El contraste entre Otto von Bismarck, el astuto estadista prusiano del siglo XIX, y el rey Guillermo I, que Bismarck describió como un monarca impulsivo y emocional, resalta una diferencia crucial que se puede aplicar al análisis de la presidencia de Donald Trump. Mientras que Bismarck se presentó como un hombre de decisiones meticulosas, racionales y calculadas, Trump se caracteriza por un estilo completamente opuesto: impulsivo, a menudo miope, y movido por emociones en lugar de por razonamientos lógicos.

Esto plantea una interrogante central: ¿cuál es la verdadera doctrina de Trump? Si no se ajusta a las categorías clásicas de "aislacionismo" o "realismo", ¿cómo debemos entender su enfoque hacia los asuntos internacionales? La respuesta a esta pregunta no es sencilla, debido a la complejidad y la volatilidad del propio Trump. A diferencia de sus predecesores, que contaban con una larga experiencia en política exterior, Trump carecía de antecedentes formales en este campo antes de llegar a la Casa Blanca. Esto lo convierte en una figura atípica que, en lugar de adaptarse a las expectativas del consenso de Washington sobre la primacía, se mantuvo fiel a su estilo impredecible.

Uno de los rasgos más difíciles de analizar en la presidencia de Trump es su constante incoherencia y su relación suelta con los hechos. Es un hombre que miente de forma habitual, una característica documentada por sus propios asesores y colegas. Para abril de 2019, el "Washington Post" había registrado más de 10,000 afirmaciones falsas o engañosas, lo que se traduce en un promedio de 15 declaraciones erróneas al día. Las mentiras, por más triviales o irrelevantes que fueran, salían de su boca de manera casi involuntaria, como si fuera parte de su discurso automático, incluso cuando no había necesidad de engañar a nadie. Esta tendencia a distorsionar la realidad no solo afecta la confianza pública, sino que también complica cualquier intento serio de entender sus verdaderas convicciones.

La falta de consistencia también es una constante. Trump cambia de posición con tal rapidez y frecuencia que, a menudo, sus propias decisiones y políticas se contradicen. Un ejemplo claro de esto fue su postura sobre Siria. Mientras que en 2013 criticó al presidente Obama por no intervenir de manera decisiva en el conflicto sirio, pocos años después, ya como presidente, fue él quien bombardeó Siria, argumentando razones similares a las que había denostado en el pasado. Esta conducta errática y contradictoria refleja la naturaleza volátil de su pensamiento y su estrategia exterior, que parece responder a un impulso momentáneo más que a un enfoque coherente o racional.

En cuanto a la política exterior, Trump también dio giros sorprendentes. Durante su campaña presidencial, descalificó la OTAN como "obsoleta", pero menos de un año después, cambió su discurso y expresó que la alianza atlántica era más fuerte que nunca. En temas como la intervención militar en Libia o el conflicto en Ucrania, Trump mostró una capacidad asombrosa para moverse de un extremo a otro, cambiando sus posturas con una facilidad desconcertante. Este patrón de inconsistencia no se limita a cuestiones de política exterior; también se refleja en sus posiciones sobre el comercio y la inmigración, donde su defensa del proteccionismo se vio empañada por decisiones empresariales que no se alineaban con su discurso público.

El mundo de Trump no es, por tanto, un mundo de principios fijos o doctrinas claras. Es un espacio donde el capricho personal, las emociones y las reacciones inmediatas determinan las decisiones. La política exterior de Trump es, en gran medida, la política de un hombre que responde más a las percepciones que a los hechos, más a las presiones del momento que a una visión estratégica a largo plazo. Esto puede resultar desconcertante para quienes intentan leer sus intenciones o predecir sus próximos movimientos.

Es importante tener en cuenta que el estilo errático de Trump no debe confundirse con una estrategia deliberada, aunque algunos de sus seguidores puedan intentar justificarlo como tal. Su enfoque no se basa en principios o una lógica racional; más bien, refleja una política construida sobre la base de intereses inmediatos, visiones emocionales del mundo y, a menudo, la necesidad de obtener apoyo inmediato en el espectro político y social estadounidense.

