Desde 1998, Greg Halpern ha estado documentando las vidas de los trabajadores de servicio menos remunerados en la Universidad de Harvard: los conserjes, los guardias de seguridad y los empleados de los comedores. En su serie de retratos y entrevistas, Halpern no solo captura la esencia de estas personas, sino también las historias profundamente humanas que se esconden detrás de sus trabajos invisibles. Este proyecto es un reflejo de las vidas cotidianas de aquellos que, sin ser notados, son responsables del funcionamiento de la institución, haciendo que el campus brille cada mañana mientras la mayoría de los estudiantes y profesores permanecen ajenos a su esfuerzo.

Uno de los personajes más emblemáticos que Halpern presenta es Bill Brooks, conserje del presidente de la universidad, Larry Summers. Brooks, un hombre tímido y reservado, huyó de su hogar en Alabama a los catorce años y pasó más de dos décadas trabajando en Harvard, limpiando las oficinas de los presidentes de la universidad. A pesar de su contacto cercano con figuras de poder, Brooks y otros trabajadores como él pasan desapercibidos para la mayoría de la comunidad universitaria, aunque su trabajo sea esencial para el buen funcionamiento de la institución. Esta paradoja de invisibilidad refleja la desconexión social que caracteriza a muchas universidades y grandes instituciones, donde la fachada de prestigio oculta las realidades del trabajo subyacente que permite que todo funcione.

Las fotografías de Halpern son, en su mayoría, retratos aparentemente sencillos pero cargados de significado. El fotógrafo pasó días y noches con sus sujetos antes de hacer cada imagen, permitiendo que la relación de confianza y familiaridad se estableciera. De esta forma, sus fotos no solo son representaciones visuales, sino testimonios de un vínculo humano profundo entre el fotógrafo y el retratado. En este sentido, su obra sigue la tradición de fotógrafos como James Agee y Walker Evans, que lograron capturar la esencia de la vida de los trabajadores de una manera que va más allá de la simple documentación.

Es importante destacar que estos trabajadores no solo son los "invisibles" del campus, sino que también son los encargados de llevar a cabo tareas repetitivas y, muchas veces, desvalorizadas. A pesar de que su trabajo no es reconocido por la mayoría, ellos son quienes garantizan que los entornos académicos se mantengan en condiciones óptimas para la enseñanza y el aprendizaje. Sin ellos, el funcionamiento de las universidades se vería gravemente afectado.

En cuanto a la parte social de este fenómeno, es fundamental comprender que la invisibilidad no solo se refiere a la falta de reconocimiento, sino también a la marginalización de las personas que realizan este tipo de trabajos. En muchas instituciones, el personal de servicio es relegado a un rol secundario, y sus voces a menudo quedan silenciadas. Esto refuerza una jerarquía en la que la educación y el conocimiento se perciben como valores que deben estar alejados de la "suciedad" o el "trabajo manual". Sin embargo, el esfuerzo de estos trabajadores es el que sostiene la estructura misma de la universidad.

El relato de Bill Brooks, al igual que el de otros trabajadores en la serie de Halpern, nos invita a reflexionar sobre la relación que mantenemos con el trabajo en nuestras sociedades. ¿Por qué ciertas tareas, como la limpieza y la seguridad, se consideran de bajo estatus? ¿Cómo impacta este estatus en la vida de aquellos que se dedican a estas labores? La realidad es que, a pesar de que estas personas son las que permiten que el mundo académico funcione de manera eficiente, su contribución es a menudo ignorada o minimizada.

Para el lector, este libro sirve como una poderosa lección sobre la necesidad de valorar a aquellos que, de alguna forma, mantienen el funcionamiento de nuestras instituciones. El trabajo de Halpern subraya la importancia de reconocer a todas las personas dentro de un ecosistema social, independientemente de su rol. También es relevante entender cómo estas "invisibilidades" no solo existen en el contexto de las universidades, sino en muchos otros sectores laborales, reflejando una estructura social más amplia de desigualdad.

Es necesario reflexionar sobre cómo las universidades y otras instituciones pueden fomentar una mayor equidad, no solo en términos de acceso y oportunidades, sino también en el reconocimiento y el trato digno hacia aquellos que sostienen los cimientos de estos sistemas.

¿Cómo se sobrevive sin perder el rumbo cuando la vida exige más de lo que parece posible?

No es que me moleste recoger comida sobrante. Si nadie la quiere y sigue buena, ¿por qué no llevarla a casa? Un buen plato de comida china puede pasar la noche fuera sin estropearse, gracias a todos esos químicos. Hay quien se horroriza, pero yo sé lo que es mirar a un niño hambriento y no tener con qué alimentarlo. He criado a hijos que no eran míos, les he preparado el almuerzo, los he vestido, los he llevado a la escuela. Al menos ahora estoy fuera de los proyectos. Allí, los vecinos vendían drogas con la esperanza de poder escapar. Yo no quise ese camino. Me tocó trabajar desde temprano. Si hay fiesta en el club y todo queda sucio, me levanto a las cuatro de la mañana, recojo, limpio, y vuelvo a casa para llevar a los niños a la escuela. Así ha sido siempre: cocinar, limpiar, cuidar. Hoy, al menos, me pagan por hacerlo.

