Jane había abordado a William con calma, pero con firmeza, en medio de la calle. A pesar de lo que dictaba la literatura sobre la sumisión femenina, ella sostenía que su derecho sobre él era inalienable. Su actitud desbordaba dignidad y se sentía empoderada, como si las palabras, los gestos y la mirada fuesen suficientes para restablecer el orden que sentía que había sido alterado. No me cabe duda de que ella llegó a ponerle las manos sobre él, en un gesto que en aquellos tiempos se leía como algo casi inaceptable. Ellos, en cambio, reaccionaron con una superioridad aplastante. Llamaron un coche de alquiler, lo cual marcó el inicio de una escena que culminó con William siendo arrastrado por su futura esposa y su madre hacia el carruaje, mientras Jane, completamente desbordada, se quedó atrás, observando cómo se llevaban lo que, en su mente, aún le pertenecía. Las amenazas de "denunciarla" flotaron en el aire, y fue evidente que el conflicto no había terminado.

En casa, las conversaciones sobre William continuaron. Mi esposa, viendo la situación desde una perspectiva un tanto distante, mostró cierta piedad hacia Jane, refiriéndose a ella con una ternura falsa, casi como si William fuera una pieza de carne que se estuviera preparando para ser cocida. "Es una lástima", decía, mientras picaba la carne de ternera como si de alguna manera estuviera desmenuzando la dignidad de Jane. Pero Jane no se dejaba vencer tan fácilmente. Sus palabras eran claras y, al mismo tiempo, fragmentadas, cargadas de dolor y frustración. "Es la mujer", repetía sin decir nunca su nombre, como si pronunciarlo fuera otorgarle aún más poder. “No puedo entender cómo hay mujeres que se empeñan en arrebatarle a una chica a su hombre”, murmuraba, con una amargura que palpitaba en cada palabra.

Pero lo que seguía, más allá de su rabia y su dolor, era su acto de resignación, lo que la llevaba a pedir permiso para asistir a una boda. Claro, mi esposa intuía que era la boda de William. Un día, después de que Jane se fuera, mi esposa vino a verme con una expresión desconcertada: "Jane ha ido al agujero de las botas y ha recogido todo lo que ha quedado de ellos", me dijo con incredulidad. No podía imaginar lo que Jane pretendía hacer con ese saco lleno de botas y zapatos abandonados. Y, sin embargo, su visita a la boda fue un reflejo de su agitada psicología.

“Fue todo muy respetable”, decía Jane al regresar, pero evitaba mencionar un hecho crucial. Había visto la boda desde un rincón, como una espectadora no invitada, mirando cómo William, ahora “Mr. Piddingquirk” para ella, se deslizaba entre la pompa y la cortesía, rodeado de su nueva familia, con su guante blanco y su chaqueta de clérigo. Jane, en su intento de justicia, tiró un zapato, apuntando con fuerza hacia la novia, aunque acabó golpeando a William. "Le di un ojo morado", decía sin arrepentimiento, mientras una leve sonrisa aparecía en su rostro. "Él siempre estuvo por encima de mí", añadía, mientras terminaba de fregar, con un tono que no dejaba de ser ligeramente sarcástico, pero que al mismo tiempo ocultaba una tristeza profunda.

Después de ese evento, Jane parecía haber cambiado. La rabia y la venganza habían dado paso a una extraña forma de aceptación. "Me sirve de lección", decía. “Estuve demasiado orgullosa, me creí que podría alcanzar algo más de lo que realmente podía”. Aunque sus palabras eran duras y desconcertantes, se notaba que algo dentro de ella había hecho click. Había perdido, pero también había ganado algo muy distinto: una nueva perspectiva de sí misma. Y al final, algo más importante surgió en ella, como si la herida finalmente pudiera sanar.

Lo que había comenzado como una traición, que Jane percibió como una gran injusticia, terminó convirtiéndose en una oportunidad para redescubrirse a sí misma. La imagen de Jane frotando con violencia las papas, mientras hablaba con aparente indiferencia sobre lo que había sucedido, era en realidad un reflejo de un proceso interno mucho más profundo. Una lección sobre el dolor, la humillación, la rabia y, sobre todo, sobre la resiliencia.

Es fácil pensar que la vida de Jane quedó marcada para siempre por su encuentro con William, pero en la vida, la lucha constante por superar la adversidad, aunque se viva en el dolor y la frustración, es lo que finalmente nos define. La vida no solo se mide por lo que hemos perdido, sino también por lo que hemos aprendido en el proceso.

El camino de Jane es el reflejo de cómo, en situaciones de profunda decepción, una persona puede redescubrirse, sanando sus propias heridas mientras avanza, lentamente, hacia una versión más fuerte y madura de sí misma. No hay un solo camino hacia la curación, pero en la aceptación y en la comprensión de lo que hemos vivido, se esconde la clave para transformarnos y encontrar un equilibrio en lo que hemos dejado atrás.

¿Hasta dónde puede llegar la desesperación antes de convertirse en decisión?

