Las ideas que forman el núcleo de cualquier concepción de justicia no cambian con el tiempo, aunque sus interpretaciones alternativas pueden dar lugar a resultados políticos muy diferentes. Dentro de la esfera pública, las interacciones comunicativas entre individuos y grupos ocurren a diario, donde las opiniones alternativas se encuentran, interactúan, se refutan, se apoyan y se atacan. Esta dinámica de intercambio continuo de información y opiniones afecta el debate público, el cual, a su vez, influye en la formación de mayorías electorales y en la configuración de los gobiernos.

La desigualdad en la esfera pública, entendida como el espacio donde se forman las opiniones públicas, produce daño e injusticia, especialmente para los miembros de grupos marginados. En este contexto, el concepto de "injusticia epistémica" se convierte en una herramienta clave para entender cómo las desigualdades afectan la participación y la representación dentro de la esfera pública. En esta situación, los grupos marginados enfrentan déficits de credibilidad o encuentran barreras insuperables para acceder a la esfera pública como miembros libres e iguales.

El debate contemporáneo entre los teóricos liberales sobre la justicia subraya que, aunque la libertad y la igualdad son los principios fundamentales que sustentan la democracia liberal, estas dos nociones a menudo entran en conflicto dentro del marco relacional que caracteriza la sociedad. La esfera pública, como espacio de interacciones y discusión, debe garantizar que todos los ciudadanos puedan participar en un pie de igualdad. Sin embargo, la distribución desigual de poder y recursos impide que ciertos grupos tengan una voz efectiva en el proceso democrático.

La esfera pública se caracteriza por ser un lugar de libre circulación de ideas, creencias, opiniones y gustos. Aquí, los ciudadanos deberían tener el derecho igualitario de expresar sus pensamientos y profesar sus creencias, sin temor a ser silenciados por su estatus social o político. Idealmente, en una esfera pública democrática, el pluralismo debería ser razonable: existiría una variedad amplia de doctrinas sobre la verdad o sobre lo que es bueno, pero cada una respetaría a las demás y ninguna buscaría derrotar a todas las alternativas. Sin embargo, esto rara vez ocurre en las democracias reales, donde las desigualdades sociales y políticas no solo afectan la distribución de recursos y oportunidades, sino también la manera en que las ideas y opiniones se expresan y se valoran en el espacio público.

Los problemas surgen cuando esta idealizada esfera pública se enfrenta a las condiciones no ideales de las democracias existentes. La desigualdad social y política se refleja en la forma en que los grupos marginalizados son excluidos o tienen su voz silenciada, perpetuando su marginación injusta. Esta desigualdad afecta directamente la calidad del debate democrático, ya que las voces de esos grupos no tienen el mismo peso ni la misma capacidad de influencia que las voces de los grupos dominantes.

Además, un problema adicional se plantea cuando hablamos de la relación entre la libertad de expresión y el respeto igualitario en la esfera pública. El pluralismo, por muy razonable que sea en teoría, no siempre lo es en la práctica. La libertad de expresión, lejos de ser una virtud universalmente deseable, puede ser un arma de doble filo, ya que dentro de la esfera pública pueden circular ideas no razonables, como discursos discriminatorios y violentos, que socavan la dignidad de los individuos y los grupos marginados. Estos discursos, muchas veces cargados de odio y violencia, pueden desencadenar acciones de agresión por parte de individuos o grupos organizados, perpetuando así un ciclo de violencia e injusticia social.

En la tradición liberal, se han propuesto al menos dos soluciones principales para abordar este dilema. Una de ellas es establecer límites a la libertad de expresión, excluyendo de la esfera pública aquellos discursos que puedan dañar la dignidad de los individuos o grupos afectados. La otra solución es abordar caso por caso, valorando qué principio debería prevalecer en cada situación: la libertad de expresión, la seguridad, la igualdad o la privacidad. Esta última opción implica reconocer que cualquier restricción a la libertad de expresión tiene una dimensión política y debe ser evaluada cuidadosamente en función del contexto.

