Un candidato presidencial, al utilizar un lenguaje ambiguo, facilita que sus seguidores interpreten lo que están escuchando de la manera que deseen, es decir, de acuerdo con sus opiniones y creencias preconcebidas. Este comportamiento, tanto de los candidatos como de los votantes, ha demostrado ser altamente eficaz. Por esta razón, durante siglos, un candidato presidencial ha podido demonizar a sus adversarios, tildándolos de traidores, racistas, antipatriotas o enemigos del estado. Esta estrategia fue estudiada en profundidad por el sociólogo Edelman, quien dedicó décadas a analizar cómo los estadounidenses respondían a la información difundida por los políticos y las agencias gubernamentales. Edelman argumentó que los gobiernos moldeaban las opiniones de grandes cantidades de personas y establecían expectativas, lo que se lograba a través de comportamientos que, tras dos siglos, podrían ser considerados como rituales. Estos rituales incluían el uso de un lenguaje ambiguo, la asociación de un punto de vista con símbolos patrióticos como la bandera estadounidense, o el empleo de un discurso emocional, como el que utilizó el presidente Ronald Reagan en la década de 1980 al hablar de la "Ciudad sobre la Colina" o el presidente Abraham Lincoln al referirse a los Fundadores de la Nación "Hace cuatro décadas y siete años". Estas manifestaciones, aunque ambiguas, se impregnan de mitos políticos que se posicionan como puntos de vista populares, percepciones preconcebidas que el público acepta como ciertas.

Uno de los mitos más extendidos fue el de la presidencia de John F. Kennedy, que se convirtió en un periodo denominado "Camelot", una época mágica que, en realidad, estuvo tan marcada por la dureza y los peligros políticos como muchas otras en la historia de Estados Unidos. De igual manera, la figura de Lincoln fue mitificada como la de un presidente mártir, a pesar de que, un año antes de su muerte, muchos observadores políticos dudaban de que fuera reelegido, y era odiado por los confederados. Este tipo de mitos no solo surge durante una campaña presidencial, sino que a menudo se perpetúa con el tiempo, como ocurrió con Andrew Jackson en la década de 1820, quien fue visto como un héroe rudo y primitivo que luchaba contra los indios y los británicos.

Edelman concluyó que las creencias y percepciones políticas no se basan, en su mayoría, en observaciones empíricas ni en información objetiva. Lo que no se conoce a través de la información empírica es, a menudo, lo más resistente a la revisión, lo que reduce o elimina por completo la influencia de la información veraz. Los políticos experimentados comprendían este fenómeno y lo utilizaban durante las elecciones nacionales. En este contexto, la mejor estrategia consistía en generar controversias públicas: ¿Era Franklin D. Roosevelt un socialista o un presidente que deseaba involucrar a Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, cuando la mayoría de los estadounidenses quería mantenerse fuera del conflicto? ¿Era uno de los numerosos candidatos pro-laboristas o anti-empresa, racista o excesivamente liberal? Las campañas presidenciales se alimentan de incertidumbre y de la creación de dudas y sospechas, basadas en opiniones preconcebidas y prejuicios antiguos.

Las declaraciones ambiguas y la falta de un discurso intelectualmente riguroso favorecían la interpretación de los mensajes en función de las visiones del mundo preexistentes de los votantes. Por ejemplo, los candidatos del sur eran considerados anti-negros, mientras que los de Nueva Inglaterra no comprendían el sur ni las necesidades de los agricultores del Medio Oeste. Además, los ricos no podían ser de fiar para ayudar a los pobres, ya que en lugar de incrementar los fondos para la asistencia social, reducirían el presupuesto destinado a los más necesitados, especialmente si eran republicanos. Los demócratas, por otro lado, eran acusados de querer subir impuestos, gastar en exceso y llevar al país a una mayor deuda.

Es importante entender que las creencias políticas de los votantes rara vez cambian, y cuando lo hacen, es un proceso lento. Un ejemplo claro de esto son los cambios en la percepción pública sobre el tabaco como causante de cáncer o la contaminación del aire como factor del cambio climático. El instinto del votante era, en general, defender sus creencias políticas, y por ello, los mitos y las metáforas proporcionaban significado a cuestiones complejas, que de otro modo generarían ansiedad.

