En los primeros días del mercado de valores moderno, los holandeses estuvieron entre los pioneros en desarrollar un sistema estructurado de intercambio. Aunque el propósito original de las bolsas de valores en ciudades como Ámsterdam era permitir a los inversores negociar acciones, al juntar a los comerciantes en un solo espacio, algunos no pudieron resistir la tentación de especular con productos que no poseían en el momento de la transacción. Así nació la práctica de comprar y vender acciones para su entrega en una fecha futura, lo que conocemos hoy como contratos de futuros.
En los Países Bajos de aquella época, el acuerdo de comprar un bien para su entrega futura era legal, pero vender algo que no se poseía no lo era. La norma en vigor establecía que solo aquellos que ya poseían un bien podían venderlo para su futura entrega. El trasfondo moral de esta restricción era que vender algo que no se poseía era considerado como una forma de juego, una actividad que en ese entonces se percibía como inmoral. No obstante, esta postura, en parte, tenía razón. Los comerciantes que vendían acciones para su entrega futura no estaban realmente interesados en comprar las acciones ni en entregarlas a los compradores; en cambio, estaban apostando por el cambio de los precios.
Lo que surgió de esta práctica fueron los mercados de futuros, donde los comerciantes y especuladores compraban con la expectativa de que los precios subirían, o vendían con la esperanza de que cayeran. Pero en estos contratos, los acuerdos no necesariamente se materializaban en la entrega física de los bienes; el dinero cambiaba de manos según el valor de mercado, lo que provocaba que, en muchas ocasiones, la transacción no fuera más que un intercambio especulativo sin consecuencias reales para los activos en cuestión.
Este tipo de especulación alcanzó un nivel exacerbado en la segunda mitad de 1636, con el comercio de los bulbos de tulipán, que, aunque no era un mercado formal ni regulado, pasó a convertirse en una burbuja financiera que atraía a todo tipo de comerciantes. Las negociaciones de los bulbos de tulipán se realizaban en tabernas, fuera del alcance de los mercados establecidos, y lo más sorprendente era que los contratos no requerían un gran capital inicial ni eran legalmente vinculantes. Esto favorecía el comportamiento especulativo y el entusiasmo desenfrenado, pues los comerciantes se lanzaban al mercado sin un riesgo serio de perder grandes cantidades de dinero. Así, el comercio de bulbos se asemejaba más a un juego de azar que a una inversión real.
La burbuja alcanzó su clímax en la segunda semana de febrero de 1637, cuando, tras una vertiginosa subida de precios, la euforia comenzó a decaer. Los contratos de compra y venta se volvieron invendibles porque los compradores y vendedores no podían acordar precios. Esto hizo que muchos simplemente abandonaran sus contratos o pagaran solo una fracción de lo que debían, sumergiendo el mercado en el caos. Sin embargo, a pesar de las enormes pérdidas aparentes, el daño real fue limitado. La burbuja de los tulipanes no arruinó a gran parte de los comerciantes ni a la economía de los Países Bajos, ya que los acuerdos estaban en su mayoría basados en promesas vacías, sin una verdadera inversión de capital detrás. Después del estallido, los precios de los tulipanes regresaron rápidamente a los niveles anteriores a la burbuja.
Este episodio resalta una lección crucial de la historia financiera: los mercados sin regulación y sin un riesgo real para los participantes son vulnerables a la especulación desenfrenada. La falta de consecuencias significativas ante un fracaso masivo crea incentivos para asumir riesgos excesivos, una dinámica que ha persistido a lo largo de los siglos en otras burbujas financieras.
La historia de la burbuja de los tulipanes nos ofrece una advertencia sobre el comportamiento humano en los mercados. Cuando los inversores no tienen "piel en el juego", es decir, cuando no asumen un verdadero riesgo, es fácil sucumbir al exceso de optimismo y la especulación sin límites. Esta falta de compromiso real con los activos subyacentes hace que los mercados sean inestables y propensos a colapsar. Aunque muchos de los participantes en la burbuja de los tulipanes no sufrieron consecuencias duraderas, este tipo de comportamientos puede tener efectos devastadores si se repite en una escala mayor y con activos más críticos para la economía.
