La ética objetivista de Ayn Rand sostiene que el egoísmo racional —lejos de ser un vicio— es la virtud fundamental del ser humano libre. En contraposición a las filosofías altruistas que ensalzan el sacrificio por el "bien común", Rand defiende que los intereses racionales de los individuos no entran en conflicto cuando son verdaderamente racionales. El egoísmo racional no se limita a la adquisición y el consumo de bienes materiales, sino que también abarca dimensiones esenciales del bienestar humano como el amor, la amistad y el respeto. Estos afectos no son gestos desinteresados, sino "pagos espirituales" que se otorgan a cambio del placer espiritual derivado de las virtudes de otro ser humano.

Amar, desde esta perspectiva, significa valorar. Solo el individuo que posee una autoestima firme, coherente e inquebrantable puede amar de forma auténtica. Un ser humano incapaz de valorarse a sí mismo tampoco podrá valorar nada ni a nadie. La justicia, entendida como correspondencia racional entre lo que se ofrece y lo que se recibe, es el fundamento sobre el cual puede erigirse una sociedad libre, pacífica, próspera y racional. En este sentido, la felicidad, que constituye el núcleo del bienestar humano, no se obtiene a través de la abnegación, sino por medio del intercambio voluntario y justo de valor entre individuos conscientes de su propia dignidad.

Inspirada por Adam Smith, Rand recupera la idea de que no podemos confiar en la benevolencia de los otros, sino que debemos apelar a su propio interés: “Dame eso que deseo y recibirás eso que tú deseas”. Esta lógica mercantil, que rige tanto la economía como los afectos humanos, solo funciona si los sujetos están dotados de una autovaloración clara y racional. Un individuo desprovisto de autoestima es incapaz de emociones auténticas, de intercambios afectivos significativos, de establecer relaciones basadas en la reciprocidad.

Desde esta óptica, las sociedades que se rigen por principios comunales o colectivistas resultan moralmente inviables, pues exigen el sacrificio del individuo al grupo. Rand identifica estos modelos con el “canibalismo moral” que despoja al individuo de su voz, sus derechos y su libertad, transformándolo en esclavo de las necesidades ajenas. Tal como ocurrió, en su visión, en la Alemania nazi o en la Rusia soviética, donde el sujeto es disuelto en la masa y pierde su capacidad de autodeterminación. Por ello, el único sistema ético-moralmente válido sería el capitalismo fundacional estadounidense, cuyo centro de gravedad es la libertad individual sustentada en el egoísmo racional.

Frente a esto, Karl Marx propone un horizonte opuesto: la comunidad no como negación del individuo, sino como su realización plena. Para Marx, la esencia del ser humano no reside en el aislamiento, sino en la vida en común, en una relación orgánica con la naturaleza y los otros, no mediada por la propiedad privada ni la producción. La comunión entre el ser individual y el ser genérico (Gattungswesen) es la superación de la contradicción entre necesidad y libertad, entre alienación y autorrealización. El comunismo, según Marx, es la resolución del enigma histórico del ser humano, la reconciliación entre el individuo y su especie.

Sin embargo, en el contexto capitalista occidental, el comunismo es demonizado como una ideología que reduce la libertad y promueve el autoritarismo. Pero, desde la mirada marxista, es precisamente el individualismo capitalista el que mutila la libertad, al despojarla de su dimensión social y común. El ideal de libertad individual, promovido por élites culturales y económicas, se infiltra en todos los aparatos de reproducción ideológica: escuelas, familias, religiones, asociaciones, relaciones amorosas y matrimonios. No obstante, la defensa del egoísmo racional de Rand carece de una base empírica sólida. A diferencia de Marx, cuyas tesis han sido corroboradas por estudios etnográficos y cuantitativos, Rand opera en un plano más ideológico que científico.

Si descomponemos la narrativa que asocia el interés individual con la libertad, vemos que parte de un supuesto fundamental: que el bien común exige el sacrificio de los individuos, y que este sacrificio mina la felicidad. Por

¿Qué es el etnopluralismo y cómo se convirtió en eje del pensamiento identitario europeo?

Alain de Benoist, figura clave del pensamiento identitario europeo, ha sido uno de los arquitectos ideológicos más influyentes de la Nueva Derecha (Nouvelle Droite, ND) y precursor del concepto de “etnopluralismo”. A lo largo de sus seis décadas de producción intelectual, con más de cien libros publicados, Benoist construyó un cuerpo teórico que articulaba una crítica profunda a la globalización, el multiculturalismo y el capital multinacional como amenazas existenciales a las identidades étnicas europeas.

