El viaje de Reagan a Charlotte Street no fue, como muchos pudieron suponer, un intento genuino de atraer votantes afroamericanos del Bronx. Fue una performance cuidadosamente calculada, un gesto simbólico con objetivos mucho más amplios: visualizar la “ciudad interior patológica” como una metáfora del fracaso gubernamental y de la supuesta decadencia moral asociada a las comunidades negras empobrecidas. Esta visualización permitió unir dos corrientes clave del movimiento conservador: los votantes racialmente resentidos y los racialmente ansiosos.
El resentimiento racial no se presenta únicamente como una hostilidad abierta, sino como una estructura latente que vincula el desorden, el crimen y la pobreza con identidades raciales específicas. Para los votantes resentidos, la narrativa es clara: los problemas del “inner city” son consecuencia de elecciones individuales fallidas y de una cultura supuestamente inferior. Esta perspectiva, heredera directa del racismo de la era Jim Crow, se camufla en discursos meritocráticos y apelaciones al orden y la disciplina.
Pero los estrategas conservadores sabían que una apelación demasiado explícita al resentimiento racial podía alienar a otra base importante: los racialmente ansiosos. Estos votantes no se consideran racistas. Se identifican con principios abstractos como la eficiencia gubernamental, la reducción de impuestos o el orden público, y rechazan ser asociados con actitudes supremacistas. Sin embargo, están inmersos en una contradicción: apoyan un partido cuya retórica y políticas a menudo reproducen lógicas racistas. Para reconciliar esta disonancia, se necesitan gestos simbólicos que permitan a estos votantes negar la dimensión racial de su afiliación política.
De ahí surgen dos mecanismos fundamentales. El primero son las actuaciones públicas de preocupación por las minorías. Reagan en Charlotte Street, Bush en la convención de la NAACP, Trump en iglesias negras y plantas de agua contaminada: todos estos gestos no buscan cambiar realidades estructurales, sino producir imágenes. Son recursos visuales diseñados para tranquilizar al votante ansioso, para ofrecer una narrativa donde el conservadurismo no es racista, sino compasivo, preocupado por todos, incluso por los más marginados.
El segundo mecanismo es el rechazo público —aunque a menudo superficial— de los actores más abiertamente racistas. Condenar al Ku Klux Klan o a figuras como David Duke permite a los líderes conservadores distanciarse de las formas más explícitas del odio racial, sin necesidad de alterar las estructuras simbólicas y políticas que sostienen el resentimiento racial en la práctica. Estas condenas, aunque importantes como gestos, conviven con políticas que continúan criminalizando a las comunidades negras y desmantelando los avances del movimiento por los derechos civiles.
La retórica del “conservadurismo compasivo” —en teoría, una fusión de principios conservadores con sensibilidad social— se revela entonces como una herramienta de equilibrio político. No busca transformar realidades, sino gestionar percepciones. Es una respuesta estratégica a las tensiones internas del electorado republicano, una forma de articular, sin romper, las contradicciones entre el resentimiento y la ansiedad racial.
Este modelo comunicativo tiene consecuencias profundas. Al desplazar el foco del racismo estructural hacia preocupaciones estéticas o morales, se oscurecen las raíces materiales del declive urbano. Se convierte el sufrimiento colectivo en una escenografía útil para fines electorales, y se elimina del debate cualquier análisis sobre desinversión pública, desmantelamiento del Estado de bienestar o violencia institucional. La ciudad que se derrumba no es leída como consecuencia de una retirada deliberada del Estado, sino como una prueba de la supuesta incapacidad cultural de sus habitantes.
La consolidación de esta estrategia discursiva ha tenido continuidad en décadas posteriores. La criminalización del consumo de drogas en los barrios negros, por ejemplo, alimentó la expansión del complejo carcelario-industrial. Las reformas al derecho al voto, disfrazadas de medidas contra el fraude electoral, han afectado desproporcionadamente a las comunidades afroamericanas. La retórica del orden y la seguridad sigue funcionando como catalizador emocional para un electorado blanco temeroso de perder su hegemonía simbólica.
Es esencial comprender que estas estrategias no son meramente comunicativas, sino estructurales. No se trata sólo de lo que los líderes conservadores dicen, sino de cómo diseñan políticas, cómo representan a las comunidades racializadas y cómo movilizan el miedo y la nostalgia como formas de capital político. La ciudad empobrecida no es únicamente un lugar: es una construcción simbólica, una excusa visual que permite articular ideologías raciales bajo el manto del pragmatismo político.
¿Cómo se construye y mantiene el mito conservador sobre Detroit y su impacto en la política urbana?
