Cuando Maggie apareció de manera completamente inesperada, él se sintió furioso y desconcertado a la vez, pero trató de disimularlo con una actitud principesca. “Está bien, Mag. La invité a subir a tomar una copa.” “¿Entonces por qué trae su bolso de cuero?” Y Maggie, abriendo el bolso con furia, sacó un camisón. “Está bien, sí... Charlie te pidió que subieras las escaleras. Y yo te pido que las bajes... ¡y rápido!” Cuando Charlie regresó, tras escoltar a la intrusa y cargar con el bolso que ella había violado, encontró a Maggie tendida sobre la cama, llorando como si su corazón fuera a romperse. “Oh, Charlie, Charlie,” se lamentaba desesperada, “no puedo soportarlo... No esto. Podrías haberme golpeado... podrías haber hecho lo que quisieras conmigo, pero no esto... Oh, príncipe, di que la vas a dejar.” Y lo dijo. Prometió dejarla. Pero, como sucedía con frecuencia, rompió su promesa. Una vez más, Maggie lo supo. De forma instintiva, misteriosa, adivinó la nueva traición. “Has estado con esa mujer otra vez. No puedes negarlo.” Entonces, una terrible escena ruidosa se desató, casi toda la bulla provenía de Maggie. Ella era aterradora en su pasión. Lo asustaba. Se arrancó el cabello negro; despotricaba, invocando las sombras de su ascendencia italiana y suplicando al Cielo que la matara allí mismo si no lo enviaba al infierno por ello. Antes de que terminara, él temblaba, tartamudeaba y suplicaba perdón. Por primera vez en su larga y deshonrosa carrera, una de las serpientes había girado. Una mujer lo había aterrorizado.
Él salió y caminó por el sendero a lo largo del río, sintiéndose completamente perturbado. Unas horas más tarde, cuando Maggie no estaba en la habitación, sacó el viejo baúl del que guardaba debajo de la cama y buscó, entre toda la ropa y demás cosas indescriptibles, algo que mantenía en el fondo: un revólver y algunos cartuchos envueltos en trapos aceitosos. No estaban. Extrañamente, misteriosamente, alguien había entrado y los había tomado. El sudor brotó en su cuello. ¿Maggie? Cuando regresó esa noche, el miedo estaba con él; un miedo extraño, desconcertante, un miedo con dolores más profundos que el reumatismo y náuseas tan angustiosas como las de la enfermedad alcohólica. Había lugares horribles en ese callejón por donde un hombre amenazado tenía que pasar: esquinas de muros, entradas oscuras, callejones negros como tinta. Corrió por algunos de ellos, cojeando pero rápidamente. En casa, se arrastró por las escaleras con las manos, esperando unos momentos en cada peldaño. Cuando abrió la puerta del dormitorio, la empujó hacia atrás de golpe y se apartó. Pero el dormitorio estaba vacío. Maggie no estaba. No regresó esa noche, ni al día siguiente. Nunca volvió. Sin embargo, el miedo permaneció con él. La ausencia de Maggie era demasiado misteriosa, demasiado siniestra. Le puso los nervios de punta.
Una tarde de otoño, tuvo a la otra mujer de nuevo en su habitación. A pesar de su edad, quería irse a Canadá. Quería que ella fuera con él, pero no le agradó la idea. Mientras él estaba junto a la ventana, suplicándole, de repente sintió que Maggie o su fantasma estaba en la habitación. Se movió rápidamente, como si Maggie estuviera en las escaleras. Maggie estaba afuera, esperándole. Maggie estaba por toda la casa. “Vamos. Lárgate de aquí,” dijo brutalmente. “¿Oyes? Baja delante de mí y asegúrate de que no haya nadie abajo. Luego, dame la señal y te seguiré.” La mujer bajó, y desde abajo llamó suavemente. Él bajó también, y la hizo caminar delante de él por unas doce yardas mientras subían por el callejón. Ella no vio la figura inmóvil en una de las entradas, y, sin importar las sensaciones del observador, le permitieron pasar. Pero cuando el príncipe pasó junto a él, una explosión sacudió las paredes. El revólver hizo tanto ruido en ese estrecho espacio como si hubiera sido un proyectil explotando. Se dispararon tres tiros, y antes del tercero, veinte personas habían salido de sus casas. “¡Deténganla!” gritó su amante. “¡La ha matado!” Pero ya los hombres estaban persiguiéndola. La habían visto correr por el callejón. Corrió hasta el río y se zambulló en él. Los hombres miraron y gritaron, pero no vieron ningún rastro de ella. Había cosas como ella en el oscuro torrente que pasaba, pero no ella. Un barquero colgó una linterna por el costado de su barco, y su reflejo, desde la orilla, parecía una cara muerta. Nadie la vio nunca más. ¿Se ahogó con su ropa, o logró nadar hasta la orilla de Middlesex y escapar? Era una buena nadadora.
