada desafiante, dejó claro desde el principio que no sería una competencia sencilla. Se le podía ver tranquilo, observando a sus rivales, cada uno tan dotado y feroz como el siguiente. En este mundo de pastores y perros, la calma de Bob contrastaba con la feroz determinación de los demás competidores, como Pip, el ágil perro negro que había ganado el Cambrian Stakes en Llangollen, o MacCullum, el impresionante collie con un pelaje negro y dorado que se destacaba incluso entre los más expertos.
La competencia no era solo entre los perros, sino también entre los hombres que los dirigían. Adam M‘Adam, conocido por su feroz temperamento y su inseparable compañero, Red Wull, estaba al borde de un enfrentamiento con MacCullum More, un rival formidable que ya había mostrado su desdén por el terrier de M‘Adam. Sin embargo, el verdadero desafío no era solo evitar peleas entre los perros, sino también mantener la calma en medio de la tensión que se acumulaba en el aire.
Cuando llegó el momento de la gran prueba, la multitud se apiñó alrededor del terreno, ansiosa por presenciar una verdadera exhibición de habilidad y destreza. La carrera comenzó con Pip al frente, como siempre, su agilidad y precisión le daban una ventaja, pero lo que realmente impresionaba era su trabajo en equipo con su dueño, Evan Jones. Juntos, dominaban el terreno con una sincronización perfecta, moviéndose con fluidez y sin esfuerzo visible. Sin embargo, al llegar a uno de los puntos críticos del recorrido, el puente estrecho, los animales mostraron signos de resistencia. La primera oveja intentó romper y escapar, pero Pip, con su acostumbrada destreza, la llevó de vuelta a su sitio. Fue un ejemplo perfecto de cómo un perro de pastoreo debe manejar una situación tensa: con paciencia, control y sin precipitarse. La competencia continuaba, pero cuando el tiempo llegó a su fin, Evan Jones no pudo ocultar la tristeza. Habían dado lo mejor de sí mismos, pero no había sido suficiente.
La victoria finalmente llegó con Owd Bob, quien, junto a su dueño James Moore, demostró lo que realmente significa manejar un rebaño. El perro, en su silencio característico, no se apresuraba, no parecía forzar a las ovejas, pero su precisión y dominio eran innegables. El trabajo conjunto entre el hombre y su perro era un ballet de comunicación no verbal. No hubo gritos, ni gestos excesivos, sólo una armonía tácita, un entendimiento profundo entre ambos. Era la culminación de años de trabajo, de confianza mutua. Owd Bob no buscaba apresurar el proceso, sino guiar a las ovejas con una precisión que solo un maestro podría lograr.
Para quienes observaban, fue una lección de paciencia y destreza. No se trataba solo de rapidez o fuerza; se trataba de control y comprensión. En el mundo del pastoreo, cada movimiento cuenta, cada gesto tiene su significado. El maestro y su perro no solo dirigen a las ovejas, sino que, en muchos casos, también dirigen el curso de la competencia misma.
Es importante entender que, en estas competiciones, el perro no es simplemente una herramienta para un trabajo físico. Es un compañero, una extensión del propio ser del pastor. La relación que se establece entre el hombre y el perro es casi simbiótica: ambos dependen del otro para tener éxito. No hay lugar para la violencia o la agresión; la verdadera maestría en el pastoreo reside en el control sutil, en la comunicación silenciosa entre el hombre y su perro.
Este tipo de competición no es solo un espectáculo de destreza animal; también es un recordatorio de la importancia de la paciencia y el respeto por la naturaleza y los animales. El verdadero desafío no está en dominar a las ovejas, sino en entenderlas, en saber cuándo presionar y cuándo soltar, cuándo dar espacio y cuándo avanzar. Es un arte que trasciende lo físico, un ejercicio mental y emocional que refleja la relación más profunda que puede existir entre el hombre y el animal.
¿Cómo las historias del pasado revelan la esencia de un pueblo y sus gentes?
