La cultura popular se ha entendido históricamente dentro de la geografía en relación con las presiones que la globalización ejerce sobre ella. La globalización, un concepto resbaladizo y de difícil definición, se puede entender, para los fines de esta discusión, como una intensificación de la conectividad global, impulsada en gran parte por las revoluciones en el transporte y las telecomunicaciones durante los últimos treinta años. El efecto de estas revoluciones se ha denominado compresión espacio-temporal, que hace referencia a la disminución de la distancia relativa entre los lugares. La compresión espacio-temporal tiene implicaciones significativas para las economías locales, ya que bienes y servicios ahora circulan por el mundo con creciente facilidad.

Algunos consideran esto como algo positivo, señalando que la cultura popular promueve una mayor comprensión internacional, tal como se observa en el auge de los restaurantes "étnicos", la "música mundial" o el reciente boom del yoga en Estados Unidos y Europa Occidental. Sin embargo, otros lo ven negativamente, percibiendo esta tendencia como una mercantilización de las diferencias, donde elementos de la cultura tradicional se despojan de su significado local y se venden a los consumidores occidentales, quienes los utilizan para proyectar una identidad cosmopolita y moderna basada en su conocimiento del mundo. Este fenómeno está estrechamente relacionado con el orientalismo, donde el Occidente se presenta como progresista y universal, mientras que el Este, o el resto del mundo, es visto como el poseedor de una cultura tradicional exótica vinculada al pasado y a regiones específicas.

Este proceso también está vinculado a lo que se conoce como imperialismo cultural, el cual implica un intento deliberado de suplantar las culturas locales y hacer de los pueblos consumidores de una cultura ajena, en lugar de productores de la suya propia. Estados Unidos, como principal promotor del libre comercio global, es a menudo señalado como el principal agente de este imperialismo cultural. La hegemonía cultural estadounidense, especialmente a través de industrias como Hollywood y la música, se ve como un ejemplo claro de este fenómeno. Sin embargo, algunos teóricos consideran que esta hipótesis de homogeneización cultural es engañosa. A pesar de la circulación global de bienes, la cultura popular no necesariamente borra las diferencias que hacen distintivos a los lugares. En cambio, muchos productos culturales occidentales adquieren significados completamente diferentes cuando se consumen en contextos no occidentales. Por ejemplo, un estudio clásico analizó los significados que audiencias en Estados Unidos, Israel y Japón atribuían a la serie de televisión Dallas, y encontró que cada audiencia interpretaba el programa de manera distinta, porque cada grupo aportaba su propia perspectiva cultural.

La relación entre la cultura popular y la cultura tradicional es compleja. Mientras que algunos consideran que la cultura popular amenaza la autenticidad de las tradiciones locales, otros sostienen que la globalización no necesariamente elimina las diferencias culturales, sino que las transforma. A medida que la cultura popular circula a través de las fronteras, su capacidad para adaptarse a nuevos contextos y adquirir nuevos significados subraya que, aunque la globalización conecta a los lugares, no necesariamente borra sus particularidades. La percepción de la cultura popular como una amenaza para la cultura tradicional puede entenderse mejor si se reconoce que ambas, la cultura popular y la cultura tradicional, son parte de un mismo proceso de identificación. La cultura no solo define quiénes somos, sino también cómo queremos que los demás nos vean.

Es importante comprender que la interacción entre la cultura popular y las culturas locales no se limita a un simple proceso de "absorción" de lo tradicional por lo moderno. Más bien, se trata de un proceso dinámico de reinterpretación y negociación cultural. Las personas, incluso dentro de los mismos contextos culturales, pueden experimentar los productos de la cultura popular de manera diversa, lo que genera nuevos significados y prácticas. El temor a la homogeneización cultural, por lo tanto, puede estar sobredimensionado, ya que la globalización también ofrece la oportunidad de renegociar y reconstruir las identidades culturales en un escenario global.

La influencia de la cultura popular no se reduce solo al consumo pasivo de productos culturales, sino que está entrelazada con las prácticas sociales y políticas de las personas. La forma en que los individuos eligen consumir y reinterpretar la cultura popular está estrechamente vinculada a sus identidades y a sus deseos de pertenecer o diferenciarse. Por ello, aunque la globalización aumenta la circulación de bienes culturales, también plantea preguntas cruciales sobre cómo las sociedades se enfrentan al desafío de mantener su identidad cultural en un mundo cada vez más interconectado.

