Aurora, con una mirada fulgurante y una sonrisa persuasiva, golpeó el brazo de su compañero, como si cada palabra fuera una flecha destinada a perforar su silencio. "Vamos, seamos sinceros, ¿realmente vale la pena que se dedique a dibujar para esas revistas tan triviales?", preguntó, mientras su tono se impregnaba de una mezcla de crítica y desconcierto. Su compañero, sin saber muy bien qué responder, se quedó inmóvil, y fue en ese preciso momento cuando Aurora comenzó a desatar su discurso, un torrente de pensamientos que muy pronto dejaron de referirse al tema en cuestión y se centraron exclusivamente en ella misma. Era su estilo: las palabras nunca giraban en torno a la discusión, sino que siempre desembocaban en un monólogo introspectivo sobre su visión del mundo.

En medio de este caos verbal, el ambiente se fue transformando. Los invitados comenzaron a levantarse, las copas se alzaron y un brindis que parecía más un acto de desorden que de solemnidad se sucedió sin mayor protocolo. "Miembros de la mesa, les ofrezco este brindis en honor a Pym", exclamó Mr. Aubrey Wingate, pero las palabras se diluían en la confusión del momento, ya que rápidamente otro invitado, Mr. Philip Murray, añadió: "¡y a todos nosotros!" El brindis, propuesto de manera torpe y sin mucho respeto por las reglas del banquete, no fue más que una excusa para continuar con el bullicio, que se elevó a un punto en que lo único que importaba era la diversión y la risa.

El alboroto continuó cuando un joven pálido, casi desvanecido, se levantó con un cigarro consumido entre los dedos. "Un brindis por la muerte y confusión del Royal Academy", proclamó, y la multitud, al igual que si fuera una fiesta de sábado por la noche en el lugar más desenfadado de la ciudad, coreó y aplaudió sin cesar. Pero la sorpresa de la noche no vino de una propuesta tan desmedida, sino de un giro inesperado: mientras el grupo se entregaba al caos, Pym, con firmeza y determinación, intervino golpeando la mesa con un candelabro de bronce y gritando: "¡No!"

La confusión cundió instantáneamente. ¿Por qué Pym se oponía a un brindis que se había vuelto casi un himno de su círculo social? La razón era sencilla, pero cargada de complejidad: "Hay un editor de arte presente", declaró, señalando a un hombre callado en la esquina, que se levantó de su silla en un gesto tímido. La atmósfera cambió radicalmente. La sorpresa de los presentes no se debió tanto al hecho de que un editor estuviera en la mesa, sino al reconocimiento de que Pym había desafiado abiertamente una tradición, una broma que había quedado en el aire, sin más significado que el entretenimiento. Pym había puesto en evidencia una contradicción, mostrando que, en su mundo, el arte y la crítica no podían ser ignorados tan fácilmente.

Este momento de tensión reveló algo crucial sobre las dinámicas sociales entre artistas y críticos: la constante oscilación entre la admiración y el rechazo, la necesidad de pertenecer a un círculo selecto mientras se desafían sus normas tácitas. Es fácil decir que el arte es un espacio donde la libertad fluye sin restricciones, pero las interacciones entre los actores involucrados, desde los artistas hasta los editores y críticos, están llenas de contradicciones, tensiones y compromisos. En el caso de Pym, su intervención no fue solo una reacción a una broma mal dirigida, sino un acto de reivindicación personal, una afirmación de que, a pesar de su aparente rebeldía, ella valoraba el lugar que ocupaba en la esfera artística, un lugar que no debía ser mancillado por comentarios superficiales.

Lo que sigue después de esta confrontación es también revelador: la tensión no se disipa inmediatamente, sino que se transforma en una especie de acuerdo tácito entre los miembros del grupo. Las risas se retoman, el caos vuelve a su cauce, y se restablece el equilibrio entre la ironía y la seriedad, entre la provocación y el respeto tácito. La escena final, donde los suitors intentan consolar a Pym, es un recordatorio de lo frágil que puede ser el arte en un mundo lleno de juicios y expectativas, y de cómo los artistas, incluso aquellos que se presentan como indiferentes a las críticas, son profundamente sensibles a las dinámicas que los rodean.