Muchos años pasaron hasta que Inkpen descubrió, a partir de documentos antiguos, que su vecina deshonesta, Coombe, había tomado más tierras de las que le correspondían. No solo una parte, sino que todo el cerro noble le pertenecía. Ahora era el turno de Inkpen para reírse, pero se rió demasiado pronto. Coombe, al salir a ver, encontró el viejo y podrido muñón de la horca aún en el suelo. "¡Manos fuera!", exclamó. "Aquí está un poste que tú misma pusiste, y sobre el cual acordamos que esta sería la línea de la frontera para siempre". Inkpen, avergonzada, se escondió en su pueblo, mientras que Coombe, decidida a mantener el tema presente, erigió una nueva horca en el lugar de la vieja y podrida. Esa también decayó con el tiempo, y la horca actual es la tercera, aunque nunca se ha utilizado para colgar a nadie. Coombe se siente orgullosa de ella, pero no estoy seguro de que Inkpen lo esté. Este fue uno de los tres eventos extraños en la vida del pueblo que escuché; los otros dos deben ser omitidos, pues tomaría mucho tiempo narrarlos y necesitarían de una pluma capaz de hacerles justicia.
A mí, lo más valioso de o en el pueblo era el propio vicario, mi anfitrión siempre dispuesto, un hombre de naturaleza tan alegre, tan humano y tan cercano, que cuando yo, un perfecto extraño, sin introducción ni excusa para tal intrusión, llegué a su mesa de almuerzo como un lobo, me recibió como si fuera un viejo amigo o uno de sus propios familiares, y me cedió generosamente su tiempo por el resto del día. En cuanto a su edad, ya era mayor: había sido vicario en Coombe durante medio siglo, pero seguía siendo un hombre joven y nunca había padecido una sola enfermedad en su vida; no sabía lo que era un dolor de cabeza. Fumaba conmigo, y para demostrar que no era abstemio, brindó por mi salud con una copa de vino de oporto—un vino muy bueno. Fue Coombe quien hizo eso, su vida tranquila, aislada de un mundo que distraía, en ese fondo de colina, y la asombrosa pureza de su aire. “Al sentarte aquí en mi jardín", me dijo, "estás a seiscientos pies sobre el nivel del mar, aunque en un hoyo de cuatrocientos pies de profundidad". Era una habitación ideal al aire libre, redonda y verde, con el cielo como techo. En invierno, a veces hacía mucho frío, y tras una fuerte nevada, el paisaje era extraño e impresionante, desde el pequeño pueblo en su deslumbrante cuenco blanco. No solo en esos días árticos, sino en todo momento, había un silencio extraordinario. El grito de un niño o el canto tranquilo de un gallo eran los ruidos más fuertes que se escuchaban.
Una vez, un caballero de Londres vino a pasar una semana en la vicaría. Hacia la tarde del primer día, se mostró inquieto y se quejó del silencio anormal. "Me gusta un lugar tranquilo, pero este silencio que me punza no lo soporto", exclamó. Y no lo soportó, porque a la mañana siguiente ya se había ido. Pasaron los años, pero el vicario no pudo olvidar al londinense que había venido a inventar una nueva forma de describir el silencio de Coombe. Su frase sobre el "silencio punzante" fue para él un gozo eterno. Me llevó a la iglesia, una de las más pequeñas del país, el tamaño adecuado para una iglesia en un pequeño pueblo, y me aseguró que nunca había cerrado la puerta en sus cincuenta años de servicio—día y noche, estaba abierta para cualquiera que quisiera entrar. Era un refugio, un refugio del tormentón, y muchos desamparados habían encontrado allí un lugar seco donde dormir en las últimas cinco décadas.
