La relación entre líderes autoritarios y democracias occidentales ha generado un impacto profundo y complejo sobre las instituciones democráticas y los derechos humanos en diversas regiones. Un ejemplo paradigmático es la alianza entre Donald Trump y el primer ministro húngaro Viktor Orbán, cuya sintonía política refleja no solo un acercamiento personal, sino una convergencia ideológica basada en la defensa de agendas nacionalistas y nativistas. Orbán, a quien Trump calificó como “probablemente un poco controvertido, pero está bien”, ha protagonizado una erosión sistemática de las libertades tradicionales en Hungría bajo la bandera de la “democracia iliberal”. Esta fórmula política permite la celebración de elecciones, pero al mismo tiempo mina el respeto por el Estado de derecho y los derechos fundamentales, especialmente a través de campañas gubernamentales contra migrantes y organizaciones no gubernamentales que defienden derechos humanos.
La retórica de Orbán, que califica a los migrantes como amenazas a la “cultura cristiana europea”, coincide con la narrativa antiinmigrante de Trump, evidenciando una estrategia común de exclusión y demonización de “el otro”. La construcción de barreras fronterizas, el uso de un discurso xenófobo financiado públicamente y la persecución de medios críticos son prácticas que ilustran cómo la supuesta defensa de una identidad nacional puede camuflar una deriva autoritaria. Este fenómeno no es exclusivo de Hungría; se inserta en un contexto global donde líderes con estilos similares a los de Trump han encontrado eco en diferentes regiones, como en Turquía con Recep Tayyip Erdogan, o en Filipinas con Rodrigo Duterte.
En Grecia, en cambio, se observó un viraje tras el período populista marcado por Alexis Tsipras y su partido Syriza. La esperanza inicial que generaron sus promesas de cambio quedó frustrada por un deterioro económico sin precedentes, con desempleo récord y mayores cargas fiscales. La llegada de Kyriakos Mitsotakis y su apuesta por la transparencia, la meritocracia y la recuperación económica mediante reformas y reducción de impuestos representan un giro hacia el pragmatismo. La experiencia griega subraya cómo el populismo, cuando falla en ofrecer soluciones reales, puede ser revertido por una política más centrada en la estabilidad institucional y la reactivación económica. No obstante, el retorno a la prosperidad económica es vital para que esta reacción pragmática se sostenga y no se reavive el discurso populista, que suele florecer en contextos de crisis prolongada.
La situación en Turquía añade otra capa a este complejo panorama. Erdogan, líder autoritario con amplias violaciones a los derechos humanos, ha mantenido una relación cercana con Trump, quien incluso apoyó su proyecto inmobiliario. El giro estratégico de Estados Unidos, al abandonar a los kurdos, aliados clave en la lucha contra ISIS, a favor de Turquía, refleja no solo intereses geopolíticos sino también el pragmatismo cuestionable que puede imperar en la política internacional cuando se priorizan relaciones con regímenes autoritarios. La historia de los kurdos, marcada por promesas incumplidas y múltiples traiciones, pone en evidencia la fragilidad de los derechos de minorías en el tablero global y el costo humano de los juegos de poder.
Más allá de la narrativa puntual de cada país o líder, es crucial entender que estas dinámicas evidencian una tendencia global donde la defensa de una supuesta identidad nacional, la demonización del migrante y la concentración de poder erosionan la democracia y los derechos humanos. La complicidad o indiferencia de potencias occidentales frente a regímenes autoritarios legitima estas prácticas y debilita las instituciones democráticas, que requieren no solo de elecciones libres sino también del respeto efectivo a la libertad de prensa, la independencia judicial y la protección de los derechos individuales. La lucha contra el autoritarismo no puede limitarse a discursos o gestos simbólicos; exige una defensa coherente y sostenida de los principios democráticos, incluyendo la solidaridad con grupos vulnerables como migrantes y minorías étnicas.
En este contexto, resulta indispensable para el lector comprender que las alianzas políticas internacionales y las relaciones económicas no son neutrales ni carentes de consecuencias éticas. La política exterior que prioriza el interés económico o la conveniencia estratégica a costa de los derechos humanos contribuye a la proliferación de regímenes autoritarios y al debilitamiento de la democracia global. Además, la comprensión de estas problemáticas debe incorporar una reflexión sobre la responsabilidad individual y colectiva frente a los discursos de odio y las políticas excluyentes, que afectan no solo a los países involucrados sino a la estabilidad y cohesión de la comunidad internacional en su conjunto.
¿Por qué existen la pobreza y la desigualdad económica en el capitalismo?