En la escena descrita se entrelazan la desesperación, la rebeldía y la fragilidad humana, envueltas en un paisaje áspero y sin concesiones. Mliss, la niña, actúa con la crudeza de quien ha aprendido demasiado pronto las lecciones de la vida. Su pregunta directa al maestro —“¿Lo mataste?”— no es simple curiosidad morbosa: es una demanda de coherencia en un mundo donde la violencia es norma y la justicia apenas un eco. La entrega del cuchillo, ese gesto brutal, encierra un lenguaje propio: el de la supervivencia. En su breve relato, vemos el choque entre la inocencia y la brutalidad del entorno, entre la niñez y la vida adulta, una colisión que marca su destino.

La tensión crece con la confesión de su huida con los actores, decisión que no nace del capricho sino del abandono y del miedo. Mliss desvela la soledad que la devora: no quiere quedarse “con esos Morphers” porque intuye, o sabe, el odio y el desprecio que la rodean. El gesto dramático de mostrar las hojas venenosas es la culminación de su desafío: no es sólo amenaza, es una afirmación de voluntad, una declaración de que prefiere morir antes que perder su libertad. En esta actitud extrema hay una mezcla de teatralidad y sinceridad que resulta inquietante. Es al mismo tiempo una niña asustada y una actriz de su propia tragedia.

El maestro, enfrentado a esa furia pequeña y frágil, intuye lo irremediable del destino de Mliss. Su pensamiento fugaz hacia la tumba vacía junto a Smith es el reconocimiento del abismo al que ella se asoma. Y sin embargo, su decisión de tomarla de la mano y marcharse juntos no es sólo un gesto de protección: es también una rendición. En ese instante ambos cruzan un umbral irreversible: dejan atrás no sólo la escuela de Red Mountain, sino las certezas del pasado. Las estrellas brillan sobre ellos como un signo de clausura y de inicio, de algo que se ha aprendido, aunque no sepamos bien qué.

Mientras tanto, en otra parte del mismo escenario, Sandy yace borracho bajo un arbusto, ajeno al mundo. Su figura no es sólo la del beodo pintoresco; es también un símbolo de esa “filosofía” resignada que muchas veces asfixia la acción en lugares hostiles. El contraste entre la furia vital de Mliss y la indiferencia letárgica de Sandy ilumina dos maneras de sobrevivir: el desafío o la evasión. La intervención de Miss Mary, con su mezcla de repugnancia y compasión, introduce un tono distinto. Su gesto de cubrir la cabeza de Sandy con su sombrero, aunque pequeño, es un acto de humanidad silenciosa, un contrapunto moral en un paisaje degradado. Que Sandy se levante y termine lanzándose al río es, de algún modo, la metáfora de esa frontera difusa entre libertad, locura y autodestrucción.

¿Cómo se enfrenta la desesperación en el amor cuando la mente de un ser querido está perdida?

Ella saltó ligeramente de su asiento sin asustar al caprichoso animal, pero en cuanto vio a Philip, huyó, seguida por su compañero de cuatro patas, hacia un matorral de saúcos. Entonces emitió un pequeño grito, similar al canto de un ave salvaje sorprendida, el mismo sonido que el coronel había escuchado anteriormente cerca de la reja, cuando la condesa se apareció ante M. d'Albon por primera vez. Finalmente subió a un árbol de laburnum, se acomodó entre las hojas ligeras y observó al extraño con el mismo interés con el que un mirlo curioso vigila desde un arbusto. "Adiós, adiós, adiós", dijo, pero su voz carecía de cualquier rastro de emoción, pronunciada con la misma indiferencia que las notas de un ave. "¡No me conoce!" exclamó el coronel, desolado. "¡Stephanie! ¡Aquí está Philip, tu Philip!" Pero al acercarse tres pasos, la condesa lo miró con una actitud desafiante, aunque en sus ojos había una timidez palpable. Luego, con un salto, pasó del laburnum a una acacia, y de allí a un abeto, balanceándose de rama en rama con una destreza sorprendente.

"No la sigas", le dijo M. Fanjat al coronel. "Despertarías en ella una sensación de aversión que podría volverse insuperable. Te ayudaré a conocerla y a domarla. Siéntate en el banco. Si no le prestas atención, la pobre niña no tardará en acercarse poco a poco para mirarte." "¡Que no me conozca! ¡Que huya de mí!" repetía el coronel, sentado en el banco rústico, apoyando la cabeza contra el árbol que lo cubría. El doctor permaneció en silencio. Poco después, la condesa descendió suavemente desde su refugio en el abeto, deslizándose como un fuego fatuo; ya que, al mover las ramas, ella se dejaba llevar por los movimientos de los árboles. Se detenía en cada rama, observando al extraño; pero al verlo quieto, finalmente saltó al césped, permaneció un rato y luego cruzó lentamente el prado. Cuando se colocó junto a un árbol a unos diez pasos del banco, M. Fanjat habló en voz baja al coronel. "Busca en mi bolsillo algunos trozos de azúcar", le dijo. "Déjale verlos, y ella vendrá; yo te cedo el placer de darle dulces. Es muy aficionada al azúcar, y con eso la acostumbrarás a acercarse a ti y a conocerte."