Las instituciones, políticos, activistas y financiadores del movimiento conservador en Estados Unidos forman un entramado casi indistinguible, donde el discurso de los reaccionarios blancos en redes sociales como Twitter no difiere sustancialmente de los discursos de campaña de Trump, de los informes del American Enterprise Institute, de paneles en Fox News o de artículos de economistas conservadores en universidades como George Mason. Esta cohesión interna, o capital de vínculo, permite que el conservadurismo actúe como un bloque electoral sólido, en contraste con la fragmentación que caracteriza a la izquierda, facilitando la adhesión casi automática a candidatos o políticas, aunque sean defectuosos, siempre que se presenten como oposición al “enemigo común”.
Uno de los mecanismos centrales para fortalecer esta cohesión ha sido la construcción de enemigos colectivos, entre ellos la imagen del “patológico centro urbano”, concepto cargado de racismo implícito y que se focaliza en zonas urbanas consideradas peligrosas, principalmente debido a su población mayoritariamente no blanca. Esta narrativa no se distribuye de forma homogénea a nivel geográfico, sino que cobra especial fuerza en regiones como el Medio Oeste, donde ciudades del Rust Belt tienen una concentración significativa de población afroamericana en sus núcleos urbanos. Aquí, la asociación de la negritud con “la ciudad interior” se convierte en una herramienta eficaz para los activistas conservadores, quienes buscan capitalizar el resentimiento racial y económico para afianzar su base política.
El mito conservador de Detroit sirve como ejemplo paradigmático de esta estrategia. La ciudad, a pesar de ser la décimo octava en tamaño poblacional en Estados Unidos, es una de las más mencionadas en los medios, donde su representación se centra casi exclusivamente en su colapso económico, la criminalidad y otras crisis visibles. Esta narrativa no es accidental, sino el producto de un esfuerzo deliberado y coordinado de académicos conservadores y think tanks para reescribir la historia urbana, posicionando así el terreno para políticas de despojo organizado que promueven la desinversión y la privatización bajo el discurso neoliberal.
Estas organizaciones, entre ellas el Manhattan Institute, el Cato Institute, el Mackinac Center o el Show-Me Institute, elaboran y diseminan discursos que deslegitiman el paradigma keynesiano-managerialista previo y legi
¿Qué implica realmente el “rightsizing” en el urbanismo contemporáneo?
La idea de conservar permanentemente algunos terrenos mediante financiación estatal en Ohio se plantea más como una esperanza que como una posibilidad real, especialmente en el actual contexto de austeridad organizada. Aun cuando ciertos terrenos podrían quedar disponibles para la venta tras las demoliciones, no se recurrirá simplemente a subastas al mejor postor, como ocurre en otras ciudades mediante el sistema de reversión fiscal. Esta cautela sugiere un enfoque aparentemente más responsable o estratégico, aunque no necesariamente más justo ni más eficaz.
Un rasgo diferenciador importante es la mención del desarrollo de viviendas asequibles. Aunque el enfoque de Youngstown sobre el “rightsizing” no plantea explícitamente estas viviendas como sustituto para los barrios reducidos, sí resalta su importancia desde una lógica organizativa. Aun así, el plan mantiene abiertas las mismas posibilidades inciertas que los demás: los compromisos financieros y logísticos para “eliminar el deterioro” son mucho más específicos que cualquier promesa de crear espacios públicos o viviendas asequibles. La paradoja se hace evidente: se asegura a los residentes actuales su permanencia, pero también se prometen ahorros en infraestructura, lo cual resulta poco plausible dada la existencia de redes de agua, alcantarillado y calles que deben mantenerse operativas.
Las zonas verdes permanentes, aunque se presentan como una alternativa más visionaria y menos especulativa, también se subordinan a fondos estatales que probablemente nunca se materialicen. Las propuestas de “rightsizing” se articulan como una forma de austeridad espacial: se agrupan desarrollos, se crean zonas verdes semipermanentes y se prometen entornos menos contaminados para las poblaciones más empobrecidas. Estas ideas, lejos de ser intrínsecamente regresivas, surgen como respuestas a problemas reales enfrentados por poblaciones racializadas, empobrecidas y aisladas en la región del Rust Belt.
Sin embargo, la capacidad jurídica para implementar estas ideas y los recursos económicos necesarios para sostenerlas exceden, con mucho, la esfera local. En la práctica, los planes de “rightsizing” invocan estos objetivos más como un recurso retórico que como un compromiso real. Las transformaciones materiales que proponen terminan por codificar la austeridad a través de una lógica de triaje urbano, en lugar de atender con seriedad los problemas que enfrentan los residentes negros empobrecidos.