Es fundamental que los inversores comprendan la naturaleza de las burbujas financieras y el peligro inherente a las promesas de ganancias rápidas y fáciles. La especulación sin una base sólida puede llevar a la sobrevaloración de activos y a la creación de burbujas que, eventualmente, estallarán con consecuencias económicas impredecibles.
¿Por qué fracasaron las entidades de ahorro y préstamo en los años 80?
El esfuerzo por atraer nuevos depósitos y mantener los existentes obligó a las entidades de ahorro y préstamo a aumentar significativamente sus gastos por intereses, mientras sus ingresos por intereses se mantenían relativamente estables. Esta discrepancia se debía a que los activos principales de estas instituciones consistían en hipotecas otorgadas durante los últimos 30 años, cuando las tasas de interés eran mucho más bajas. Las tasas de interés de estas hipotecas eran fijas, lo que implicaba que, por ejemplo, una hipoteca otorgada en 1966 a un 6% de interés seguiría generando pagos fijos hasta su liquidación en 1996. Mientras tanto, las hipotecas más recientes comenzaban a generar intereses más altos, reflejando las tasas de interés contemporáneas, pero estas representaban solo una pequeña proporción del total de las hipotecas en los balances de las entidades. En ese entonces, tanto los prestatarios como los prestamistas solían mantener la misma hipoteca desde su originación hasta su vencimiento, que podía ser varias décadas después.
A su vez, los depositantes tenían mucha mayor flexibilidad para retirar sus ahorros e invertirlos en nuevas cuentas de depósito con tasas de interés más altas. Esto generó una migración significativa de los depósitos de bajo rendimiento a las nuevas cuentas con mayores rendimientos. Esto, a su vez, aumentó drásticamente los pagos de intereses por parte de las instituciones, lo que redujo significativamente la diferencia entre lo que las entidades de ahorro y préstamo ganaban por sus hipotecas y lo que pagaban por los depósitos, una diferencia que incluso llegó a ser negativa. Este margen de interés neto, esencial para la rentabilidad del sector, se redujo drásticamente, llevando a muchas de estas entidades a la quiebra. En 1980, un tercio de las aproximadamente 4.000 entidades de ahorro y préstamo de los Estados Unidos reportaban pérdidas. Para finales de 1981, alrededor del 85% de ellas estaban perdiendo dinero, lo que dejaba claro que este modelo era insostenible.
La pregunta que surgió entonces fue: ¿por qué no utilizaban hipotecas a tasa ajustable, cuyas tasas habrían aumentado junto con las tasas de interés del mercado? La respuesta corta es que, al principio, las entidades de ahorro y préstamo no tenían permiso para ofrecer hipotecas de tasa ajustable. Aunque se les otorgó permiso en 1980, ya era demasiado tarde. Aunque las nuevas hipotecas emitidas por estas instituciones podrían haber sido de tasa ajustable, la mayoría de sus activos seguían estando atados a hipotecas de tasa fija otorgadas años atrás, cuando las tasas de interés eran mucho más bajas. No había manera de aumentar los ingresos por intereses de las hipotecas rápidamente.
El Congreso y los reguladores federales estaban conscientes de los problemas que afectaban tanto a las entidades de ahorro y préstamo como a los bancos, aunque en menor medida. Para abordar la situación, se promulgó la Ley de Desregulación de Instituciones Depositarias y Control Monetario de 1980, que marcó el inicio de la desregulación bancaria a gran escala en los Estados Unidos. Esta ley eliminó los techos a las tasas de interés de los depósitos, permitió las hipotecas a tasa ajustable y permitió que las entidades de ahorro y préstamo se expandieran a otras áreas de negocio. En particular, les permitió invertir hasta un 20% de sus activos en préstamos al consumidor y papel comercial. Aunque esta fue una medida positiva, no fue suficiente para detener la crisis. Las entidades continuaron perdiendo dinero y la industria se dirigía hacia un colapso.
