Allí, después de lo ocurrido —pero cuando llamé (no sabía su nombre, así que me tuve que conformar con decir «¿Hay alguien?»)— no hubo respuesta. Lo siguiente que recuerdo fue caer por mi cuenta, y sentir como si diez mil obreros con botas remachadas me aplastaran la vida misma. Luego, como sabrás —aunque ignoro cómo diablos te enteraste— desperté en una comisaría con un médico ocupándose de este brazo, levantando la extremidad herida. Para concluir la historia, añadió Wimperis, volviste al Café del Corazón Gozoso la noche siguiente y lo encontraste cerrado. Correcto. Correcto.
La conversación languideció. Wimperis guardó silencio y su anfitrión estuvo tan ocupado ordenando sus pensamientos que no fue hasta que hubo consumido el whisky con soda junto a él cuando volvió a interrogarlo. Wimperis regresó de su ensoñación con el ceño fruncido en vez de la sonrisa habitual; gesto tan extraño que aumentó el misterio para el aficionado a la aventura. La paciencia se agotó: «¡Maldita sea, Wimp, ten corazón! —rogó—. Dime cómo lo supiste. Que yo viera, no había alma que hubiera visto antes». En lugar de contestar, Wimperis se levantó, se acercó a la ventana, miró al remanso tranquilo de la parroquia de St. James’s, abrió la puerta del piso, asomó, volvió, inspeccionó el dormitorio, echó un vistazo al lavabo con bañera y se sentó de nuevo como un oso de circo que, tras sus juegos, espera la bolita.
Cuando por fin habló, sus palabras fueron tan desconcertantes como su conducta. «Hemos sido compinches muchos años, Charles; desde Repington. ¿Recuerdas los juramentos?—‘Córtame la garganta si miento’—y eso.» «Lo recuerdo —replicó—, pero ¿qué demonios tiene que ver...» «Todo a su tiempo, muchacho. Antes de llegar al Libro de las Palabras quiero que me hagas una promesa. El juramento viejo valdrá: ‘Córtame la garganta si miento’ —o si revelo algo que ahora vas a oír. ¿Estás?». «Si quieres que jure mantener secreto lo que digas, está bien», dijo Watney, y dieron el puño. Wimperis encendió otro cigarrillo.
«He tomado un empleo», dijo luego con la sosería de quien confiesa una broma pesada; «vida sin ti era demasiado lenta. Cuando un conocido me ofreció un puesto, acepté tout de suite». Fue la primera oportunidad para reír al oyente. «¿Yo trabajando? ¡Dios!» «Hago un trabajo para el Servicio Secreto británico». Watney silbó largo. «Mi sombrero. ¿Así supiste?» «En cierta materia, más allá de cierto punto, mis labios están sellados.» La revelación flotó apenas cuando la ventana explotó: algo chocó contra la luz eléctrica y la habitación quedó a oscuras. Un disparo había rozado; «¡Tírate al suelo, idiota!», mandó una voz. Obedecieron y media hora después seguían juntos, el fumador ahora en pipa, ya sin tonterías de cigarrillos.
«Sin ese disparo quizá habría pensado que bromeabas, Wimp», dijo Watney. «Por derecho, supongo, deberías estar muerto». «Mi querido, nuestro juguetón asesino no quiso matarme; quiso matarte a ti», sonrió Wimperis, sombrío. «¿Yo?» «Por supuesto. ¿Crees que alguien como Laroche va a soportar perder dos valiosos dientes sin ajustarse cuentas? Te sigue; si no tienes cuidado, te matará. Mi consejo es que te escondas y olvides el asunto del Café del Corazón Gozoso.» «¡Pero eso es imposible!» «¿Por qué?» Watney no explicó; temía el escarnio. En cambio preguntó quién llamó a la policía aquella noche. Wimperis rió: «En cierto modo fui yo; si la policía no hubiera acudido te habrían matado y arrojado al Sena. Había cinco de la banda de Laroche; cada uno, un posible asesino. Si no apagué las luces te habrían dejado como un colador».
Se despidió: «Debo marcharme; somos hombres muy ocupados en Inteligencia». Watney, con el pensamiento hecho jirones, fumó dos pipas hasta recomponer algo coherente. A cada instante la historia le parecía propia de un relato absurdo de aventuras modernas; solo al mirar la ventana por la que había pasado la bala entendió que no soñaba. Quizá Laroche aguardaba en la penumbra, listo a vengarse. Había decidido obedecer el consejo de Wimperis y permanecer en la habitación. Pero no soportaba la idea de dejar que un canalla de los arrabales parisinos siguiera con su impunidad. Además, estaba la muchacha: si él, quien había intentado, aunque torpemente, rescatarla, resultaba marcado...