A menudo, el político no tenía que definir un tema o punto de vista; simplemente podía asumir que el público ya compartía ciertos supuestos. Así, los votantes aceptaban explicaciones simples para problemas complejos: la solución de Andrew Jackson a la "amenaza" indígena era simplemente desplazar a los nativos hacia el oeste; la doctrina Monroe de James Monroe proclamaba mantener a Europa fuera de América Latina; el "Nuevo Trato" de Franklin Roosevelt buscaba resolver la Gran Depresión; el "Nuevo Frontera" de Kennedy inspiraba una nueva generación de estadounidenses; y la promesa de "Hacer América Grande Otra Vez" de Donald Trump, a pesar de que ya era la economía más próspera del mundo con el índice de desempleo más bajo en medio siglo.

En cada elección presidencial, se pueden identificar temas comunes que apoyan expresiones míticas. Uno de los más frecuentes es la identificación de los "extraños" como enemigos: inmigrantes para Trump y para muchos candidatos conservadores desde los años 1840 hasta los años 1920. Los abolicionistas fueron considerados una amenaza por los votantes del sur antes de la Guerra Civil; los ciudadanos urbanos y los rurales se enfrentaban en una dicotomía entre ricos y pobres, blancos y negros, educados y menos educados. El "otro" siempre se percibía como peligroso, "no estadounidense" y, por lo tanto, algo de lo que había que protegerse.

Los presidentes y candidatos regularmente llamaban al público a trabajar juntos, a implementar el plan del líder y a proteger a la nación de sus enemigos. Kennedy, en su discurso inaugural, instó: "No preguntes qué puede hacer tu país por ti. Pregunta qué puedes hacer tú por tu país". Para fortalecer este llamado, los políticos refuerzan la percepción pública culpando de los problemas a un grupo específico, acusado de actuar deliberadamente en contra de los intereses de la nación. Durante la Era Progresista de principios del siglo XX, se culpaba a las grandes empresas de perjudicar a los trabajadores; en la década de 1950, el senador Joseph McCarthy veía espías rusos y comunistas en cada agencia gubernamental y en Hollywood; en la década de 1960, Nixon identificaba a los enemigos en el movimiento estudiantil contra la guerra. La veracidad de estas acusaciones pasaba a un segundo plano.

Finalmente, la comunicación política emplea características del lenguaje ambiguo que dan lugar a interpretaciones variadas y, a veces, confusas. Este tipo de discurso se caracteriza por simplificaciones excesivas, generalizaciones sobre políticas que pueden ser interpretadas de diversas maneras, y el uso de un lenguaje técnico o pragmático para ocultar la verdad. A través de eufemismos y distorsiones, los candidatos son capaces de distorsionar los hechos, ya sea de manera intencional o accidental, siempre en busca de hacer que el mensaje se acomode mejor a las creencias del público.

¿Cómo influye la desinformación en la vida pública y el comportamiento social?

Vivimos en una sociedad que, por un lado, se considera profundamente informada y, por otro, está plagada de falsedades, manipulaciones y desinformación. La existencia de hechos falsos y noticias fabricadas no es una novedad, pero su impacto y omnipresencia se han acentuado con el paso del tiempo, especialmente en los últimos decenios. Desde la política hasta la ciencia, desde los negocios hasta la salud pública, el fenómeno de la desinformación se extiende a todas las esferas de la vida cotidiana. Es necesario comprender que este comportamiento de distorsión y tergiversación de la realidad no es algo que se vaya a desvanecer en el futuro cercano. A través de los siglos, los seres humanos hemos caído en la tentación de mentir, manipular y falsear información, y no parece que esta tendencia se detenga.

En un contexto como el actual, en el que la información circula con rapidez a través de Internet y las redes sociales, es vital desarrollar habilidades que permitan evaluar y discernir los datos que recibimos. Es fundamental que todos los individuos, desde los más jóvenes hasta los mayores, sean capaces de juzgar con criterio la información que consumen. Si vivimos en una sociedad basada en la información, como muchos sostienen, necesitamos estar mejor preparados que nunca para separar la verdad de la mentira. La desinformación no solo afecta a la política, sino también a la vida cotidiana de las personas, alterando su percepción de la realidad y, en muchos casos, conduciéndolas a tomar decisiones erróneas.