El etnopluralismo, en su formulación, no es una apología del mestizaje o la convivencia intercultural. Se trata, por el contrario, de la afirmación del derecho de cada grupo étnico a conservar su especificidad, a mantenerse separado, diferenciado, incluso jerárquicamente, pero igual en su derecho a existir. Benoist insiste en que esta separación no debe interpretarse como un acto de odio, sino como una necesidad vital frente a una modernidad uniformadora que impone una ciudadanía global, sospechosa y vacía, bajo el disfraz de la igualdad.

La ND, influida por el marxismo cultural de Gramsci en su vertiente estratégica más que en su contenido, funda el GRECE (Grupo de Investigación y Estudios de la Civilización Europea), un think tank intelectual que sirvió como epicentro del renacimiento ideológico de la derecha continental. Desde allí, se gesta una relectura radical de la historia y cultura europea en clave de restauración espiritual. El “Manifiesto para un Renacimiento Europeo”, publicado por Benoist y Charles Champetier, se convirtió en una suerte de catecismo moral y político no solo para la extrema derecha europea, sino también para sectores de la alt-right estadounidense y pensadores neoeurasiáticos rusos, como Aleksandr Dugin.

Dugin, discípulo declarado de Benoist, adapta el etnopluralismo al contexto postsoviético con su teoría del “eurasianismo”, un proyecto geopolítico que confronta la hegemonía occidental liberal desde una visión tradicionalista y espiritualista del espacio euroasiático. Esta articulación entre política, etnicidad y espiritualidad ha sido central en la consolidación de un discurso alternativo al orden mundial liberal, con un fuerte componente antiliberal, antilaicista y antiigualitario.

Para Benoist y su círculo, la homogeneización promovida por el capitalismo global, la migración masiva y las ideologías igualitarias representa una amenaza ontológica. En este sentido, la idea del "ciudadano del mundo" se convierte en una figura imperialista que desarraiga y destruye las culturas autóctonas. Su alternativa: una defensa radical de las identidades originarias, como la identidad francesa para los franceses, claramente distinguible de la marroquí para los marroquíes. No hay mezcla, solo coexistencia separada.

La influencia de Benoist trasciende Europa. Stephen Bannon, exasesor estratégico de Donald Trump, recupera estos discursos para construir una narrativa de guerra espiritual y cultural. En un discurso en el Vaticano ante una organización católica conservadora, Bannon habló de una cruzada inminente, de una “nueva barbarie” que amenaza la civilización judeocristiana —entendida como sinónimo de la identidad blanco-cristiana— y que debe ser confrontada con una Iglesia militante. En esta visión, el islam y la migración no son fenómenos sociopolíticos complejos, sino agentes corrosivos de una identidad sacralizada.

De este modo, el etnopluralismo se convierte en un multiculturalismo invertido: no se trata de integrar al otro, sino de reforzar las fronteras de lo propio. La diversidad se redefine como separación esencialista, como un derecho a no mezclarse. En Estados Unidos, figuras como Richard Spencer adoptan esta lógica, posicionándose como "identitarios" y no como neonazis, en un intento de dotar de respetabilidad filosófica a sus posturas supremacistas.

Spencer y otros promotores de la alt-right han revalorizado figuras como Nietzsche y Heidegger, apropiándose de sus críticas a la modernidad, la democracia liberal y la decadencia espiritual. Nietzsche, en particular, es reinterpretado como el profeta de una nueva aristocracia espiritual que rechaza la moral cristiana de la compasión y celebra la voluntad de poder. El cristianismo, en esta lectura, debilitó al hombre noble y viril del mundo romano, instaurando una moral de esclavos. Así, aunque estos pensadores no abracen el mensaje de Cristo, ven en el cristianismo estructural un vehículo para proteger una civilización blanca amenazada.

Benoist, como seguidor de Julius Evola, retoma el legado tradicionalista para proponer una resurrección espiritual del Occidente, no mediante la toma directa del poder, sino por medio de una revolución cultural. Evola es interpretado por Benoist como una especie de Gramsci de derecha, más interesado en las estructuras simbólicas y espirituales que en las instituciones políticas.

La praxis filosófica que alimenta estos movimientos no surge en el vacío. La idea gramsciana del

¿Por qué la supremacía cultural blanca encuentra validación dentro del multiculturalismo liberal?

