La crisis urbana en el Cinturón Industrial de Estados Unidos es una consecuencia directa de la interacción entre políticas públicas fallidas, desigualdades históricas y dinámicas económicas globales. Si bien se ha hablado mucho sobre la desindustrialización y sus efectos devastadores en las comunidades locales, hay un fenómeno más profundo que subyace a estos procesos: la deprivación organizada. Esta deprivación no es una simple carencia económica, sino un proceso estructural que ha sido influido y perpetuado por decisiones políticas, económicas y sociales a lo largo de varias décadas.

Una de las claves para entender la magnitud de la crisis urbana en ciudades como Detroit, Cleveland y Buffalo es reconocer que el abandono de estas áreas no es una consecuencia accidental, sino una condición planeada, incluso si no explícitamente. En muchos casos, las políticas públicas que favorecían la expansión suburbana, la desregulación del mercado de la vivienda y la descentralización industrial contribuyeron a una reorganización del espacio urbano que favoreció a unos pocos a expensas de los más vulnerables. Las políticas de renovación urbana, en su afán de revitalizar áreas deterioradas, en realidad aceleraron la fragmentación social y económica, desplazando a comunidades enteras sin ofrecer soluciones viables.

El informe de la Comisión Kerner de 1968, realizado en respuesta a los disturbios urbanos que sacudieron varias ciudades americanas, es un testimonio claro de cómo la desigualdad racial y económica en Estados Unidos no solo es estructural, sino que está arraigada en las políticas que han dado forma al paisaje urbano. La comisión, formada por un grupo de políticos y expertos mayormente blancos, concluyó que el racismo blanco era el principal motor de las tensiones urbanas. A pesar de las intenciones de las políticas de "guerra contra la pobreza" y de renovación urbana, estas fracasaron en su mayoría debido a su implementación deficiente y a la falta de fondos. Las recomendaciones del informe fueron claras: se necesitaba una inversión sustancial en programas sociales, en educación y en viviendas, pero también una reforma profunda en la distribución de la riqueza y el poder.

En un contexto de creciente globalización, la desaparición de empleos industriales y la flexibilización laboral, las ciudades del Cinturón Industrial se convirtieron en ejemplos de lo que ocurre cuando el capital y los recursos se deslocalizan sin tener en cuenta las consecuencias humanas y sociales. La desindustrialización no solo acabó con las fábricas que sustentaban a miles de familias, sino que también despojó a estas comunidades de su identidad y de sus redes sociales. El éxodo de la clase media blanca hacia los suburbios exacerbó el aislamiento de las comunidades urbanas más pobres y mayormente negras, dejándolas sin los recursos y el poder necesarios para recuperar sus economías locales.

Sin embargo, la lucha por la justicia urbana no solo se limita a los discursos sobre el racismo estructural. En las últimas décadas, ha emergido una nueva forma de resistencia que busca no solo corregir las desigualdades históricas, sino también reimaginar el futuro de estas ciudades. Proyectos de regeneración urbana, aunque a menudo criticados por su enfoque mercantilista, han demostrado que es posible reinvertir en estas comunidades sin caer en la gentrificación. Algunos ejemplos incluyen iniciativas para fortalecer la infraestructura local, promover la agricultura urbana y fomentar la educación y el empleo en sectores innovadores. La clave para el éxito de estos proyectos radica en la inclusión de los residentes en el proceso de toma de decisiones y en la creación de una visión compartida para el futuro.

Es fundamental entender que la deprivación organizada no es solo un tema de políticas económicas mal gestionadas, sino un reflejo de las tensiones inherentes a un sistema capitalista que ha priorizado el beneficio privado sobre el bienestar común. Las soluciones a esta crisis urbana deben ir más allá de la simple reactivación económica. Deben abordar los desequilibrios de poder que subyacen a la distribución de los recursos y dar voz a las comunidades que han sido históricamente marginadas.

El proceso de revitalización no será fácil, pero también debe ser inclusivo y respetuoso de la historia y las identidades locales. Mientras tanto, las lecciones del pasado, especialmente las del informe Kerner, siguen siendo relevantes. Las políticas públicas que ignoran las desigualdades estructurales y las tensiones raciales solo perpetuarán el ciclo de pobreza y abandono que ha caracterizado a muchas ciudades americanas.

¿Por qué la demolición es la política urbana de hoy en día?

La cuestión de la desertificación urbana y el abandono de tierras es un fenómeno complejo que no puede ser resuelto simplemente mediante políticas de mercado o intervenciones gubernamentales superficiales. Las ciudades del cinturón industrial, como Detroit, se encuentran atrapadas en un ciclo de desmoronamiento donde las políticas públicas y el mercado inmobiliario no pueden abordar adecuadamente los problemas inherentes a los barrios abandonados y deteriorados. El paradigma dominante de "fundamentalismo del mercado de tierras" no solo es ineficaz, sino que, en muchos casos, exacerba la situación al excluir enfoques no comerciales y no gubernamentales que podrían ser más beneficiosos.