A lo largo de la historia de Estados Unidos, se ha observado una tendencia persistente a manipular hechos, ya sea por razones políticas, económicas o sociales. La historia de la desinformación en la política estadounidense es extensa, comenzando con las elecciones presidenciales de 1828, entre John Quincy Adams y Andrew Jackson, donde las acusaciones y las falsas narrativas influyeron en el resultado electoral. Este patrón se repitió con el paso del tiempo, llegando a situaciones más contemporáneas como las elecciones de 1960 entre John F. Kennedy y Richard Nixon. En cada uno de estos casos, la manipulación de la información jugó un papel crucial, tanto en la percepción pública de los candidatos como en las decisiones finales de los votantes.

El fenómeno de la desinformación no se limita a las elecciones, sino que se extiende a situaciones extremas como los asesinatos de figuras históricas. La figura de Abraham Lincoln en 1865 y la de John F. Kennedy en 1963 son ejemplos de cómo las teorías de conspiración y la manipulación de la verdad han afectado la interpretación histórica de estos eventos. En tiempos de guerra, como en la Guerra Hispanoamericana de 1898, la prensa jugó un papel clave en la creación de narrativas falseadas que influyeron en la opinión pública y, por ende, en las decisiones políticas.

El uso de la desinformación en el ámbito empresarial también ha sido relevante, especialmente en industrias como la de los medicamentos patentados, donde las compañías han manipulado información para crear una percepción falsa sobre los beneficios de sus productos. Este tipo de prácticas no solo afecta a los consumidores, sino que también pone en evidencia cómo las empresas pueden distorsionar la realidad con el fin de aumentar sus ganancias, sin importar las consecuencias para la salud pública.

Un caso particularmente relevante en las últimas décadas ha sido la estrategia de las tabacaleras, que negaron durante mucho tiempo la relación entre el consumo de tabaco y el cáncer, a pesar de la evidencia científica abrumadora. De manera similar, las discusiones sobre el cambio climático y sus posibles efectos en el medio ambiente han estado plagadas de desinformación, alimentadas tanto por intereses políticos como económicos, que han buscado minimizar la gravedad del problema o, en algunos casos, desacreditar a los científicos que advierten sobre sus consecuencias.

Aunque la desinformación es un fenómeno complejo y multifacético, existen patrones comunes que nos permiten comprender mejor cómo opera. Desde las mentiras que se nos presentan de manera cotidiana en los medios de comunicación, hasta las falsas narrativas que circulan en las redes sociales, es necesario desarrollar un pensamiento crítico que nos permita identificar las fuentes de información confiables y las que están destinadas a manipularnos. En un mundo saturado de información, la habilidad para discernir lo verdadero de lo falso se convierte en una herramienta esencial para la toma de decisiones informadas y responsables.

Para contrarrestar los efectos negativos de la desinformación, se debe fomentar una educación crítica desde temprana edad. Es necesario enseñar a las nuevas generaciones a cuestionar, a buscar fuentes diversas y a no dejarse llevar por la primera narrativa que se les presenta. Solo así podremos fortalecer una sociedad en la que la verdad sea valorada y la manipulación de la información no tenga cabida.

¿Quién mató a Kennedy? La persistencia de la conspiración

El 22 de noviembre de 1963, a las 11:30 a.m., en un recorrido presidencial por Dallas, el presidente John F. Kennedy fue asesinado. En el automóvil también se encontraba su esposa Jacqueline, el gobernador de Texas John Connally y su esposa Nellie. El gobernador sufrió heridas cuando una de las balas disparadas al presidente lo alcanzó. Los disparos fueron reportados como provenientes del sexto piso del edificio del depósito de libros en Dealey Plaza, donde ocurrió el ataque. En cuestión de dos horas, Lee Harvey Oswald fue arrestado como el principal sospechoso del crimen.

Durante ese breve lapso, Oswald también mató al oficial de policía J. D. Tippit, aunque algunos estudiosos de estos eventos han planteado teorías alternativas sobre la identidad del verdadero autor de ese asesinato. Oswald fue acusado del asesinato del oficial Tippit el mismo día. Sin embargo, la trama tomó un giro inesperado el domingo, 24 de noviembre, cuando Jack Ruby, un propietario local de cabaret, disparó a Oswald en el momento en que era trasladado de la estación de policía a una instalación más segura. Ruby mató a Oswald, lo que alimentó aún más las teorías conspirativas. La hipótesis de que Oswald y Tippit fueron asesinados para evitar que revelaran información se convirtió en un combustible de especulación.

