La transición de una democracia liberal hacia una forma de fascismo no ocurre de un día para otro ni se impone exclusivamente desde arriba. Se configura gradualmente, cuando el aparato de seguridad nacional se convierte en el centro simbólico y práctico de la vida política y cultural de un país. En Estados Unidos, esta evolución se ha alimentado de narrativas de guerra permanente contra enemigos definidos no solo como amenazas militares, sino como amenazas civilizatorias, capaces de justificar la erosión de los derechos constitucionales en nombre de la supervivencia colectiva.

Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, la noción de seguridad nacional ha sido elevada al rango de religión política. El comunismo, luego el islamismo radical y, más recientemente, las amenazas difusas del ciberterrorismo y los ataques biológicos, han servido como figuras del mal absoluto. La clave aquí no es solo la existencia de enemigos, sino la representación de estos enemigos como esencialmente malignos, inhumanos, capaces de provocar un colapso existencial. Esta representación no permite matices: quien no apoya la guerra contra ellos es cómplice de su barbarie.

Es precisamente en este marco donde el aparato de seguridad adquiere un poder absoluto. La militarización de la política, la glorificación de las agencias de inteligencia y el desplazamiento de la soberanía popular hacia estructuras no electas se vuelven naturales, incluso deseables. El enemigo externo es presentado como un monstruo capaz de utilizar armas nucleares, destruir ciudades enteras o aniquilar la civilización occidental. Y si el mal es tan colosal, entonces, ¿cómo dudar de la necesidad de medidas excepcionales? El miedo profundo se convierte en justificación para suspender derechos, eliminar contrapesos y consagrar el estado de excepción.

Pero el enemigo no siempre está afuera. El cuarto gran paso hacia el fascismo se da cuando el enemigo es interno. En Alemania nazi, el enemigo doméstico era el judío; en los Estados Unidos contemporáneos, ha sido representado por minorías raciales, migrantes, sindicatos, feministas, personas LGBTQ+, intelectuales seculares, progresistas costeros, y todo aquel que desafíe la narrativa oficialista de seguridad, orden y tradición. No se trata solo de oponerse políticamente a estos sectores, sino de demonizarlos, de despojarlos de su humanidad, de convertirlos en una amenaza espiritual, moral y civilizatoria.

En este sentido, el enemigo interno es aún más peligroso para la narrativa fascista, porque está dentro, porque vota, porque organiza, porque tiene derechos constitucionales. Y por eso, la guerra cultural adquiere dimensiones casi teológicas. No es una simple disputa sobre políticas públicas, sino una lucha entre el bien y el mal, entre Dios y el Anticristo. Este tipo de guerra emocional y espiritual permite la radicalización de grandes sectores sociales que, sintiéndose culturalmente amenazados, apoyan con fervor cualquier medida que prometa eliminar al enemigo que les ha sido descrito como inasimilable, traidor o corruptor de los valores nacionales.

Esta guerra cultural permite una peligrosa alianza entre las élites económicas conservadoras y los sectores populares religiosos y rurales. Mientras luchan juntos contra los enemigos progresistas, se disipa el riesgo de una verdadera guerra de clases. El conflicto ya no es entre explotadores y explotados, sino entre patriotas y traidores, entre los “verdaderos americanos” y aquellos que representan lo otro, lo foráneo, lo degenerado. Así, se asegura la reproducción del orden económico y social mientras se destruye la posibilidad de una democracia plural.

El lenguaje que propicia este giro es esencialmente apocalíptico. Se habla de “invasiones”, de “criminales”, de “violadores”, de “infieles”, de “antiamericanos”. Las medidas que siguen a este discurso son igualmente extremas: deportaciones sumarias, suspensión del debido proceso, militarización de fronteras, vigilancia masiva, criminalización de la protesta. El estado de derecho cede paso al estado de seguridad.

La paradoja final es que incluso los sectores que se oponen al autoritarismo presidencial, como los medios liberales o los analistas anti-Trump, muchas veces terminan legitimando el poder del aparato de seguridad al criticar al líder no por sus excesos autoritarios, sino por debilitar a instituciones como el FBI o la CIA. El resultado es que el culto a la seguridad se mantiene intacto incluso entre quienes se consideran defensores de la democracia.

La lógica es clara: cuanto más fuerte y absoluto es el enemigo, más justificado parece el fascismo. Y cuanto más central es la religión de la seguridad en la vida cultural y política, más dispuesta está la sociedad a aceptar ese fascismo como un mal necesario.

Además de lo ya expuesto, es fundamental considerar que esta evolución hacia el fascismo no requiere un golpe de Estado ni un líder carismático con uniformes militares. Puede instalarse poco a poco, a través de una narrativa constante de miedo, una arquitectura institucional centrada en el control y una cultura política que prefiere la obediencia a la deliberación. La vigilancia masiva, la normalización del estado de excepción, la criminalización de la disidencia y la conversión de instituciones democráticas en instrumentos de represión son síntomas más elocuentes que cualquier desfile de camisas pardas. El fascismo moderno no necesita marchar: basta con que se integre en la rutina diaria bajo el nombre de seguridad.