El sentimiento de piedad y ternura del vicario por los más pobres, incluso los marginados y vagabundos, era una verdadera pasión. Pero todo esto sonaría extraño en los oídos de muchos clérigos rurales. ¿Cuántos me han dicho, cuando he ido a la vicaría para "tomar la llave", que era necesario mantener la puerta de la iglesia cerrada, para evitar daños, robos, etcétera? "¿Nunca le han robado nada?", le pregunté. Sí, una vez, hacía muchos años, la placa de la iglesia fue robada por la noche. Pero se recuperó: el ladrón la había llevado a la cima de la colina y la había tirado en el estanque, probablemente con la intención de recuperarla y venderla en otro momento más oportuno. Pero la encontraron, y desde entonces se ha guardado de manera segura en la vicaría. Nada de valor suficiente como para tentar a un hombre a robar se guardaba en la iglesia. Nunca la había cerrado, pero una vez, en cincuenta años, la cerraron contra él los encargados de la iglesia. Esto sucedió durante los días de la agitación de Joseph Arch, cuando se debatía con fervor la situación del trabajador agrícola en todo el país. El vicario se sintió movido, porque conocía mejor que nadie las duras condiciones que se vivían en Coombe y en las parroquias circundantes. Tomó el tema y lo predicó en su propio púlpito de una forma que ofendió a los terratenientes y alarmó a los granjeros del distrito. Los encargados de la iglesia, que eran granjeros, lo cerraron fuera de su iglesia, y durante dos o tres semanas no hubo culto público en la parroquia de Coombe. Probablemente su acción fue aplaudida por todos los hombres acaudalados del vecindario; los demás, los que vivían en las cabañas y no tenían propiedades, no importaban. La tormenta pasó, pero sus consecuencias perduraron, siendo una de ellas que el parson inflamatorio continuó siendo tratado con fría desaprobación por los señores y sus grandes arrendatarios. Pero el vicario estaba irreprensible e impenitente; al contrario, se enorgullecía de lo que había dicho y hecho, y estaba orgulloso de poder relatar que un cuarto de siglo después, uno de los dos hombres que tomaron esa medida extrema le dijo: "Te echamos de tu propia iglesia, pero los años me han llevado a ver la cuestión de otra manera. Ahora sé que tenías razón y nosotros estábamos equivocados".
Al final de la tarde, me despedí de mi amable amigo y anfitrión y continué mi paseo rural. Desde Coombe hasta Hurstbourne Tarrant, otro encantador pueblo "de montaña", hay cinco millas, y el camino, que desciende durante toda la distancia, me pareció uno de los mejores que he recorrido en Hampshire, atravesando un estrecho valle verde, con robles, abedules, zarzas y espinos en sus colores de final de otoño, creciendo en las laderas a ambos lados. Probablemente la belleza del paisaje, o la rápida sucesión de escenas hermosas, con el sol bajo encendiendo las "sombras coloreadas", hizo que olvidara algo que debía estar en mi mente. En cualquier caso, era extraño que varias veces me hubiera prometido una visita a ese pueblo solo porque William Cobbett lo había descrito y frecuentemente se había hospedado allí, y ahora no pensaba en él ni en su siempre encantador Rural Rides. Llegué al pueblo y fui directamente al "George and Dragon", donde un amigo me había asegurado que siempre encontraría un buen alojamiento. Pero estaba equivocado: no había habitaciones disponibles, me dijo una extraña mujer, delgada, de cabellos blancos y ojos azules que no invitaban a la simpatía. Parecía resentir que alguien pidiera alojamiento en ese momento, cuando los "caballeros cazadores" de la ciudad necesitaban todas las habitaciones disponibles. Bueno, le dije que tenía que dormir en algún sitio: ¿no podría indicarme una cabaña donde pudiera encontrar una cama? No, no podía... siempre era así. Pero, tras la tercera vez que pregunté, se descongeló lo suficiente como para decir que quizá podría encontrarme un sitio en una cabaña cercana. Así que fui, y una pobre viuda que vivía allí con su hijo accedió a alojarme. Encendió un bonito fuego en el salón, y tras calentarme junto a él, mientras observaba cómo la luz del fuego jugaba sobre las paredes y el techo, me di cuenta de que no estaba en una cabaña, sino en una gran habitación con un suelo de roble y paneles. "¿Llamas esto una cabaña?", le dije a la mujer cuando entró con el té. "No, la tengo como cabaña, pero en realidad es una vieja granja".
¿Qué significa ser verdaderamente libre? Reflexiones sobre la vida sencilla del campo y la memoria del pasado
En un rincón olvidado de la campiña, se encontraba un hombre que representaba la simbiosis perfecta entre el ser humano y la tierra. Viejo George, conocido por su dedicación al trabajo en la granja, era un testimonio viviente de una época que ha desaparecido en gran parte, una época en la que el trabajo, el tiempo y la memoria parecían estar en armonía perfecta. Era un hombre simple, con pocos deseos fuera de los muros de su cabaña, que no requería más que la compañía de los animales y la naturaleza para sentirse pleno. Había olvidado todo lo aprendido en su juventud, incapaz de leer o escribir, pero tal vez en su olvido, él nunca olvidó nada. Su vida transcurría sin prisas, una rutina diaria, incluso cuando se le encomendaba viajar hasta la ciudad más cercana, a nueve millas de distancia. A pesar de su aparente simplicidad, su mente estaba afilada, capaz de recordar de manera asombrosa todo lo que se le había pedido.