En este contexto, es esencial comprender que las relaciones entre artistas y la crítica no son solo una cuestión de aprobación o rechazo. Son un reflejo de las tensiones inherentes a cualquier sociedad que valora la creación, pero también necesita de un sistema para catalogar, jerarquizar y, en última instancia, consumir esa creación. Los brindis, las risas y las intervenciones en el relato muestran cómo, incluso dentro de un grupo que parece ser radicalmente despreciativo de la crítica, la presencia misma del crítico es inevitable y, a menudo, indispensable. Es un recordatorio de que, en cualquier círculo creativo, siempre hay un equilibrio frágil entre la libertad de expresión y la necesidad de reconocimiento.

¿Qué significa la locura en este relato? La mujer misteriosa y el límite entre la realidad y la fantasía

Desde los arbustos, ella tiró de la cuerda que sujetaba al cuello de la vaca. Bajo el pañuelo carmesí que le cubría la cabeza, escapaban cabellos rubios y enmarañados, similares a la estopa que cuelga de un huso. No llevaba pañuelo en el cuello. Un escote rudo y a rayas de lana negra y gris dejaba sus piernas al descubierto, con su falda demasiado corta. Su apariencia podría haber pertenecido a alguna tribu de los "Indios Rojos" de las novelas de Fenimore Cooper, pues su cuello, brazos y tobillos estaban pintados de un rojo ladrillo. En su rostro, falto de rasgos definidos, no se percibía ni el más mínimo atisbo de inteligencia. Sus ojos, pálidos y azulados, se mantenían fijos y vacíos debajo de unas cejas que apenas tenían más de un par de pelos blancos. Sus dientes, prominentes e irregulares, eran tan blancos como los de un perro.

“Hola, buena mujer”, llamó M. de Sucy. Ella se acercó lentamente a la barandilla, observando a los dos cazadores con una sonrisa torcida y dolorosa de ver. “¿Dónde estamos? ¿Cómo se llama esa casa? ¿De quién es? ¿Quiénes son ustedes? ¿Son de por aquí?”, le preguntaron, pero ella no contestó más que con ruidos guturales, más cercanos a sonidos animales que a palabras humanas.

“¿No ves que es sorda y muda?”, dijo M. d’Albon. La mujer campesina, tras unos momentos, musitó un nombre: "Minorites".

“¡Ah, tiene razón!”, continuó el magistrado. “La casa parece haber sido un convento de los Minoritas.”

A pesar de las preguntas continuas, la campesina se limitó a mirar, juguetear con la cuerda de la vaca que ya había comenzado a pastar, observar cada prenda de ropa que llevaban los hombres, y emitir sonidos incomprensibles. “¿Tu nombre?” preguntó Philip, fijando su mirada sobre ella como si intentara hipnotizarla. "Genevieve", respondió, con una risa vacía. "La vaca es la criatura más inteligente que hemos visto hasta ahora", exclamó el magistrado.

Un disparo al aire debería haber atraído a alguien hacia ellos. Pero fue en ese momento cuando ambos amigos dirigieron la mirada a la mujer extraña, que ya había comenzado a alejarse por un sendero verde. Su paso era lento, casi absorbida por pensamientos profundos. Vestía un vestido de satén negro, desgastado por el tiempo, y su largo cabello caía sobre su frente, formando una especie de chal que rodeaba sus hombros. Sus movimientos eran asombrosamente precisos, como los de un animal, llenos de una flexibilidad que parecía de otro mundo. La mujer saltó a un árbol frutal con la agilidad de un pájaro, arrancó una fruta, la mordió y volvió a caer al suelo con la misma gracia que un ardilla.

La elasticidad de sus miembros eliminaba cualquier vestigio de torpeza o esfuerzo en sus movimientos. Jugaba en el césped, se revolcaba como un niño pequeño, y luego, de manera repentina, se quedaba inmóvil, extendiendo sus pies y manos con la gracia de un gatito que duerme al sol. En ese instante, un trueno lejano hizo que se levantara sobre sus manos y pies, como un perro que escucha un paso extraño. La escena era tan surrealista que los testigos apenas podían comprender lo que veían. La mujer se acercó a un estanque, descalza, disfrutando del agua fría sobre sus pies, y se quedó allí, jugando como una niña, dejando caer sus largos cabellos mojados en el agua.