La filosofía de la supremacía cultural, racial y biológica —representada por pensadores como Stoddard, Grant, Maddison, Evola, Benoist y otros— encuentra su fuerza no solo en afirmaciones esencialistas sobre la superioridad blanca, occidental y masculina, sino también en su capacidad de disfrazarse bajo los ropajes del individualismo liberal. Aunque el Alt-right se presenta como opuesto a los ideales ilustrados de democracia, igualdad y pluralismo, su praxis filosófica se entrelaza profundamente con las lógicas neoliberales del individuo abstracto: competitivo, autosuficiente y desvinculado de contextos históricos y geográficos.

Cuando la cultura se descontextualiza de la historia de su constitución —es decir, cuando se ignoran sus orígenes en la colonización, el genocidio, la esclavitud y la exclusión sistemática— se vuelve maleable, vacía, susceptible de ser convertida en un instrumento de victimización y reapropiación por parte de las élites. El multiculturalismo, en su versión liberal, permite que el individuo celebre su especificidad cultural sin cuestionar las raíces económicas o políticas de su posición en el mundo. Mientras tanto, la clase como categoría queda desplazada: hablar de clases sociales es subversivo, porque pone en jaque la hegemonía económica de las élites. La cultura, despojada de su historicidad violenta, puede ser celebrada inofensivamente a través de políticas superficiales como menús étnicos, días festivos escolares y programas de diversidad en universidades.

En este contexto, el liberalismo celebra las identidades culturales siempre que estas no interfieran con la lógica del mercado y la acumulación de capital. Las élites económicas participan gustosamente en estas celebraciones simbólicas, pues no amenazan su poder ni cuestionan las estructuras que lo sostienen. Pero mientras las identidades culturales de los grupos históricamente oprimidos son absorbidas dentro del multiculturalismo como marcas de diversidad, el Alt-right intenta lo contrario: reactiva la narrativa de que la identidad blanca, masculina y cristiana está bajo asedio, transformándola en una minoría amenazada que merece protección y afirmación en igualdad de condiciones.

Este giro no sería posible si la historia de esa identidad no se hubiese previamente despolitizado. El Alt-right aprovecha esa omisión para promover la idea de que el hombre blanco occidental es hoy una víctima de la multiculturalidad y de la globalización. No se cuestiona la violencia histórica que permitió la hegemonía de esta identidad; al contrario, se la borra, sustituyéndola con un discurso de agravio e injusticia inversa. De esta manera, se exige el reconocimiento y la afirmación de una identidad que históricamente ha sido dominante y que solo puede reclamar victimismo si se desconoce o minimiza su papel en la producción de desigualdad.

La sofisticación del argumento reside en que, al colocar todas las identidades culturales en un mismo plano, se crea la ilusión de simetría. Pero no todas las identidades han sido constituidas igual. Una identidad no se convierte en “inaceptable” por su contenido cultural, sino por su historia de dominación, exclusión y violencia. No se trata de prohibir lo blanco, lo masculino o lo cristiano como tales, sino de reconocer que cuando esas categorías se esencializan para justificar jerarquías o exclusiones, se convierten en vehículos de opresión.

El multiculturalismo liberal, al no comprometerse con una crítica histórica profunda, no puede distinguir entre identidades que han sido históricamente oprimidas y aquellas que han servido para oprimir. Esta ceguera estratégica permite que el discurso supremacista se reinvente como defensor de la “diversidad”, demandando su propio espacio etnocultural, su propia afirmación, y en casos extremos, su propio Estado nación. La filosofía del Alt-right se sostiene porque la narrativa hegemónica del liberalismo no exige rendición de cuentas histórica; prefiere la abstracción del individuo feliz y meritocrático que ignora las condiciones estructurales que definen su posición social.

Esa indiferencia hacia la historia —colonial, racial, económica— es la rendija por la cual se infiltra una filosofía que no es nueva, sino reciclada bajo una apariencia respetable. El peligro no está solo en su contenido, sino en su forma de camuflaje: una narrativa de libertad, diversidad y reconocimiento que, en última instancia, protege los intereses de una élite que ha aprendido a ceder símbolos culturales a cambio de mantener su hegemonía material.

Es crucial entender que no todas las formas de afirmación identitaria son iguales. Afirmar una identidad históricamente violentada no es lo mismo que afirmar una identidad que ha sido vehículo de violencia. La legitimidad de una identidad como objeto de reconocimiento no puede estar desvinculada de su trayectoria histórica. No es la blancura, la masculinidad o la cristiandad lo que está en cuestión, sino el uso esencialista de estas categorías para legitimar jerarquías, exclusiones y violencias pasadas y presentes.

¿Cómo construye el populismo de derecha la identidad americana a través de la supresión del musulmán y el migrante?