¿Cómo se construyen las narrativas nacionales a través de la cultura popular?

Las narrativas de la nación son construidas y reconstruidas de forma continua, integrando aspectos de la política, la cultura y la conciencia social. A menudo, la nación se presenta como una idea poderosa, un concepto histórico que surge en el contexto occidental, cuya temporalidad se refleja en las culturas y en los modos de pensamiento social. Estas narrativas no emergen de forma uniforme, sino a través de un proceso fragmentado y sobredeterminado, donde el significado de los textos y las representaciones culturales se construye, no solo por sus creadores, sino también por las interpretaciones que los sujetos sociales hacen de ellos.

El concepto de "nacionalización" es omnipresente. Se encuentra no solo en los textos educativos, sino también en la cultura popular, los medios de comunicación y las formas más cotidianas de interacción social. Los programas de noticias, las películas, los shows de televisión, incluso las retrospectivas anuales que se producen en la sociedad, actúan como episodios recurrentes de una narrativa nacional que no solo informa, sino que modela nuestra comprensión de lo que significa ser parte de una nación. Estas representaciones continuas reflejan y, a su vez, moldean el sentido común de quienes somos como comunidad y de cómo nos diferenciamos de los "otros", aquellos que no forman parte de la nación.

Sin embargo, las narrativas nacionales no son homogéneas. Existen múltiples versiones de la historia, de la identidad y de lo que debe considerarse "nacional". Estas narrativas están constantemente en competencia, ya que algunas favorecen a determinados grupos sociales, proporcionando justificaciones discursivas para políticas y acciones específicas. Un ejemplo de ello es la conmemoración del "Mes de la Historia Negra" en los Estados Unidos, que ha puesto en primer plano las luchas de los afroamericanos, confrontando la versión dominante de la historia que tradicionalmente ha minimizado o ignorado sus contribuciones y sufrimientos. Asimismo, las discusiones contemporáneas sobre si los "Padres Fundadores" de los Estados Unidos concebían al país como un estado cristiano siguen marcando el debate político sobre el papel de la religión en el espacio público.

La cuestión, entonces, no es solo cómo se encuentran estas narrativas, sino cómo algunas logran consolidarse como hegemónicas. La performatividad, un concepto desarrollado por Judith Butler, juega un papel crucial en este proceso. La performatividad describe aquellos actos repetidos que, al ser ejecutados, refuerzan o desafían las normas sociales. Un ejemplo claro de performatividad nacional sería la construcción de un belén en una escuela pública o en una corte, como una forma de demostrar que la nación está vinculada al cristianismo. Sin embargo, también hay formas de performatividad que desafían las normas dominantes, como el boicot a productos sudafricanos durante el apartheid, una práctica que se convirtió en una forma de resistencia política y afirmación de una identidad antirracista.

El consumo de la cultura popular también se presenta como una forma de performar una narrativa nacional. Por ejemplo, los periódicos más representativos de Estados Unidos, como The New York Times y The Wall Street Journal, son vistos como portavoces de dos visiones opuestas de la nación: liberal y conservadora, respectivamente. Al elegir qué periódico leer, un individuo puede estar afirmando su identificación con una narrativa particular de lo que significa ser estadounidense. De esta manera, la cultura popular se convierte en un campo de batalla para las diferentes narrativas nacionales que circulan en la sociedad, y a través de su consumo repetido, los sujetos nacionales no solo absorben estas narrativas, sino que las representan y las reproducen.

En el análisis de la cultura popular, un ejemplo revelador es el caso de Captain America, el superhéroe creado en 1940, cuyo personaje ha sido un vehículo central para la representación de la identidad nacional estadounidense. Desde sus primeras publicaciones, en las que aparece golpeando a Adolf Hitler en la portada de su primer cómic, Captain America se establece como un emblema de la lucha contra el mal, representado por el nazismo y el imperialismo japonés. La historia de este personaje, a lo largo de las décadas, ha sido un reflejo de las tensiones y transformaciones en la identidad nacional de Estados Unidos. Inicialmente un símbolo de los valores patrióticos durante la Segunda Guerra Mundial, con el tiempo su figura se ha visto adaptada a los cambios políticos y sociales de la nación, siendo representado tanto como un defensor de la libertad como una crítica a las injusticias internas del país.