En 1981, 34 entidades de ahorro y préstamo fracasaron, y en 1982 esa cifra aumentó a 73. Esta tendencia fue preocupante, especialmente porque el fondo de seguro de depósitos de la industria, la Corporación Federal de Seguro de Ahorros y Préstamos (FSLIC, por sus siglas en inglés), no contaba con suficientes recursos para hacer frente a tantas quiebras. Pronto quedó claro que el FSLIC estaba al borde de la insolvencia. En respuesta, el Congreso aprobó la Ley Garn-St. Germain de 1982, que introdujo un enfoque en dos frentes. El primero consistió en profundizar la desregulación, permitiendo que las entidades de ahorro y préstamo dedicaran hasta un 40% de sus carteras de préstamos a bienes raíces comerciales y que pudieran invertir en bonos basura, una forma de deuda de alto rendimiento pero con un alto riesgo de impago. El segundo frente fue una política de indulgencia regulatoria, que consistió en no aplicar estrictamente las reglas existentes y, en algunos casos, relajarlas. Se permitieron fusiones entre entidades débiles y más fuertes, aunque estas a menudo implicaban la creación de activos inflados conocidos como "goodwill", que ayudaban a las entidades a seguir operando a pesar de estar al borde de la insolvencia.
A pesar de estos esfuerzos, la situación empeoró a mediados de la década de 1980, especialmente en estados como Texas y California. La caída de los precios del petróleo, que afectó a las economías locales, agravó la crisis. Muchas de las nuevas actividades riesgosas en las que las entidades de ahorro y préstamo se habían involucrado, como el financiamiento de bienes raíces comerciales, comenzaron a dar frutos negativos. El auge en la construcción impulsado por los altos precios del petróleo de los 70 también contribuyó al colapso, ya que muchas de las entidades involucradas en este tipo de inversiones vieron cómo sus activos se devaluaban. Por otro lado, la reforma fiscal de 1981 aceleró las depreciaciones de inversiones de capital, lo que favoreció aún más las inversiones en bienes raíces comerciales, algo que parecía una excelente oportunidad en ese contexto. Sin embargo, las pérdidas fueron mayores de lo esperado, lo que llevó a una crisis aún más profunda.
La crisis de las entidades de ahorro y préstamo muestra cómo una desregulación mal manejada puede agravar una crisis financiera, y cómo el enfoque en la rentabilidad a corto plazo puede desencadenar una cadena de riesgos sistémicos que afectan no solo a las instituciones financieras, sino también a la economía en general. La falta de supervisión adecuada y la permisividad regulatoria aumentaron los riesgos y profundizaron la crisis, dejando a millones de depositantes y a la economía estadounidense en una situación precaria.
¿Por qué la falta de acción ante los préstamos morosos empeoró la crisis financiera en Japón?
El Ministerio de Finanzas de Japón adoptó una estrategia de indulgencia regulatoria, minimizando sistemáticamente la magnitud de los préstamos morosos que se acumulaban en los bancos japoneses. Durante años, las autoridades subestimaron el verdadero volumen de los préstamos incobrables, registrando solo una fracción, en ocasiones incluso mucho menos de la mitad, del valor real de las deudas. A lo largo de la década de 1990, permitió a los bancos emplear prácticas contables poco claras para esconder la magnitud de sus pérdidas. En 1992, por ejemplo, se permitió a los bancos aplazar la contabilización de las pérdidas en sus carteras de acciones por un año entero. Posteriormente, se permitió que los bancos reportaran los valores de sus participaciones en acciones según los precios de compra, a pesar de que los valores de mercado habían caído por debajo de esos precios.
En cuanto a los préstamos incobrables, la definición oficial era increíblemente laxa. En 1993, un préstamo solo se clasificaba como malo si el prestatario dejaba de pagar durante seis meses consecutivos, ni siquiera en forma parcial. Sin embargo, una vez que un préstamo alcanzaba esta categoría, el Ministerio permitió que los bancos ocultaran estos activos problemáticos y permitió el traslado de préstamos morosos a empresas que solo existían sobre el papel. En algunos casos, incluso se aconsejó a los bancos sobre cómo ocultar sus pérdidas.
Además de la indulgencia directa, el Ministerio de Finanzas también trató de aliviar la presión sobre los bancos mediante métodos indirectos. Se presionó a los fondos de pensiones públicos para que compraran acciones como parte de una estrategia conocida como "operaciones de mantenimiento de precios". A su vez, el Banco de Japón, tradicionalmente dirigido por ex funcionarios del Ministerio de Finanzas, fue presionado para seguir reduciendo las tasas de interés. Esta medida fue exitosa, pues las tasas de interés bajaron del 2% a finales de 1993 hasta el 0.5% en 1995, lo que ayudó a los bancos a manejar sus deudas, aunque a largo plazo dificultó su capacidad para salir de la crisis.
