La pandemia de Covid-19 no sólo dejó al descubierto las fragilidades sanitarias del mundo, sino que reveló con brutal claridad las fisuras estructurales de un orden global cimentado en la desigualdad. Mientras los países desarrollados luchaban con sistemas de salud al borde del colapso, vastas regiones del mundo, en especial en África, ya se encontraban al margen de cualquier infraestructura mínima. La realidad, tal como lo señaló UNICEF, es que una de cada tres personas en el planeta no tiene acceso al agua potable y más de 300 millones de africanos carecen de agua corriente. La pandemia no golpeó a todos por igual: arrasó primero con los pobres, incluso antes de que el virus se instalara plenamente en sus territorios.

En esta tragedia global, los discursos políticos y mediáticos ignoraron en gran medida a los niños condenados al hambre. Cuatro agencias de la ONU advirtieron que los 140,000 niños en riesgo de inanición podrían aumentar a 270,000, como consecuencia del impacto del virus sobre la producción alimentaria. La peste moderna no fue sólo un evento biológico, sino un fenómeno amplificador del sufrimiento producido por una política subordinada al capital, generadora de una subjetividad social alienada, casi sacada de una distopía de ciencia ficción. Esta política zombi —mecánica, sin ética, al servicio de la acumulación y de la muerte simbólica— ha instaurado una forma de gobernanza que erosiona el bien común, vacía los valores públicos y mutila la democracia.

El miedo, la ansiedad existencial y la incertidumbre se convirtieron en los signos dominantes del momento. Y fue precisamente en ese paisaje de angustia donde emergió una comprensión renovada de la salud pública como bien colectivo y del coste devastador que implica su ausencia. El sobrevivir, más que vivir, se convirtió en la tarea diaria de millones. De ahí la urgencia de repensar la justicia social no como caridad, sino como derecho, enmarcada en una nueva concepción de lo común: servicios, recursos y estructuras compartidas, sostenidas por una democracia socialista robusta y no por instituciones neoliberales rescatadas con dinero público para seguir sirviendo al capital financiero.

El lenguaje del neoliberalismo está agotado. Su semántica de “libertad de mercado” y “responsabilidad individual” es una coartada ideológica para preservar el dominio de las élites económicas. El neoliberalismo, en su expresión más cruda, ha mutado hacia una forma de capitalismo racializado y fascismo moderno. Tal como advierte David Harvey: el capital es el problema, no la solución. El experimento neoliberal, intensificado en el contexto del gobierno de Trump, transformó todos los espacios —educación, transporte, salud, servicios sociales— en mercados sometidos a la lógica de la ganancia y privatización. Lo que la pandemia puso al desnudo fue la toxicidad de este sistema, su desprecio por la vida y su capacidad de convertir el dolor en negocio.

La desigualdad, lejos de ser una consecuencia colateral, es el mecanismo central del neoliberalismo. Esta desigualdad —organizada, estructural, sistémica— actúa como una violencia de Estado. Despoja de derechos, criminaliza la pobreza, y convierte la injusticia en norma. Es la misma lógica que culpabiliza a los pobres por su condición, como denunció Curtis Bradford en su testimonio ante la Poor People’s Campaign, señalando que el sistema le hizo creer que él era el problema, hasta que dejó de aceptar esa mentira. La pobreza no es una falla individual; es el síntoma de un orden deliberadamente diseñado para excluir.

Las lecciones de esta crisis son múltiples y urgentes. Primero, es necesario visibilizar las formas entrelazadas de desigualdad que perpetúan este modelo económico e ideológico. Segundo, la historia que hizo posible tanto la pandemia como el ascenso del autoritarismo debe ser comprendida en su complejidad. Tercero, es vital reimaginar la política y el futuro: no como retorno a la “normalidad”, sino como ruptura con una estructura que celebra el oportunismo sin vergüenza, la explotación de los cuerpos y la destrucción de lo público.

El salario real lleva décadas estancado o disminuyendo, al tiempo que crecen la rabia, la frustración y el impulso hacia movimientos populistas de ultraderecha. Este clima de inseguridad generalizada ha despolitizado a amplias capas sociales, atrapadas en la lógica del miedo y la mera supervivencia. El capitalismo neoliberal actúa como una forma de terrorismo doméstico: deja sin cobertura médica a millones, degrada las condiciones de vida y expone a las personas más vulnerables a la muerte. El racismo estructural, las divisiones de clase, y las muertes desproporcionadas de personas racializadas a causa del virus son todas expresiones de esta misma matriz de desigualdad.