Es fundamental comprender que las narrativas nacionales no son estáticas. La nación no se constituye una sola vez, sino que se reescribe constantemente. Los medios de comunicación y la cultura popular son los principales vehículos de esta reescritura, y los individuos participan activamente en la construcción de estas narrativas a través de sus prácticas de consumo y de sus actos de performatividad. Las diversas versiones de lo nacional no solo se compiten por la hegemonía, sino que también revelan las luchas sociales y políticas que subyacen en la construcción de la identidad colectiva.

¿Cómo la cultura popular influye en nuestra identidad colectiva a través del afecto y los videojuegos militares?

La relación entre la cultura popular y la geopolítica es profunda y compleja. Como se exploró en los capítulos anteriores, cómo los lugares y las personas son representados en los medios no es solo una cuestión de narrativa, sino que está estrechamente ligado a las maneras en que las personas piensan, sienten y actúan en el mundo. Sin embargo, en tiempos recientes, ha surgido una crítica a la tendencia predominante de centrarse exclusivamente en la representación discursiva dentro de los estudios geopolíticos. Este desafío proviene de un campo emergente, conocido como la teoría no representacional, que intenta ir más allá de las convenciones de discurso, representación y lenguaje, ofreciendo nuevas formas de pensar acerca de lo que popularmente nos afecta.

Los medios populares, como el cine y los videojuegos, no solo representan un mundo, sino que también provocan reacciones biológicas y emocionales en quienes los consumen. A través de las películas, por ejemplo, podemos experimentar una gama de emociones intensas: desde saltos de miedo hasta momentos de profunda conmoción o alegría. Es importante reconocer que estos efectos no son simplemente incidentales, sino que juegan un papel crucial en cómo nos relacionamos con las representaciones culturales y cómo estas influyen en nuestra visión del mundo. Esta conexión emocional no es meramente superficial; los estímulos que los medios nos ofrecen son capaces de activar respuestas biológicas a nivel neuronal, algo que puede pasar desapercibido en el análisis tradicional de los medios como simples representaciones.

En este contexto, el concepto de "afecto" se convierte en una herramienta clave para entender cómo los medios populares nos impactan a un nivel más profundo. Aunque el término "afecto" se usa comúnmente en la vida cotidiana, su uso académico tiene diversas interpretaciones. Según el Diccionario Oxford, "afectar" implica tener un impacto sobre algo, de manera material o inmaterial. En términos biológicos, el afecto se refiere a las sensaciones vinculadas a nuestro entorno, lo que genera reacciones en nuestro cuerpo, tales como el deseo de alejar la mano de una estufa caliente antes de que la consciencia pueda procesar el peligro. Este tipo de decisiones, tomadas a nivel precognitivo o "instintivo", nos permiten reaccionar rápidamente sin emplear todos nuestros recursos cognitivos. Sin embargo, estas respuestas no son simplemente producto de la biología, sino que también están marcadas por lo cultural y lo social. Las reacciones viscerales ante situaciones socialmente tabúes, como la idea de comer insectos o cometer incesto, demuestran cómo nuestra biología se encuentra profundamente influenciada por normas y valores sociales.

El afecto, en este sentido, no es solo un proceso biológico, sino que también se encuentra en las relaciones interpersonales. Este segundo enfoque sobre el afecto se centra en las interacciones que ocurren antes de que se tomen decisiones conscientes, influenciadas por relaciones recíprocas entre las personas y su entorno. Este fenómeno, que podría compararse a la gravedad en el espacio exterior, hace que las personas y los objetos en nuestro entorno ejerzan una fuerza mutua sobre nosotros, incluso cuando no somos completamente conscientes de ello. Por ejemplo, un cambio en la atmósfera de una habitación, como la intensidad de la música o el olor de una cafetería, puede afectar a los individuos de manera colectiva, provocando sensaciones similares entre quienes comparten ese espacio.

En los videojuegos, especialmente aquellos con temática militar, se da un ejemplo interesante de cómo el afecto opera en la práctica. Estos juegos no solo representan escenarios bélicos o situaciones de combate, sino que activan en los jugadores respuestas emocionales y sensoriales intensas, muchas veces de forma precognitiva. Al jugar un videojuego, el jugador no solo toma decisiones racionales sobre qué hacer en el juego, sino que también experimenta una serie de sensaciones relacionadas con la inmersión en el conflicto, el peligro y la adrenalina. Esto puede generar una especie de "afecto amplificado", donde las emociones se intensifican a través de la experiencia compartida en línea o mediante la repetición de situaciones emocionales dentro del juego.