Además, la presidencia de Trump debe analizarse a través del lente de su relación con los medios de comunicación y su habilidad para movilizar a una base de apoyo popular. La forma en que usa la información, distorsionándola o manipulándola, también refleja su estilo particular de gobernar, donde la imagen pública y el control del relato son tan importantes como cualquier decisión política.

¿Cómo el autoritarismo de Trump influyó en su política exterior y liderazgo?

Trump ha convertido en un hábito etiquetar a sus detractores como traidores. Cuando su principal asesor económico, Gary Cohn, presentó su carta de renuncia, Trump habría respondido: "Esto es traición". De igual manera, acusó a los funcionarios de la Casa Blanca que filtraban información a la prensa de ser "traidores y cobardes". Al negarse a aplaudir durante su discurso sobre el Estado de la Unión, los demócratas fueron tachados de "antiamericanos" y "traidores". Ante la publicación de un artículo anónimo en The New York Times por un alto funcionario de la administración, Trump exigió que el periódico entregara a esa persona al gobierno "por razones de seguridad nacional". En una ocasión, su intolerancia hacia la disidencia lo llevó a insinuar que las protestas deberían ser ilegales.

Además, Trump tiene una conocida afinidad por los dictadores extranjeros, como lo demuestra su alabanza retórica y sus gestos diplomáticos hacia tiranos como Abdel Fattah el-Sisi de Egipto, Mohammad bin Salman de Arabia Saudita, Vladimir Putin de Rusia y Kim Jong Un de Corea del Norte. En mayo de 2019, una de sus manifestaciones autoritarias más dramáticas ocurrió cuando, ante investigaciones del Congreso, ordenó a los funcionarios del poder ejecutivo que desafiaran las citaciones legales, negándose a entregar documentos o permitir que sus asociados testificaran, incluso bajo amenaza de desacato. Esta negativa a cumplir con cualquier investigación del Congreso fue, según el presidente del Comité Judicial de la Cámara de Representantes, Jerry Nadler, sin precedentes, poniendo al país en una "crisis constitucional".

Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, politólogos de la Universidad de Harvard, pasaron más de 20 años estudiando cómo los países democráticos de Europa y América Latina fueron transformados en dictaduras, ya sea por la elección de un autócrata o por la erosión de normas democráticas a lo largo del tiempo. Identificaron cuatro indicadores clave del comportamiento autoritario en líderes electos: (1) rechazo o compromiso débil con las reglas democráticas; (2) negación de la legitimidad de los opositores políticos; (3) tolerancia o fomento de la violencia; y (4) disposición para recortar las libertades civiles de los opositores, incluida la libertad de prensa. Según Levitsky y Ziblatt, Trump cumple con estos cuatro indicadores.

La invitación verbal de Trump a la intervención rusa en las elecciones de 2016, su negativa a prometer respetar los resultados electorales si era derrotado, y sus afirmaciones infundadas de fraude electoral, encajan con el primer indicador. Las amenazas sin precedentes, y los esfuerzos para encarcelar a su rival político Hillary Clinton, corresponden al segundo. En sus mítines de campaña, Trump frecuentemente alentaba la violencia contra los manifestantes anti-Trump, lo que se ajusta al tercer indicador. Finalmente, sus repetidas denigraciones de los medios de comunicación críticos y sus amenazas de "abrir nuestras leyes de difamación" para procesar a los periodistas que publican hechos desfavorables sobre él corresponden al cuarto indicador.