"Está loca", exclamó el consejero. En ese momento, un grito agudo resonó en el aire: era Genevieve, llamando a la mujer misteriosa. Ella se levantó rápidamente y volvió a la barandilla con la rapidez de una gacela. “Adiós”, dijo en tonos bajos y musicales, pero no había rastro de emoción en sus palabras.

M. d’Albon se quedó observando la blancura perfecta de su piel, el contraste de las venas azules que apenas se asomaban por debajo de su tez. Pero en el momento en que el marqués quiso compartir su asombro, se dio cuenta de que el coronel había caído al suelo, inmóvil. Un disparo al aire y gritos de auxilio fueron inútiles, pues la mujer extraña, tras un grito de terror, corrió hacia el campo, huyendo como una bestia herida.

La situación se complicó aún más cuando, tras la llegada del carruaje de los de Grandville, se descubrió que la mujer era la condesa de Vandidres, conocida en la zona por su aparente locura. Solo llevaba dos meses en ese lugar, por lo que no era posible confirmar la veracidad de los rumores. M. d’Albon, al ver la grave crisis por la que pasaba su amigo, intentó mantener la calma mientras se dirigían hacia el castillo de Cassan. Fue entonces cuando Philip, aún conmocionado, exclamó: “¡Es ella!… ¡Muerta y aún viva!… ¡Viva, pero su mente se ha ido!”

El magistrado, viendo el deterioro del coronel, evitó hacer más preguntas y se mostró preocupado por la salud mental de su amigo. La angustia del coronel se hizo evidente, como si un oscuro contagio hubiese comenzado a apoderarse de su mente.

Este relato no solo describe un encuentro con lo extraño, sino que también plantea cuestiones sobre la percepción de la locura y la realidad. La delgada línea entre el delirio y la lucidez, entre lo humano y lo animal, se difumina con cada movimiento de la misteriosa mujer, cuya naturaleza parece trascender los límites de lo comprensible.

La presencia de este personaje es una representación del misterio que rodea a aquellos que se alejan de las convenciones sociales o que sufren trastornos mentales. La actitud que adopta hacia la vida, libre de inhibiciones y cargas racionales, no solo la convierte en una figura desconcertante, sino también en una metáfora de la lucha interna entre la naturaleza salvaje y la civilización. Además, el contraste entre los personajes que observan y la mujer misma destaca el miedo hacia lo desconocido y la tendencia a etiquetar lo que no se comprende.

¿Cómo se forma la percepción de la belleza y el poder en la corte real?

Kate se encontraba tendida allí, sobre los pulidos tablones de madera, luciendo de la manera más ridícula y solitaria. Lo sintió irse antes de que se deslizara por debajo de su enagua, provocando aquella risa irresistible de una joven con sentido del humor. Un silencio terrible se extendió entre las damas de honor, el cual pareció durar una hora, pero que en realidad no fue más que un segundo, hasta que la Reina habló. "No es una broma muy agradable", dijo la Reina. "Si algún caballero hubiera estado presente, habría sido muy immodesto. Mejor sería que te retiraras a tu habitación, Kate".

La tía Kate hizo otra reverencia, ajustando uno de esos vestidos con aros de muselina floreada que caracterizaban a las damas de la época. Siempre era difícil caminar hacia atrás al salir de la presencia de la Reina, pero aquel día se convirtió en una verdadera tortura tras semejante reprimenda, consciente de que el desdén real se reflejaba en los rostros de las damas de honor. Lo que empeoraba la situación era aquel pequeño botón, que debía dejar atrás como un visible símbolo de deshonra.

En su habitación en la Torre Redonda, que se alzaba sobre las torres y tejados rojos del viejo castillo, y se extendía hasta el follaje de Windsor Great Forest, lloró amargamente sobre su cama con una almohada metida en la boca. Ser reprendida por la Reina en presencia de sus damas era lo peor que le podía suceder a alguien; peor que la muerte, como parecía para la tía Kate. Aunque en su interior sabía que la vida tenía compensaciones.

