La idea de que Dios se hizo carne, de que el Creador del universo eligió tomar la forma humana y vivir entre nosotros, es un acto de radical transformación que desafía todas las estructuras de poder y dominio que los humanos han establecido a lo largo de la historia. "Dejad ir a mi pueblo", es el clamor de liberación que resuena en la tradición bíblica, y que no solo fue proclamado por los profetas de antaño, sino también encarnado en la figura de Jesús. Desde la perspectiva del cristianismo, este mensaje no es solo un recordatorio de lo divino, sino un reto directo a las estructuras opresivas que gobiernan la sociedad humana.
La humanidad está en un peregrinaje para descubrir su verdadera naturaleza, una naturaleza que se revela en la encarnación de Dios. Un humanismo cristiano debe contemplar una visión de una sociedad justa para todos, vivida en una tierra renovada y reencantada, que se inscribe en una cosmología cristiana de significado universal. No solo somos llamados a comprender el Evangelio de manera espiritual, sino a vivirlo socialmente, a través de un "nuevo Evangelio social" que haga posible que la tierra y la humanidad se abran a la posibilidad del cielo.
El evangelio del Nuevo Testamento implica que el cielo se ha vaciado y que Dios ha venido a la tierra, alineando completamente la naturaleza divina y humana. La advertencia de Martín Lutero es clara: "Para mantener tu mirada en Dios, ponla en el niño de María". Este acto de encarnación lleva consigo una política divina de identidad: Dios se identifica como humano y los humanos se identifican con Dios. Es un riesgo, un acto de profunda vulnerabilidad que desafía la lógica y el orden del mundo. La historia de Jesús es una de resistencia a los sistemas políticos, económicos y sociales que no reconocen un pacto universal que esté por encima de sus propios intereses.
El nacimiento de Jesús, en un mundo imperial ocupado, se ve marcado por la violencia de un sistema que no reconoce a los marginados ni a los oprimidos. El niño, quien debería ser una señal de esperanza, es perseguido por un rey y condenado a vivir como refugiado. La opresión y la persecución que vivió la familia de Jesús resuenan con las realidades de muchas comunidades oprimidas a lo largo de la historia, especialmente aquellas que nunca han sido reconocidas como iguales en el tejido social. Los primeros lectores del evangelio de Mateo, al escuchar la historia de la matanza de los niños en Belén, se veían reflejados en sus propias luchas.
El cristianismo, y antes de él, el judaísmo, siempre han implicado una "política divina de identidad", que no solo reconoce a Dios como humano, sino también a los humanos como imagen de Dios. Sin embargo, este mensaje se presenta de forma conflictiva. Si la tierra ha de llegar a ser capaz del cielo, habrá terreno de lucha. Cuando la iglesia entra en el espacio público, los líderes mundanos no están dispuestos a aceptar que hay algo o alguien llamado "Señor". Jesús, el niño refugiado, se convierte en una amenaza para aquellos cuya autoridad se ve desafiada.
Dios elige para su madre a una joven soltera, en un país ocupado por un imperio colonizador. Jesús, al tomar esta forma humana, se somete a todas las opresiones que claman por un éxodo, levantando una voz profética que amenaza cada jurisdicción política. Al tocar a los intocables, al acercarse a mujeres despreciadas, a extranjeros marginados, a pecadores públicos, Jesús transforma las categorías sociales. Es un liberador que, al experimentar la vida de los oprimidos, se convierte en el medio de liberación para todos.
Sin embargo, este mensaje no es fácilmente aceptado por aquellos que han sido entrenados en las comodidades del poder. Los cristianos de clase media, por ejemplo, tienden a espiritualizar a Jesús, alejándolo de la vida cotidiana, de la comida, la bebida y las preocupaciones mundanas. Pero el Nuevo Testamento vincula a Dios, a través de la vida áspera y la muerte de Jesús, con una ubicación social concreta en una tierra llena de conflictos. Es aquí, en las calles polvorientas y las vidas sacrificadas, donde el Evangelio toma forma. Como paraphrasea Eugene Peterson en su versión contemporánea de la Biblia, "La Palabra se hizo carne y se mudó al vecindario".