El grupo habitual de visitantes se reunió en la sala del Stag Inn, y el señor Judd, el dueño del lugar, sirviendo sin ayuda, tenía suficiente trabajo para hacer. El "Stag" era una taberna humilde en una calle pobre de una ciudad pequeña, pero para sus clientes, esa noche de frío invierno, era un pequeño club acogedor, un lugar de luz y comodidad tras el largo día de trabajo. Detrás de la sala de la taberna estaba la sala de estar, comúnmente amueblada y algo desnuda, donde la señora Judd, la posadera, se sentaba con cierto aire de distinción. Para ella, también, el trabajo del día había terminado. Se entretenía, pero sin esfuerzo, reparando un montón de calcetines y ropa interior del señor Judd, y mientras cosía y zurcía, se detenía a menudo para mirar pensativamente el fuego de carbón, la silla vieja junto a la chimenea, el reloj de bronce, y las imágenes oleográficas, o para escuchar las voces en la otra sala.
Es fundamental comprender cómo la traición se convierte en un ciclo que solo perpetúa el sufrimiento, las promesas rotas y el miedo persistente. En este tipo de relaciones, la vulnerabilidad se convierte en un arma de doble filo, y lo que parece una solución rápida se convierte en una condena de desconfianza interminable. El personaje, atrapado en su propia red de traiciones y miedos, comienza a perder el control de su propio destino. La ausencia, en este contexto, tiene un peso mucho mayor que la presencia de la otra persona.
¿Qué revela la mirada hacia la infancia perdida y el abandono?
El teatro donde el químico impartía sus lecciones, normalmente lleno de vida y rostros atentos, se convertía en un lugar espectral cuando la juventud y la animación desaparecían, una suerte de emblema silencioso de la muerte. En ese vacío, irrumpió un niño, semejante a un animal salvaje, recogido en un rincón, envuelto en harapos. Su figura, pequeña y casi infantil en tamaño, mostraba sin embargo la desesperación y la ferocidad de un viejo maltratado por la vida. Su rostro, aunque suavizado por pocos años, estaba marcado por las heridas de una experiencia amarga, con ojos brillantes pero lejos de la inocencia juvenil. Sus pies desnudos, delicados en forma pero sucios y lastimados, revelaban un ser que nunca fue un niño de verdad, un monstruo joven cuya existencia oscilaba entre la humanidad externa y la bestialidad interna.
El muchacho, acostumbrado a ser perseguido y hostigado, se defendió con un instinto primario, prometiendo morder si lo atacaban. Esta reacción despertó en el químico un sentimiento opuesto al que habría esperado: su corazón, que quizá en otro momento se habría conmovido ante tal espectáculo, ahora se enfrentaba con frialdad y repulsión. A pesar de ello, una vaga memoria le impulsó a preguntar por la mujer que había dejado al niño junto al fuego, aunque su mente no lograba precisar por qué debía recordarla. El niño insistía en buscar a esa mujer, rechazando cualquier otra compañía. La confusión y el desarraigo se reflejaban en sus palabras: no tenía nombre ni lugar al que llamar hogar, lo que simbolizaba la pérdida total de identidad y pertenencia.