Para una joven hermosa, la vida estaba llena de momentos agradables. Los soldados de la guardia sonreían bajo sus gorros de busby cuando la veían pasar bajo las puertas, y los Caballeros Militares de Windsor—los viejos pensionados tras años de servicio—la miraban con ternura, como si recordaran su propia juventud. Los sirvientes de la Casa Real se desvivían por ser amables y serviciales, lo cual no era habitual con algunas de las damas de alta nobleza, que apenas los consideraban seres humanos.

"La belleza es un gran don", dijo la tía Kate años después, ya siendo una mujer mayor. "Era una criatura hermosa en esos tiempos, querida, aunque no lo creerías ahora. A los hombres les gustaba mi aspecto, y yo estaba feliz de saberlo". Aunque la sociedad victoriana en la que vivía estaba llena de modestia y reserva, las jóvenes entendían bien el significado de la atracción sexual, aunque no habrían utilizado palabras como esas.

Entre los hombres que apreciaban su belleza estaba el Muy Reverendo Archibald Langport, canónigo residente de Windsor, quien vivía en los Claustros Horseshoe antes de convertirse en obispo, gracias a la admiración de la Reina por sus sermones, que la tía Kate encontraba aburridos y tediosos. Langport, un hombre de alrededor de 48 años—casi 30 años mayor que la joven Kate—se veía como un hombre mayor, o al menos, una figura bastante madura, lo que hacía que Kate no se sintiera intimidada por él cuando se encontraba con él en la terraza. Incluso cuando susurros y bromas eran compartidos entre ellos en la Capilla de San Jorge, Kate no sospechaba que el canónigo, con su estampa solemne y sus calcetines de seda negra, pudiera sentirse atraído por ella.

"No se me pasó por la cabeza", dijo la tía Kate. "Incluso ahora me parece demasiado ridículo". Langport, sin embargo, parecía más interesado en la juventud y alegría de Kate que en su rango social. De hecho, le pidió varias veces que tomara el té con él en los Claustros, donde su madre tejía tapices interminables mientras él le mostraba grabados de lugares exóticos y le contaba historias de su juventud en Oxford.

Kate recordaba cómo, en una de esas tardes, al caminar de regreso hacia el Lower Ward después de tomar el té, el canónigo apretó su mano con un gesto tierno. Fue un acto tan natural, y sin embargo, ni por un momento se le ocurrió que podía haber algún tipo de interés romántico de su parte. "¡Qué amable es él!" pensaba. "¡Qué bueno es todo el mundo conmigo! ¿Cómo puedo ser tan ingrata como para encontrar la vida tan aburrida aquí?"

Al día siguiente, recibió una nueva invitación para tomar té con él. Esta vez, el canónigo le dijo que tenía algo de "importancia particular" que contarle. A pesar de su curiosidad, Kate nunca imaginó lo que se ocultaba detrás de esa frase. En su mente, solo pensaba que podría ser una reprimenda por alguno de sus juegos traviesos, como la reciente pelea de almohadas con las otras damas de honor. La Reina, por supuesto, nunca se enteró de sus travesuras, pero el miedo al castigo seguía presente.

El fascinante contraste entre la juventud inocente de Kate y la rigidez de la corte real refleja la tensión entre lo que la sociedad victoriana valoraba y la naturaleza humana más profunda, llena de pasiones y deseos que no podían ser expresados abiertamente. Esta época se caracteriza por la dualidad de la belleza y la moral, y cómo la atracción física podía coexistir con la disciplina de la vida cortesana. Aunque la tía Kate nunca llegó a comprender completamente el afecto de Langport, su historia subraya cómo las relaciones humanas, incluso en un contexto tan formal y controlado como la corte real, siempre estaban llenas de capas de significados no dichos.

Algunos podrían pensar que las damas de la corte, rodeadas de protocolo y reglas estrictas, vivían vidas monótonas y sin emoción. Sin embargo, la historia de Kate muestra que la vida en la corte estaba llena de momentos de complejidad emocional, donde la belleza, la juventud y el deseo de afecto podían brillar a pesar de las restricciones sociales.