En el Evangelio de Mateo, encontramos una parábola inquietante que revela el verdadero juicio final. En este relato, el día del juicio final no se decide por las buenas intenciones ni las oraciones piadosas, sino por las acciones concretas hacia los más necesitados. Jesús, en su glorioso trono, revela que aquellos que alimentaron a los hambrientos, dieron de beber a los sedientos, dieron la bienvenida al extranjero, vistieron al desnudo, cuidaron al enfermo y visitaron al prisionero, de hecho, hicieron todo eso por Él mismo. Los que no lo hicieron, aquellos que miraron hacia otro lado, se verán apartados del reino de Dios. Esta parábola no solo nos confronta con la necesidad de la justicia social, sino que también nos obliga a replantear nuestras ideas preconcebidas sobre la religión y la espiritualidad.
La enseñanza de Jesús sobre la justicia y la compasión no es una invitación a la moralización superficial, sino una llamada a una transformación radical de la sociedad. En sus parábolas, Jesús no solo critica las estructuras de poder existentes, sino que también crea un espacio para imaginar nuevas formas de comunidad y de vida. En las historias que Jesús cuenta, se invierten las normas aceptadas, se cuestionan las ideas dominantes y se abre un espacio para la posibilidad de una vida diferente, una vida más justa y más cercana a la voluntad de Dios.
En última instancia, el reto que plantea la encarnación de Dios es un reto a las estructuras que excluyen, oprimen y reducen a las personas a su condición social. La historia de Jesús no es solo una historia de salvación espiritual, sino un llamado a la justicia social, a la creación de una nueva sociedad que viva de acuerdo con los principios del Reino de Dios. Es en la tierra, en medio de los oprimidos y marginados, donde la encarnación de Dios encuentra su verdadera expresión.
¿Cómo afecta el abandono del pacto social y espiritual a la crisis contemporánea en Estados Unidos?
Nuestra historia contemporánea, con un matiz casi bíblico, puede rastrearse en el legado de Ronald Reagan, quien olvidó el antiguo pacto social mientras los oligarcas, ahora en el poder, aplastan a las masas. Hoy carecemos, ya sea por elección o por defecto, de la capacidad para pensar en lo común, para imaginar al gobierno como un bien social prospectivo, o para ver la materia y el espíritu en un abrazo mutuo. En un extremo del espectro social hemos perdido la voz para nombrar estos déficits, lo que nos conduce a vagar en la ira y el resentimiento sin diagnóstico ni ayuda. En el otro extremo, se han impuesto con militancia los fracasos morales y económicos del capitalismo tardío como verdades absolutas e inevitables.
Un lado ha perdido la capacidad de imaginar la necesidad de hospitales de campaña en las esferas públicas de la vida moderna, mientras el otro ha desmantelado la religión como agente sanador y visionario para reagrupar y reimaginar la sociedad. La religión, potencialmente, podría exigir un cambio fundamental de dirección o constituir un riesgo moral para las suposiciones actuales del modo de vida estadounidense, cuestionando la hegemonía de la ideología secular y su ocupación del espacio público. Los evangelios sociales, aunque reaparecen periódicamente, hoy están fuera de moda o resultan inimaginables.
Una abstención metafísica excesivamente confiada, a menudo disfrazada de "desapego irónico," asegura que no existen grandes relatos en los que valga la pena creer ni cuestionamientos morales al mercado. Las nuevas historias nos dejan solos en el universo, incapaces de trascender el campo donde los fuertes saquean a los débiles. Quienes no pueden diagnosticar lo que les sucede quedan "atrasados" o se sienten "extraños en su propia tierra." Esta situación alimenta una furia Tea Party cargada de racismo y sexismo, y una religión civil que ha perdido su poder integrador, sustituyendo la idolatría popular por un Cristo reducido a un icono nacional y un Dios incapaz de escuchar los clamores del pueblo. El símbolo de Trump como becerro de oro ante quien la gente se arrodilla ilustra este fenómeno con crudeza.