El fundamentalismo del mercado de tierras, que sostiene que la mejor solución a los problemas urbanos es la intervención del mercado privado, ha tenido resultados desastrosos. El impulso de la privatización y el desmantelamiento de las capacidades de los gobiernos locales para gestionar el suelo ha limitado gravemente la capacidad de las ciudades para abordar el abandono de tierras. Aunque las políticas promercado como la limitación de los poderes de dominio eminente o el uso de bancos de tierras han sido vistas como formas de proteger los derechos de propiedad, estas políticas han demostrado ser inadecuadas para resolver los problemas de las ciudades más afectadas.

Los enfoques impulsados por el mercado a menudo solo producen resultados limitados, como el desarrollo de grandes proyectos de infraestructura en áreas céntricas, pero no tienen el mismo impacto en barrios en crisis. Por ejemplo, la conversión de terrenos baldíos en parques comunitarios o huertos en áreas deprimidas, aunque valiosa, depende en gran medida de la financiación externa y el trabajo voluntario. Estas iniciativas, aunque ejemplares, son insuficientes para transformar de manera significativa y sostenible estos barrios en mercados funcionales de tierras. En su lugar, muchas de estas intervenciones son forzadas por la falta de una política adecuada que se enfoque en la regeneración y el desarrollo integral.

Un aspecto crucial que rara vez se aborda es el papel del racismo en la formación de estos paisajes urbanos desolados. La concentración de poblaciones afroamericanas en barrios como los de Detroit y otras ciudades del Rust Belt es una de las razones por las cuales estos lugares han sido sistemáticamente marginados por políticas públicas. El racismo estructural ha llevado a la exclusión de estas áreas del desarrollo urbano y de la inversión financiera, mientras que las instituciones bancarias las han marcado como zonas de alto riesgo y las autoridades locales las consideran "zonas de peligro". Este enfoque de "no intervención" por parte del gobierno ha alimentado la depresión de los barrios y facilitado su abandono.

El fenómeno del abandono de tierras es también una consecuencia de la falta de cooperación entre los gobiernos suburbanos y las ciudades. Estos gobiernos suburbanos, a menudo más ricos y con mayores recursos, han sido reacios a colaborar con las ciudades centrales en la rehabilitación de áreas deprimidas. Además, las políticas de redlining, que limitan el acceso de las comunidades afroamericanas a los servicios financieros, han perpetuado la pobreza y el deterioro urbano en estos lugares, lo que refuerza el ciclo de abandono.

El foco en la demolición como política urbana ha sido una respuesta directa a esta situación. A lo largo de los últimos años, especialmente en ciudades como Detroit, el gobierno ha optado por la demolición masiva de viviendas como la principal estrategia para enfrentar el problema de la "suciedad" y el abandono. La demolición se presenta como una solución simple y directa para eliminar lo que se considera como "blight" o degradación urbana, sin embargo, carece de un plan de reconstrucción o regeneración para esos espacios. De hecho, muchos de los proyectos de demolición ni siquiera incluyen un compromiso para el desarrollo posterior de esas áreas, lo que demuestra una falta de visión a largo plazo.

El informe de la Fuerza de Tarea de Eliminación de Blight de Detroit, que propone la demolición de 86,000 unidades adicionales, ejemplifica este enfoque. En lugar de considerar la creación de espacios comunitarios, viviendas asequibles o el fomento de la economía local, se prefiere destruir lo que ya existe, esperando que esta acción por sí sola mejore la calidad de vida. Sin embargo, esto no ha logrado abordar los problemas más profundos que causan el abandono y la desintegración de los vecindarios. De hecho, la falta de un enfoque integral que contemple tanto la rehabilitación de infraestructuras como la promoción de políticas sociales y económicas más inclusivas, solo perpetúa el ciclo de pobreza y decadencia urbana.

La cuestión de la "limpieza" urbana es también un reflejo de una política más amplia de marginación de las clases trabajadoras, especialmente de las comunidades de color. El tratamiento de los vecindarios abandonados como "problemas a ser erradicados" sin considerar el contexto histórico y social que ha llevado a esta situación es una manifestación de una visión de la ciudad que no busca sanar las heridas del pasado, sino ocultarlas bajo una capa de demolición.

La demolición, en este sentido, no es simplemente una técnica urbanística; es una manifestación de un enfoque político que niega las posibilidades de regeneración auténtica. Este enfoque refleja la falta de voluntad política para invertir en soluciones que aborden las causas subyacentes del abandono urbano y que promuevan el bienestar social de los habitantes. La verdadera regeneración urbana debe considerar tanto las necesidades materiales como las sociales, y para ello es esencial adoptar políticas que no solo destruyan, sino que también creen y fomenten el desarrollo inclusivo.