"Cuando era mujer, nunca le gustaban las golosinas", respondió Philip con tristeza. Cuando extendió un trozo de azúcar entre sus dedos y lo agitó, Stephanie emitió nuevamente ese canto salvaje y se lanzó rápidamente hacia él. Luego se detuvo en seco, había un conflicto entre su deseo por el dulce y su miedo instintivo hacia él; miró el azúcar, giró la cabeza y lo miró de nuevo, como un perro desafortunado prohibido de tocar un trozo de comida mientras su amo recita lentamente la mayor parte del abecedario hasta llegar a la letra que da permiso. Finalmente, el apetito animal venció al miedo; Stephanie corrió hacia Philip, extendió su delicada mano para coger el codiciado trozo, tocó los dedos de su amante, lo arrebató y desapareció rápidamente en un matorral. Esta escena dolorosa fue demasiado para el coronel, quien estalló en lágrimas y se refugió en el salón. "¿Entonces el amor tiene menos coraje que el afecto?" le preguntó M. Fanjat. "Tengo esperanza, Monsieur le Baron. Mi pobre sobrina estuvo una vez en una situación mucho más lamentable que la actual."

"¿Es posible?" exclamó Philip. "Ella no quería vestirse", respondió el doctor. El coronel tembló, y su rostro se volvió pálido. A los ojos del doctor, este palidez era un síntoma preocupante, y rápidamente se acercó para tomarle el pulso. M. de Sucy tenía fiebre alta. Después de insistir un poco, consiguió que el paciente se tumbara en la cama y le administró unas gotas de láudano para darle descanso. El Barón de Sucy pasó casi una semana sumido en una constante lucha contra una angustia mortal. No tardó en quedarse sin lágrimas que derramar, y la visión de la locura de la condesa le era casi insoportable. Pero se adaptó a su cruel situación, buscando alivios en su dolor. Su heroísmo no conocía límites. Encontró la fuerza para superar la timidez salvaje de Stephanie al elegir dulces para ella, y dedicó todos sus pensamientos a esto, llevándole estos manjares y siguiendo cada pequeña victoria sobre el instinto de Stephanie (la última chispa de inteligencia que quedaba en ella), hasta que logró que se volviera más dócil que nunca.

Cada mañana, el coronel se dirigía al parque; y si, después de una larga búsqueda, no encontraba el árbol en el que ella se mecía suavemente, ni el rincón donde jugaba con un ave, ni el refugio donde se había posado, entonces silbaba la conocida melodía "Partant pour la Syrie", que evocaba antiguos recuerdos de su amor, y Stephanie corría hacia él, ligera como una corza. La veía tan a menudo que ya no temía su presencia; antes de mucho, se sentaba sobre sus rodillas con sus delgados brazos alrededor de él. Y mientras así estaban, como los amantes lo hacen, Philip le daba los dulces uno a uno a la ansiosa condesa. Cuando todos se acababan, a Stephanie le surgía el impulso de buscar en los bolsillos de su amante con la destreza rápida y casi instintiva de un mono, hasta asegurarse de que no quedaba nada, y entonces lo miraba con ojos vacíos; no había pensamiento ni gratitud en su mirada. Luego, jugaba con él, intentaba quitarle las botas para ver sus pies, destrozaba sus guantes y se ponía su sombrero. Le dejaba pasar las manos por su cabello, abrazarla, y someterse pasivamente a sus besos apasionados. Y al final, si él derramaba lágrimas, ella lo miraba en silencio.

Por mucho que el coronel intentara, nunca logró que ella pronunciara su propio nombre: "Stephanie". Persistía en su tarea desgarradora, sostenido por una esperanza que no lo abandonaba. Si en alguna mañana brillante de otoño la veía sentada tranquila sobre un banco bajo un álamo que se había tornado marrón con el paso de la estación, el desdichado amante se tumbaba a sus pies y la miraba a los ojos tanto tiempo como ella le permitiera, esperando que algún destello de inteligencia se reflejara en ellos. A veces, se dejaba llevar por una ilusión; imaginaba que veía vacilar esa luz dura y constante en sus ojos, que había una nueva vida y suavidad, y entonces gritaba: "¡Stephanie! ¡Oh, Stephanie! ¡Me oyes, me ves, verdad?" Pero para ella, el sonido de su voz era como cualquier otro ruido, como el viento moviendo las ramas de los árboles o el mugir de la vaca sobre la que se subía; y el coronel se retorcía las manos en una desesperación que no perdía su amargura. De hecho, el tiempo y estos esfuerzos vanos solo aumentaban su angustia.

Una tarde, bajo el cielo tranquilo, en medio del silencio y la paz del retiro en el bosque, M. Fanjat vio a lo lejos que el Barón estaba cargando una pistola, y comprendió que el amante había perdido toda esperanza. La sangre se le subió al corazón, y si superó la sensación de mareo que lo invadió, fue porque prefería ver a su sobrina viva con la mente trastornada que perderla para siempre. Se apresuró hacia él. "¿Qué estás haciendo?", gritó. "Esto es para mí", respondió el coronel, señalando una pistola cargada sobre el banco, "y esto es para ella". Añadió mientras empujaba con fuerza el cartucho en el arma que sostenía.