Aunque el discurso de “reverdecer” es omnipresente, en realidad sólo sirve para justificar la demolición masiva. La retórica ecológica desaparece cuando se trata del destino final de los terrenos. En la mayoría de los casos, las áreas despejadas se ofrecerán para desarrollos privados, incluso mediante subastas al mejor postor. Además, existe una desproporción notable entre la escala del problema—infraestructura desparramada que cubre áreas de la ciudad deshabitadas—y la escala de las soluciones propuestas, que tienden a centrarse únicamente en los barrios más pobres y racializados. Aunque se lograra consolidar estos espacios, los ahorros serían mínimos y su viabilidad dudosa, especialmente si se permite a los residentes quedarse.
La permanencia de estos residentes es crucial. Muchos no tienen otra opción. Su movilidad está limitada por ingresos fijos o porque heredaron viviendas que serían prácticamente invendibles si el vecindario se reclasificara como espacio abierto. La posibilidad de encontrar alternativas habitacionales de valor equivalente en otras zonas de la ciudad es remota. Aun así, todos los planes carecen de un verdadero interés en construir viviendas asequibles en las nuevas zonas consolidadas. A veces esta necesidad es directamente negada, con la lógica neoliberal de que “ya hay demasiadas viviendas asequibles”. Otras veces, su implementación se pospone indefinidamente, supeditada a un supuesto regreso del crecimiento económico.
Esta ambigüedad sobre la vivienda asequible contrasta con la precisión quirúrgica de los planes de demolición. Las casas a destruir ya han sido mapeadas, los métodos definidos, los fondos identificados. Los autores de estos planes son conscientes de los paralelismos con la renovación urbana del pasado, pero las lecciones aprendidas parecen limitarse al proceso: permitir cierta participación local en la selección de viviendas a demoler y prometer que no habrá desplazamiento. Sin embargo, las cuestiones de fondo—si debe o no realizarse la demolición, qué opciones habitacionales se crearán, y si los terrenos se pondrán a disposición de inversores—no se abren al debate.
La analogía con la renovación urbana es, en el mejor de los casos, errónea. La renovación urbana, con todos sus fracasos, al menos aspiraba a reemplazar el caos previo por una utopía moderna. El “rightsizing” actual ni siquiera pretende eso. Propone una escala de demolición comparable, pero su visión para el futuro es fragmentaria, especulativa y basada en el interés del capital privado. Espacios públicos, viviendas asequibles y otros objetivos comunitarios no mercantiles dependen de una financiación improbable. Incluso si los fondos aparecieran, las estructuras de propiedad seguirían siendo difusas y probablemente beneficiarían más a futuros inversores que a los actuales residentes.
No se trata de una reedición de la renovación urbana. Es algo más crudo, más cínico: una forma de urbanismo austero en la que se adoptan, sin disimulo, los elementos centrales de la privación organizada. El “rightsizing” sin un Estado redistributivo es, simplemente, austeridad con envoltorio verde. Los planes más recientes ni siquiera se esfuerzan en ocultar esta realidad.
Es crucial que el lector entienda que la estética del “greening” y el discurso de sostenibilidad se están utilizando como herramientas retóricas para facilitar proces
¿Cómo afecta la economía política racial a la degradación urbana y la política de encarcelamiento en Estados Unidos?
La interacción entre la economía política racial y la declinación urbana en las ciudades de Estados Unidos ha sido un tema recurrente de estudio en la sociología y la política. Este fenómeno se manifiesta especialmente en los contextos de la pobreza urbana, la discriminación sistémica y las políticas de criminalización que han afectado de manera desproporcionada a las comunidades afroamericanas. El concepto de "amenaza racial" ha sido utilizado para explicar cómo las políticas urbanas y las dinámicas socioeconómicas han sido moldeadas por una percepción de las comunidades negras como un peligro, justificando la implementación de medidas represivas y políticas de segregación tanto en el espacio como en la ley.
La declinación de las ciudades, especialmente aquellas con una gran concentración de población negra, ha sido vinculada a la reducción de los recursos públicos y a la transición hacia políticas neoliberales. Este proceso ha reducido la capacidad de los gobiernos locales para ofrecer servicios básicos a sus comunidades, mientras que, al mismo tiempo, ha incrementado la inversión en políticas de control social, como la criminalización y la creación de sistemas penitenciarios masivos. Este fenómeno es particularmente evidente en ciudades como Nueva Orleans, Detroit y Ferguson, donde el racismo estructural ha convergido con el colapso industrial y el abandono económico, produciendo un círculo vicioso de marginalización y represión.
