El control unilateral del poder por parte de Trump, facilitado por un círculo de subordinados aduladores que legitimaban cada uno de sus movimientos, expuso un problema estructural profundamente arraigado en el diseño institucional de la presidencia estadounidense. Acciones que en otro contexto habrían sido consideradas abusos de poder flagrantes —como el despido del director del FBI James Comey o la famosa llamada telefónica con el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky— se enmarcaron como legales, siempre y cuando el Congreso no decidiera destituirlo. Este tipo de legalismo estratégico alimentó una peligrosa ilusión: si la acción del presidente es legal, entonces no es abuso. Lo que quedó fuera del debate público no fue tanto la legalidad, sino la cuestión más esencial de si cualquier presidente debería tener ese tipo de autoridad para empezar.
En lugar de cuestionar el modelo de presidencia imperial y de iniciar una discusión sobre las necesarias reformas al poder ejecutivo, el discurso público se concentró exclusivamente en la personalidad autoritaria de Trump. Se mantuvo así intacta la figura del “jefe benevolente”, solo que ahora disponible para ser encarnada por otro político con similares ambiciones de concentración de poder. A diferencia de la caída en desgracia de Richard Nixon, que llevó a reformas significativas que limitaron el poder presidencial, el paso de Trump por la presidencia no ha logrado, al menos hasta ahora, movilizar un consenso bipartidista hacia una transformación institucional de fondo.
En los últimos días de su mandato, la imagen de Trump como un jefe benevolente colapsó, revelando una presidencia marcada por la incompetencia, la ruptura de promesas y la subordinación total a los intereses del capital. Su retórica populista, que prometía desafiar al neoliberalismo corporativo, quedó reducida a una fachada vacía. Millones de trabajadores estadounidenses, especialmente en los estados industriales del "Rust Belt", llegaron a noviembre de 2020 con la clara percepción de que su situación económica no solo no había mejorado, sino que había empeorado.
Con la llegada de Joe Biden a la presidencia y el control demócrata de ambas cámaras del Congreso, se abrió una oportunidad concreta para impulsar reformas laborales y económicas profundas. Biden prometió duplicar el salario mínimo federal, promover empleos vinculados a la infraestructura verde y convertirse en “el presidente más pro-sindical de la historia”. Sin embargo, la ambigüedad en su trayectoria política genera dudas razonables. Por un lado, es el hijo de clase trabajadora de Scranton y un defensor declarado de los sindicatos; por otro, es el senador que en 2005 apoyó una reforma de bancarrotas que benefició a Wall Street y perjudicó a Main Street.
Sus nombramientos refuerzan esta dualidad. Escogió a Marty Walsh, exalcalde de Boston y líder sindical, como secretario de Trabajo, lo que parece confirmar su compromiso con los trabajadores. Pero también eligió a Gina Raimondo, exgobernadora de Rhode Island y capitalista de riesgo, como secretaria de Comercio, pese a su historial de recortes severos en las pensiones públicas del estado. Raimondo fue tan impopular entre los sindicatos que la AFL-CIO local respaldó al candidato republicano en su contra en 2014.
La persistencia del autoritarismo laboral, normalizado en la cultura empresarial estadounidense, representa una amenaza directa a la democracia. La oficina presidencial no puede seguir funcionando como una extensión de la lógica empresarial, donde el poder se concentra en una sola figura, legitimada por subordinados y a menudo exenta de control real. Si no se revierte esa lógica en el lugar de trabajo —y por extensión en la presidencia—, el proyecto democrático seguirá siendo vulnerable a la captura oligárquica.
El fracaso de Trump en cumplir sus promesas populistas o en erradicar la corrupción que él mismo denunció no debe ser trivializado, pero lo urgente ahora es diseñar una transformación que sea auténticamente democrática. Esto exige ir más allá de la figura del líder carismático y confrontar las estructuras que perpetúan relaciones de dominación en todos los ámbitos: el gobierno, el lugar de trabajo, y la sociedad civil. La democracia no se reduce a elecciones; se construye en la distribución real del poder, tanto en la esfera pública como en la privada.