El gobierno japonés también publicó pronósticos económicos excesivamente optimistas, sugiriendo que la economía estaba a punto de recuperarse. Esto hizo que pareciera razonable permitir que los bancos siguieran sosteniendo préstamos problemáticos con la esperanza de que su calidad mejorara conforme lo hiciera la economía. Si bien esta estrategia compró algo de tiempo, la economía continuó deteriorándose, llevando a una crisis financiera cada vez más profunda.
Cuando la situación se tornó insostenible, el Ministerio recurrió al sistema de convoy para ganar más tiempo. Desde 1991, la caída en los precios inmobiliarios comenzó a generar problemas en las entidades prestamistas no bancarias, conocidas como "jusen". Estas entidades, que se especializaban en la concesión de hipotecas, se vieron empujadas a prestar dinero para proyectos inmobiliarios comerciales mucho más riesgosos. Para 1991, aproximadamente el 38% de los préstamos de los jusen habían fracasado. En circunstancias normales, una proporción tan alta de préstamos incobrables habría llevado al cierre inmediato de estas instituciones, pero bajo el sistema de convoy, el gobierno intervino para que los prestamistas perdonaran parte de las deudas y extendieran más créditos. A pesar de la intervención, esta estrategia solo logró retrasar lo inevitable.
Para 1993, cuando la economía aún no se había recuperado y los precios de la propiedad seguían cayendo, los jusen volvieron a estar en apuros. El Ministerio de Finanzas implementó nuevamente medidas de alivio, como la condonación de préstamos y la reducción de tasas de interés, pero los resultados fueron nulos. Para 1995, la situación de los jusen era aún más grave: aproximadamente el 75% de sus préstamos estaban morosos y el 60% de estos se consideraban irrecuperables.
A medida que la crisis se profundizaba, el sistema de convoy comenzó a desmoronarse. En 1994 y 1995, varios cooperativas de crédito y bancos regionales fracasaron, y el Ministerio de Finanzas no logró que los bancos privados compraran estas instituciones en quiebra. La solución fue la creación de dos nuevos bancos destinados a adquirir activos de las entidades fallidas, financiados en gran parte por el Banco de Japón. Sin embargo, el sistema no resolvió los problemas estructurales subyacentes. En 1997, la quiebra de la aseguradora Nissan Mutual Life y las posteriores caídas de dos bancos y dos firmas de corretaje confirmaron que la crisis ya había alcanzado dimensiones catastróficas.
Ante el colapso de instituciones financieras clave, el gobierno japonés tuvo que intervenir con un rescate de 250 mil millones de dólares en 1998, aunque muchos consideraron que esa cantidad era insuficiente. Se destinaron grandes sumas a la Corporación de Seguro de Depósitos de Japón, que a partir de ese momento adquirió activos problemáticos de los bancos, intentando recapitalizarlos. Sin embargo, la falta de una acción más decisiva para que los bancos liquidaran sus préstamos morosos dejó a la economía atrapada en una espiral de ineficiencia.
El colapso del sistema de convoy y la falta de soluciones adecuadas señalaron la fragilidad estructural del sistema bancario japonés. A pesar de las reformas administrativas y la reorganización del Ministerio de Finanzas en una agencia encargada de supervisar los bancos, la solución al problema de los préstamos morosos seguía sin llegar. Los bancos que no estaban en peligro inmediato de quiebra pudieron seguir operando con balances artificialmente inflados, lo que dificultó la recuperación económica de Japón.
Lo esencial aquí es entender que el sistema de convoy y las políticas de indulgencia no solo retrasaron la crisis financiera, sino que la agravaron, al permitir que los bancos ocultaran sus pérdidas y retrasaran las reformas necesarias. La falta de una intervención más temprana y decisiva en los procesos de liquidación de activos no solo contribuyó a la prolongación de la crisis financiera de Japón, sino que también mostró los peligros de intentar "salvar" instituciones en lugar de hacer frente a los problemas estructurales del sistema financiero.
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