Estas tendencias autoritarias arrojan luz sobre la visión del mundo de Trump y cómo maneja la política exterior desde la rama ejecutiva. La investigación sobre las características autoritarias en los líderes políticos se ha llevado a cabo durante más de 70 años. Aquellos con rasgos autoritarios suelen compartir hábitos psicológicos importantes y estilos de toma de decisiones. Tienen más dificultades para pensar críticamente, son más propensos a culpar a chivos expiatorios por los problemas sociales, valoran mucho el poder y la dureza, y tienden a ser muy asertivos y dominantes al gestionar a sus subordinados, lo que suprime un proceso interno de toma de decisiones abierto y deliberativo.

Aunque Trump puede tener una mentalidad autoritaria, el sistema político en el que opera no es autoritario. Está sujeto al proceso democrático a través del electorado y limitado constitucionalmente a servir solo dos términos de cuatro años. Su poder también está en ocasiones limitado por las normas y procedimientos de la burocracia profesional que sirve bajo su mando. Además, su autoridad se enfrenta a los frenos y contrapesos de las otras dos ramas del gobierno, el poder legislativo y el poder judicial. La prensa libre de Estados Unidos expone los debates internos de la administración, arroja luz sobre las políticas de la Casa Blanca y pone presión constante sobre la agenda presidencial.

Sin embargo, se puede argumentar que existe una concentración de poder crudo en la oficina del presidente de los Estados Unidos, mayor que en los tronos de los peores dictadores del mundo. El poder ejecutivo ha sido ampliado mucho más allá de lo que está permitido por la Constitución y en violación de las normas establecidas. Hoy en día, los presidentes de Estados Unidos tienen el poder de iniciar unilateralmente guerras, tanto grandes como pequeñas, sin el consentimiento del Congreso. Pueden llevar a cabo acciones encubiertas o campañas aéreas en cualquier región mediante drones armados. A su disposición tienen el sistema de vigilancia más avanzado y sofisticado del mundo. Incluso tienen el poder de destruir gran parte de la civilización humana, con pocos controles confiables sobre la autoridad para lanzar una guerra nuclear.

Dado este impresionante poder, las tendencias autoritarias de Trump son especialmente relevantes y ayudan a comprender cómo maneja las prioridades de política exterior de su administración, cómo percibe las amenazas extranjeras y cómo sus impulsos se traducen en políticas concretas.

¿Qué buscaba realmente la estrategia exterior de Trump en Corea y África?

La aparente cercanía entre Donald Trump y Kim Jong-un, reflejada en frases como “nos enamoramos”, logró lo que décadas de diplomacia tensa no habían conseguido: reducir el riesgo inmediato de una guerra en la península coreana. Esta desescalada fue sin duda positiva, pero detrás del espectáculo político se escondía una negociación plagada de malentendidos estratégicos, expectativas irreconciliables y una gestión profundamente ineficaz.

Mientras la administración Trump proclamaba con insistencia la necesidad de una “desnuclearización completa, verificable e irreversible” como condición sine qua non para levantar las sanciones económicas, Pyongyang entendía el término de forma muy distinta. Para Corea del Norte, “desnuclearización” implicaba no solo la eliminación de su propio arsenal nuclear, sino también la retirada de tropas y activos militares estadounidenses de la región, una demanda estructural que Washington nunca estuvo dispuesto a considerar. Así, la supuesta coincidencia en los objetivos era, en realidad, un espejismo. Trump suspendió ejercicios militares como gesto de buena voluntad, pero mantuvo las sanciones económicas, mientras Kim ejecutaba medidas simbólicas —como la repatriación de restos de soldados estadounidenses y la pausa en pruebas nucleares— sin comprometerse a una desnuclearización real.

El acuerdo de Singapur, con su lenguaje vago, dejaba espacio a múltiples interpretaciones. Ese vacío conceptual incrementaba la desconfianza mutua y volvía cualquier avance susceptible de ser interpretado como traición o retirada unilateral. Los intentos posteriores de un “gran acuerdo” que incluyera el fin formal de la guerra de Corea o una revisión del compromiso de seguridad estadounidense con Corea del Sur encontraron resistencia interna incluso entre los propios asesores de seguridad nacional de Trump, evidenciando la falta de coherencia y unidad estratégica dentro de su administración.