Para entender el fracaso estructural del sistema estadounidense frente al autoritarismo presidencial, es necesario considerar también la composición desigual del Senado y la desproporción de representación en la Cámara de Representantes. La sobrerrepresentación de estados menos poblados, predominantemente conservadores, obstaculiza reformas progresistas incluso cuando existe mayoría popular. Este desequilibrio sistémico refuerza el estancamiento institucional y perpetúa la ilusión de cambio, sin que éste se traduzca en mejoras materiales para la clase trabajadora.
Las decisiones del poder judicial no han hecho sino reforzar esta lógica. El sesgo proempresarial de jueces como Neil Gorsuch, cuyas decisiones priorizan consistentemente los intereses del empleador incluso en casos de evidente injusticia laboral, contribuye a la consolidación de una cultura de impunidad empresarial. Cuando el despido de un trabajador que actuó para proteger su vida ante condiciones extremas es avalado por los tribunales, se hace evidente que el poder no se distribuye, sino que se concentra de forma asimétrica.
El desafío central no es solamente restaurar el bienestar económico o aprobar reformas laborales, sino redefinir el concepto mismo de democracia para incluir el lugar de trabajo como un espacio que también debe regirse por principios de igualdad, representación y rendición de cuentas. Mientras el trabajo siga siendo un espacio autoritario disfrazado de relación contractual voluntaria, el autoritarismo seguirá siendo parte estructural de la cultura política estadounidense.
La persistencia de una presidencia que imita la figura del CEO, la lentitud en la implementación de reformas y la captura del poder por intereses corporativos profundizan el desencanto político y crean las condiciones para nuevos líderes autoritarios que, como Trump, prometen cambio mientras refuerzan el statu quo. El momento exige no solo vigilancia institucional, sino una transformación cultural que redefina la relación entre poder y democracia desde sus raíces estructurales.
¿Cómo la Acusación de "Corrupción" Refuerza el Poder de Trump?
La acusación de corrupción, tan comúnmente dirigida hacia Donald Trump, resulta ser un arma de doble filo. Si bien se presenta como un reproche a su conducta, en muchos casos termina por fortalecer la imagen del propio Trump, quien se presenta como una figura revolucionaria que desafía el orden establecido. Este fenómeno no solo afecta la percepción pública de su figura, sino que también modifica el significado de lo que entendemos por "corrupción" en la esfera política. En lugar de restarle poder, la acusación de corrupción le otorga un valor simbólico que refuerza su rol como intermediario entre los "desposeídos" y aquellos que poseen el poder y el valor.
Trump, con su comportamiento irreverente y descarado, desafía cualquier interpretación tradicional de la política, llevando sus acciones hasta el punto de destruir símbolos sagrados, como la bandera nacional. En sus gestos y declaraciones, no solo se burla de las convenciones, sino que establece una conexión directa entre su figura y los valores que estas representan. En este sentido, su "sacrilegio" no es solo una transgresión, sino una transgresión sobre la transgresión misma. Al llevar la irreverencia a su máxima expresión, Trump elimina la capacidad de la sociedad para reaccionar de manera efectiva ante sus actos, dejando solo una figura vacía y cargada de poder negativo.
Llamar a Trump "corrupto" implica aceptar que existe un valor inherente en las estructuras tradicionales que él ha decidido subvertir. Sin embargo, esto tiene un costo: refuerza la idea de que las élites y los poseedores de poder son los auténticos guardianes de la moralidad. En lugar de cuestionar este orden, la acusación de corrupción valida la existencia de esa jerarquía moral, lo que permite a Trump, al mismo tiempo, desempeñar el papel del "campeón del pueblo". Su corrupción, más que un defecto, se convierte en una fuerza de desafío, una agresión emocional que ataca a las altas esferas, derrumbando sus estructuras desde adentro.
En términos de crítica política, la acusación de corrupción no solo es imprecisa, sino que resulta ineficaz. Repetir esta acusación sin ofrecer pruebas concretas ni interpretaciones más matizadas refuerza las tácticas de Trump, quienes ven en este enfoque una forma de validación de su propia lucha contra un sistema que, a su juicio, está corrompido hasta la médula. En lugar de caer en este juego, es necesario reflexionar sobre las múltiples formas de mal comportamiento que se le imputan y tratar cada una en su propio contexto, sin recurrir a etiquetas generales como "corrupción".