Es importante que los lectores comprendan que el abandono de tierras y el fenómeno de la demolición no son problemas aislados, sino el resultado de un entramado de políticas, actitudes y decisiones históricas que han condicionado el desarrollo de las ciudades. Las soluciones deben ser multifacéticas y basarse en la cooperación entre los distintos niveles de gobierno, las comunidades locales y los actores privados, siempre poniendo en el centro a los ciudadanos y sus derechos. Sin este enfoque integral, los esfuerzos por resolver el abandono urbano serán siempre superficiales y temporales.

¿Por qué la demolición urbana puede ser una estrategia más destructiva que una solución?

La patologización del espacio urbano es un proceso que ha adquirido una notable influencia en las intervenciones y políticas urbanas, especialmente en las ciudades que enfrentan problemas significativos de abandono y deterioro. Desde el momento en que se establece que un área urbana es “enferma” o “muerta”, las narrativas que justifican la intervención se centran en la idea de que estas zonas no tienen valor y no pueden ser rehabilitadas. Esto se traduce en políticas de demolición y reurbanización que, en lugar de buscar una solución real al problema, tienden a deshacerse del problema de manera simbólica, eliminando físicamente las zonas afectadas sin abordar las causas profundas que las originaron.

La demolición, dentro de este paradigma, no se entiende como una herramienta para reconstruir o revitalizar comunidades, sino más bien como una forma de hacer desaparecer lo que se considera un problema. Las áreas urbanas desinvertidas, marcadas como "muertas", son vistas como espacios insostenibles, por lo que la demolición no es solo un proceso de despojo físico, sino también un despojo social y económico. Este enfoque resulta problemático cuando se observa desde la perspectiva de quienes aún habitan esas zonas, pues son quienes experimentan directamente los efectos de estas políticas. Sin embargo, las autoridades locales suelen ser menos proclives a adoptar estas estrategias, ya que conllevan consecuencias políticas a nivel local. A pesar de esto, quienes tienen el poder de financiar y autorizar estas políticas, a menudo fuera de las comunidades afectadas, son los que insisten en ellas, alimentando la narrativa de "renacimiento" de la ciudad a través de la eliminación de las zonas consideradas problemáticas.

En los Estados Unidos, la demolición acelerada de barrios abandonados se ha convertido en una política impulsada por actores externos, lejos de las dinámicas y necesidades de las comunidades locales. A menudo, estas decisiones se toman desde esferas políticas que están desconectadas de las realidades urbanas locales y que no enfrentan las consecuencias directas de tales intervenciones. Los recursos y el poder necesarios para ejecutar estas políticas provienen de gobiernos estatales y federales, que frecuentemente son dominados por figuras políticas de corte conservador y rural, lo que agrava la desconexión con las necesidades urbanas. En este contexto, la demolición se presenta como una forma de liberar espacio para inversiones inmobiliarias en otras partes de la ciudad, favoreciendo a los desarrolladores y a las élites urbanas, pero sin ofrecer ninguna solución real a los problemas de fondo que afectan a las comunidades afectadas.

Un caso representativo de este enfoque fue el proyecto Detroit Future City (DFC), lanzado en 2012, durante una crisis económica que golpeaba duramente a Detroit y muchas otras ciudades de Estados Unidos. El plan proponía la “desurbanización” de áreas de la ciudad, eliminando infraestructura obsoleta y abandonada, y transformando vastas extensiones de tierra en zonas de cultivo o bosques. El objetivo era reducir costos, mejorar el medio ambiente y, en última instancia, "salvar" a la ciudad mediante una reconfiguración que apuntaba a concentrar la población en áreas más sostenibles. Sin embargo, este enfoque, a pesar de su tono optimista, implica un cuestionamiento profundo del valor y el destino de las personas que aún habitan los sectores “muertos” de la ciudad. La narrativa de “salvar la ciudad” a través de su despojo es más que una estrategia urbana; es un reflejo de la mentalidad que ve a los ciudadanos y a sus barrios no como componentes vivos de la ciudad, sino como obstáculos que deben ser eliminados para permitir el avance de la “renovación”.

Aunque la idea de la desurbanización no es nueva, este tipo de intervenciones han sido comúnmente criticadas, principalmente por los residentes de las zonas afectadas, quienes no ven con buenos ojos el concepto de "reducir" sus comunidades. Los esfuerzos previos de reconfiguración de ciudades, como los de St. Louis o Nueva York en la mitad del siglo XX, fracasaron precisamente por ignorar las voces de quienes habitaban esos lugares. Sin embargo, el enfoque contemporáneo, como el del Detroit Future City, intenta esquivar estas críticas utilizando un lenguaje de esperanza y mejora. Se enmarca como una oportunidad para la ciudad, un renacimiento que, en realidad, se sustenta en la eliminación física de las zonas y personas más vulnerables.

