El fenómeno de las noticias falsas y su impacto en el comportamiento electoral ha sido objeto de un debate público cada vez más relevante, especialmente tras los eventos que marcaron las elecciones presidenciales de los Estados Unidos en 2016. Sin embargo, aún persisten muchas dudas sobre el alcance real de su influencia, la forma en que la desinformación se disemina, y cómo esta afecta las decisiones políticas de los votantes. Aunque las campañas políticas tienen un papel crucial en la formación de la opinión pública, un análisis más profundo revela que el consumo de información mediática, especialmente en redes sociales, está marcado por una fuerte polarización ideológica.
La investigación más reciente, como la de Gentzkow y Shapiro (2011), muestra que la segregación ideológica en línea es un factor determinante en la forma en que los usuarios consumen información. La tendencia de los individuos a consumir contenidos que refuerzan sus creencias preexistentes, un fenómeno conocido como "exposición selectiva", juega un papel fundamental en la propagación de desinformación. En este contexto, solo un subconjunto de usuarios, principalmente aquellos con inclinaciones políticas muy marcadas, exhibe patrones de consumo mediático altamente sesgados.
Es importante tener en cuenta que no todos los votantes se ven igualmente afectados por las noticias falsas. Mientras que algunos estudios han señalado que un porcentaje reducido de votantes recuerda haber sido expuesto a noticias falsas durante la campaña electoral, como el trabajo de Allcott y Gentzkow (2017), este hallazgo debe ser interpretado con cautela. Las encuestas basadas en recuerdos de los votantes sobre las noticias que han visto pueden ser inexactas, ya que los participantes tienden a sobrestimar o subestimar la cantidad de información falsa que han consumido. Además, se ha demostrado que la exposición a titulares inventados, es decir, noticias falsas de placebo, genera una respuesta similar a la exposición a noticias falsas reales.
La influencia de las noticias falsas no se limita solo a los votantes. Investigaciones como la de Van Duyn y Collier (2018) muestran que el simple hecho de que las personas estén expuestas a artículos y tuits que mencionan el término "noticias falsas" puede disminuir su capacidad para distinguir entre información verdadera y falsa. Este fenómeno subraya el poder de las narrativas sobre la desinformación, ya que al promover la idea de que "todo es falso", se genera una atmósfera de desconfianza generalizada que afecta la capacidad crítica de los ciudadanos.
Este tipo de desinformación no solo tiene un impacto en la decisión de votar, sino que también puede influir en la manera en que los votantes perciben la legitimidad de los procesos electorales. La constante circulación de noticias falsas y manipuladas genera una atmósfera de incertidumbre y desconfianza en las instituciones democráticas. En este contexto, es esencial que los votantes desarrollen una mayor capacidad de discernimiento, especialmente en un entorno digital que, lejos de facilitar el acceso a información veraz, amplifica la exposición a fuentes no confiables.
Es necesario destacar que la capacidad de los votantes para diferenciar entre fuentes confiables y no confiables depende en gran medida de su nivel de alfabetización mediática. En muchas ocasiones, la falta de una educación crítica frente a los medios contribuye a que los ciudadanos sean más vulnerables a la manipulación informativa. Además, las redes sociales, lejos de ser un espacio neutral para el intercambio de información, se han convertido en vehículos ideales para la difusión de contenidos sesgados o falsos debido a sus algoritmos, que promueven la viralización de contenido que genera más interacción, independientemente de su veracidad.
A pesar de la gravedad del problema, algunos estudios sugieren que el impacto de las noticias falsas en el comportamiento electoral podría ser menor de lo que se ha afirmado. La investigación de Guess et al. (2019) demuestra que, si bien una parte del electorado se ve influenciada por la desinformación, en muchos casos los efectos son menos extensos de lo que los informes de los medios sugieren. Este resultado podría interpretarse como una señal de que los votantes, aunque expuestos a desinformación, mantienen su capacidad de juicio político.
El papel de las campañas políticas sigue siendo esencial, pero su efectividad depende de una comprensión profunda de cómo los votantes procesan la información. La minimización de los efectos de las noticias falsas no debe llevar a la complacencia. La creciente polarización mediática y la proliferación de fuentes no verificadas exigen una reflexión crítica sobre cómo los ciudadanos, los medios y los responsables de la política pueden trabajar para contrarrestar los efectos de la desinformación. La responsabilidad de crear una sociedad informada no recae solo en los votantes, sino también en las plataformas digitales y en los actores políticos, quienes deben contribuir a la construcción de un ecosistema informativo más sano.
¿Cómo afecta la desinformación en tiempos de pandemia y elecciones?
La pandemia de Covid-19 se convirtió en un fenómeno global que no solo impactó la salud pública, sino que también desató una avalancha de información, tanto precisa como errónea. Desde que se detectó el primer caso en Wuhan, China, en diciembre de 2019, hasta que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró la pandemia en marzo de 2020, la propagación de información errónea sobre el virus creció exponencialmente. Con la masiva presencia de las redes sociales, la desinformación se dispersó con una rapidez alarmante, impactando la forma en que las personas comprendían la gravedad del virus y las medidas de prevención necesarias.