El discurso discriminatorio tiene un poder político enorme, y su potencial para construir realidades sociales es considerable. Como explicó Catharine MacKinnon, "en el contexto de la desigualdad social, el llamado discurso puede ser un ejercicio de poder que construye la realidad social en la que las personas viven, desde la objetivación hasta el genocidio". El lenguaje discriminatorio no solo refleja las tensiones sociales, sino que las refuerza y las reproduce, alimentando ideologías de supremacía y marginación. Este tipo de discurso se utiliza frecuentemente en la construcción de narrativas políticas que buscan justificar proyectos políticos implícitamente o explícitamente discriminatorios.

Es crucial entender que las desigualdades en la esfera pública no solo afectan el acceso a la información, sino también la forma en que las personas interpretan y participan en el debate político. La inclusión de los grupos marginados en el proceso democrático no se limita simplemente a darles una voz en el debate, sino que implica asegurar que sus voces sean escuchadas y tomadas en cuenta de manera equitativa. De lo contrario, el sistema democrático corre el riesgo de perder su legitimidad y su capacidad para representar verdaderamente a todos sus miembros.

¿Cómo afecta la "decadencia de la verdad" a la democracia y la política moderna?

La decadencia de la verdad, o "truth decay", es un fenómeno complejo que ha adquirido relevancia en las últimas décadas. Kavanagh y Rich (2018) lo definen como un conjunto de tendencias observables que desafían la capacidad de distinguir hechos de ficciones. Entre estas tendencias se incluyen el aumento del desacuerdo sobre los hechos y su interpretación, la difusa línea entre opinión y hecho, el crecimiento relativo de la opinión sobre los hechos, y la disminución de la confianza en las fuentes tradicionales de información fáctica. Cada una de estas tendencias representa un desafío significativo por sí sola, pero lo que realmente hace crecer esta decadencia es la convergencia de estas fuerzas en una estrategia coordinada, amplificada por la tecnología moderna, en particular las redes sociales.

El principal problema radica en la habilidad de manipular flujos de información, especialmente al focalizar mensajes a aquellos más susceptibles a ciertos contenidos, utilizando estrategias sofisticadas como el micro-targeting en las redes sociales. Estos métodos no solo afectan la percepción individual de la realidad, sino que también cultivan un clima de polarización extrema, en el que las emociones y los prejuicios guían las interpretaciones de los hechos. Este proceso tiene efectos devastadores, ya que deslegitima instituciones democráticas y debilita los lazos entre la información y los valores democráticos.

El fenómeno de la decadencia de la verdad no es exclusivo de Estados Unidos, sino que tiene un impacto global. Movimientos como el Brexit, el ascenso de dictadores suaves en Europa del Este, la cuestión migratoria y el crecimiento de partidos extremos son solo algunos ejemplos contemporáneos de cómo las democracias están siendo desafiadas por estas dinámicas. La desinformación ha puesto a prueba la capacidad de los estados democráticos para responder a las demandas sociales y políticas de manera efectiva.

Las plataformas digitales, lejos de ser un medio para fortalecer las democracias, han dado paso a una "silo-ificación" de la información. A lo largo de los años, la promesa de que internet permitiría una participación democrática igualitaria ha sido reemplazada por la creación de "cámaras de eco", donde las personas solo están expuestas a ideas que refuerzan sus propias creencias, aumentando la polarización social y política. Esta fragmentación de la información ha creado un entorno en el que las personas ya no discuten basándose en hechos comunes, sino en versiones distorsionadas de la realidad, alimentadas por teorías conspirativas, medias verdades y, en muchos casos, falsedades absolutas.

A nivel individual, el impacto psicológico de esta inundación de información falsa es profundo. La constante exposición a noticias falsas y teorías conspirativas puede debilitar la capacidad crítica de los individuos, fomentando patrones de pensamiento dogmático y paranoico. Este tipo de pensamiento no solo afecta la capacidad de razonamiento lógico, sino que también puede inducir experiencias de aislamiento social y fragmentación emocional, lo que finalmente debilita la acción colectiva necesaria para mantener una democracia saludable.