Un ejemplo cinematográfico puede ilustrar esta dinámica: en la película Las Aventuras de Robin Hood (1938), el héroe es un "bandido" que se burla de las autoridades normandas al robarles para redistribuir los bienes entre los pobres. Al final, no solo desafía el orden, sino que conquista la moralidad de los poderosos, llevándola a su propio terreno. Trump, de alguna forma, adopta un papel similar al de Robin Hood, pero invirtiendo la moralidad de la sociedad. Al llamarlo "corrupto", sin darnos cuenta, caemos en la narrativa que él mismo construye: un relato de cómo su corrupción es, en realidad, la cura de un sistema corrompido.
La clave radica en reconocer que la acusación de corrupción no debe convertirse en el centro del debate. Es más productivo y necesario realizar un análisis exhaustivo de sus acciones y de cómo estas afectan la estructura política y moral de la sociedad. La acusación de corrupción, por su parte, es solo un medio para perpetuar la narrativa del "héroe" que lucha contra el sistema. Por lo tanto, en lugar de reforzar la polarización, debemos invitar a un diálogo constructivo, en el que se busquen puntos en común y se reconozca la diversidad de opiniones dentro de un sistema democrático.
El peligro de ver a Trump exclusivamente como un "corrupto" es que podemos caer en la trampa de su retórica, donde él se presenta como el salvador del pueblo frente a una elite corrupta. Al hacerlo, reforzamos su poder y perpetuamos el ciclo de polarización. En cambio, sería más efectivo enfocarnos en las pruebas y hechos concretos de su comportamiento, dejando de lado etiquetas amplias que solo sirven para intensificar la división. Solo así podremos avanzar hacia una comprensión más profunda de sus acciones y sus implicaciones para la política global.
¿Cómo Epstein y Trump Crearon un Imagen de Éxito?
La vida de Jeffrey Epstein, como la de Donald Trump, puede verse como un estudio del poder, el abuso de este poder y la construcción de una imagen pública que enmascaraba comportamientos profundamente problemáticos. En sus trayectorias, ambos hombres compartieron una relación ambigua con la moralidad y la ética. Sin embargo, uno de los aspectos que distingue a Epstein de Trump es la relación que ambos mantenían con la publicidad. Trump, siempre buscando el centro de atención, se lanzaba de lleno a la esfera pública, mientras que Epstein, en contraste, prefería las sombras. A pesar de su gusto por el secretismo, Epstein seguía el ejemplo de Trump al exhibir un comportamiento inmoral sin ningún tipo de vergüenza.
Aunque la estética de Epstein era más refinada que la de Trump, el comportamiento de ambos hombres coincidía en su brutalidad a la hora de construir una imagen pública que irradiara éxito masculino. Al observar la línea de tiempo de la vida adulta de Epstein junto a la de Trump, es evidente que Epstein, siete años menor que Trump, intentó seguir sus pasos. Epstein ingresó a la sociedad neoyorquina después de Trump; compró una mansión en Palm Beach en 1990, cinco años después de que Trump adquiriera la suya. A finales de los años 80, Trump volaba alrededor del mundo en un Boeing 727 personalizado; Epstein hizo lo propio en el año 2000. Había las mismas fundaciones, agencias de modelos, fiestas — Trump hacía un escándalo, y Epstein le siguió el ejemplo unos años después. Esta imitación refleja cómo Epstein compró la imagen de éxito que Trump había vendido deliberadamente a los neoyorquinos, buscando adquirir una imagen similar que le permitiera presentar sus vicios como virtudes.