Este patrón de contradicciones entre retórica y política se reproduce, con matices propios, en la estrategia estadounidense hacia África bajo el gobierno de Trump. En diciembre de 2018, se anunció una nueva estrategia para el continente, presentada por John Bolton como un reflejo de los principios doctrinales de la política exterior trumpista. Aunque su retórica hablaba de independencia y reforma, en la práctica la estrategia apuntaba a afianzar la hegemonía estadounidense frente al avance ruso y chino en la región.

En primer lugar, se proponía una ofensiva comercial para “liberar” el potencial económico africano, apoyando reformas legales y económicas que facilitaran el acceso de capital estadounidense. Pero este proyecto, más cercano a la utopía del "nation-building" que al realismo geoeconómico, ignora los fracasos acumulados por intentos similares de reforma institucional impuesta desde fuera. Lejos de generar modernización o desarrollo sostenible, estas intervenciones suelen terminar reforzando élites locales corruptas y debilitando estructuras democráticas incipientes.

En segundo lugar, la estrategia incrementaba significativamente la presencia militar de EE. UU. en África, con la excusa de combatir el terrorismo islámico y los conflictos violentos. Esta expansión, que resucita el lenguaje de la "Guerra contra el Terror", ofrece a Washington una justificación permanente para intervenir militarmente en casi cualquier punto del continente. Al igual que en Medio Oriente, esta doctrina parte de una percepción inflada del riesgo terrorista y una fe excesiva en la eficacia del poder militar estadounidense, a menudo con resultados contraproducentes.

Finalmente, el redireccionamiento de la ayuda exterior para alinearla con los intereses de seguridad nacional estadounidenses muestra hasta qué punto se instrumentaliza la cooperación internacional. En lugar de apoyar misiones humanitarias o de paz bajo la égida de las Naciones Unidas, los fondos se destinan a gobiernos dispuestos a colaborar estratégicamente con Washington, aunque ello implique reforzar regímenes autoritarios que prometen —al menos en apariencia— combatir el terrorismo o permitir presencia militar estadounidense.

Este enfoque no representa un repliegue del poder estadounidense, sino una reafirmación agresiva de su papel dominante, disfrazada de renovación estratégica. Las bases militares, programas de entrenamiento y campañas de bombardeo con drones en países como Libia, Somalia o Níger evidencian una continuidad operativa con la política anterior, pero con menor transparencia, escasa supervisión legislativa y un desprecio manifiesto por las consecuencias a largo plazo.

Lo que emerge de ambos casos —Corea y África— es un patrón consistente: una política exterior marcada por una mezcla de maximalismo estratégico y despreocupación táctica. En el plano discursivo, Trump adoptó una postura rupturista y provocadora. Pero en la ejecución, su administración operó dentro de los marcos tradicionales del primado estadounidense, reforzando viejas dinámicas de control, intervención y dependencia. La diferencia radica en el estilo: una diplomacia personalizada, imprevisible y superficial, que sustituye la estrategia por el espectáculo y las alianzas por transacciones.

Es crucial entender que detrás de cualquier política exterior no sólo se encuentran los intereses geopolíticos del momento, sino también las narrativas que legitiman su implementación. En el caso de Trump, estas narrativas apelan al miedo, al excepcionalismo y a la lógica de suma cero, lo que convierte cada relación internacional en un terreno de confrontación, incluso cuando se disfraza de negociación o cooperación. La verdadera ruptura no está en los objetivos, sino en la forma errática, contradictoria y a menudo improvisada con la que se perseguían.

¿Qué implica realmente una política exterior de restricción para Estados Unidos en el siglo XXI?