El químico, pese a su desagrado creciente, decidió llevar al niño hacia la mujer que buscaba, intentando cumplir una obligación moral que le resultaba difícil de comprender. La escena de aquel niño, hambriento y posesivo con el poco alimento que encontró, parecía una metáfora del hambre profunda no solo física sino también emocional y social que lo consumía.
En contraste, la imagen de la casa pequeña, con su pequeño hombre y su tropa de niños inquietos, ofrece una perspectiva distinta pero igualmente intensa de la infancia. Aquí, el desorden y el caos cotidiano, con niños que no descansan y un bebé imposible de calmar, expresan la naturaleza turbulenta y a veces desgarradora de la niñez. El bebé, llamado "Moloch" en referencia a una deidad que exige sacrificios, personifica una energía insaciable que absorbe y agota a su cuidador, Johnny. Esta escena es un microcosmos de la lucha constante por la supervivencia y la atención dentro de las dinámicas familiares más humildes, donde el afecto se mezcla con el cansancio y la renuncia.
Es importante entender que estas imágenes no solo reflejan situaciones individuales, sino que encarnan temas universales: la fragilidad de la infancia, el abandono, la lucha por la supervivencia, y la imposibilidad de escapar a ciertas condiciones sociales. El niño harapiento representa la infancia rota, despojada de identidad, mientras que el pequeño hogar lleno de vida caótica muestra la otra cara, la infancia atrapada en un ciclo de lucha constante pero envuelta en lazos familiares imperfectos.
Más allá de lo narrado, resulta fundamental comprender cómo estas escenas ilustran la profundidad del abandono y la marginalidad, y cómo la memoria y el reconocimiento humano, por más frágiles que sean, pueden devenir en actos de humanidad o rechazo. La indiferencia o el frío distanciamiento ante el sufrimiento infantil son reflejos de un mundo que a menudo prefiere no ver, que ignora la complejidad de esas vidas que transitan en los márgenes de la sociedad.
Entender esta complejidad invita al lector a no quedarse en la superficie del relato, sino a considerar las raíces sociales, emocionales y psicológicas que modelan el destino de estos niños y familias. La infancia no es solo una etapa biológica, sino una construcción frágil influida por el entorno, que puede fracturarse o sostenerse según el contexto que la rodea. Este conocimiento es esencial para profundizar en la lectura y valorar las múltiples capas de significado que contiene esta historia.
¿Cómo puede el miedo desatar una persecución interna irreversible?
La mente humana, en sus oscilaciones de razón y locura, puede llegar a crear realidades más aterradoras que cualquier amenaza externa. En la lucha interna de Pargiton, un hombre atormentado por la culpa, vemos un enfrentamiento con algo mucho más profundo y desgarrador que una simple persecución física: la tortura de un ser que es tanto él mismo como el monstruo que lo persigue. La sensación de perder el control, de ser acechado por algo que no se puede evitar ni racionalizar, se convierte en la verdadera fuente de terror.
Pargiton, enfermo y al borde de la locura, lucha no solo contra su enfermedad física, sino contra el ser que ha creado en su propia mente. Este ser, a pesar de ser una manifestación de su propia conciencia culpable, es más real para él que cualquier figura humana que podría haberle perseguido. En una de las escenas más desgarradoras, cuando intenta descansar tras días de angustia y paranoia, la pesadilla se apodera de él: siente la presencia de una figura en la puerta, una presencia que no puede identificar, pero que le es inconfundible. Su terror es tan grande que la sensación de su propia sombra se convierte en la persecución definitiva.
Este terror no solo es el producto de la culpa. La persecución de la que habla Pargiton parece estar tejida de un miedo existencial profundo, un miedo que no proviene de una fuerza externa, sino de una conciencia interna que lo devora desde adentro. La confusión de Pargiton al ver su propio rostro en el espejo como el rostro de su perseguidor es un reflejo del horror de no poder escapar de uno mismo. El reflejo es claro: la verdadera amenaza no está en el mundo exterior, sino en su mente, donde el pasado no perdona y la culpa se convierte en una fuerza que se retroalimenta, que lo consume.