El populismo de derecha en Estados Unidos y Europa despliega una construcción ideológica compleja que despoja al musulmán de su corporeidad y humanidad, ubicándolo como el antítesis absoluta dentro del paradigma del supremacismo blanco y el liberalismo occidental universal. Esta despersonalización o "desencarnación" opera a través de mecanismos que combinan la xenofobia antiinmigrante con el orientalismo, conformando una imagen homogénea del musulmán como un extranjero extraño, cuya presencia en los espacios públicos —por su forma de orar, comportarse o incluso usar baños públicos— es percibida como una amenaza que destruye el sentido de hogar y pertenencia.

Este proceso de desencarnación se alimenta del discurso alt-right, que trata al musulmán no sólo como un otro cultural sino como un enemigo que interrumpe el orden establecido del liberalismo occidental, presentando a la multiculturalidad como un artificio mediático que ignora las supuestas "leyes universales" de la civilización occidental. Lo que este discurso evita reconocer es que dicho universalismo es en realidad particularismo judeocristiano, que la multiculturalidad es un token superficial para evitar una revisión profunda del racismo sistémico, y que la idea de “Occidente” es una construcción mental cuya supremacía depende de quién la defina.

Estados Unidos ha mantenido una relación contradictoria con la migración, pues la inclusión económica de cuerpos migrantes se encuentra permanentemente en tensión con teorías raciales heredadas del eugenismo, que exaltan la superioridad blanca anglosajona. Este antagonismo ha marcado la historia del país desde la esclavitud hasta los movimientos por los derechos civiles y las recientes olas migratorias, como la de hispanos y musulmanes, que han intensificado la xenofobia antiinmigrante. El país funciona, como señala Howard Winant, como un "teatro racial doméstico y global", en el que la libertad proclamada choca con la subordinación racial estructural que define la nación.

El proyecto moderno de construcción nacional y expansión imperialista estadounidense se basa en crear un "nosotros" patriótico y homogéneo, excluyendo al "ellos", que representa a los rivales económicos, ideológicos y culturales. Esta división se sostiene en un compromiso con el capitalismo neoliberal, la democracia liberal y el individualismo, pero filtrados a través de un prisma cultural-racial que jerarquiza los cuerpos según su cercanía al ideal blanco protestante. Así, aunque varios grupos migrantes pueden compartir los valores estadounidenses, su acceso pleno a la ciudadanía y a los beneficios sociales es limitado por esta estructura racializada.

Esta tensión entre la estructura económica liberal y la significación racial cultural produce un choque fundamental: el individuo moderno y económicamente productivo, sea migrante o no, es racializado como un ser premoderno, bárbaro y exótico, que debe ser excluido para mantener la integridad del proyecto nacional. La promesa de libertad y democracia se articula entonces junto a la necesidad de subordinar racialmente al “otro” global, configurando una política migratoria y social que preserva la brecha entre colonizadores y migrantes.

Dentro de esta lógica, los musulmanes son el “otro global” para la alt-right, mientras que los mexicanos ocupan la posición del “otro regional” en Estados Unidos. Las preocupaciones sobre la asimilación de estos grupos se convierten en la base de discursos alarmistas que argumentan que su permanencia y crecimiento demográfico representan una amenaza inédita para la identidad estadounidense, reforzando la xenofobia y el racismo institucional.

Es fundamental comprender que estas dinámicas no sólo operan en el terreno del discurso político o académico, sino que impactan en la vida diaria, en el acceso a la ciudadanía, al trabajo, a la educación y a la salud, reproducen desigualdades estructurales y configuran las experiencias cotidianas de los migrantes racializados. La lucha por redefinir la nación y la identidad americana pasa por cuestionar estas estructuras raciales y económicas, reconocer la historia colonial y racial que las sostiene y desmantelar la idea ilusoria de un universalismo occidental neutro y superior.

¿Explotación o emancipación? El conflicto cultural en la lucha por la supervivencia y la supremacía

La cuestión fundamental de nuestra sociedad se articula en torno a una lucha interminable, ¿cuál de estos esfuerzos debe ser legitimado: la lucha perpetua por la explotación o la lucha interminable por la supervivencia? Este dilema se refleja en las vidas de los migrantes de Houston, Dallas y El Paso, cuyos mundos existen con la misma autenticidad que los cercados blancos en los barrios de clase alta. Sin embargo, esta lucha no es sólo un juego de territorios, sino una disputa ideológica sobre el destino colectivo de las comunidades marginadas y oprimidas frente a un sistema de opresión estructural que, como ocurre con la cultura blanca dominante, permite la acumulación y el dominio de la propiedad privada.