El Phoenix es un sitio especial. No es solo un club, es un punto de encuentro de mundos que jamás pisaré. Conversar con los estudiantes me salva la cordura. Es mi vida social. No tengo tiempo para citas, ni para esperar una llamada. Eso lo dejé en mis veintes. Cuando tienes que madrugar a las cuatro, no puedes darte el lujo de jugar a ser coqueta por la noche. No puedo invitar a un hombre a casa cuando mis hijos duermen en la habitación de al lado. No es práctico, ni necesario.

He aprendido a cargar con lo mío sola. No quiero deberle nada a nadie. Cuando era niña, vi a mi madre huir de un hombre violento, y a partir de ahí decidí que depender de otros no era una opción. Shirley Temple decía: “Soy muy autosuficiente, ¿sabes?”. Y yo quise ser como ella. En mi vida, los hombres han sido más una carga que una ayuda. Mientras yo criaba hijos sola, ellos se esfumaban. Pero jamás permitiré que mis hijos duerman en la calle. Si un día me quedo sin casa, ocupo un cuarto en el Phoenix. Con hijos es diferente. Pero si estuviera sola, podría hacerlo: hay dinero en extender una taza en Harvard Square. Se puede vivir así. Guardas el dinero, te bañas en el YMCA, comes en los comedores sociales, duermes en refugios. Lo importante es seguir. Y si alguien se aprovecha un poco del sistema, mientras intente avanzar, está bien. Lo que destruye es la asistencia a las grandes corporaciones, no la ayuda al pobre.

Ahora ahorro para un buen ordenador. Uno rápido. Mis hijos necesitan estar conectados. Quiero que vayan a la universidad. Por eso no los envío a la escuela pública. Mis hermanos fueron a escuelas públicas y acabaron en líos. Yo fui a una católica: era estricta, adelantada, y protegía. Ahora mi hijo estudia allí. No le gustan los deportes, es callado. En una escuela pública lo destrozarían. Con ayuda financiera es accesible. Las niñas están en una escuela similar, una preparatoria, pero gratis.

Los sábados toman clases de italiano: cien dólares al año por treinta semanas. Los miércoles van a un grupo cristiano, como los Boy Scouts pero más barato—veinticinco centavos por semana. Cuando crezcan, podrán ir a Italia con la escuela por quinientos dólares. El gobierno italiano paga el resto. Luego quiero enviarlos a otra iglesia, una que lleva jóvenes a otros países. Pagas una fracción y ellos cubren el resto. Este verano mi hijo fue a Rusia. Diez días, tres ciudades, un circo ruso, comida rusa. Dos mil trescientos dólares. Caro, sí, pero una ganga para ese tipo de experiencia. Y mis hijos no se sienten pobres. Cuando vamos a un comedor, creen que van a un restaurante. Alguien cocinó para ellos. Alguien quiso dar. Así lo entienden.

Ser la señora de la limpieza es como ser invisible. Escuchas todo, ves todo. Soy la que limpia la suciedad en silencio. Conozco jueces, abogados, políticos. Un estudiante del club es hijo del expresidente de Egipto. Me gusta decirlo. La gente se sorprende. “¿De verdad?”, me preguntan. “Sí, limpio tras alguien importante”. Lo conocí una vez. Era un chico normal.

El Phoenix no es cualquier club. Es el semillero del poder. Los que pasan por aquí aprenden a moverse, a conectarse. Se apoyan entre ellos. Se convierten en alguien. Algunos ya lo han hecho. Son parte de esa red invisible que mueve el mundo. Yo solo espero que se acuerden de mí. Que me den una acción, una oportunidad, un gesto.

Me gusta que el club sea solo para hombres. Son más sencillos. Si entran mujeres, lo cambiarán todo. Discutirán por los colores, por la decoración. Además, así soy la única mujer: eso me da valor. Si traen chicas jóvenes y guapas, nadie me escuchará. Ahora, al menos, soy especial.

Lo que no se dice en voz alta es que la pobreza tiene grados, texturas, formas. Que no siempre es miseria visible. A veces está envuelta en rutinas heroicas, en sacrificios silenciosos, en estrategias de sobrevivencia que no aparecen en los libros ni en los informes sociales. Es importante entender que no todos los que sobreviven lo hacen por ayuda externa; muchos lo logran por una voluntad que nace de no querer repetir las historias que los formaron. Y también es esencial saber que, a veces, basta con una conversación, una mirada, un pequeño gesto de reconocimiento para recordarle a alguien que todavía es visible.