Epstein, al igual que Trump, provino de un entorno modesto. Trump, a pesar de su fortuna, nunca se mostró ajeno a los escándalos, las mentiras y los engaños. A lo largo de los años, evadió las consecuencias de su comportamiento, gracias a su poder económico. En palabras de la periodista de Vanity Fair, Marie Brenner, Trump creía que su dinero le otorgaba libertad para hacer sus propias reglas sin ser detenido. Lo mismo ocurrió con Epstein, que, durante las décadas que vivió bajo la influencia de Trump, se dedicó a prácticas que incluían el robo descarado, la extorsión y el abuso sexual, acciones que le valieron la admiración y los negocios de élites nacionales e internacionales. No sería innecesario analizar el hecho de que Epstein enfrentó su primer escrutinio público y consecuencias legales tras caer en desgracia con Trump, pero un análisis más productivo sería examinar a Epstein como una advertencia sobre la corrupción inherente al Trumpismo, entendido como la aceptación abierta de un comportamiento cruel, egoísta, antisocial e inmoral.
En los años 90, la figura de Epstein aún era desconocida para la gran mayoría. Sin embargo, todo cambió en 2002, cuando un artículo en The New York Post mencionó un vuelo privado que Bill Clinton realizó a África, acompañado de actores como Chris Tucker y Kevin Spacey, en el avión privado de Epstein. La figura del financiero emergió de la penumbra en ese momento. Meses después, New York Magazine y Vanity Fair publicaron reportajes más profundos sobre Epstein, que él mismo se encargó de promover. Durante una de esas entrevistas, el periodista Vicky Ward se encontró con Epstein en su mansión de Manhattan, donde él había dejado sobre su escritorio un libro particularmente simbólico: Las desventuras de la virtud, de Donatien Alphonse François, más conocido como el Marqués de Sade. Este libro cuenta la historia de una joven virtuosa que, a pesar de sufrir constantes abusos, nunca cede a la tentación de "apoyar a los malvados que prosperan".
El hecho de que Epstein dejara a la vista este libro no fue un mero acto de erudición, sino un mensaje claro sobre su capacidad para ejercer su poder de manera despiadada. No solo quería mostrar que podía permitirse comportamientos inmorales, sino que parecía celebrarlos. Esta referencia al Marqués de Sade no era solo una demostración de su gusto por la obra erótica, sino una clara señal de que Epstein se veía a sí mismo como una figura que, al igual que los personajes de Sade, utilizaba su riqueza y poder para explotar a los vulnerables sin ningún remordimiento. La figura del Marqués de Sade, aunque conocida por sus escritos sobre la crueldad sexual, es más que un simple pornógrafo; sus novelas eran una crítica feroz a la hipocresía de los poderosos que predicaban la virtud mientras disfrutaban de los placeres reservados solo para ellos.
El paralelismo entre Epstein y los personajes de Sade refleja una visión oscura de la humanidad, en la que los poderosos son capaces de infligir sufrimiento a los demás sin temor a las consecuencias. Epstein, al igual que los aristócratas de Sade, parecía actuar con impunidad, disfrutando del sufrimiento ajeno mientras se encontraba a la vanguardia de una sociedad que, por lo general, prefería no ver las transgresiones a las que se sometían los más vulnerables.
Es crucial que el lector no solo observe la similitud en las tácticas de los dos hombres, sino que también se pregunte cómo una cultura de impunidad y el cultivo de una imagen pública pueden crear figuras como Epstein. Al igual que Trump, Epstein era un maestro en la manipulación de la imagen pública, logrando que sus peores características fueran vistas como símbolos de poder y éxito. La historia de Epstein es un testimonio de lo que puede ocurrir cuando el poder no tiene rendición de cuentas, y cómo la sociedad, en su afán por admirar el éxito, a menudo pasa por alto los mecanismos de abuso que lo sustentan.
¿Cómo las campañas de desinformación transforman el panorama político y social?
Las campañas de desinformación han sido una herramienta fundamental en el arsenal de líderes autocráticos y populistas, con el fin de manipular la percepción pública y consolidar el poder. Este fenómeno, que fue particularmente evidente durante la presidencia de Donald Trump en los Estados Unidos y la intervención de Vladimir Putin en Ucrania, ilustra el uso sistemático de mentiras, tergiversaciones y distorsiones de la realidad para crear crisis percibidas que justifican medidas extremas y la consolidación del poder. Tanto Trump como Putin emplearon estrategias de manipulación política que no solo apelaban a sus bases, sino que también remodelaban la percepción global de los eventos a través de un control de la narrativa mediática.
