En las últimas décadas, la deuda nacional de Estados Unidos ha experimentado un crecimiento exponencial, pasando de menos de un billón de dólares en 1981 a más de 22 billones en 2019. Esta tendencia no muestra señales de desaceleración, con proyecciones que indican que podría alcanzar casi 33 billones para finales de 2023, y posiblemente superar los 46 billones para 2033. Este fenómeno no es solo un número abstracto; representa una carga económica profunda que afecta directamente a la estructura financiera del país y a sus ciudadanos.

La diferencia entre déficit y deuda es fundamental para entender la complejidad del problema. Mientras el déficit se refiere al exceso de gasto sobre los ingresos en un año fiscal, la deuda es la acumulación total de esos déficits a lo largo del tiempo. Aunque ambos han crecido exponencialmente, es la deuda la que genera una preocupación mayor debido a su impacto prolongado en la economía. Para medir la gravedad de la deuda, se utilizan indicadores como la deuda per cápita y la deuda en porcentaje del Producto Interno Bruto (PIB). La deuda per cápita ha aumentado significativamente en los últimos años, especialmente a partir de la última década, superando los 97,000 dólares por persona en 2023. Sin embargo, la relación deuda-PIB es quizás el indicador más revelador, ya que muestra la deuda en función del tamaño total de la economía, proporcionando un contexto más realista del peso que la deuda representa.

Históricamente, la deuda nacional ha tenido picos relacionados con eventos extraordinarios, como guerras y recesiones. Por ejemplo, la deuda como porcentaje del PIB alcanzó un máximo histórico del 114% tras la Segunda Guerra Mundial, para luego reducirse y mantenerse en niveles más bajos durante varias décadas. Sin embargo, desde finales del siglo XX y especialmente en las últimas dos décadas, esta proporción ha vuelto a incrementarse de forma alarmante, alcanzando el 121% a finales de 2022, con proyecciones de que puede ascender a casi el doble para mediados del siglo XXI. Esto significa que para pagar toda la deuda, se necesitaría prácticamente un año entero de producción económica, más casi otro año adicional.

Las causas de esta escalada de la deuda son múltiples y complejas. Entre ellas destacan los gastos bélicos a lo largo de la historia, desde la Guerra Revolucionaria, la Guerra Civil, hasta las más recientes intervenciones militares en Medio Oriente. Además, el crecimiento de los programas de beneficios sociales, como la Seguridad Social, Medicare y Medicaid, ha añadido una presión constante y creciente sobre el presupuesto federal, en un contexto donde la población envejece y el número de beneficiarios aumenta.

Otro factor relevante es la política fiscal expansiva adoptada para mitigar recesiones y desempleo, que si bien puede estimular la economía a corto plazo, ha generado déficits persistentes sin un crecimiento económico suficientemente robusto que los compense. El crecimiento del PIB de Estados Unidos ha sido consistentemente modesto, menor al 5% durante gran parte del último medio siglo, lo que limita la capacidad de la economía para absorber y pagar estas cargas crecientes.

El verdadero problema radica en que la deuda debe ser atendida eventualmente, y mientras tanto, genera un costo considerable en intereses. Estos intereses representan recursos que podrían destinarse a inversiones productivas como educación, infraestructura o innovación tecnológica, impulsando así el desarrollo a largo plazo. Actualmente, el costo de intereses federal ha aumentado rápidamente, estimándose en 663 mil millones de dólares en 2023 y proyectándose que supere el billón para 2028. Este gasto en intereses equivale a un porcentaje significativo del PIB, y seguirá creciendo a menos que se tomen medidas sustanciales.

Las soluciones para controlar y reducir la deuda no son sencillas ni populares: implican aumentos en impuestos, recortes en el gasto público o una combinación de ambos, junto con una voluntad política firme y sostenida. La realidad política actual en Estados Unidos, marcada por divisiones profundas y polarización, dificulta la implementación de políticas necesarias para enfrentar este desafío.

Es crucial para el lector comprender que la deuda nacional no es un simple número, sino una condición económica que influye en la estabilidad, la capacidad de crecimiento y el bienestar futuro de la nación. Más allá de la cifra, se trata de la sostenibilidad económica y social, del compromiso intergeneracional y de las prioridades en la asignación de recursos públicos. El manejo responsable y estratégico de la deuda es indispensable para preservar la solvencia y evitar consecuencias económicas más graves que podrían afectar directamente a cada ciudadano.