La política exterior estadounidense, particularmente en las últimas décadas, ha estado marcada por un activismo sin precedentes, alimentado por la idea de que el país debe intervenir constantemente en los asuntos internacionales para preservar su seguridad y status global. Sin embargo, esta visión contrasta con los valores de restricción promovidos por quienes creen que el poder militar y el estado de seguridad permanente son corrosivos para los valores democráticos liberales internos de la nación. Este debate ha tomado fuerza en los últimos años, especialmente con la presidencia de Donald Trump, cuyo estilo y tendencias ideológicas han sido calificados como autoritarios por muchos analistas.

Trump, al igual que otros líderes autoritarios, se ha mostrado propenso a teorías conspirativas y ha demandado una lealtad casi ciega de los funcionarios del gobierno federal, que deberían ser independientes y no partidistas. Durante su campaña electoral, Trump prometió aceptar los resultados si ganaba, pero cuestionó la legitimidad del proceso electoral si no era el vencedor. Como presidente, amenazó repetidamente con procesar a sus opositores políticos y atacó a los medios de comunicación, tildándolos de “enemigos del pueblo estadounidense”. Estas actitudes y su falta de respeto por las restricciones constitucionales sobre sus poderes ejecutivos reflejan un problema más amplio en la política estadounidense: la acumulación de poder presidencial sin un control efectivo. Este fenómeno no es nuevo; en realidad, es una extensión de la tendencia observada en las presidencias posteriores a la Segunda Guerra Mundial, donde los presidentes han dejado el cargo con más poder del que tenían al asumirlo.

La política exterior de Trump, aunque a menudo agresiva en su discurso, ha sido sorprendentemente coherente con la política exterior tradicional de Estados Unidos. Sin embargo, lo que realmente se necesita es una reevaluación más profunda de la posición global de Estados Unidos, algo que va más allá de las propuestas populistas como “América Primero” o un regreso al statu quo ante. La necesidad de una política exterior de restricción se ha vuelto urgente, ya que los desafíos globales actuales no justifican una intervención constante ni la proyección de poder militar.

La política de restricción aboga por una prudencia estratégica, donde Estados Unidos se involucra menos en los conflictos internacionales y se limita a proteger sus intereses vitales. Rechaza las guerras opcionales y las intervenciones en la construcción de naciones, así como la búsqueda de la hegemonía global. Este enfoque no es nuevo; a lo largo de la historia, figuras como John Quincy Adams abogaron por un enfoque de no intervención, destacando que Estados Unidos no debe buscar “monstruos para destruir” fuera de sus fronteras. De acuerdo con Adams, si el país se adentrara en un camino de dominación global, se vería atrapado en una serie de guerras de interés, avaricia y ambición, lo que cambiaría su esencia y principios fundacionales.

Estados Unidos ha estado involucrado en guerras casi ininterrumpidas desde el final de la Guerra Fría, y la mayoría de los estadounidenses ha vivido durante gran parte de sus vidas en un país en guerra. Esta constante intervención no solo ha sido costosa y contraproducente, sino que ha tenido lugar en una era en la que el poder relativo de Estados Unidos ha disminuido. Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos representaba aproximadamente el 50% de la producción económica global, lo que hacía posible que su ambición internacional estuviera respaldada por recursos aparentemente ilimitados. Sin embargo, hoy, la participación de Estados Unidos en el PIB mundial ha disminuido considerablemente, cayendo al 15%, y las proyecciones indican que continuará descendiendo en los próximos años.

Este cambio en la economía global no debe ser visto con pesimismo. En realidad, refleja el progreso humano logrado por millones de personas que han salido de la pobreza, en gran parte gracias a la adopción de políticas liberales y económicas de mercado. Sin embargo, la política exterior estadounidense no ha seguido el ritmo de estos cambios. Las metas y ambiciones de la política exterior de Estados Unidos parecen más apropiadas para un tiempo en el que el país dominaba con recursos casi ilimitados.