¿Cómo enfrentar el final cuando la vida sigue siendo un juego de amor y dolor?

Clair se quedó un momento en silencio. "No debes," susurró. "No debes estar tan terriblemente triste—ninguno de los dos. Queridos, esto le ocurre a todo el mundo; les ocurrirá a ustedes también, lo saben. Y yo he tenido una vida maravillosa. Nadie ha tenido más amor." Sintió la presión firme de Digby, pero no pensaba en él. "Sería feliz y contenta—si tan solo ustedes lo fueran también." Él se levantó casi bruscamente. "No, Claire. No debes decir esas cosas—cosas imposibles. Es una especie de agravio. ¿Qué será de mi vida si me dejas?" Pensó, fatigada, en la posibilidad de decirle la verdad. ¿Qué pasaría si le dijera: "Querido, mi muerte será la crisis de una larga miseria para ti. Sufrirás terriblemente, pero después comenzarás a mejorar. En unos meses serás el que fuiste, el que ya no eres desde que comenzamos a perdernos. Además, amo a Steve Rosslyn"? Pero, por supuesto, no podía. Solo los moribundos pueden enfrentar la verdad. "Quiero que escuches en silencio," dijo débilmente. "Sabes, el final podría llegar en cualquier momento, y hay algo que quiero decir—y es para los dos. Al principio, pensaba decírselo solo a Lucy. Pero los tres nos amamos. Seguramente podemos confiar el uno en el otro."

Digby se inclinó hacia ella. "Claire—mi querida—¿qué pasa?" Sintió lo difícil que sería. Él era tan simple y sincero, tan desesperadamente infeliz. Ni siquiera sabía que estaba mintiendo. Ella acercó a Lucy hacia ella, como buscando apoyo. Sentía que Lucy lo intuía y estaba reuniendo todas sus fuerzas. Ambas tendrían que manejar a Digby entre ellas. "De alguna manera, claro, no tengo que preguntar. Sucederá, tarde o temprano. Pero quería hacerlo fácil. Ustedes dos son tan queridos—tan leales—querría que supieran que eso me haría feliz."

"Claire," comenzó él apasionadamente, "si hubiera algo—mi querida, sabes que daría mi vida." "Sí, querido, lo sé. No es eso; no se trata de un sacrificio. Digby, tú y Lucy aún son jóvenes; lo suficiente para ser muy felices. Quiero que—cuando llegue el momento—se casen el uno con el otro." Él se quedó erguido, con los hombros hacia atrás. Parecía muy guapo y muy serio. "Claire, no sabes lo que dices." "Sí, lo sé. Lo he pensado mucho. No tengo mucha fuerza. No debes hacerme repetir las cosas una y otra vez. Digby, querido, te casaras. No podrías vivir solo. Podrías casarte con alguien para quien yo solo sería un pensamiento odioso. Mi recuerdo tendría que ser guardado en tu corazón, y tal vez moriría por falta de libertad. Yo—eso lo odiaría. Tú y Lucy me aman. Estaría segura con ustedes."

Comenzó apasionadamente: "¿Acaso alguno de los dos te ha dado alguna razón—?" Ella lo interrumpió con un gesto débil. Estaba muy cansada. La fuerza de ellos, su vitalidad desbordante, parecía llenar la habitación de tumulto. Quería cerrar los ojos y estar sola con sus sueños—con Stephen Rosslyn, el amante de su alma. "Han estado enamorándose el uno del otro durante dos años. Se aman. ¿No es cierto?"