Este tipo de afecto también puede ser amplificado por los medios de comunicación, que tienen la capacidad de tomar una experiencia local y convertirla en un fenómeno global. Los eventos representados en los videojuegos militares, por ejemplo, no solo afectan al jugador de manera personal, sino que, a través de la difusión global, pueden generar una respuesta colectiva. Este proceso amplifica el impacto emocional, haciendo que las experiencias individuales se sincronicen y se refuercen entre sí, como si fueran un conjunto de diapasones resonando al mismo tiempo.

Lo interesante de este fenómeno es que los juegos y otros medios populares crean lo que se conoce como "atmósferas afectivas". Estas atmósferas son contextos que no solo influyen en un individuo, sino que se experimentan de manera colectiva, aunque de forma difusa. En el caso de los videojuegos militares, el diseño del ambiente, la música, los efectos visuales y la narrativa contribuyen a crear una atmósfera en la que los jugadores se sumergen completamente, compartiendo una experiencia emocional común, aunque cada uno lo viva de manera única.

Además, el entorno en el que estos juegos son jugados también juega un papel crucial en las respuestas afectivas. Al igual que el diseño de una tienda o una cafetería puede influir en la disposición emocional de las personas, los entornos virtuales de los videojuegos pueden ser creados de forma que intensifiquen las reacciones emocionales de los jugadores, haciendo que se sientan más conectados a la narrativa del juego y a los conflictos que este representa.

Lo que se debe destacar es que el afecto en estos contextos no se limita a una simple reacción emocional: es una respuesta biológica y social que circula entre las personas y sus entornos, influyendo en la percepción colectiva de los eventos representados. En última instancia, estos procesos afectivos no solo informan sobre la forma en que interactuamos con los medios, sino que también revelan cómo construimos y mantenemos nuestra identidad colectiva en función de los relatos que consumimos y las emociones que experimentamos a través de ellos.

¿Cómo las subculturas de fandom redefinen la cultura popular y su consumo performativo?

El fandom, un concepto profundamente explorado dentro de los estudios culturales, se refiere a los seguidores más fervientes de franquicias de la cultura popular, como Star Wars, o de creadores involucrados en diferentes medios, como el guionista y productor de televisión Joss Whedon o el director y autor de cómics Kevin Smith. Lo que distingue al fandom es su relación visceral con la cultura popular, que se muestra en un compromiso intenso y serio, diferente al de las audiencias regulares. Esta dedicación con frecuencia lleva a la burla de los outsiders, quienes suelen estigmatizar a los miembros de estos grupos, representándolos como personas atrapadas en un estado perpetuo de adolescencia, a menudo aisladas y obsesionadas. Este tipo de estereotipos puede observarse claramente en las representaciones de los seguidores de Star Wars o los "Bronies", fans adultos, principalmente hombres, de My Little Pony. Sin embargo, la etnografía de estas comunidades revela una complejidad mayor, destacando tanto la diversidad demográfica de sus miembros como la pluralidad de significados que se le otorgan a la cultura popular dentro de estos grupos (Brooker, 2002).

Uno de los fenómenos clave en el estudio del fandom es el concepto de "consumo performativo", que describe cómo las audiencias no solo consumen productos de cultura popular, sino que los reinterpretan y los adaptan a sus propios contextos identitarios. Este proceso de reinterpretación continua evita que se cierre el significado de los productos culturales. Un ejemplo revelador de esta práctica es el desarrollo de la relación romántica entre los personajes Mulder y Scully en la serie The X-Files. Esta relación, que inicialmente solo existía en el ámbito de los fanfictions (historias escritas por los fans), terminó siendo integrada lentamente en la narrativa oficial de la serie, lo que refleja cómo los seguidores, a través de la creación de su propia cultura, pueden influir en el producto original.

En este sentido, el fandom también ha producido "slash fiction", un tipo de fanfic que explora relaciones homoeróticas entre personajes que en la narrativa original no tienen esta orientación sexual (por ejemplo, Kirk/Spock o Frodo/Samwise). Sorprendentemente, muchas veces estas historias son escritas por mujeres heterosexuales, lo que subraya cómo las prácticas de consumo performativo en el fandom desafían las expectativas normativas y sociales.