El problema fundamental que subyace a estas políticas es que, aunque reconocen las serias dificultades que presentan los barrios abandonados, no ofrecen soluciones equitativas o sostenibles a largo plazo. Al centrarse en la demolición como respuesta principal, se elude una discusión más profunda sobre cómo reactivar estas áreas, mejorar la calidad de vida de sus habitantes y corregir las fallas estructurales que han llevado a la desinversión en primer lugar. Las propuestas de reurbanización y reconfiguración de la ciudad no deben basarse en la desaparición de partes enteras de ella, sino en la reinvención y el fortalecimiento de las comunidades existentes. El verdadero desafío no es simplemente "eliminar" lo que se considera un problema, sino transformar esos espacios en lugares que fomenten la vida, el bienestar y la equidad para todos sus habitantes.

¿Puede la izquierda construir un enemigo común sin perder su diversidad?

Los intentos recientes de unir a la izquierda bajo un propósito común han resultado, en muchos casos, en una suerte de incomodidad teórica y práctica. Durante las protestas de Occupy Wall Street, académicos progresistas se sumaron al movimiento en un intento por articular una narrativa unificadora. Sin embargo, su participación fue torpe y desconectada: mientras tomaban el tren Acela desde New Haven y Princeton, intentaban teorizar una cohesión que simplemente no existía. Su intervención no solo resultó forzada, sino que evidenció la distancia entre la intelectualidad progresista y las bases populares.

La derecha, aunque también fragmentada, tiende a cohesionar sus diferencias mediante una nostalgia compartida por un orden jerárquico y obediente del pasado. Esta sensibilidad común facilita la convergencia ideológica, incluso entre agendas divergentes. En contraste, la izquierda carece de ese impulso hacia la obediencia simbólica. No obstante, si no es posible encontrar un propósito común, al menos podría ser factible identificar un enemigo común. Y ese enemigo puede ser el mercado racista y desanclado, que solo beneficia a una élite reducida mientras impone una violencia estructural sobre el resto.

Parte del problema reside en la relación tensa entre la élite intelectual de izquierda y sus movimientos de base. Desde Marx hasta el presente, ha prevalecido la idea de que las propuestas ideológicas que nacen "desde arriba" —ya sea de académicos, líderes o activistas— son inherentemente sospechosas, cuando no directamente opresivas. En esta lógica, la verdadera justicia progresista solo puede emerger de manera orgánica desde los márgenes. Este planteamiento ha llevado a una práctica política excesivamente pasiva, centrada en facilitar las voces de los oprimidos sin intervenir en su formulación, por miedo a imponer ideas externas.

Sin embargo, esta postura ha demostrado ser limitada. Como advierte Susan Fainstein, no hay utopía posible, pero la esperanza sigue siendo necesaria. Las grandes ideas que pueden transformar la sociedad no son, por definición, impuestas ni injustas. La participación de las bases no garantiza por sí sola un resultado justo. De hecho, el mito de que cualquier construcción teórica es automáticamente una imposición vertical ha paralizado la política progresista más de lo que la ha fortalecido.

La izquierda necesita una intelectualidad propia. El desarrollo y la difusión de ideas no son condiciones suficientes para revertir el deterioro urbano o social, pero sí son indispensables. Frente a las fuerzas profundamente organizadas de la privación —aquellas que se han valido del estigma urbano, del imaginario de la “ciudad enferma”, para justificar recortes fiscales, desregulación y supremacismo blanco— no bastan las consignas ingeniosas en redes sociales ni las campañas efímeras. Se requiere una estrategia sostenida, articulada políticamente, no técnicamente.

Estas fuerzas de desposesión no son naturales; fueron construidas políticamente, y por tanto pueden ser deconstruidas. El declive urbano fue planificado, pero también puede ser desplanificado a través de organización consciente, crítica y sostenida. Lo esencial es abandonar la dicotomía paralizante entre lo orgánico y lo intelectual, y en su lugar promover una sinergia real entre pensamiento crítico y acción comunitaria.

Importa reconocer que ningún modelo de justicia puede nacer exclusivamente del sufrimiento o la exclusión. La marginalidad no es en sí misma fuente de virtud política. Sin articularse con proyectos de transformación sostenidos por ideas y estrategias claras, la indignación popular corre el riesgo de quedar capturada por fuerzas reaccionarias o disiparse sin dejar rastro. La tarea no es encontrar pureza en el origen de las ideas, sino efectividad en su capacidad para enfrentar y desmantelar las estructuras organizadas de la desigualdad.