Lo que el neoliberalismo intenta es transformar a cada ser humano en capital humano, monetizando todas las relaciones sociales, instaurando divisiones de clase punitivas y eliminando las condiciones para una democracia sustantiva. En este contexto, los derechos más elementales —salud, educación, trabajo digno, salario vital— se convierten en lujos inalcanzables. La desigualdad, entonces, ya no es una anomalía: es una estrategia, un principio organizador, una política de exclusión terminal y violencia institucional.

La comprensión de este sistema no puede separarse de la necesidad de su transformación. El reconocimiento del sufrimiento no basta. Es indispensable construir una nueva gramática política que no sólo denuncie, sino que organice, proponga y exija. Porque toda normalidad construida sobre la injusticia no es más que una forma de barbarie legitimada.

La historia no está escrita de antemano. Pero no puede reescribirse si no se desmantelan los mecanismos que naturalizan la injusticia como destino.

¿Cómo el lenguaje de Trump fomenta la violencia y amenaza la democracia?

El lenguaje de Donald Trump ha sido un factor crucial en el clima de polarización y violencia que ha marcado su mandato. A lo largo de su presidencia, las declaraciones del entonces presidente no solo se limitaron a discursos políticos convencionales, sino que se impregnaron de un tono que incitaba a la confrontación, creando una atmósfera en la que la violencia parecía casi justificable en ciertas circunstancias. Al mismo tiempo, sus palabras fueron una herramienta política para movilizar a su base, estableciendo una narrativa que deslegitimaba a los opositores y fortalecía la idea de un enemigo común.

Un aspecto esencial que define el discurso de Trump es la frecuencia con la que recurre a la violencia verbal, en ocasiones bordeando la incitación directa a la acción. Cuando acusó a sus oponentes políticos de traición, como fue el caso de los comentarios sobre Adam Schiff y Nancy Pelosi, el tono no solo era uno de acusación sino de peligro inminente, lo cual alimentó una narrativa en la que los enemigos del presidente no solo eran adversarios políticos, sino amenazas existenciales para el país. En este sentido, sus seguidores no solo escuchaban críticas a sus rivales, sino llamados a la acción, alimentando una cultura de confrontación que tenía ramificaciones fuera de la política tradicional.

Además, el discurso de Trump se enmarcó en un estilo populista que apelaba al miedo y la ansiedad colectiva. Utilizó expresiones como "ley y orden" no solo para enfatizar la necesidad de mantener el control, sino para invocar una figura de poder fuerte capaz de restaurar el orden en un momento que él mismo presentaba como caótico. Este tipo de lenguaje tiene un potencial peligroso porque establece una dicotomía maniquea, en la que una parte de la población se ve representada como los "buenos" y la otra como los "malos", justificación suficiente para que la violencia se convierta en una solución aceptable.

El uso del lenguaje también tuvo consecuencias más tangibles, como se evidenció en los incidentes violentos que ocurrieron en las protestas relacionadas con el Black Lives Matter y la respuesta policial a las mismas. Las palabras de Trump, que en muchas ocasiones subrayaban la necesidad de usar la fuerza para sofocar las protestas, fueron seguidas por actos represivos de la policía, algunos de los cuales fueron violentos y desproporcionados. Esto no solo mostró una clara falta de empatía hacia los manifestantes, sino que también destacó cómo la retórica presidencial puede traducirse en políticas que afectan directamente la vida de los ciudadanos.

Sin embargo, es necesario también reconocer que el lenguaje de Trump no solo alimentó la división interna, sino que creó una imagen distorsionada de los Estados Unidos ante el mundo. La polarización exacerbada, el ascenso de movimientos de extrema derecha y el cuestionamiento constante de las instituciones democráticas no eran solo fenómenos nacionales, sino que se proyectaban internacionalmente, mostrando al mundo una nación fracturada y vulnerable a las manipulaciones externas.

Es relevante entender que el lenguaje de Trump y sus implicaciones no se reducen a simples afirmaciones retóricas. Cada palabra, cada ataque verbal, tiene un propósito estratégico. En su contexto, el uso de un lenguaje agresivo no solo servía para movilizar a sus seguidores, sino también para desafiar las normas democráticas y erigir un sistema político en el que la desinformación y la manipulación del discurso se convirtieran en herramientas de control.

Por tanto, los efectos del lenguaje en la política de Trump deben ser analizados no solo en términos de su impacto inmediato, sino en cómo contribuyó a la creación de un clima en el que la violencia verbal se tradujo en violencia física, en el que la desinformación se legitimó y en el que la democracia misma se vio amenazada por las estructuras de poder que él ayudó a consolidar.

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