A lo largo de la historia, las pandemias han venido acompañadas de un fenómeno similar: la difusión de rumores y falsedades. Desde tiempos medievales, durante brotes de plagas, la información errónea sobre las causas de la enfermedad y las formas de prevenirla era común. Hoy en día, la situación no es muy diferente. En medio de la crisis sanitaria, la desinformación adquirió una nueva dimensión, no solo por la rapidez de su propagación, sino también por la multiplicidad de plataformas que la difundían: desde las redes sociales hasta los medios de comunicación tradicionales.
El impacto de la desinformación durante la pandemia fue tan significativo que la OMS tuvo que referirse a ello como una “infodemia”. No se trata únicamente de la propagación de noticias falsas, sino de una sobrecarga de información que dificulta discernir la verdad de la falsedad. Por ejemplo, surgieron teorías absurdas sobre el origen del virus, como la que afirmaba que el Covid-19 comenzó debido a un "sopa de murciélago". En paralelo, algunos políticos, como el presidente de Estados Unidos, sugirieron tratamientos peligrosos e infundados, como beber desinfectante. Estos ejemplos revelan cómo las creencias erróneas no solo afectan la percepción pública, sino que también pueden poner en riesgo la salud y las vidas de las personas.
Lo que ocurrió durante la pandemia también tiene paralelismos con los efectos de la desinformación en el ámbito político. En las campañas presidenciales, como la que catapultó a Donald Trump al poder en 2016, los rumores, las noticias falsas y la manipulación de la información a través de las redes sociales jugaron un papel crucial. Los bots en Twitter, los mensajes virales y las noticias fabricadas contribuyeron a polarizar aún más la opinión pública. Esta manipulación informativa no solo afectó la percepción de los votantes, sino que también alteró los comportamientos políticos, creando un entorno en el que las falsas creencias y los prejuicios se perpetuaban sin ser cuestionados.
El fenómeno de las “cámaras de eco” también es clave para entender cómo las personas tienden a consumir información que refuerza sus creencias preexistentes. La filtración de contenido específico, el algoritmo de las redes sociales y la tendencia humana a buscar validación en opiniones similares a las propias crearon un caldo de cultivo para la propagación de la desinformación tanto en el ámbito de la salud pública como en el político. Por lo tanto, las plataformas sociales, lejos de ser neutrales, se convirtieron en actores poderosos en la difusión de rumores, desinformación y noticias falsas.
Para muchos, la desinformación no solo representó un reto cognitivo, sino también una amenaza social y económica. En el contexto de la pandemia, creencias erróneas sobre las medidas de prevención, como el uso de mascarillas o las vacunas, generaron resistencia a la adopción de prácticas recomendadas por expertos. Las consecuencias de este fenómeno fueron fatales en muchos casos, ya que las personas, al ignorar los consejos basados en la ciencia, contribuyeron a la propagación del virus y a la saturación de los sistemas de salud.
El problema es aún más complejo cuando se observa la forma en que las autoridades y los medios intentan contrarrestar esta marea de información errónea. A pesar de los esfuerzos de verificación de hechos y el trabajo de los periodistas especializados en desmentir rumores, los esfuerzos no siempre logran alcanzar a la gran mayoría. La brecha entre los hechos verificados y la rápida circulación de información errónea en plataformas como Facebook, Twitter y WhatsApp sigue siendo un desafío constante.
Para entender cómo manejar la desinformación en el futuro, es necesario abordar el problema desde varios frentes. En primer lugar, la alfabetización mediática debe ser una prioridad en la educación pública. Es fundamental que los ciudadanos comprendan cómo identificar fuentes confiables y cómo distinguir entre hechos y opiniones. En segundo lugar, las plataformas digitales tienen una gran responsabilidad en moderar el contenido y en diseñar algoritmos que no perpetúen la desinformación. Sin embargo, la solución no solo depende de la tecnología o las políticas gubernamentales; cada individuo también debe ser consciente de su propio papel en la propagación de información y en la construcción de una sociedad informada.
La historia nos ha mostrado que, en tiempos de crisis, las falsas narrativas pueden ser tan contagiosas como el mismo virus. La lucha contra la desinformación es una batalla constante, y su solución requiere tanto un esfuerzo colectivo como individual. Si bien el avance de la tecnología ha permitido que más personas tengan acceso a información que antes era inaccesible, también ha dado paso a nuevos desafíos, particularmente en la forma en que las mentiras se difunden y afectan las decisiones individuales y colectivas.
¿Cómo juega Rusia el juego de la desinformación?