A las 2 p.m. de ese mismo viernes, Kennedy fue declarado muerto en un hospital local. El presidente fue rápidamente trasladado a Washington, D.C., junto con su esposa y el vicepresidente Lyndon B. Johnson. En el avión presidencial, a las 3:38 p.m., Johnson juró como nuevo presidente, cumpliendo con los procedimientos constitucionales. El país observó con conmoción el funeral de estado que tuvo lugar el lunes siguiente, y Kennedy fue enterrado en el Cementerio Nacional de Arlington.

Inmediatamente después del asesinato, comenzaron las especulaciones. En mayo de 1964, se publicó el primer libro sobre el asesinato, "¿Quién mató a Kennedy?", marcando el inicio de una interminable serie de teorías y publicaciones. Las investigaciones realizadas por la policía de Dallas, el FBI, la CIA y el Servicio Secreto fueron inmediatas, pero el evento más destacado fue la creación de la Comisión Presidencial para la Investigación del Asesinato de Kennedy, mejor conocida como la Comisión Warren. Esta fue establecida por Lyndon B. Johnson el 29 de noviembre de 1963, apenas una semana después del asesinato.

El informe final de la Comisión Warren, entregado el 24 de septiembre de 1964, concluyó que Lee Harvey Oswald actuó solo en el asesinato de Kennedy. Sin embargo, la conclusión oficial no detuvo la ola de rumores y dudas. La propia Comisión reconoció la existencia de diversas especulaciones sobre el asesinato, incluyendo preguntas sobre el origen de los disparos, la identidad de otros posibles conspiradores y la relación de Oswald con agentes de los servicios secretos de Estados Unidos.

El descontento con los hallazgos de la Comisión Warren llevó a una segunda investigación por parte del Comité Selecto de Asesinatos de la Cámara de Representantes (HSCA, por sus siglas en inglés), que, aunque confirmó la participación de Oswald como único autor material del crimen, también sugirió que había "probabilidad alta" de que hubiera un segundo tirador. Esto renovó las dudas sobre la existencia de una conspiración.

En 1992, el Congreso aprobó la Ley de Colección de Registros del Asesinato del Presidente John F. Kennedy, con la que se accedió a documentos secretos relacionados con el evento. Aunque la mayoría de los documentos fueron liberados, algunos permanecen bajo sello hasta el año 2027 por razones de seguridad nacional. A lo largo de las décadas, las encuestas han mostrado una tendencia persistente: la mayoría del público no cree que Oswald actuara solo. En 2003, un 75% de los encuestados en una encuesta de Gallup sostenía que Oswald no fue el único responsable, y otros estudios similares reforzaron esta desconfianza hacia la versión oficial.

El hecho de que, a pesar de las investigaciones oficiales, una gran parte de la población siga convencida de una conspiración resalta la complejidad de este caso. La figura de Lyndon B. Johnson, quien asumió la presidencia tras la muerte de Kennedy, también alimentó especulaciones, especialmente debido a su relación con los Kennedy y la percepción de que podría haber tenido motivos para deshacerse de su compañero de partido. Sin embargo, estudios detallados sobre Johnson, como la biografía de Robert Caro, han señalado que no existen pruebas de su involucramiento en el asesinato, aunque la teoría perdura en la opinión pública.

Es fundamental comprender que, más allá de la evidencia o las conclusiones de las investigaciones oficiales, la forma en que el público ha interpretado estos eventos está influenciada por una serie de factores. La desconfianza general hacia el gobierno, las contradicciones en las versiones oficiales y la falta de respuestas claras han creado un caldo de cultivo para la proliferación de teorías conspirativas. Aunque algunos hechos se han esclarecido con el tiempo, el asesinato de Kennedy sigue siendo un tema de controversia y especulación. La persistencia de las dudas refleja no solo la tragedia del asesinato, sino también la forma en que los eventos históricos son reinterpretados a través del tiempo y la memoria colectiva.