¿Cómo los movimientos populares están transformando la lucha por la justicia social en los EE. UU.?

En los últimos años, hemos sido testigos de una serie de huelgas de maestros en los llamados “estados rojos” de los Estados Unidos, tales como Virginia Occidental, Oklahoma, Kentucky y Arizona. Estas no son simplemente luchas por salarios más altos o mejores condiciones laborales, sino por una educación de calidad para todos los niños, especialmente aquellos de familias pobres y de clase trabajadora, elementos clave para una verdadera seguridad social. En Virginia Occidental, por ejemplo, dos maestros comenzaron a organizarse a través de Facebook. Tras la creación de su grupo en línea, la membresía creció rápidamente, llegando a 20,000 miembros para finales de enero. Esto se convirtió en un núcleo organizador clave para los maestros que planeaban la huelga. Los maestros del sur del estado comenzaron a realizar acciones locales, organizando "entradas" en sus escuelas, donde distribuían información a padres y profesores. Otros estados siguieron este ejemplo. “Definitivamente fue un movimiento de abajo hacia arriba, no de arriba hacia abajo”, comentó O’Neal, uno de los organizadores. Fue entonces cuando los sindicatos se unieron y la huelga finalmente tuvo lugar.

En Arizona, otro grupo, conocido como Red for Ed, lanzó un movimiento similar, cofundado por el maestro Noah Karvelis. Este grupo comenzó a realizar una serie de "entradas" en las escuelas en abril, con más de 800 instituciones participando en las acciones. Karvelis destacó que se sentían inspirados por el éxito de los maestros en Virginia Occidental, algo que empoderó a todos los involucrados: “Nos mostró que puedes hacerlo, que puedes ponerte de pie, unirte y luchar, y que puedes ganar”.

Estas huelgas, impulsadas por movimientos populares, señalan algo crucial: las luchas por la seguridad social ya no son solo una cuestión de derechos laborales. Están vinculadas a una lucha más amplia por la justicia económica y la equidad racial y de género. El panorama laboral está cambiando, con un número creciente de mujeres y personas de color integrando la fuerza laboral. Esto está llevando a una convergencia entre la política de identidad y la política de clase. Líderes afroamericanos y de derechos civiles, como el reverendo Barber, han reavivado la idea de Martin Luther King de que la lucha por los derechos civiles está íntimamente ligada a la lucha por la justicia económica y el socialismo democrático. Muchos feministas también están de acuerdo, sosteniendo que el feminismo es, ante todo, un movimiento por la justicia económica. Este tipo de movimientos encuentran resonancia en los esfuerzos por implementar políticas como el sistema de salud universal, la educación superior gratuita o la renta básica universal.

La lucha de los sindicatos de mujeres y minorías, como los sindicatos de trabajadores del servicio doméstico, enfermeras y maestros, es un claro ejemplo de cómo las cuestiones de justicia económica y derechos civiles se entrelazan. El sindicato National Nurses United, por ejemplo, ha estado a la vanguardia de las protestas por la justicia social, defendiendo los derechos humanos universales como el acceso a la salud, una causa particularmente relevante para las mujeres, quienes están sobrerrepresentadas en profesiones de cuidado.

Este cambio en la política laboral también está siendo impulsado por un resurgimiento de la solidaridad entre los movimientos progresistas y el Partido Demócrata. En un contexto de creciente desconfianza hacia Trump y su control corporativo, cada vez más representantes del Partido Demócrata se han unido a protestas y huelgas, llevando las demandas de los movimientos sociales a la arena política. Organizaciones como MoveOn.org y los Socialistas Demócratas de América están trabajando para impulsar al Partido Demócrata hacia posiciones más progresistas, abogando por una agenda de seguridad social auténtica.

El ejemplo de MoveOn.org muestra cómo la organización de base puede presionar al sistema político para que actúe. Con más de 7 millones de miembros en todo el país, este movimiento ha demostrado que la voz de la gente común puede influir significativamente en la política, llevando a la oposición de la guerra en Irak, la elección de Barack Obama en 2008 y la reforma sanitaria de 2010, entre otras victorias.

Es fundamental reconocer que, a medida que los movimientos populares y los sindicatos de mujeres y minorías desafían el sistema económico actual, están construyendo un frente unido que va más allá de las luchas sectoriales. Esta es una lucha por un sistema económico que no solo sea más justo, sino también más inclusivo, un sistema que ponga la seguridad social, los derechos humanos y la justicia económica en el centro de la agenda política. Con el apoyo de movimientos como Black Lives Matter, los grupos feministas y las organizaciones pro derechos de los inmigrantes, esta unión de fuerzas sociales puede ser la clave para reconstruir un orden social más equitativo.

¿Cómo la Creación de Frentes Unidos Puede Cambiar la Política en Estados Unidos?