Las operaciones de información (OI) desempeñan un papel central en la guerra cibernética rusa, un terreno donde el país ha logrado convertirse en uno de los actores más eficientes a nivel global. Desde tiempos soviéticos, la desinformación ha sido una herramienta estatal de influencia, pero con la llegada de la revolución digital, Rusia ha adquirido nuevas tácticas y herramientas que la posicionan como líder en el campo de la guerra informativa. El uso estratégico de la información como arma, también conocido como guerra híbrida, ha sido uno de los pilares de la evolución de la doctrina militar rusa en las últimas dos décadas.
La visión de Rusia sobre las OI difiere considerablemente de la de los países occidentales. Mientras que en Occidente se considera la guerra de información como un conjunto de actividades durante un conflicto armado, en Rusia se percibe como una actividad continua, no vinculada a un conflicto específico, sino que forma parte de una estrategia a largo plazo. Así lo señaló Rand Waltzman, quien destacó que, para los rusos, la guerra de información es una lucha constante y no depende de un casus belli. Esta visión contrasta con la de las potencias occidentales, que tienden a ver las OI como una extensión de los actos de hostilidad.
A lo largo de los años, Rusia ha desarrollado un enfoque único sobre cómo manejar las OI, adaptándose a los cambios tecnológicos y utilizando herramientas digitales para modificar la percepción pública global. El concepto de "guerra híbrida" que tanto se discute en el ámbito militar occidental, es visto por las élites rusas como una estrategia diseñada por Occidente para desestabilizar a sus enemigos. Este enfoque tiene raíces profundas en la doctrina soviética, que ya utilizaba métodos similares durante la Guerra Fría para influir en la política y sociedad de otros países.
Un hito importante en este desarrollo fue el artículo escrito por el general Valery Gerasimov en 2013, que desató un debate en Occidente sobre lo que algunos denominaron la "doctrina Gerasimov". Este documento no sólo reafirmó la importancia de la información como herramienta de guerra, sino que también propuso una reconfiguración de la estrategia militar tradicional. Gerasimov destacó que la línea entre guerra y paz se ha difuminado, y que las nuevas tecnologías permiten una guerra de información que puede ser más efectiva que el uso de armas convencionales. Según el general, los medios de comunicación, el ciberespacio y las tácticas informativas podían ser tan poderosos como las fuerzas armadas para alcanzar objetivos políticos y estratégicos.
Desde la publicación del artículo de Gerasimov, Rusia ha ido perfeccionando su enfoque hacia lo que se podría denominar "guerra de cuarta generación", en la que las herramientas de influencia digital, las noticias falsas, y los ataques cibernéticos forman una parte crucial de su arsenal. Este modelo ha sido adoptado no solo por el ejército ruso, sino también por diversas instituciones del Estado que ahora ven en la manipulación de la información una extensión de la política exterior rusa.
El concepto de “poder afilado” (sharp power), propuesto por académicos como el equipo de la Fundación Nacional para la Democracia (NED), ha ganado popularidad en la discusión sobre las OI rusas. Este concepto describe un tipo de influencia que penetra en el entorno político e informativo de los países objetivo, de manera mucho más intrusiva y coercitiva que el “poder blando” tradicional. Si bien el poder blando se basa en la atracción y la persuasión a través de la cultura y la diplomacia, el poder afilado es un tipo de influencia que busca desgarrar y perforar el sistema político de un país desde dentro, utilizando tácticas como la desinformación, la manipulación mediática, y el ciberespionaje. A través de estas tácticas, Rusia busca no solo modificar la percepción pública, sino también alterar el curso de las decisiones políticas en naciones democráticas.
Este poder afilado no se limita a las operaciones de información, sino que también se extiende a otras áreas como el comercio, las inversiones extranjeras, el control de recursos energéticos, y las relaciones diplomáticas. La manipulación de estos dominios ofrece a Rusia una ventaja estratégica al influir en la opinión pública extranjera y ganar influencia en los sistemas políticos de otros países. Al contrario de las estrategias de poder blando, que buscan la cooperación y la asociación, el poder afilado se caracteriza por su capacidad para ejercer presión, intimidación y coerción sobre los países a los que se dirige.
Es fundamental que los lectores comprendan que, si bien la guerra de información y el uso de poder afilado son las formas más visibles de las operaciones rusas, estas no son actividades aisladas, sino que forman parte de una estrategia integral que abarca múltiples niveles de la interacción internacional. La guerra informativa no solo se libra en el ámbito digital, sino que también involucra las relaciones económicas, las alianzas internacionales y las estrategias de influencia en el ámbito académico y cultural.
Por último, hay que destacar que el concepto de poder afilado no es exclusivo de Rusia. Otros regímenes autoritarios, como China, han adoptado tácticas similares. Sin embargo, el caso ruso ha sido uno de los más estudiados debido a su sofisticación en la utilización de las nuevas tecnologías y a su capacidad para explotar las vulnerabilidades de los sistemas democráticos. El avance de estas técnicas y su integración con otras formas de influencia global presentan un desafío significativo para las democracias occidentales, que deben encontrar formas de defenderse contra estos métodos de manipulación e influencia en el ciberespacio y más allá.

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