La relación entre noticias falsas y el debilitamiento de la democracia se vuelve aún más evidente cuando se observa cómo se utiliza la desinformación para influir en elecciones y procesos políticos clave. En muchos casos, las noticias falsas se utilizan de manera similar a la propaganda, manipulando la opinión pública para desviar la atención de los verdaderos problemas políticos y sociales, o para promover agendas que favorezcan a ciertos actores económicos o políticos. Este uso estratégico de la desinformación es especialmente insidioso, ya que se disfraza de contenido legítimo, dificultando la tarea de discernir lo verdadero de lo falso.

Uno de los efectos más peligrosos de este fenómeno es que crea un entorno donde la acción colectiva se vuelve casi imposible. La fragmentación de la información y la polarización extremas dificultan la creación de consensos, lo que socava los intentos de cambio real dentro de una democracia. A medida que las noticias falsas continúan alimentando la división y el desorden, las estructuras democráticas se ven cada vez más debilitadas, haciendo que el statu quo se mantenga por más tiempo, mientras los actores políticos y económicos que se benefician de esta desinformación continúan prosperando.

Es crucial que los ciudadanos comprendan cómo las herramientas digitales y las tácticas de manipulación psicológica han sido perfeccionadas para infligir daño a las democracias. No es suficiente con señalar la existencia de la desinformación; hay que analizar profundamente cómo estas dinámicas operan a nivel individual y colectivo. La respuesta a este desafío no puede ser solo técnica, sino que debe implicar un cambio en la forma en que entendemos la verdad y la información en la era digital. El fortalecimiento de la educación cívica, el fomento del pensamiento crítico y la creación de espacios de diálogo respetuoso son elementos clave para mitigar los efectos de la decadencia de la verdad y restaurar la confianza en las instituciones democráticas.

¿Cómo la mentira en el periodismo impacta a las democracias modernas? El caso Relotius como reflexión

El concepto de periodista no es algo ajeno a las democracias antiguas, pero el escándalo del periodista Claas Relotius pone de manifiesto hasta qué punto las prácticas fraudulentas pueden poner en jaque la confianza pública en los medios y la libertad de expresión. La historia de Relotius, que emergió a finales de 2018, desafía la capacidad de las democracias modernas para lidiar con los límites de la verdad, el chequeo de hechos y la responsabilidad del Estado frente al individuo en términos de la libertad de expresión. Este caso revela un dilema más profundo sobre los límites prácticos y legales que existen a la hora de legislar contra las noticias falsas y el discurso de odio. Sin embargo, también invita a reflexionar sobre la naturaleza del periodismo de calidad y la complejidad inherente a la verificación de la información.

Claas Relotius fue un periodista freelance alemán que trabajó para varias publicaciones prestigiosas, como Der Spiegel, Frankfurter Allgemeine Sonntagszeitung y Neue Zürcher Zeitung, entre otras. A pesar de su joven edad, Relotius había logrado una impresionante carrera, obteniendo premios prestigiosos, entre ellos el CNN Journalist of the Year en 2014 y el European Press Prize en 2017. Con una carrera que parecía no conocer límites, su figura era un referente dentro del periodismo alemán. Sin embargo, su éxito fue empañado por el descubrimiento de que gran parte de su trabajo era ficticio.

El primer indicio de que algo no estaba bien surgió en noviembre de 2018, con la publicación de un artículo sobre un grupo de vigilantes en la frontera entre México y Estados Unidos. Juan Moreno, otro periodista que había colaborado en la investigación de esa historia, comenzó a dudar de la veracidad del trabajo de Relotius. A pesar de que Moreno presentó pruebas que demostraban inconsistencias y falsificaciones en los reportajes, sus quejas fueron ignoradas inicialmente por los editores de Der Spiegel. No fue hasta diciembre de 2018 que Relotius, enfrentado a la creciente evidencia, admitió públicamente que al menos 14 de sus artículos habían sido fabricados de alguna manera. En muchos casos, el periodista había inventado entrevistas y creado personajes ficticios basados en personas reales, sin haberlas entrevistado realmente.