El consenso político en torno a la estrategia de primacía, que prescribe una expansión del papel global de Estados Unidos, ha mantenido esta dinámica. Esta estrategia ha fomentado un gasto excesivo en defensa y ha elevado intereses periféricos a la categoría de vitales, algo que no corresponde con la realidad geopolítica del siglo XXI. En contraste, la estrategia de restricción propone un enfoque más sobrio y realista, con objetivos más modestos, y rechaza las guerras innecesarias y las intervenciones en países extranjeros.

La política exterior de restricción tiene una rica tradición en la historia de Estados Unidos, siendo el pensamiento de Adams solo uno de los ejemplos más claros. De hecho, Adams advirtió que, si Estados Unidos cedía a la tentación de la dominación global, terminaría siendo la dictadora del mundo, perdiendo así su esencia de nación libre.

El tiempo para que Estados Unidos adopte una política exterior más restringida y prudente ha llegado. Aunque el activismo militar globalizado ha sido costoso y a menudo innecesario, la idea de una retirada prudente de los conflictos internacionales no es solo un anhelo de los tiempos pasados, sino una necesidad urgente. La intervención militar continua en nombre de la supremacía mundial ya no refleja la realidad de un Estados Unidos cuyas capacidades y recursos no son lo que eran hace unas décadas. La reevaluación de la política exterior estadounidense, lejos de los excesos del pasado y de la retórica populista de “América Primero”, es la clave para un futuro más estable y pacífico.

¿Cómo ha cambiado la política exterior de Estados Unidos con Trump?

El complejo de la política exterior de Estados Unidos es vasto y su establishment profundamente comprometido con el curso actual. Cambiar esta dirección requiere un esfuerzo concertado. En ausencia de una presión directa y continua para revisar las políticas, la burocracia sigue avanzando en la misma dirección. Desde esta perspectiva, transformar la gran estrategia estadounidense de la primacía a algo tan radicalmente diferente como la visión "América Primero" de Trump representa una tarea titánica.

La política exterior de Trump hasta ahora ha revelado todas las debilidades de la intervención estadounidense y su hiperactividad, además de una nueva serie de problemas derivados de la mezcla única de transaccionalismo, militarismo jacksoniano, búsqueda de estatus y tendencias autoritarias del presidente. En los casos en que Trump no ha intentado influir de manera seria en la política exterior, la inercia del sistema, tanto intelectual como burocrático, ha ayudado a mantener la política exterior estadounidense en el mismo curso, aunque erróneo, de primacía. Donde ha ejercido el poder de su oficina de manera más directa, como en el comercio y la inmigración, ha tenido éxito en cambiar los términos del debate público e iniciar importantes cambios en la política. Estas mismas tensiones entre el statu quo y los impulsos de Trump pueden desempeñar un papel cada vez más importante en la política exterior del presidente a medida que se intensifican las presiones del cargo y aumenta la presión derivada de las investigaciones del presidente y sus asociados, así como la campaña electoral de 2020. Sin embargo, esto no augura bien para la perspectiva de cambios políticos responsables, coherentes y prácticos fundamentados en un marco estratégico sofisticado. Un interrogante aún mayor es cómo se desarrollarán estas fuerzas a mediano y largo plazo, después de que Trump deje el cargo y las nuevas administraciones intenten persuadir al electorado y al establishment político de Washington de adoptar un nuevo camino que limite la intervención militar y privilegie otras formas de compromiso global, incluida la diplomacia y el comercio.

La base para un enfoque renovado existe y está en crecimiento, tal como exploraremos en el siguiente capítulo.