Aunque, como se demostró cuando sufrió una terrible lesión en su ojo al caer mientras realizaba labores de mantenimiento, George nunca mostraba signos de dolor o de queja. La importancia de esta actitud radicaba en la visión que tenía sobre la vida: para él, el sufrimiento no era algo que definiera su existencia, sino simplemente una parte inevitable de la misma. A pesar de la severidad del accidente, su respuesta no fue una muestra de lamento, sino una reflexión de su carácter firme y estoico. "No sé si dolió mucho; pero hubiera preferido que fuera el otro ojo. Es el mejor el que se ha ido", fueron sus palabras. No era la pérdida de la vista lo que le preocupaba, sino la percepción de que su vida seguía, sin cambios significativos, tal como había sido siempre.
En el fondo, el hombre de campo como George no era víctima del mundo moderno, sino un testimonio de resistencia frente a la aceleración del tiempo. Como los campos que recorría, su vida era estable, sin alteraciones, ni la prisa ni la ansiedad que tanto caracterizan a la vida urbana. La serenidad de George era la de quienes viven en un espacio donde la tierra y la naturaleza se presentan como las únicas referencias de significado. Un hombre que envejece en su hogar, cuya mayor satisfacción se encontraba en observar las vacas o en sentarse en su rígida silla, rodeado de las historias de una familia a la que sirvió por más de cuatro décadas.
El contraste entre George y los personajes del pueblo, como el maestro de escuela, no podía ser más marcado. El maestro, un hombre rígido y austero, personificaba la disciplina de una era anterior. Su relación con los niños era estricta, casi severa, pues su método de enseñanza se fundamentaba no solo en la transmisión de conocimientos, sino también en la enseñanza de valores. El maestro Melford, quien no toleraba ningún tipo de broma ni desvío de la norma, representaba el autoritarismo del pasado. Su vida, marcada por la rigidez de las creencias puritanas y la dedicación a la palabra escrita, se reflejaba en cada acción que realizaba. Este hombre, con su temible forma de dictar las lecciones, enseñaba más que simple contenido; transmitía una visión del mundo en la que el orden y la disciplina eran pilares fundamentales.
Pero, incluso el maestro Melford, con su dedicación inquebrantable a la enseñanza, era un hombre limitado por los mismos principios que trataba de impartir. Su obsesión por la perfección en la escritura y la limpieza de su plumilla era el reflejo de un sistema de creencias rígido, uno que ya no era capaz de adaptarse a los cambios que se avecinaban. Su mundo, al igual que el de George, se desvaneció con la llegada de nuevas ideas y nuevos tiempos. Los valores que defendía, y que alguna vez fueron fundamentales para la educación en el campo, fueron erosionados por la expansión del "nuevo sistema educativo", una enseñanza que no tenía espacio para las viejas formas.
En una vida aparentemente simple, los habitantes del pueblo, con su ritmo pausado, parecían haber hallado una sabiduría más profunda que la de aquellos que se afanaban en el progreso. Los valores tradicionales, como el respeto por el trabajo, la dedicación a la familia, y el contacto constante con la naturaleza, formaban la columna vertebral de su existencia. En sus momentos más tranquilos, sin prisa por alcanzar nada más que la paz y el equilibrio, lograban una forma de sabiduría que el ajetreo de la vida moderna no parecía ofrecer. De este modo, la vida del campo, con sus pequeñas alegrías y su lentitud casi inhumana, era más que suficiente para quienes la elegían. La granja, el maestro, los animales, todo se entrelazaba en un ciclo de existencia que, aunque ajeno a la modernidad, se sostenía firmemente en su autenticidad.
Los hombres y mujeres de estos pueblos, ahora alejados de la atención del mundo, vivieron sin los adornos ni el reconocimiento de sus contemporáneos. Sin embargo, la verdadera pregunta radica en si esa vida será recordada, si su sentido y sabiduría perdurarán en un mundo que se mueve cada vez más rápido. Su carácter, sencillo pero firme, refleja un modo de ser que no necesita la validación de las estructuras externas para encontrar valor en lo que hace. Y es precisamente esto lo que hace que sus vidas sean dignas de reflexión en los tiempos venideros: la estabilidad interior que lograron en un mundo exterior cambiante.

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