La magnitud de la controversia fue tal que la Federación de Periodistas de Alemania calificó el caso como "el mayor escándalo de fraude en el periodismo desde el caso de los diarios falsificados de Stern en 1983". La respuesta de Der Spiegel fue rápida, pidiendo disculpas públicamente y comenzando una investigación interna. La revista también decidió que los artículos de Relotius seguirían estando disponibles en línea, con una advertencia sobre el escándalo, para permitir una investigación transparente sobre la situación.

El caso Relotius revela varios problemas que desafían la manera en que concebimos el periodismo en las democracias contemporáneas. En primer lugar, resalta el desafío de verificar la autenticidad de la información en un entorno mediático saturado de contenido. Aunque las noticias falsas o fake news pueden ser detectadas por un sistema de verificación de hechos, la falsificación deliberada de relatos, como en el caso de Relotius, pone en cuestión la efectividad de estos mecanismos. La complejidad de la situación radica en el hecho de que el periodista no solo falsificó datos, sino que creó narrativas completas, lo que dificultaba aún más la detección de sus mentiras.

El impacto del fraude en la confianza pública es otro aspecto que debe ser considerado. En una era en que las redes sociales son la principal fuente de información para muchos, el caso de Relotius muestra lo fácil que es perder la credibilidad de una institución periodística de renombre. La protección de la libertad de prensa no solo implica proteger a los periodistas de la censura estatal, sino también garantizar que los medios se comprometan con la veracidad y la transparencia. Der Spiegel, un pilar del periodismo de investigación en Europa, sufrió un golpe de confianza que no se puede subestimar.

Por último, el caso invita a una reflexión sobre la responsabilidad de los medios y las leyes contra el discurso de odio y las noticias falsas. Si bien la legislación puede ser una herramienta para mitigar la propagación de información errónea, el caso de Relotius demuestra que las regulaciones legales por sí solas no son suficientes para garantizar la calidad del periodismo. El compromiso ético de los periodistas y la presión social sobre los medios de comunicación juegan un papel crucial en la preservación de una democracia sana.

Es esencial comprender que los medios de comunicación no son invulnerables a la corrupción interna y que, incluso en las democracias más consolidadas, los sistemas de control y verificación deben estar siempre en constante evolución. La historia de Relotius, aunque trágica, es también una oportunidad para aprender sobre los peligros de la sobreexposición mediática y el daño que puede causar la falta de rigor profesional. Las democracias requieren periodistas que no solo informen, sino que también protejan la verdad, pues es esa verdad la que garantiza la salud del debate público y, en última instancia, la estabilidad de las instituciones democráticas.

¿Está la censura en internet una responsabilidad de los gobiernos o de las plataformas privadas?

La evolución de la normativa en torno a la información en Internet ha desencadenado un debate profundo sobre quién debe tener el control sobre el contenido en las plataformas digitales. A pesar de las afirmaciones de la Comisión Europea, la balanza en gran medida la siguen pesando las plataformas de Internet, que son las que deciden cómo actuar y pueden proceder a censurar contenido. Esta tendencia se ha visto legitimada por decisiones judiciales, como la sentencia de Google Spain, que estableció la posibilidad de que las plataformas de Internet desarrollen un equilibrio autónomo entre el derecho de los usuarios a ser informados y el derecho al olvido.