En el caso de Trump, su ascenso al poder estuvo marcado por un constante ataque a los medios de comunicación tradicionales, tildándolos de "fake news" y manipulando hechos para desacreditar a sus opositores y crear un entorno de polarización y crisis. La campaña de desinformación contra las minorías, los jóvenes y aquellos que luchaban por la reforma policial y la justicia social fue efectiva para movilizar a su base. Esta táctica de confundir la verdad con la mentira, como advirtió Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, corrompió el paisaje político y cultural, deteriorando las instituciones democráticas de los Estados Unidos. En un entorno donde la mentira se convertía en una verdad aceptada, se pavimentaba el camino para políticas autoritarias.
Putin, por su parte, utilizó estrategias similares para justificar sus intervenciones en Ucrania, particularmente en Crimea. Al igual que Trump, Putin apeló a los sentimientos de nacionalismo y a la nostalgia de una antigua grandeza perdida, en este caso, la de la Unión Soviética. Desde su llegada al poder, Putin ha manifestado abiertamente su deseo de restaurar la unidad política, cultural y geográfica de lo que alguna vez fue la URSS. La anexión de Crimea en 2014 se enmarcó en una narrativa de "protección" de los rusos étnicos de lo que él describió como una amenaza fascista y anti-rusa, usando términos como "limpieza étnica" y "pogromo" para crear una distorsionada imagen de los eventos.
El conflicto en Ucrania se originó en un momento de gran agitación política interna. Las protestas del Euromaidán que derrocaron al presidente pro-Kremlin Viktor Yanukovych fueron vistas por muchos como un levantamiento democrático. Sin embargo, Putin y los medios rusos crearon una versión completamente diferente, presentando la situación como un conflicto etno-nacionalista en el que Rusia intervenía para defender a sus compatriotas rusos del supuesto ataque de los "nacionalistas ucranianos". De esta forma, la narrativa de un conflicto interno se internacionalizó, justificando así la invasión militar de Crimea bajo el pretexto de una supuesta "intervención humanitaria" y la prevención de un "genocidio".
Los medios de comunicación estatales rusos desempeñaron un papel crucial en esta campaña, utilizando imágenes manipuladas y desinformación para presentar a los manifestantes de Euromaidán como "terroristas" o "insurgentes". Al igual que la narrativa construida por los medios conservadores en Estados Unidos, los medios rusos construyeron una imagen de caos y violencia que legitimaba las acciones de Putin como una respuesta necesaria para salvar a Rusia y restaurar el orden.
Este tipo de desinformación tiene efectos directos sobre la opinión pública. La manipulación de las narrativas políticas no solo busca ganar el apoyo de la población nacional, sino también alterar la percepción internacional de los eventos. En el caso de Putin, su popularidad se disparó después de la invasión de Crimea, un fenómeno similar al que ocurrió con Trump tras sus victorias políticas, como la victoria en las elecciones de 2016. La propaganda y la desinformación se convirtieron en herramientas clave para dar forma a la realidad política y mantener el poder.
La clave para entender estos procesos radica en cómo la desinformación construye crisis artificiales que, aunque no son reales, son percibidas como tales por grandes sectores de la población. El miedo, el odio y la confusión son utilizados para consolidar el poder de líderes autoritarios, que transforman una narrativa construida sobre mentiras en una justificación para políticas draconianas, represión y control social. A través de la creación de un enemigo común, ya sea interno o externo, estos líderes logran unificar a su base y asegurar el apoyo popular necesario para la supervivencia de su régimen.
Es crucial que el lector entienda que, más allá de las tácticas de manipulación política, las campañas de desinformación tienen consecuencias profundas en la sociedad. La erosión de la confianza en las instituciones, el debilitamiento del debate público y el ascenso de movimientos populistas y autoritarios son solo algunos de los efectos secundarios de un entorno donde la verdad es maleable y la información es controlada. Las democracias, en particular, son vulnerables a estas tácticas, ya que la pluralidad de voces y el libre flujo de información son esenciales para su funcionamiento. Sin embargo, el control de los medios y la creación de narrativas dominantes pueden transformar el paisaje político y social, debilitando las instituciones democráticas y fortaleciendo los regímenes autoritarios.

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