La niebla se extendía como un lago de leche bajo los castaños, abrazando las ramas con un silencio líquido que parecía absorber cada sonido. La vela titilaba, inquieta por una corriente invisible, mientras el aire denso invitaba a abrir los cajones de un mueble que guardaba no solo telas, sino vestigios de una vida extinguida. La ropa de seda, los iniciales bordados con una precisión casi arrogante, las fotografías que parecían retener una luz prestada: todo hablaba de una presencia ya disuelta. Las imágenes de parientes y amigos, congeladas en gestos banales, estaban teñidas por la misma sombra de ausencia. Una fotografía en particular, un joven de sonrisa ligera y cinta de colores adherida al marco, parecía ofrecer una pista hacia un parentesco que tal vez nunca importó. Y sin embargo, era imposible apartar la mirada de aquella juventud inmóvil.

La fatiga de las palabras de Bloom, su conversación interminable, pesaba como un velo que empujaba hacia el sueño. Pero el sueño llegó sin transición, denso y pesado, solo para ceder a un despertar que no traía descanso, sino una conciencia aguda, casi dolorosa. El amanecer filtraba una luz gris que no era simple claridad: era una revelación. Cada ángulo, cada mueble, cada pared de la habitación había adquirido una intensidad anómala, como si la materia misma proclamara su fragilidad. No era miedo, al menos no en su forma habitual, sino una certeza fría de que lo visto no era del todo real. Bastaba con aceptar lo que los sentidos ofrecían para quedar atrapado en un estado de conciencia tan vívido como engañoso.

El murmullo lejano de voces, sin palabras discernibles, acentuaba esa percepción de inestabilidad. La casa, inmóvil como un escenario tras el telón, amplificaba cada eco. El sonido de pasos pesados, una voz que podría haber sido la de Bloom o su doble, marcaban una frontera entre la vigilia y algo indefiniblemente más profundo. El cuerpo respondía con cautela, casi con la lentitud de un animal en acecho, mientras la mente buscaba un equilibrio que ya no encontraba. La decisión de avanzar, de enfrentar aquello que podía no existir, se volvió un acto inevitable.

En el estudio, los objetos hablaban con una elocuencia muda. Las monedas dispersas, el reloj, el llavero, los restos de una intimidad ordenada con minuciosidad infantil, formaban una constelación de hábitos que no encajaban con la lógica de la noche. Una llave, simple y anodina, brillaba con una importancia que desafiaba su banalidad. El misterio no estaba en su forma, sino en el reconocimiento de que la mente podía convertir cualquier detalle en un signo de amenaza. La percepción, una vez tensada, transforma lo cotidiano en un teatro de incertidumbre.

El clímax llegó en el dormitorio, donde el tiempo parecía haberse detenido. La cama, antes vacía, presentaba ahora una figura que reproducía con precisión inquietante el rostro de Bloom. No era un cuerpo, no era vida: era una imagen perfecta, inmóvil, sin el más mínimo soplo de vitalidad. Un simulacro que no necesitaba explicación racional para imponer su poder. Allí, lo inerte se revelaba como algo más perturbador que lo vivo, una presencia que no respira y, sin embargo, obliga a mirar.

El lector debe comprender que este relato no solo explora un episodio de inquietud personal, sino que desentraña la vulnerabilidad de la percepción humana. La materia que creemos sólida puede convertirse, en circunstancias extremas, en una proyección de nuestros propios temores. La habitación no cambia: es la conciencia la que altera sus contornos, amplifica lo grotesco, inventa presencias en la quietud. El verdadero peligro no reside en lo que se ve, sino en la aceptación inconsciente de que lo visto es definitivo. Entender esto es reconocer que la mente, ante el silencio y la soledad, puede ser tanto refugio como abismo.

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