La diferencia entre las "grandes ideas" de la derecha alternativa (Alt-right) y las propuestas de la izquierda radica en cómo perciben este conflicto. La derecha alternativa, al rechazar cualquier tipo de emancipación, ha transformado la lucha por la supervivencia en una búsqueda por la supremacía del hombre blanco, una interpretación distorsionada de lo que debería ser la lucha por la emancipación universal de todas las clases oprimidas, tal como lo plantean pensadores como Marx o Thompson. Para Marx y Thompson, la emancipación no se basa en la acumulación de propiedades individuales, como una casa con cercado blanco y todos los adornos del hogar suburbano, sino en la capacidad de las comunidades para apropiarse del valor de su trabajo dentro de las relaciones productivas que ellas mismas construyen.

El liberalismo que subyace en el discurso de Spencer y la derecha alternativa es profundamente alienante. Este enfoque reduce la vida humana a una constante competencia por la propiedad privada, que a su vez genera un sentimiento de aislamiento y desarraigo. La propiedad privada, acumulada por medio de la competencia de mercado, el imperialismo, el genocidio y la gentrificación, solo alimenta un ciclo de alienación, tal como Marx lo explicó: la propiedad privada solo revela su carácter de "secreto" cuando alcanza una dominación total sobre el hombre, convirtiéndose en una "poder histórico mundial". Esta transformación no es simplemente una cuestión de acaparamiento de bienes materiales, sino de una cultura que depende de la alienación y la deshumanización.

En este contexto, el hombre blanco, según la ideología del Alt-right, no solo es superior por su cultura, sino por una masculinidad y espiritualidad que le otorgan el derecho natural de acumular poder histórico a través de la posesión de un "estado étnico". Spencer, al igual que otros pensadores de la derecha alternativa, no se percata de que su ideología descansa sobre una forma de liberalismo individualista que promueve la acumulación privada de propiedades como el núcleo del "gran sueño" de una civilización pura, que no es más que un reduccionismo de la cultura blanca, tratada como una mercancía de valor "racialmente superior".

En este mundo de propiedad y poder, la lucha por la supervivencia se convierte en una "lucha por explotar" que mantiene viva la necesidad de un orden social basado en la supremacía racial. La historia se reinterpreta y la geografía se transforma en una herramienta para justificar la "necesidad" de preservar una identidad blanca, construida en torno a la idea de un espacio étnico excluyente. De esta manera, la derecha alternativa alimenta una psicología de la necesidad, que se expande con la difusión de ideologías xenófobas y antiinmigrantes en el ámbito digital.

La noción de "nación" como un espacio puramente blanco y europeo se remonta a los primeros filósofos de la identidad nacional como Sam Huntington. Según su visión, los colonos europeos que se establecieron en América no eran "migrantes", sino los fundadores de una cultura única que debía ser preservada. Esta distinción entre "colonizadores" y "migrantes" se ha convertido en una base para justificar políticas de exclusión y xenofobia. Huntington, al contrario de lo que afirman otros pensadores como Spickard, ve a los nativos americanos como parte de la naturaleza, descartando el genocidio y desplazamiento como elementos centrales de la historia estadounidense. Para Huntington, la cultura americana se construyó sobre una base de pureza blanca y no sobre la compleja interacción de culturas que realmente constituyó a América.

Sin embargo, este relato omite la esencia misma de lo que fue la colonización: un proceso de despojo y exterminio. Para autores como Hansen, la figura del "pionero" es la de un exiliado, un aventurero o un oportunista que huyó de su tierra natal debido a persecuciones o desastres económicos. Esta interpretación revela una visión más matizada de la historia, que se enfrenta a las narrativas hegemónicas construidas por los defensores de la superioridad racial.

La distinción entre "colonos" y "migrantes" también refleja una visión racializada del "orden social", que se establece mediante un sistema de jerarquías raciales. El llamado "melting pot" no es más que una construcción ideológica que encierra a los inmigrantes en un proceso de asimilación forzada. Aquellos que no encajan en los cánones establecidos de la cultura blanca son relegados a los márgenes de la sociedad. Este modelo de asimilación no solo reduce la diversidad cultural, sino que transforma a los inmigrantes en "cuerpos racializados", subordinados a un orden que los discrimina y deshumaniza.

La historia de la inmigración a América no es simplemente una historia de integración y convivencia, sino una historia de despojo y exclusión, donde la noción de "pureza cultural" y "territorio legítimo" se construye sobre un pasado de violencia y despojo. Es fundamental reconocer que la historia de los inmigrantes en América no puede separarse de la historia de los pueblos originarios, quienes fueron desplazados y exterminados para dar paso a una idea de nación fundada sobre el racismo y la exclusión.