Además, es importante reconocer que los factores externos e imprevistos, como crisis financieras globales, pandemias o conflictos internacionales, pueden agravar esta situación. Por lo tanto, mantener un margen de flexibilidad fiscal y fortalecer la resiliencia económica debe ser una parte esencial de cualquier estrategia de gestión de deuda a largo plazo.

¿Cuáles son las características y desafíos de los bienes públicos en diferentes niveles de alcance?

Los bienes públicos se clasifican según el ámbito geográfico y la naturaleza de sus beneficios, abarcando desde lo local hasta lo global. Los bienes públicos globales, como el aire limpio fruto de esfuerzos colectivos internacionales, ofrecen beneficios sin límites nacionales. Por debajo de este nivel se encuentran los bienes públicos regionales, cuyo alcance comprende varias naciones, como los programas de alivio de la pobreza en África subsahariana. En el nivel nacional, los bienes públicos se restringen a las fronteras de un país, incluyendo la defensa nacional, parques, museos, servicios de salud y la infraestructura pública. En un nivel más local, los bienes públicos subnacionales cubren áreas menores que un país pero mayores que un estado, como los programas de desarrollo económico gestionados por comisiones regionales que abarcan varios estados o jurisdicciones. Finalmente, los bienes públicos locales, que se proveen en ciudades, distritos escolares o condados, incluyen servicios como seguridad pública, bibliotecas, parques y escuelas. Estos suelen ser bienes públicos congestionables, lo que implica que el uso excesivo puede deteriorar su calidad o disponibilidad, situándolos dentro de la categoría de bienes públicos impuros.

Existe además una categoría particular llamada bienes propietarios, que, aunque comparten algunas características con los bienes públicos impuros, se gestionan con criterios empresariales y exigen pago por consumo. Estos bienes, como el servicio postal, el agua, la electricidad o el transporte público, son no rivales en consumo pero excluibles por precio, es decir, pueden restringir el acceso a quienes no paguen. En este sentido, se asemejan a los bienes de club, que mantienen costos promedio bajos con la incorporación de más usuarios sin que ello genere congestión, debido a economías de escala.

Con la irrupción tecnológica han surgido los llamados e-bienes, bienes públicos digitales que se compran, venden o consumen en línea, como la información pública y software de dominio público. Estos bienes cumplen una función social importante, pero también plantean nuevos retos para la regulación y vigilancia gubernamental, dada la facilidad con la que puede difundirse información errónea o perjudicial para la sociedad.

Una categoría especial dentro de los bienes públicos son los bienes meritocráticos, aquellos que la sociedad considera deseables por su contribución al bienestar colectivo, aunque el mercado por sí solo tiende a subproveerlos o a ofrecerlos solo para quienes pueden pagarlos. Ejemplos destacados son la educación y la salud, servicios en los que existe un fuerte componente de equidad, ya que se consideran derechos sociales más allá de la capacidad económica individual. En ocasiones, también se incluyen medidas correctivas que no limitan libertades individuales pero mejoran la eficiencia social, como el uso obligatorio del cinturón de seguridad o subsidios para viviendas accesibles.

La provisión óptima de bienes públicos requiere un delicado equilibrio entre lo privado y lo público, debido a que los recursos son limitados y la financiación de estos bienes suele recaer en impuestos. Para determinar cuánto bien público debe ser ofrecido, se analiza la tasa marginal de sustitución (MRS), que indica cuánto de un bien privado los individuos están dispuestos a sacrificar para obtener más de un bien público, y la tasa marginal de transformación (MRT), que representa cuánto de un bien privado debe sacrificarse en la producción para aumentar la cantidad de un bien público, manteniendo constantes los recursos y tecnología. La condición óptima se alcanza cuando MRS es igual a MRT, reflejando un equilibrio entre preferencias sociales y capacidades productivas.

Además de lo expuesto, es fundamental entender que la complejidad en la provisión de bienes públicos no solo radica en su clasificación o financiamiento, sino en la interacción entre múltiples niveles de gobierno, la coordinación internacional y la respuesta a cambios tecnológicos y sociales. La gestión eficiente de estos bienes exige transparencia, participación ciudadana y mecanismos de control que aseguren tanto la calidad como la equidad en el acceso. También es esencial considerar el impacto ambiental y la sostenibilidad, especialmente en bienes públicos globales y regionales, donde la cooperación y compromiso de diversas naciones es indispensable para su preservación y mejora. Por último, la evolución constante de la economía digital y las nuevas formas de consumo desafían las definiciones clásicas de los bienes públicos, demandando enfoques innovadores en política pública y regulación que integren las dimensiones sociales, tecnológicas y económicas.

