La percepción social funciona como una herramienta para clasificar rápidamente a las personas, simplificando la complejidad humana en categorías rígidas y fácilmente reconocibles. Desde el momento en que alguien es observado, se le asignan etiquetas automáticas: género, inteligencia, clase social. Este acto de clasificación genera una tensión para quienes habitan espacios intermedios o ambiguos en términos raciales, sociales o laborales. Esa indefinición provoca una incomodidad profunda, no sólo para quien la vive, sino también para quienes intentan encajonar al otro en esquemas preestablecidos, cómodos para la mayoría.

La experiencia de un trabajador haitiano que combina dos empleos revela la dificultad y sacrificio inherentes a esta existencia en la frontera entre clases y roles. La necesidad imperiosa de sostener a la familia obliga a jornadas agotadoras que afectan la salud física y emocional. La precariedad laboral se manifiesta no sólo en la carga diaria, sino en la incertidumbre estacional, como el verano, cuando la ausencia de trabajo hace indispensable el ahorro constante. El salario, aunque parece suficiente en términos absolutos, pierde valor cuando se considera la intermitencia y la inseguridad laboral. Más allá de la dificultad económica, la ausencia prolongada de los padres en el hogar impacta la dinámica familiar, especialmente la crianza de los hijos, y genera tensiones que no son fáciles de resolver.

El uso de uniformes es un fenómeno que subraya la fragmentación de la identidad social. Al vestir uniforme, la persona se transforma a ojos de los demás, un cambio que puede ser invisibilizador o, en algunos casos, protector. La uniformidad genera reconocimiento pero también distancia, una paradoja en la que la apariencia externa dicta la percepción y el trato recibido. Los trabajadores enfrentan situaciones donde se les prueba constantemente, donde los pequeños actos de vigilancia o control —como dejar caer monedas para verificar la limpieza— reflejan una dinámica de desconfianza y vigilancia que erosiona la dignidad, pero también donde la dignidad se mantiene mediante el respeto propio y hacia los demás.

La interacción entre estudiantes y trabajadores refleja una relación marcada por prejuicios y estereotipos. Algunos estudiantes manifiestan temor o desconfianza hacia los trabajadores que no cumplen con las expectativas visuales o sociales, reforzando barreras invisibles que dificultan la convivencia y la comprensión mutua. Sin embargo, el respeto es la clave que puede transformar estas relaciones, como lo experimentan muchos trabajadores que, al ejercerlo, consiguen un ambiente laboral relativamente armonioso.

En otro contexto, la labor del guardia de biblioteca expone cómo la seguridad y el control generan respuestas emocionales diversas en las personas: desde la irritación hasta la comprensión escasa pero existente. La inspección de pertenencias, necesaria para preservar los recursos, es una fuente de tensión, especialmente cuando toca ámbitos personales como el bolso de una mujer, donde el acto se convierte en una invasión. Sin embargo, la rapidez y la cortesía alivian esa incomodidad, mostrando que la forma en que se ejecutan los controles puede mitigar el impacto emocional negativo. Además, la interacción humana se vuelve una prueba de la humanidad del trabajo; ser reconocido y saludado transforma una tarea repetitiva en un acto de reconocimiento social, en contraposición a ser tratado como un objeto o un mobiliario invisible.

La experiencia de estos trabajadores demuestra que la identidad y el estatus no se definen sólo por la posición social o el trabajo realizado, sino también por las interacciones diarias, los pequeños gestos de respeto y reconocimiento, y la capacidad de sostener una dignidad propia frente a sistemas que a menudo deshumanizan. Vivir en espacios intermedios implica una lucha constante por equilibrar la supervivencia económica con la necesidad de ser vistos y respetados como seres humanos completos y complejos.