El capitalismo, como sistema económico, genera inevitablemente una brecha entre los más ricos y los más pobres. Esto no es un accidente, sino una consecuencia estructural. Para eliminar la pobreza dentro de un país capitalista como Estados Unidos, sería necesario transformar radicalmente el sistema mismo, algo que no parece probable en un futuro cercano.
Para comprender por qué la pobreza y la desigualdad económica persisten, es crucial entender el concepto de estratificación social. Esta se refiere a un sistema que clasifica a los individuos dentro de una sociedad en diferentes niveles o estratos, donde cada nivel tiene una valoración desigual. Esta jerarquía puede basarse en diversos factores, como la clase social, el poder político o el prestigio social, y se manifiesta en instituciones y relaciones cotidianas, desde el ámbito laboral hasta el militar o educativo. La estratificación social no solo implica diferencias económicas, sino también en poder y prestigio, dimensiones que interactúan y refuerzan las desigualdades existentes.
En la mayoría de las sociedades, las desigualdades se expresan en tres dimensiones principales: el prestigio social, el poder político y la economía. El prestigio social se relaciona con la percepción que se tiene sobre los demás; el poder político con la capacidad de influir en decisiones y acciones, incluso en contra de la voluntad ajena; y la dimensión económica con la posesión y distribución de recursos materiales, especialmente ingresos y riqueza. La atención pública suele centrarse en esta última, que refleja quién tiene cuánto dinero y bienes.
El ingreso representa la cantidad de dinero que una persona o familia recibe en un periodo determinado, mientras que la riqueza se refiere al valor neto total de sus posesiones, descontando deudas. Los datos estadísticos muestran claramente que la distribución del ingreso y la riqueza en Estados Unidos es profundamente desigual. Por ejemplo, el 0.1% más rico gana tanto como el 90% más pobre; el 1% superior obtiene en promedio 39 veces el ingreso del 90% inferior; y el 0.1% más acaudalado percibe 188 veces el ingreso de ese mismo grupo mayoritario. Estos números evidencian cómo el crecimiento económico beneficia de manera desproporcionada a los ya ricos, mientras que la mayoría apenas avanza o incluso retrocede en términos reales.
Durante el prolongado periodo de crecimiento económico que atravesó Estados Unidos hasta 2019, la riqueza acumulada no se distribuyó equitativamente. Más de un tercio de las ganancias netas fue captado por el 1% más rico, mientras que la mitad inferior de la población obtuvo menos del 2%. Esto demuestra que la ampliación económica, lejos de reducir las desigualdades, tiende a ampliarlas: los ricos se hacen más ricos y los pobres permanecen estancados o empeoran. Esta realidad es una de las causas por las que la llamada “recuperación económica” resulta ser una de las menos celebradas en décadas, ya que no se traduce en una mejora significativa para la mayoría.
La riqueza total de los hogares estadounidenses supera los 98 billones de dólares, con activos que suman más de 113 billones, lo que indica una deuda considerable. Si esa riqueza se dividiera equitativamente, cada persona tendría más de 340,000 dólares en activos, pero la distribución real es muy distinta. La mayoría de los ciudadanos no apoyan una redistribución más equitativa, ya que cualquier propuesta que sugiera compartir la riqueza suele ser rápidamente etiquetada como “comunista” o “socialista”, términos que en el contexto estadounidense tienen connotaciones altamente negativas. Así, la resistencia cultural a la redistribución contribuye a mantener las desigualdades.
Pese a la crítica a la socialización de recursos, el sistema estadounidense incluye numerosas formas de cooperación y ayuda colectiva: servicios públicos, seguridad, educación, programas sociales, infraestructura y defensa, todos financiados a través de impuestos y gestión estatal. Este entramado demuestra que el capitalismo no es un sistema puramente individualista, sino que depende también de componentes socializados para su funcionamiento.
La pobreza, entendida como la carencia de bienes y servicios básicos, limita profundamente la libertad y la capacidad de los individuos para participar plenamente en la sociedad. No se trata solo de falta de dinero, sino de exclusión social, que impide acceder a oportunidades, derechos y reconocimiento. La pobreza obliga a quienes la sufren a concentrar todos sus recursos en la supervivencia diaria, sin espacio para la autonomía ni el desarrollo personal.
Además de lo que el texto señala, es fundamental entender que la pobreza y la desigualdad no son fenómenos estáticos ni naturales, sino el resultado de procesos sociales, políticos y económicos que pueden ser modificados. Las políticas públicas, las estructuras legales y la organización social tienen un papel decisivo en la ampliación o reducción de estas brechas. También es importante reconocer que la desigualdad afecta no solo a los individuos pobres, sino que tiene consecuencias para la cohesión social, la estabilidad política y la calidad democrática de una nación. Por eso, analizar la desigualdad implica también pensar en cómo construir sociedades más justas y equitativas, donde la prosperidad no sea privilegio de unos pocos sino un derecho compartido.