Una fe común interrogativa o una tradición vigorosa de discurso moral podrían haber explorado las limitaciones de las respuestas competidoras a los problemas actuales, incluso vislumbrando un nuevo evangelio social. Sin embargo, esta búsqueda es imposible cuando las manos están atadas por una filosofía materialista que se impone agresivamente o se asume por defecto, o cuando se ignora un cristianismo que testimonia un Dios reconciliador que nos salva en comunidad y nos llama al cuidado de la tierra. Para algunos, el sentido de la vida, arduamente conquistado, termina en desesperación civilizatoria, sobre el cadáver del "Dios muerto" como resultado "asegurado" del pensamiento moderno. Un materialismo solitario produce vidas desprovistas de espíritu, su binario perdido en el universo, y nos deja en un síndrome de encierro. Incapaces de avanzar, miramos con ojos opacos paisajes devastados que reflejan nuestras propias psiques y condiciones sociales.
Carecemos de la capacidad para imaginar nuestra humanidad interdependiente, para llamar madre a la tierra y hermano o hermana a los demás, para comprometernos con gobiernos efectivos e instituciones saludables dedicadas al bien común, para hallar imágenes de Dios o justicia que se proyecten hacia adelante. "Sin visión el pueblo perece" es un proverbio bíblico que cobra urgente significado.
El nacionalismo conservador argumenta que la emigración islámica y el yihadismo son los verdaderos problemas y amenazas para el bienestar estadounidense. Paradójicamente, los radicales islámicos creen haber diagnosticado el materialismo occidental como la crisis del mundo moderno. El plan de Osama bin Laden para el 11-S se inspiró en un verso del Corán que promete la muerte incluso en las torres más altas, apuntando a derribar el edificio del materialismo secular. Sin embargo, esta amenaza externa oculta un dilema mucho más cercano: el ícono contemporáneo de la codicia, el racismo y la corrupción es Trump Tower, símbolo del materialismo autocomplaciente que rechaza su contraparte espiritual y la interdependencia humana sobre una tierra buena, don divino abierto a todos, como lo imaginaron los textos hebreos y la visión de Jesús sobre el reino de Dios.
La imagen icónica de nuestra era podría ser la de los "cuatro jinetes del apocalipsis" de Durero: secularismo, materialismo, individualismo libertario y capitalismo depredador que arrasan con la tierra. Se pensó que la religión, especialmente la religión civil estadounidense, podría refrescar el bien común. John Winthrop, primer gobernador de la colonia de la Bahía de Massachusetts, predicó la visión puritana de construir una “ciudad sobre la colina,” un faro divino para un mundo nuevo. Así, la respuesta a la codicia y el materialismo debería ser un renacer religioso, una resurgencia de la religión civil que antaño unía la nación con símbolos religiosos.
No obstante, en el último cuarto del siglo XX, con el surgimiento de la Moral Majority y un nacionalismo vinculado al pecado original del racismo, copado por el capitalismo corporativo, emergió la Nueva Derecha Cristiana que ha definido la forma y la piedad de la tradición evangélica estadounidense. Algunos sostienen que no fueron operativos políticos sino pastores bautistas del sur quienes convirtieron al sur en una base conservadora y religiosa, transformando a Trump en un culto político-religioso como ungido de Dios. En 2019, un grupo evangélico patrocinó una cartelera con una imagen imponente de Trump, el lema “Make America Great Again” y una cita bíblica, fusionando liderazgo político con narrativa religiosa.
Cuando el Dios que supuestamente salvará la nación ya no se asemeja al que recordamos a través de los profetas y Jesucristo, y cuando la voz de Dios parece canalizada por intereses corporativos y anticomunes, surge una profunda sospecha sobre el rumbo de esta visión. La crisis no solo es política o económica, sino existencial y espiritual, una fractura en la capacidad para imaginar comunidad, justicia y cuidado mutuo.
Es fundamental comprender que esta crisis es tanto de pensamiento como de espíritu. No solo se trata de problemas sociales o económicos sino de una pérdida profunda en la capacidad para soñar colectivamente y para articular un sentido moral compartido. Sin esa visión, la fragmentación y el resentimiento se perpetúan, y las falsas soluciones solo encienden conflictos que impiden un cambio real. La superación de esta crisis exige recuperar la imaginación de lo común, el reconocimiento de nuestra interdependencia y la valentía para rehacer el pacto social con un sentido ético y espiritual renovado, que integre la justicia social, el cuidado de la tierra y la solidaridad humana.
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