¿Cómo se calcula el límite anual y qué significa la desigualdad en la tasación de impuestos sobre la propiedad?

El cálculo del límite anual de apropiación se fundamenta en una fórmula que ajusta el límite del año anterior en función del crecimiento proyectado de la población y de la inflación per cápita. Esta expresión se representa como:

CYL = LYL × PR × PCCLR,

donde CYL es el límite del año actual, LYL es el límite del año anterior, PR es la razón de crecimiento poblacional y PCCLR es la razón del costo de vida per cápita.

Para obtener PR y PCCLR, se utilizan las siguientes fórmulas:
PR = (PGP + 100) / 100,
PCCLR = (PGI + 100) / 100,

donde PGP es el crecimiento proyectado de la población, y PGI el crecimiento proyectado de la inflación. Supone que los ingresos personales se incrementan al ritmo de la inflación. El producto de PR y PCCLR proporciona un factor de ajuste que, al multiplicarse por el límite anterior (LYL), da como resultado el nuevo límite anual (CYL).

Por ejemplo, si LYL es $150 millones, con una proyección de crecimiento poblacional del 2.5% (PGP) y una inflación proyectada del 3.5% (PGI), se calcula lo siguiente:

PR = 1.025,
PCCLR = 1.035,
CYL = 150,000,000 × 1.025 × 1.035 = 150,090,000.

El incremento es de $90,000 o aproximadamente 0.06% sobre el límite anterior. Esta cifra representa la capacidad adicional disponible para el gobierno, expresada como porcentaje del límite de apropiación.

Sin embargo, al margen de los cálculos técnicos, uno de los problemas más significativos dentro del sistema impositivo sobre la propiedad es la desigualdad en la tasación. Aunque ha habido avances en la estandarización de los métodos de evaluación, sigue existiendo una falta de uniformidad considerable que genera dudas sobre la validez y equidad del proceso.

La manera más aceptada de medir esta desigualdad es mediante el coeficiente de dispersión (CD). Este se basa en la variación de las razones de tasación (valor tasado dividido por el valor de mercado) entre distintas propiedades en una misma jurisdicción. La fórmula del CD es:

CD = MAD / MAR,

donde MAD es la desviación media absoluta y MAR es la razón media (o mediana) de tasación. Supongamos cinco propiedades con sus respectivas razones de tasación: 0.70, 0.67, 0.64, 0.60 y 0.57. La media es 0.64. Las desviaciones absolutas serían: 0.06, 0.03, 0.00, 0.04 y 0.07, con una MAD de 0.04.

CD = 0.04 / 0.64 = 0.0625 o 6.25%.

Teóricamente, no existe un umbral fijo para el CD, pero se considera que una cifra inferior al 10% refleja una evaluación razonablemente uniforme. Algunos estándares permiten hasta un 15% o incluso 20%, dependiendo de la localización. Por esta razón, muchos estados cuentan con juntas de igualación fiscal que monitorean y ajustan la desigualdad en la tasación.

Otro indicador utilizado es el sesgo en la tasación (BIA), el cual evalúa la regresividad del impuesto. Se define como:

BIA = (Σ ARᵢ / n) ÷ (Σ AVᵢ / Σ MVᵢ),

donde ARᵢ es la razón de tasación de la propiedad i, AVᵢ es su valor tasado y MVᵢ su valor de mercado. El numerador representa la media de las razones de tasación, y el denominador es la razón del valor tasado total al valor de mercado total. En un ejemplo práctico, se obtiene un BIA de 1.0256, lo que indica ausencia de sesgo significativo.

El sesgo o regresividad se vuelve una preocupación legítima si se observa que individuos con menores ingresos terminan pagando una proporción más alta de sus ingresos en impuestos a la propiedad que aquellos con mayores ingresos. Este fenómeno refuerza la percepción de que el impuesto a la propiedad es regresivo, particularmente cuando se lo compara con el ingreso monetario. Sin embargo, este argumento cambia de matiz si consideramos que la propiedad puede ser vista no como un bien de consumo, sino como una forma de capital.

Desde esta óptica, el impuesto a la propiedad se asemeja a un impuesto sobre la propiedad del capital, similar al impuesto sobre las ganancias, el salario o el alquiler de la tierra. Y si se asume que el capital está distribuido de forma desigual entre las clases de ingreso, la carga impositiva también lo estará. Esto traslada la discusión desde el terreno técnico al filosófico y político: ¿qué se considera equitativo en una estructura fiscal basada en el capital privado?