¿Por qué persiste el pensamiento irracional y la negación de la ciencia en la política estadounidense?
Desde los albores de la república, la ciencia ha sido considerada un pilar fundamental para el progreso y la felicidad pública. George Washington, en su primer discurso ante el Congreso en 1790, afirmó que no existe mejor causa que la promoción de la ciencia y la literatura, señalando que el conocimiento es la base más segura para el bienestar social. Esta idea, que parece indiscutible, ha sido retomada siglos después, como cuando Barack Obama prometió restaurar la ciencia a su lugar legítimo dentro de la sociedad estadounidense. Sin embargo, en el panorama político contemporáneo, especialmente en ciertos sectores, se observa una resistencia profunda y a veces irracional hacia el conocimiento científico.
Esta negación no es meramente un desacuerdo intelectual sino una defensa vehemente de creencias que desafían evidencias empíricas contundentes. Un ejemplo paradigmático fue el congresista Paul Broun, médico y miembro del comité de ciencia de la Cámara de Representantes, quien calificó teorías científicas como la evolución o el Big Bang de “mentiras del infierno”, afirmando además que la Tierra tiene apenas 9,000 años y fue creada en seis días, contrariamente a los aproximadamente 4,500 millones de años demostrados por la ciencia. Esta postura no sólo es errónea desde el punto de vista científico, sino que también resulta alarmante al tener un impacto directo en la formulación de políticas públicas.
No menos relevante fue la postura del representante Jesse Kremer, quien defendió que la Tierra tiene solo 6,000 años y atacó a los medios de comunicación que señalaron la falsedad de esta afirmación, tachándolos de elitistas. Tales ejemplos ilustran una problemática mayor: la presencia de ideas irracionales en el gobierno, donde la ignorancia científica puede condicionar decisiones que afectan a toda la sociedad.
El caso de la administración de Donald Trump es especialmente revelador. Diversos informes, como los de la Unión de Científicos Preocupados, documentaron sistemáticamente cómo el gobierno minimizó la importancia de la ciencia en la toma de decisiones, relegando a los expertos, suprimiendo estudios que contradecían su agenda política y negando el cambio climático, uno de los mayores desafíos contemporáneos. La política ambiental, la salud pública y la seguridad en el trabajo se vieron comprometidas por la ignorancia y la manipulación de la evidencia científica.
La administración Trump designó a funcionarios sin formación científica para cargos clave, como el caso de Scott Pruitt en la Agencia de Protección Ambiental, conocido por su escepticismo hacia el cambio climático y su oposición a las regulaciones ambientales. Esta ausencia de conocimiento técnico en posiciones estratégicas, sumada a la constante interferencia política en la investigación científica, debilitó la capacidad del país para enfrentar crisis ambientales y sanitarias.
Es fundamental comprender que la resistencia a la ciencia no es sólo un asunto de “opiniones distintas”, sino un fenómeno que pone en riesgo la capacidad colectiva para tomar decisiones informadas. La ciencia se basa en evidencias verificables y en la revisión constante; no es una cuestión de creencias personales o dogmas ideológicos. El rechazo a este método racional y empírico conduce a políticas públicas deficientes y a una sociedad menos preparada para afrontar los retos del futuro.
Asimismo, es necesario reconocer que el avance científico y la política no deben ser antagonistas sino complementarios. La toma de decisiones debe estar fundamentada en el conocimiento objetivo para promover el bienestar general. Ignorar o distorsionar la ciencia no sólo afecta la credibilidad de las instituciones, sino que compromete la salud, la seguridad y el desarrollo sostenible.
La promoción del pensamiento crítico y la educación científica son herramientas esenciales para contrarrestar estas corrientes irracionales. Sin un compromiso real con el conocimiento, las sociedades corren el riesgo de caer en formas de gobierno que priorizan creencias infundadas y restringen el progreso. La historia demuestra que los regímenes autocráticos suelen apoyarse en la ignorancia y el control del pensamiento, mientras que las sociedades que valoran la razón y la evidencia científica construyen un futuro más justo y próspero.
¿Por qué hay personas que rechazan la ciencia y cómo afecta eso a la sociedad?