Desde antes de la elección de Donald Trump, ya existían preocupaciones en el establishment de política exterior sobre la disminución del apoyo público a la liderazgo estadounidense en el "orden internacional liberal". En 2012, Ian Bremmer escribía que "en una era de austeridad, a los estadounidenses les interesa menos ayudar a gestionar la agitación en el Medio Oriente, las rivalidades en el este de Asia o las crisis humanitarias en África". En 2013, el Pew Research Center reportó que, por primera vez desde que Gallup hiciera esta pregunta en 1964, una mayoría del público –el 52 por ciento– estuvo de acuerdo en que Estados Unidos debería "ocupar sus propios asuntos a nivel internacional", frente al 30 por ciento que opinaba lo mismo en 2002, tras los atentados del 11 de septiembre. También en 2013, una encuesta entre los miembros del Council on Foreign Relations, compuesta principalmente por profesionales de la política exterior, reveló que el 92 por ciento de los encuestados creían que, en los últimos años, "el público estadounidense ha sido menos favorable a que Estados Unidos desempeñe un papel activo en los asuntos mundiales". En 2014, el Chicago Council on Global Affairs registró un mínimo histórico con solo el 58 por ciento de los encuestados afirmando que Estados Unidos debería "tomar parte activa" en los asuntos mundiales, un dato similar al bajo nivel posterior a la Guerra de Vietnam. Un estudio de Pew en 2016 reveló que el 70 por ciento del público quería que el próximo presidente se enfocara más en los asuntos internos, y solo el 17 por ciento en los asuntos internacionales.

Este contexto aterrorizó al establishment de la política exterior, tanto demócratas como republicanos, y proporcionó combustible para las visiones más pesimistas sobre estas tendencias. Algunos responsables políticos siguieron manteniendo que los recientes resultados de las encuestas eran solo una fluctuación momentánea y que la fe básica del público en el compromiso internacional seguía intacta. Sin embargo, el número de personas que votaron por Trump y su visión de "América Primero" sugirió que fuerzas fundamentales estaban socavando el internacionalismo estadounidense. Después de todo, como señalaron varios estudiosos, el internacionalismo estadounidense surgió de las "circunstancias extraordinarias" en las que se encontraba el país tras la Segunda Guerra Mundial. A medida que esas circunstancias se desvanecen en la historia y los estadounidenses pierden confianza en sus líderes y en los beneficios domésticos –especialmente los económicos– del liderazgo global, los cimientos del internacionalismo podrían haberse erosionado. Robert Kagan, del Brookings Institution, expresó estos temores de manera directa: "El presidente Trump puede no disfrutar de un apoyo mayoritario en estos días, pero hay buenas razones para creer que su enfoque de 'América Primero' hacia el mundo sí lo tiene... El viejo consenso sobre el papel de Estados Unidos como defensor de la seguridad global ha colapsado en ambos partidos".

Se puede argumentar que el establishment de la política exterior tiene razón en estar preocupado, pero no por las razones que típicamente se exponen. La disminución del apoyo a la participación internacional no es solo una fluctuación temporal; es una señal de un cambio permanente en las preferencias sobre cómo Estados Unidos debe comprometerse con el mundo. A lo largo del tiempo, las actitudes han cambiado debido a grandes transformaciones en nuestra nación y en el mundo: el fin de la Guerra Fría, el relativo declive del poder económico global de Estados Unidos a medida que otros países emergen, la creciente desconfianza del público en Estados Unidos y sus instituciones, y el rechazo creciente de la naturaleza militarista de la política exterior estadounidense. Estos cambios no son irreversibles, pero tienen una gran inercia, y la mayoría de ellos están fuera del alcance de los responsables políticos y los políticos para alterarlos. Por lo tanto, seguirán influyendo en las actitudes del público durante el futuro cercano.

Sin embargo, estos cambios no significan la muerte del internacionalismo estadounidense. No revelan un apoyo generalizado al aislacionismo ni al "América Primero". Encuesta tras encuesta muestra que la mayoría de los estadounidenses rechazan las posturas de Trump sobre los elementos más fundamentales de su doctrina, como la inmigración, el comercio internacional y su enfoque hacia aliados y adversarios. Aunque el descontento con el statu quo brindó una oportunidad para que Trump criticara los elementos tradicionales de la política exterior, las encuestas muestran que las políticas derivadas de su nacionalismo, militarismo, proteccionismo y xenofobia no han logrado conectar con la mayoría.