En su carta, Pargiton describe cómo la persecución se intensificó cuando comenzó a hacer esfuerzos por redimirse, por ayudar a los demás y a sí mismo. Cada acto de arrepentimiento, cada intento por corregir el mal que había hecho, parecía fortalecer la presencia del ser que lo atormentaba. El horror aquí es doble: no solo el miedo a la venganza de un ser querido, sino la creciente imposibilidad de separarse de su propio ser corrupto, esa sombra de la que no se puede huir.
La mente humana, en su fragilidad, es capaz de fabricar monstruos más reales que cualquier ente tangible. Pargiton no está siendo perseguido por un enemigo físico, sino por una creación de su propia mente, alimentada por sus propios sentimientos de culpa y autodesprecio. El conflicto que enfrenta es el mismo que muchos experimentan al enfrentarse a sus propios demonios interiores: la dificultad de perdonarse a uno mismo, el constante eco de una consciencia que no deja de azotar con recuerdos y remordimientos.
Lo realmente espeluznante de su historia no es solo la imagen de un hombre perseguido por su reflejo, sino el reconocimiento de que la tortura más dolorosa es aquella que no se ve, que no se puede tocar. El peor de los enemigos es, en muchos casos, el que reside dentro de nosotros, y la lucha contra él no tiene fin. El ser que persigue a Pargiton no tiene forma ni cara, pero su presencia es tan real como el aire que respira, como la propia vida que vive.
Es esencial que el lector comprenda que, a veces, los miedos que parecen más externos son solo la manifestación de algo mucho más profundo, una lucha interna que nos define. A menudo no nos damos cuenta de que el monstruo que tememos está dentro de nosotros, moldeado por nuestras propias acciones, pensamientos y decisiones pasadas. La lección aquí es clara: las sombras más oscuras que acechan no siempre vienen de fuera; a veces, somos nosotros mismos quienes nos creamos los monstruos. La mente humana tiene el poder de forjar cadenas invisibles que nos atan más profundamente que cualquier prisión física.
¿Cómo la Soledad y el Sentimiento de Culpa Transforman la Realidad de un Hombre?
Caminar de regreso no es tarea sencilla, especialmente bajo la cantera. El aire es frío, cortante. "¿Ves ese pequeño muelle allí?" Fenwick guiaba a Foster por el brazo. "Alguien construyó eso hacia el agua. Tenía un bote, supongo. Ven a mirar, desde el final parece tan profundo y las montañas parecen rodearnos." Fenwick llevó a Foster hasta el extremo del muelle. El agua, tan negra y profunda, se extendía a sus pies. Foster miró, buscando algo que lo conectara con el entorno, pero su resfriado le impedía disfrutar del paisaje. "Creo que he cogido un resfriado", murmuró. "Volvamos, Fenwick, o nunca encontraremos el camino de vuelta."
"Entonces, a casa", respondió Fenwick, cerrando sus manos alrededor del cuello delgado y frágil de Foster. En un instante, la cabeza de Foster giró, sus ojos, sorprendidos, miraron a Fenwick con una inocencia casi infantil. Con un empujón sencillo, pero preciso, Fenwick lo empujó hacia adelante. Un grito agudo, el chapoteo, y una figura blanca que se agitaba brevemente en el agua que se oscurecía con el caer de la tarde. Después, un murmullo de ondas que se extendía, y la quietud volvía a tomar su lugar, envolviendo el paisaje en su silencio.
Fenwick permaneció allí, sumido en el silencio. No pensaba, solo sentía una cálida sensación de alivio, de liberación. Ya no tenía que soportar la presencia de aquel hombre, tan insoportable, tan lleno de sí mismo. Foster había desaparecido, y Fenwick, por primera vez, sentía que había hecho algo importante, definitivo. El tiempo de quejas y pasividad había quedado atrás. Ahora, el pensamiento comenzaba a inundar su mente, pero no con recuerdos o planes. Era solo una sensación, casi sensorial, como un placer inexplicable que lo envolvía. No pensaba, solo existía en ese momento, en la paz que le otorgaba la desaparición de Foster.