Es importante comprender la naturaleza ambivalente de la ayuda: la intervención del Servicio Secreto salva vidas pero liga a los salvados a obligaciones oscuras; la lealtad antigua (juramentos de universidad, puños), la fraternidad de apariencia trivial, se convierte en una argamasa que ata secretos. Hay riesgos prácticos —la necesidad de ocultamiento, de abandonar la vida pública, la amenaza constante de represalias— y riesgos morales: complicidad con maniobras que no se pueden relatar, la erosión de la autonomía personal. Conviene además reparar en la fragilidad de la memoria en el trauma; en la manera en que la información llega por canales improbables; y en que la apariencia de un rescate puede esconder intereses ajenos. Finalmente, nadie en estas circunstancias puede confiar plenamente en la evidencia inmediata: las sombras, las ventanas rotas, un disparo fallido y un café cerrado son piezas de un rompecabezas que exige cautela, juramento y la voluntad de aceptar que la verdad vendrá por vías que no siempre serán honorables ni claras.
¿Cómo puede un hombre encontrar su propósito en medio de la vida cómoda?
La calma que a menudo precede a las decisiones más trascendentales puede ser desconcertante. Hartley Witham, aparentemente el epítome de la tranquilidad y el confort, se encontraba envuelto en un torbellino emocional tras recibir una misión inesperada de su tío, el Mayor Witham. A simple vista, Hartley no era diferente de cualquier otro hombre de su clase. Con una vida llena de lujos y placeres, su rutina transcurría entre juegos de cricket, polo y los lujos inquebrantables de la sociedad británica de su tiempo. Sin embargo, un cambio crucial estaba a punto de ocurrir, un cambio que no solo afectaría a su vida diaria, sino que también pondría a prueba las fibras más profundas de su ser.
El desencadenante de esta transformación fue una conversación en la que su tío, con un aire misterioso, le encomendó una tarea que, en principio, parecía sencilla: entregar unos papeles en París. Sin embargo, la carga de este mensaje no era tan ligera como la apariencia de una simple entrega. Las palabras de su tío, cargadas de una confianza inquebrantable, desataron en Hartley un torrente de pensamientos, deseos y miedos. Este hombre que se había dejado llevar por la corriente de la vida cómoda, ahora se encontraba, por primera vez, ante un desafío que demandaba algo más que su dinero y su posición social.
Hartley había sido, hasta ese momento, el prototipo del hombre que vive en la burbuja de la civilización avanzada. Un hombre cuya mente se había suavizado por la falta de retos reales, donde la concentración y el esfuerzo mental se habían vuelto una tarea titánica. Este tipo de vida, aunque en apariencia perfecta, no lo era. La suavidad mental no era sino un síntoma de la degeneración sutil del hombre moderno que, perdido en el confort de su existencia, había olvidado cómo enfrentarse a lo real, a lo importante.
La misión encomendada por su tío no solo era una simple tarea diplomática, sino un grito de regreso a la verdadera vida. Hartley, antes inmerso en una burbuja de placeres superficiales, debía ahora lidiar con el misterio de la llamada "Miss Mystery" y un mundo de intriga y desconfianza. El papel que desempeñaba en esta misión iba más allá de ser un simple mensajero; su participación era crucial, no solo para su propio futuro, sino para el destino de muchos.
A medida que Hartley se dirigía a la estación de trenes para iniciar su viaje, su mente seguía resonando con las palabras de su tío. El paquete que llevaba consigo no era simplemente un equipaje más; era la llave de su redención, una oportunidad para demostrar que aún quedaba algo de valor en él, algo que no se podía medir en términos de dinero o de ocio. El viaje a París, más que un desplazamiento físico, se convirtió en una travesía interna hacia una nueva comprensión de sí mismo y de su papel en el mundo.
El momento en que Hartley se encuentra con Billy Carruthers en la estación de trenes resalta un contraste fundamental en su vida. Mientras ella parece ajena a las preocupaciones que lo atormentan, él no puede evitar recordar lo que su misión representa. El cruce entre el mundo ligero y superficial del que proviene y el oscuro, intrigante mundo de la diplomacia y el espionaje lo obliga a replantearse su existencia. La vida en la que había nadado sin esfuerzo hasta ese momento se le presenta ahora como un lujo vacuo, y la misión que tiene por delante, aunque cargada de riesgo, es la oportunidad que tiene para reconciliarse con algo más grande que él mismo.
El dilema de Hartley refleja una verdad fundamental sobre la vida moderna: el confort excesivo puede ser un veneno silencioso. Vivir en un estado de bienestar constante puede, paradójicamente, hacer que un hombre pierda el contacto con su propósito real. La reflexión constante sobre la banalidad de su vida, y la acción inesperada que se le pide, despiertan en Hartley algo que había estado dormido: su capacidad de acción, su responsabilidad, su identidad más profunda.
Es vital comprender que, más allá de los aspectos superficiales de la vida, los momentos cruciales de cambio rara vez se anuncian de manera grandiosa. A menudo, el hombre moderno se ve confrontado con la oportunidad de cambiar en los momentos más insospechados, a través de desafíos que lo llaman a la acción, fuera de su zona de confort. Estos desafíos, aunque inicialmente aterradores, son los que permiten al hombre crecer, redescubrirse y encontrar un propósito más allá de la satisfacción inmediata.
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