El concepto de "ensamblaje", también fundamental en los estudios culturales, proporciona una nueva manera de entender la cultura popular. Un ensamblaje se refiere a la interconexión de elementos diversos, como el cuerpo del espectador, una pantalla de iPhone, los datos en streaming de YouTube, los auriculares, y muchos otros objetos que se conectan para crear un evento cultural único. Por ejemplo, el visionado de un video en YouTube, en donde se recopilan todas las veces que Steve Carell dijo "That’s what she said" en The Office, se convierte en un evento que, aunque similar a otros, es irrepetible debido a las circunstancias específicas que lo rodean. Este tipo de eventos resalta cómo las tecnologías y los cuerpos de los productores y consumidores se entrelazan, modificando constantemente el panorama de la cultura popular.

Además, los fenómenos actuales, como el auge de los smartphones y las aplicaciones sociales como Facebook y YouTube, han reconfigurado las formas tradicionales de producción cultural. Por ejemplo, el programa de televisión Late Night en los Estados Unidos ha experimentado una transformación significativa en sus formatos. Las rutinas de comedia que antes formaban parte de un show monolítico se han convertido en clips virales independientes, diseñados para atraer tráfico y aumentar la relevancia cultural del programa en plataformas digitales. Este cambio refleja cómo las prácticas de producción y consumo se han fusionado, en un proceso dinámico que está en constante evolución.

Este enfoque de ensamblaje tiene implicaciones importantes para la geopolitica popular. Al estudiar un videojuego o una serie de televisión, por ejemplo, no basta con examinar el contenido en sí. Lo crucial es observar cómo los jugadores o espectadores interactúan con ese contenido, cómo sus experiencias varían incluso al repetir el mismo evento. Cada encuentro con un producto cultural es único y está marcado por las circunstancias del momento: la condición física del espectador, el contexto social, el ambiente tecnológico, etc. Estos elementos materiales afectan de manera directa la forma en que se experimenta y se interpreta la cultura.

Además, el concepto de ensamblaje nos recuerda que las audiencias no son solo receptores pasivos de significado. Las personas que consumen cultura popular son cuerpos que están influenciados por su entorno físico y social. El estado de ánimo, las distracciones o incluso el cansancio físico pueden modificar profundamente la experiencia de consumo y, por lo tanto, las interpretaciones derivadas de ella.

Es importante también comprender que el consumo de la cultura popular no es un acto aislado, sino que forma parte de un sistema mucho más amplio. Los productos culturales son reinterpretados, adaptados y, en muchos casos, modificados por los propios consumidores, que al hacerlo contribuyen a la perpetuación y transformación de la cultura misma. Este proceso de interacción constante entre producción y consumo asegura que la cultura popular nunca esté estática, sino en un flujo continuo de reinterpretaciones y reconfiguraciones.

¿Cómo influyó el pensamiento geopolítico en las relaciones internacionales durante el siglo XX?

El pensamiento geopolítico, en su forma más estructurada, comenzó a adquirir relevancia a principios del siglo XX, con la expansión de las redes ferroviarias y el crecimiento del poder militar terrestre. Un actor clave en este proceso fue Halford Mackinder, quien en su teoría geopolítica planteó que el control de las vastas extensiones terrestres del centro de Eurasia otorgaba un poder estratégico crucial, conocido como el “pivot geográfico de la historia”. Mackinder sugirió que, mientras las potencias marítimas podían proyectar su influencia a través del mar, las potencias terrestres poseían ventajas significativas debido a la facilidad con que podían movilizar tropas y recursos por tierra. Esta diferencia geográfica, según él, podría redefinir el balance de poder en el mundo. Mackinder, convencido de la importancia de mantener a Rusia, ubicada en el corazón de esta región geoestratégica, bajo control, estableció una teoría que influiría profundamente en la política internacional de la Guerra Fría.

A lo largo de su carrera, Mackinder revisó su teoría, publicando nuevas versiones en 1919 y 1942, en las que veía el conflicto entre las potencias terrestres y marítimas como un fenómeno de gran trascendencia global. Sus ideas se entrelazaron con las de Alfred Thayer Mahan, quien abogó por el poder naval como un pilar fundamental para asegurar la supremacía mundial. Estas nociones geopolíticas marcaron profundamente las políticas de contención durante la Guerra Fría, especialmente en el caso de la estrategia estadounidense para limitar la expansión soviética.