"No," dijo él. "Lucy, ¿no es cierto?" Las dos mujeres se miraron. Lucy Garfield estaba muy pálida, pero se mantenía erguida con orgullo. "Sí," dijo ella, "es cierto." "Gracias. Estaba segura de que serías valiente. Dios te bendiga. Es todo lo que deseaba; estoy completamente feliz." Completamente libre. Cerró los ojos. Digby haría una escena. Protestaría y argumentaría, se defendería. No lo entendería. Ella solo pretendería. "¡Lucy!" Él se había vuelto hacia ella con un grito de reproche absoluto. ¿Cómo pudo ella—cómo se atrevió? No era cierto. Peor aún—estaba traicionando un secreto—su secreto—su secreto compartido. Era algo terrible. Romper el corazón de una mujer moribunda. Su esposa—la única mujer que él había amado. "¡Lucy!" susurró. Su corazón parecía morir dentro de él, y luego, de repente, estalló en una nueva vida, terrible y maravillosa, como una lámpara derrapada por un viento feroz, que, después de un momento de oscuridad, resplandece y prende fuego a todo. Vió lo que había en los ojos de Lucy. Era sublime. Solo podía negarlo a costa de su honor. Entre esos dos, él había crecido insignificante. Solo tenía una oportunidad para ser tan grande como ellos. "Yo—" comenzó. Ella le puso un dedo sobre los labios, silenciándolo. Se dio vuelta. Vió que Claire se había quedado dormida. "Cuando despierte, le diré la verdad también, Lucy. Te he amado."

"Ya lo sabe," dijo Lucy.

Para los vecinos, al principio fue solo un titular, menos emocionante que un asesinato o un caso de divorcio, y sin ningún interés personal para ellos. Luego alguien dijo: "¡Pero ahí está la señora Calvert!"—y la noticia estalló y se extendió como un fuego en la pradera. Vieron que su tranquilo y costoso suburbio se había convertido en el centro de un drama moderno. Eran los espectadores de una carrera entre la vida y la muerte, tan titánica como cualquier lucha de la leyenda clásica. Y aunque apoyaron la vida hasta el último hombre, se sentían secretamente complacidos de que la carrera estuviera tan cerca, tan desesperadamente cerca. Eran muy ricos y muy aburridos. ¿Se habría hecho el descubrimiento, realizado en la lejana Canadá, a tiempo? Todos los recursos de la ciencia habían sido convocados. Los mensajes inalámbricos volaban sobre el Atlántico. Un gran especialista canadiense, armado con autoridad, ya estaba en camino. Los vecinos conocían el nombre de su barco y la fecha y hora de su llegada. Seguían su curso con pasión. El mismo clima se convirtió en un factor en sus cálculos. Hablaban de las fuerzas de las corrientes contrarias y los vientos en contra. Una niebla en el Canal, reportada con la aproximación del barco a Cherburgo, trajo algo así como consternación. Luego se supo que se había solicitado un tren especial. El doctor Rosslyn, sombrío y silencioso, había ido a recibirlo. ¡El valiente Digby Calvert! ¡El valiente esposo! Su casa parecía la misma de siempre: tranquila e impenetrable con su riqueza. Pero los transeúntes, mirando furtivamente las ventanas, podían intuir lo que se encontraba detrás de su pulcritud: la mujer joven, una vez bella, resistiendo hora tras hora, con los ojos fijos en el horizonte, esperando el rescate que aún podría llegar; el hombre que la amaba, firme y sereno, con el corazón enfermo de miedo; la amiga leal que nunca flaqueó en su coraje. La casa funcionaba como un comentario irónico, manteniendo su rutina bien aceitada. Ningún ruido, ningún llanto. Y, sin embargo, las paredes ocultaban escenas de una emoción inimaginable. Pensar en ello derretía hasta los corazones más duros e indiferentes.

Cuando al fin la gran limusina entró en el camino y los dos hombres cruzaron la puerta que se abrió al instante, un suspiro de alivio se elevó. Los antagonistas estaban ahora atrapados. Y todo tipo de personas inesperadas dijeron: "¡Por favor, Dios, por favor, Dios!" Lucy Garfield esperaba con Digby en su biblioteca. Claire la había querido ver. Pero deseaba no haber ido. La cara cara de la habitación, la lujosa habitación, le molestaba. La hacía sentir irreal, como una actriz en una obra. Digby también le parecía irreal, allí de pie con su rostro blanco y serio. No habían hablado ni se habían mirado. A Lucy le pareció que no se habían hablado realmente en semanas; no desde el día en que la esperanza les había irrumpido como una luz deslumbrante e inesperada. Evitaban mirarse. Toda su fuerza, todo su propósito, estaba centrado en el mismo objetivo, salvar a Claire, y no había "ellos mismos" ni futuro. Y, sin embargo... Miró a Digby tím