La relación entre la ciencia y la política ha sido históricamente conflictiva, especialmente cuando los hechos científicos desafían intereses ideológicos o económicos establecidos. Un ejemplo claro de esto es la actitud de figuras políticas como Donald Trump, quien, al acercarse a su cumbre con Kim Jong Un en 2018, afirmó que la “actitud” era más importante que la preparación en las negociaciones. Esta perspectiva, que subraya el valor de la disposición frente a la preparación detallada, refleja una actitud recurrente en muchos líderes y seguidores que se oponen a la validación científica: una creencia de que la realidad debe adaptarse a sus ideas previas y no al revés.
El rechazo a la ciencia no siempre proviene de la ignorancia pura. Muchas veces se debe a que los hechos científicos chocan con intereses políticos o ideológicos preexistentes, como ocurre en el caso de las políticas de inmigración en Estados Unidos. Durante la campaña presidencial de 2016, Trump presentó a los inmigrantes mexicanos como “criminales” y “violadores”, una narrativa que favorecía la construcción de un muro en la frontera. Sin embargo, la realidad científica ha demostrado lo contrario. Estudiosos y analistas han mostrado, con datos confiables, que la inmigración ilegal ha disminuido en las últimas décadas y que no existe evidencia sólida que respalde la idea de que los inmigrantes sean más propensos a cometer crímenes. De hecho, varios estudios han indicado que las tasas de criminalidad son más bajas entre los inmigrantes, lo que refuerza la idea de que la política basada en temores infundados y datos erróneos solo contribuye a la perpetuación de estereotipos y prejuicios.
El rechazo de la ciencia también puede deberse a la negación de hechos que desafían creencias profundamente arraigadas. Un claro ejemplo de esto es la controversia en torno al cambio climático. A pesar de la abrumadora evidencia de que las actividades humanas están contribuyendo al calentamiento global, una porción significativa de la población sigue rechazando estas conclusiones. En 2015, aproximadamente el 60% de los estadounidenses no creían en el cambio climático, a pesar de que la comunidad científica lleva décadas advirtiendo sobre sus consecuencias. Sin embargo, con el tiempo, más del 70% de los ciudadanos comenzó a aceptar que el cambio climático es una realidad, lo que muestra cómo la educación y la divulgación científica pueden modificar incluso las creencias más arraigadas.
Otro campo donde se observa una irracionalidad peligrosa es el de las vacunas. Durante años, un estudio desacreditado del médico Andrew Wakefield, que sugería una conexión entre la vacuna triple vírica (MMR) y el autismo, se ha utilizado como argumento para rechazar la vacunación infantil. A pesar de que este estudio fue refutado y retirado, y de que no hay evidencia alguna que respalde dicha conexión, todavía hay personas que temen vacunar a sus hijos, lo que ha llevado a brotes de enfermedades previamente erradicadas, como el sarampión. En 2019, más de 1,300 casos de sarampión fueron reportados en los Estados Unidos, el número más alto en casi tres décadas. Este fenómeno no solo se limita a un grupo ideológico en particular, ya que comunidades de diversa índole, desde el noreste hasta la costa del Pacífico, han promovido el rechazo a la vacunación, argumentando que tienen derecho a decidir lo que es mejor para sus hijos.
Además de los peligros inmediatos de la desinformación científica, el rechazo a los hechos verificables puede tener consecuencias a largo plazo para la cohesión social y el progreso. Cuando los líderes políticos manipulan los datos científicos para adaptarlos a su agenda, el público pierde confianza en la veracidad de la información, lo que crea un caldo de cultivo perfecto para teorías conspirativas. Este fenómeno, conocido como "post-verdad", ha permitido que ciertas narrativas erróneas se propaguen sin una base sólida en la realidad, lo que termina afectando la toma de decisiones a nivel social, económico y ambiental.
Es esencial que el público entienda que la ciencia no busca imponer una única verdad, sino ofrecer una forma objetiva de entender el mundo basada en la evidencia. Sin embargo, también es fundamental reconocer que la ciencia es un proceso dinámico y en constante evolución. A medida que se obtienen más datos y se desarrollan nuevas tecnologías, las conclusiones científicas pueden ajustarse, pero esto no significa que el conocimiento científico sea menos válido, sino que está avanzando hacia una comprensión más completa de los fenómenos que nos rodean.
En resumen, la desinformación y el rechazo a la ciencia son fenómenos complejos que no solo afectan a la política, sino que tienen implicaciones profundas para la sociedad en su conjunto. Para construir una sociedad informada y resiliente, es vital que los individuos se enfrenten a los hechos científicos con una mente abierta, dispuestos a reevaluar sus creencias a medida que se presenta nueva evidencia. Solo así se podrá avanzar hacia un futuro más basado en la realidad y menos en la ideología.
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