Además de lo expuesto, es esencial comprender que estas experiencias no sólo reflejan condiciones individuales, sino que están profundamente enraizadas en estructuras sociales y económicas que perpetúan desigualdades y segregaciones. La precariedad laboral, la discriminación implícita en la percepción social, y la fragmentación identitaria son síntomas de sistemas más amplios que demandan atención crítica. La capacidad de resistencia y adaptación de los trabajadores es admirable, pero no debe ocultar la urgencia de transformar las condiciones que generan estas tensiones. La empatía hacia quienes habitan estos espacios intermedios es fundamental para construir sociedades más justas, donde la identidad no sea un motivo de exclusión sino de enriquecimiento colectivo.

¿Cómo afecta la lucha por un salario digno a los trabajadores y qué revela sobre la desigualdad económica en las grandes instituciones?

La experiencia de los trabajadores de limpieza revela con crudeza la realidad oculta tras la fachada de prestigiosas instituciones. Para estas empresas y universidades, el objetivo principal es la rentabilidad, y dentro de esa lógica, los salarios se convierten en un gasto a minimizar. Así, se limitan las horas para evitar beneficios, y se trata a las personas como si fueran maquinaria o insumos desechables, ignorando que tras cada salario hay una vida, una familia, un proyecto personal truncado o aplazado. Veinte años vistiendo un uniforme no equivalen a una falta de inteligencia o esfuerzo; al contrario, es una evidencia de resistencia en condiciones que desgastan tanto física como emocionalmente.

Los incrementos salariales, obtenidos tras años de movilizaciones, huelgas y hasta arrestos, representan más que un aumento monetario: son un reconocimiento tardío y limitado de que esos trabajadores merecen condiciones justas para vivir. La importancia de la movilización estudiantil en este proceso es notable, pues los jóvenes aportan el riesgo y la energía que los trabajadores precarizados muchas veces no pueden permitirse debido a sus responsabilidades familiares y laborales. Sin esta alianza, las luchas por el salario digno habrían sido aún más difíciles.

En ciudades como Boston y Cambridge, la presión social ha llevado a la promulgación de ordenanzas de salario digno que obligan a las grandes instituciones y contratistas a ofrecer salarios que cubran los costos básicos de vida. Este esfuerzo busca compensar la insuficiencia de los salarios mínimos federales y estatales, que no alcanzan para cubrir ni siquiera lo más elemental. Sin embargo, la realidad contradice estas medidas: mientras los salarios de los trabajadores se estancan o incluso disminuyen, las grandes universidades aumentan su patrimonio de manera exponencial.

El caso de Harvard es paradigmático. Entre 1994 y 2001, su fondo de inversión casi se triplicó, convirtiéndola en una de las instituciones sin fines de lucro más ricas del mundo, con ingresos que superan incluso a varias universidades prestigiosas juntas. A pesar de ello, sus trabajadores vieron cómo sus salarios se reducían o se mantenían en niveles insuficientes, una paradoja que refleja la desconexión entre la riqueza acumulada y el bienestar de quienes sostienen la operación diaria.

La opacidad en torno a estas finanzas y las conexiones entre altos directivos y grandes corporaciones refuerzan la idea de un sistema cerrado y autoreferencial, donde las decisiones económicas favorecen a unos pocos privilegiados. La complicidad entre las instituciones financieras y la administración universitaria exige vigilancia constante y un compromiso activo de la sociedad para exigir transparencia y justicia.

Es fundamental comprender que detrás de cada número, de cada aumento o recorte salarial, hay vidas humanas que se ven afectadas. El salario digno no es solo una cuestión económica, sino una cuestión de dignidad y justicia social. La lucha por mejores condiciones laborales y salarios justos es inseparable de la lucha contra las desigualdades estructurales que permiten que una élite acumule riqueza mientras otros apenas sobreviven. Además, esta lucha implica reconocer el papel de la solidaridad intergeneracional y comunitaria, así como la necesidad de mecanismos legales y políticos que garanticen el respeto de los derechos laborales.

Entender estos vínculos es clave para avanzar hacia una sociedad más equitativa, donde el progreso económico no se mida solo en cifras de patrimonio o inversiones, sino en la calidad de vida de todos sus miembros, especialmente de quienes muchas veces quedan invisibilizados y marginados.