Sin embargo, el frío lo alcanzó, y un leve temblor recorrió su cuerpo. La noche se acercaba y las montañas, con sus sombras alargadas, le recordaban que era hora de regresar. Pero al caminar hacia su hogar, Fenwick notaba que ya no quería irse. El lago lo había dejado tranquilo, y sentía que el silencio que le ofrecía era más que suficiente compañía. Aunque en el fondo, sentía que la soledad lo acechaba, y el hogar vacío lo esperaba. Esa sensación de vacío, que había comenzado a llenar su vida de forma inevitable, lo impulsaba a acelerar el paso. Quería llegar a casa, al calor de la familiaridad.
A medida que corría, el sonido de sus pasos sobre las piedras y la grava lo acompañaba, pero también había algo más. Un eco, un ruido distante, como si alguien más estuviera corriendo con él. Al detenerse, el sonido se detuvo también. La sensación de soledad se intensificaba, pero en el mismo instante, una parte de él deseaba que ese alguien, invisible, lo siguiera. La ansiedad de estar solo en medio de la oscuridad y la noche lo impulsaba a seguir corriendo.
Al llegar a su hogar, la presencia de la luz reconfortante de las lámparas lo tranquilizó por un momento. Pero algo seguía acechando en su interior. Un sentimiento extraño, como si la presencia de Foster aún estuviera rondando la casa. "¿Quién está ahí?" gritó, mirando al vacío de la oscuridad, pero solo el viento le respondió. En su mente, pensó por un instante que el lago, el "tarn", lo estaba siguiendo. "Lo hicimos juntos", pensó, "y no quiero que cargues con toda la culpa solo. Te acompañaré para que no estés solo."
Cuando entró en la casa, los recuerdos de la presencia de Foster se apoderaron de él. El lugar vacío, el asiento donde Foster debería haber estado, la soledad que llenaba la habitación, le resultaban insoportables. Sentía que las paredes se cerraban sobre él, que la propia casa se convertía en una extensión de su vacío interior. Era como si el espacio físico, la presencia de los objetos y el silencio, estuvieran ampliando su aislamiento.
El desconcierto lo acompañó hasta el momento en que se sentó a la mesa. Sin embargo, la comida le resultaba insípida, como si todo hubiera perdido su sabor. La ausencia de Foster, aunque molesta, también era dolorosa en su silencio. El hombre que siempre estaba ahí, tan lleno de banalidades, había desaparecido, pero esa desaparición no parecía un alivio completo. A veces, las ausencias dejan un vacío mayor, como si la persona nunca se hubiera ido, sino que hubiese dejado una huella imborrable.
Al final, la noche cayó en su habitación. La ventana ligeramente abierta y la tenue luz de la luna se filtraban, creando sombras extrañas en la habitación. Un brillo plateado apareció ante sus ojos, y Fenwick, al mirar, vio algo que se deslizaba en la oscuridad. El agua resbalando, como si la misma esencia del lago lo estuviera siguiendo. La sensación de que el lago estaba con él, como si compartiera su carga, no lo abandonó.
La constante lucha entre la necesidad de la compañía y el deseo de soledad se había convertido en la dinámica de su vida. El arrepentimiento y la culpa lo habrían acompañado siempre, pero esa noche, la sensación de que algo lo vigilaba, lo acompañaba, era lo que más profundamente lo perturbaba. El lago, la casa, los objetos, y el mismo camino hacia su casa ya no eran simplemente elementos del mundo físico; se habían convertido en reflejos de su mente, sus miedos, y sus culpas.
Es importante entender que la sensación de aislamiento puede llegar a ser tan profunda que cualquier acción, incluso la más mínima, puede parecer un cambio radical en la vida de una persona. Fenwick experimenta este vacío como una reacción a sus propios actos, lo que transforma su entorno en un reflejo de su culpa y su necesidad de perdón. La percepción de la realidad de una persona no solo depende de lo que experimenta externamente, sino de cómo esas experiencias son interpretadas dentro de su mente. Es fácil ver cómo la falta de interacción genuina y la evasión de confrontar la propia verdad pueden llevar a un punto de no retorno, donde el ambiente mismo se convierte en un actor en la historia interna del individuo.
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