En el contexto europeo, tanto a nivel de la Unión Europea como en los Estados miembros, parece existir una tendencia que favorece la privatización de la censura. Las políticas de los países miembros y la propia UE se alejan de la garantía de la libertad de expresión en las plataformas digitales, ya que no someten las acciones de los actores privados contra el contenido en línea a la supervisión de jueces o autoridades independientes, y no se concede un derecho efectivo de apelación ante las decisiones de las plataformas. Esta situación se refleja en el Código de Prácticas sobre Desinformación, que delega en las plataformas de Internet la responsabilidad de eliminar cuentas falsas y favorecer las noticias ‘auténticas’. A través de las prácticas desarrolladas por actores como Google y Facebook, se observa cómo se delegan decisiones clave sobre el contenido a estas plataformas. Google, por ejemplo, da un ranking negativo a sitios web poco confiables, mientras que Facebook elimina páginas y cuentas personales asociadas con comportamientos falsos o fraudulentos. Estas acciones tienen un impacto directo sobre el contenido, ya que dificultan el acceso a ciertos sitios web o eliminan por completo páginas de redes sociales que diseminan ciertos tipos de contenido.

Este control de contenido, sin embargo, no está exento de riesgos. Uno de los peligros más evidentes es la eliminación de discursos políticos o de contenidos mediáticos que no sean aprobados por las plataformas o por los actores privados detrás de ellas. Es crucial pensar en cómo una campaña de notificación coordinada contra determinadas páginas podría generar una censura política masiva, o cómo la eliminación de contenido podría realizarse sin el debido proceso, solo para evitar sanciones o reacciones por parte de la UE. Además, el hecho de privilegiar ciertos contenidos por ser ‘más auténticos’ tiene un fuerte impacto sobre el pluralismo, que es esencial para el funcionamiento democrático de una sociedad. En EE. UU., por ejemplo, se ha acusado a las plataformas de favorecer ciertos tipos de noticias, como las progresistas, por encima de las conservadoras, lo que crea un sesgo que afecta a la diversidad de voces en el ecosistema informativo.

Por tanto, aunque el Código de Prácticas sobre Desinformación no promueve directamente la eliminación de contenido, sí contribuye a la ampliación de la censura privada en el ecosistema de Internet. La pregunta que surge es si estas decisiones de censura deben recaer únicamente sobre plataformas privadas o si deben estar sujetas a una supervisión legal más rigurosa. En este sentido, el sistema jurídico de la Corte Europea de Derechos Humanos ha comenzado a abordar la cuestión de la privatización de la censura en línea, aunque se ha mostrado reticente a intervenir en las actividades de los portales de noticias, alegando que existen amplias oportunidades para que cualquier persona se exprese en Internet. Sin embargo, este razonamiento podría cambiar si se consideraran las actividades de plataformas como Facebook o Google, dado su monopolio de facto en el mercado europeo y su influencia en el discurso público. La existencia de estas plataformas como foros públicos les otorga una responsabilidad crucial en cuanto a los derechos de libertad de expresión de los usuarios.

En este contexto, el Código de Prácticas sobre Desinformación presenta un buen intento por parte de las plataformas para combatir la propagación de noticias falsas y restaurar el papel del periodismo tradicional en Internet. Sin embargo, delegar por completo la responsabilidad de la lucha contra la desinformación a estas plataformas representa un riesgo significativo. Los peligros inherentes a la privatización de la censura son demasiado grandes para ser ignorados, sobre todo cuando se trata de la eliminación de contenido político o de contenido informativo que no se ajuste a ciertos intereses. Por lo tanto, las plataformas de Internet han adquirido un papel tan relevante en los foros públicos que ya no pueden seguir fuera de toda regulación legal. En el ámbito específico de las noticias falsas, sería esencial que se concediera a las autoridades independientes un derecho de apelación contra las decisiones tomadas por las plataformas, y que se estableciera un sistema de supervisión general de las operaciones de estas plataformas en relación con el pluralismo informativo.

El papel de los reguladores, como el Cuerpo de Reguladores Europeos de Comunicaciones Electrónicas, en coordinación con las autoridades nacionales independientes, podría ser crucial para garantizar que las plataformas de Internet no distorsionen la democracia, protegiendo al mismo tiempo la libertad de expresión y la diversidad informativa. Este equilibrio entre regulación y libertad de expresión es fundamental para el futuro del ecosistema digital en Europa.