La lucha por la justicia económica y social en los Estados Unidos ha adquirido una nueva dimensión con el creciente movimiento popular que busca transformar el sistema político desde abajo. Esta movilización tiene como objetivo principal unir diversas fuerzas progresistas, organizar a las comunidades y crear una presión constante sobre las estructuras de poder. Un ejemplo claro de esta estrategia es el movimiento “Our Revolution”, que nació a partir de la campaña presidencial de Bernie Sanders. Este movimiento no solo buscó apoyar a un candidato, sino también construir una base sólida de activistas que trabajaran para transformar el Partido Demócrata y lograr un cambio real en la política estadounidense.

El concepto de un “Frente Unido” no es nuevo en la historia política, pero en el contexto actual, se ha convertido en una herramienta clave para aquellos que luchan contra las estructuras de poder dominadas por grandes corporaciones y el 1% más rico del país. Sanders mismo expresó que su campaña no era solo sobre él, sino sobre la creación de un movimiento masivo que involucre a millones de personas en cada comunidad del país. Este movimiento busca transformar la política a través de un proceso gradual, pero con un enfoque claro en movilizar a las personas y exigir que el gobierno trabaje para todos, no solo para los poderosos.

El ejemplo de “Our Revolution” demuestra cómo la organización y el trabajo de base pueden influir en el ámbito electoral. Según Nina Turner, excongresista y actual presidenta de la organización, el objetivo es transformar el Partido Demócrata desde dentro, impulsando a candidatos progresistas y construyendo grupos locales de base. Ella resalta que este proceso no debe verse solo desde una perspectiva electoral, sino como un esfuerzo organizativo que, aunque más lento y complicado, tiene el poder de generar cambios sustanciales. Un ejemplo de este tipo de movilización es el proyecto de Medicare para Todos que Sanders presentó en el Congreso. Al principio, esta propuesta fue rechazada por la mayoría, pero con el tiempo, la presión de la población y la organización de base obligaron a varios senadores a unirse a la causa.

Otro caso significativo de cómo los frentes unidos pueden marcar la diferencia es la victoria de Alexandria Ocasio-Cortez, quien en 2018 derrotó a un importante miembro del Partido Demócrata, Michael Crowley, en Nueva York. Ocasio-Cortez, una joven hispana de clase trabajadora y activista en causas como el cambio climático, los derechos de los inmigrantes y un salario justo, representa una nueva generación de políticos de izquierda dispuestos a desafiar el statu quo. Ella ha defendido con firmeza que los problemas raciales y económicos están intrínsecamente vinculados y que la lucha por la justicia social debe ser unificada, no dividida.

El crecimiento de este tipo de movimientos está impulsando a muchos activistas de izquierda a postularse para cargos políticos, mientras siguen comprometidos con su activismo en las calles. Este enfoque de "dentro hacia afuera" busca un equilibrio entre la lucha electoral y la organización popular. Sin embargo, aún enfrentan una enorme oposición, particularmente de aquellos que dominan el sistema político estadounidense, como los intereses corporativos y el Partido Republicano.

En paralelo a estos esfuerzos electorales, se están dando importantes avances a nivel local, donde ciudades como Seattle, San Francisco y Boston están tomando la iniciativa para crear sus propias políticas de seguridad social y justicia económica. Estos movimientos no esperan a que el gobierno federal actúe; por el contrario, están creando soluciones locales a problemas globales. Seattle, por ejemplo, implementó el salario mínimo de $15 por hora, mientras que en San Francisco se han creado ciudades santuario para inmigrantes. Estas acciones no solo son un desafío al dominio federal, sino también una demostración de que el cambio real puede empezar a nivel local.

Un caso ejemplar de activismo local es el de Kshama Sawant, la primera socialista en ganar un cargo público en Seattle. Sawant, economista nacida en India y miembro de la organización Socialist Alternative, ha sido fundamental en la lucha por un salario mínimo de $15 en Seattle. Su enfoque no es solo político, sino también profundamente ético, ya que destina parte de su salario a un fondo de solidaridad que apoya campañas de justicia social. Esta postura radical y comprometida ha hecho de Sawant una figura respetada y admirada, y ha inspirado a activistas de todo el país a seguir su ejemplo.

El concepto de “cooperativas de trabajadores” también ha cobrado relevancia como una forma de empoderar a las comunidades y crear una verdadera seguridad económica. Estas cooperativas permiten a los trabajadores tomar el control de las empresas en las que laboran, transformándose en propietarios de sus propios lugares de trabajo. Esto no solo mejora las condiciones laborales, sino que también promueve una economía más justa y equitativa, al repartir de manera más equitativa los beneficios de la producción.

El reto para los movimientos progresistas sigue siendo enorme. La lucha por la justicia económica y la democracia sigue siendo una batalla desigual contra un sistema político y económico profundamente arraigado. Sin embargo, la esperanza reside en la capacidad de los movimientos locales y nacionales para crear un frente unido que trabaje tanto en el ámbito electoral como en el activismo de base. Es solo a través de esta doble estrategia que se podrá lograr una transformación real, construyendo una sociedad más justa y equitativa para todos.