Es esencial observar cómo este tipo de pensamiento, al igual que el de otros teóricos geopolíticos de la época, como Friedrich Ratzel, estaba profundamente influenciado por el determinismo ambiental. Esta corriente sostenía que las características geográficas de un lugar determinaban los comportamientos y las estructuras de las sociedades humanas. Según este enfoque, las fronteras y los recursos naturales de un país o región jugaban un papel decisivo en su poder y estabilidad. Por ejemplo, la posición geográfica de Alemania y la configuración de su territorio influían directamente en su política exterior, como lo demostró la teoría de Haushofer durante la Primera Guerra Mundial. En su visión, la geopolítica no solo explicaba la política internacional, sino que también justificaba las agresiones para recuperar territorios perdidos.

Sin embargo, el determinismo ambiental, aunque influyó en gran medida en el pensamiento geopolítico, presentó limitaciones evidentes. Si bien el medio ambiente tiene un impacto sobre las sociedades, la creciente capacidad humana para modificarlo, a través de tecnologías y cambios climáticos, hace que estos enfoques resulten cada vez más reductivos. El determinismo ambiental a menudo simplificaba complejidades históricas y culturales al sugerir que factores geográficos aislados eran la causa de los comportamientos humanos. Tal visión, si bien era ampliamente aceptada en su época, no consideraba adecuadamente la agencia humana ni los factores ideológicos, económicos y sociales que también modelan los estados y sus relaciones.

Una de las críticas clave a los teóricos de la geopolítica de principios del siglo XX es que, a pesar de sus pretensiones de objetividad, su trabajo estaba profundamente impregnado de sus perspectivas nacionales y personales. Mackinder, por ejemplo, estaba motivado por su deseo de proteger los intereses británicos en Asia Central frente a la expansión rusa. De manera similar, Mahan formuló su estrategia naval basándose en la experiencia de los Estados Unidos como una nación costera en proceso de industrialización. Este contexto personal y nacional influía en sus teorías, pero a menudo no se reconocía abiertamente. En consecuencia, las teorías geopolíticas de la época fueron presentadas como universales y objetivas, aunque en realidad respondían a intereses nacionales específicos.

Este enfoque geopolítico, aunque influyó considerablemente en las políticas internacionales, comenzó a ser visto con escepticismo tras la Segunda Guerra Mundial. La asociación de la Geopolítica con los regímenes autoritarios, como el de Hitler y su mentor Haushofer, llevó a que el término fuera descalificado en gran parte del mundo académico. El concepto de "Geopolítica" fue rechazado en muchos círculos, especialmente en los Estados Unidos, donde se promovió una versión más "neutral" de la geografía política. De hecho, la geografía estadounidense, tal como la entendió Isaiah Bowman, se distanció de la Geopolítica alemana, considerándola una disciplina contaminada ideológicamente. La visión de Bowman buscaba mantener la geografía como una ciencia objetiva y desvinculada de los intereses políticos del momento.

Sin embargo, a pesar del rechazo académico formal, el pensamiento geopolítico no desapareció por completo. La Guerra Fría, con sus dos superpotencias globales enfrentadas, revitalizó la geopolítica como una herramienta de análisis. La necesidad de comprender el mundo en términos geoestratégicos y de articular estrategias globales hizo que las ideas geopolíticas regresaran con fuerza, especialmente en la formulación de políticas como la doctrina de contención de Truman, que justificaba la creación de alianzas globales como la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte). El concepto de seguridad nacional se amplió para abarcar regiones distantes, con la creencia de que los eventos en lugares como el Medio Oriente o Asia Central podían tener repercusiones directas en la estabilidad y seguridad de las grandes potencias.

A medida que avanzaba la Guerra Fría, la geopolítica dejó de ser una disciplina académica aislada para convertirse en una herramienta pragmática al servicio de la política estatal. El concepto de que los estados actúan en función de su ubicación geográfica, sus recursos y sus relaciones internacionales se consolidó como un eje central de la política internacional. Sin embargo, el siglo XXI ha visto cómo la geopolítica ha tenido que adaptarse a nuevos desafíos, como los cambios climáticos, las tecnologías disruptivas y la globalización, que transforman la manera en que las naciones se relacionan y perciben su entorno geográfico.