Un factor fundamental en este ciclo es la forma en que las políticas de "ley y orden" han sido aprovechadas por las élites políticas y económicas para fortalecer su control sobre las áreas urbanas. La construcción de regímenes urbanos, como se ha argumentado, se ha sustentado en la creación de vínculos entre los intereses corporativos y los mecanismos de control racial, en los cuales las comunidades negras se han visto atrapadas en una situación de desigualdad estructural. Las investigaciones de autores como Michael Sances y Hye You han mostrado cómo las fuentes de ingresos explotativas, como los impuestos regresivos y las políticas fiscales discriminatorias, refuerzan la disparidad racial en la recaudación y distribución de recursos.
La sobrerepresentación de los afroamericanos en el sistema carcelario es otro aspecto crucial para entender la degradación urbana y su relación con la economía política racial. De acuerdo con estudios como los de Peter Wagner y Alison Walsh, la tasa de encarcelamiento de los afroamericanos sigue siendo alarmantemente alta en comparación con otras razas, especialmente entre los hombres negros. A pesar de las políticas de "reforma" o de "seguridad pública", las disparidades en las sentencias y en la aplicación de la justicia penal continúan reproduciendo estructuras de desigualdad que remiten directamente a la historia de la esclavitud y la segregación racial en los Estados Unidos. Estos sistemas punitivos no solo castigan a las víctimas de un sistema económico desigual, sino que también refuerzan la invisibilidad y la exclusión social de las comunidades más afectadas.
El concepto de "espacios blancos" desarrollado por Elijah Anderson destaca cómo las ciudades y sus instituciones no solo han sido estructuradas físicamente, sino también simbólicamente para excluir a las comunidades negras. En estos "espacios", las relaciones raciales no solo están marcadas por la segregación espacial, sino también por una invisibilización social que favorece a los grupos dominantes. Esta exclusión social es alimentada por estereotipos raciales que se perpetúan tanto en el ámbito público como privado, desde el empleo hasta el acceso a la vivienda, pasando por la educación.
En términos de políticas urbanas, el fenómeno de la "desindustrialización" ha sido clave en la creación de los vacíos de poder en los barrios más pobres. Esta desindustrialización no solo resultó en la pérdida de empleos bien remunerados, sino también en la desestructuración de la base económica que sustentaba a muchas comunidades negras en las ciudades de la industrialización temprana. Como señala Loic Wacquant, el estigma territorial asociado con las áreas urbanas de baja renta ha sido uno de los mecanismos utilizados para justificar la imposición de políticas de control social más estrictas.
El problema de la vivienda es otro aspecto en el que la discriminación racial juega un papel central. Según investigaciones realizadas por Devah Pager y Hana Shepherd, la discriminación racial en los mercados de la vivienda sigue siendo una de las barreras más persistentes para las comunidades negras en los Estados Unidos. Las políticas de segregación en la vivienda no solo limitan el acceso a recursos económicos, sino que también estructuran la forma en que se perciben y se tratan las comunidades negras en la sociedad estadounidense.
Es crucial entender que la intersección de la economía política racial con la política de encarcelamiento y la degradación urbana no es un fenómeno aislado, sino que está estrechamente vinculado con las estructuras de poder a nivel nacional e internacional. Las dinámicas de poder y subordinación racial que se viven en los barrios pobres no solo son el resultado de decisiones locales, sino que también reflejan un modelo global de gobernanza neoliberal que privilegia la acumulación de capital por encima de los derechos humanos y la equidad social.
Además, las políticas de encarcelamiento masivo, aunque son presentadas como una respuesta a la criminalidad, en realidad funcionan como una herramienta de control social que perpetúa la exclusión de las comunidades negras y pobres. Los datos sobre las tasas de encarcelamiento y las sentencias discriminatorias revelan que el sistema de justicia penal ha sido instrumentalizado para mantener un statu quo que beneficia a las élites políticas y económicas mientras castiga a los más vulnerables.
Es esencial comprender que la economía política racial y su impacto en la degradación urbana y la política de encarcelamiento no son problemas exclusivos de las décadas pasadas. Estos fenómenos continúan evolucionando, adaptándose a nuevas formas de desigualdad, pero siempre manteniendo la estructura básica de un sistema que beneficia a una minoría mientras marginaliza y oprime a las comunidades negras y de otras razas en desventaja. La lucha contra estas estructuras de poder requiere un enfoque integral que no solo cuestione las políticas públicas, sino que también desafíe las narrativas dominantes sobre raza, clase y género en la sociedad estadounidense.

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