En el mundo que rodea a los artistas, especialmente en la vida nocturna de las grandes ciudades, donde las pasiones se desatan entre luces y aplausos, el amor, como todo lo demás, se transforma en un espectáculo. Stella Maris, una famosa bailarina, estaba inmersa en este universo en el que el afecto y la admiración se confunden con el brillo fugaz de la fama. El amor que ella profesaba por Semolino, un simple camarero en el restaurante Cosmopolis, era percibido como una transgresión, una historia que rompía las expectativas y se desbordaba de lo ordinario. Pero, en su propio lenguaje, el amor se volvía algo que los artistas podían comprender de manera diferente.
Cuando se le ofreció a la bailarina la oportunidad de agradecer en privado a aquellos que la habían servido, la situación se volvió más compleja de lo que parecía a simple vista. La joven había conquistado el corazón del público, y no de cualquier manera, sino en una danza vibrante que atraía hasta a los que menos se interesaban por el arte. Aquel hombre que se veía como el responsable del bienestar de Semolino, un camarero del restaurante, comenzaba a temer que el destino del joven se viera marcado por la seducción de Stella. La ilusión de un amor romántico entre los dos se tornaba peligrosa, una amenaza que podría destruir al buen joven, cuerpo y alma.
Gloriani, el dueño del restaurante, observaba el ascenso de Stella con una mezcla de alegría y preocupación. Aunque la fama de la bailarina aumentaba a cada paso, también lo hacía el peligro de perder la frescura de su restaurante. Stella, al final de la jornada, seguía siendo un enigma para muchos, una figura que solo los más cercanos podían entender. En su vida, el amor y la fama no podían separarse. ¿Cómo podría alguien que vivía para ser admirada, realmente entender lo que es un amor genuino? ¿O sería, acaso, la fama una forma de amor propio, una necesidad de ser vista y adorada por multitudes?
Lo que parecía ser un simple amorío, pronto se convirtió en un terreno movedizo. Los rumores en Londres comenzaron a crecer, y la escandalosa relación entre la bailarina y Semolino era una conversación constante en las mesas de los más selectos cafés de la ciudad. La gente comenzó a especular sobre lo que ocurriría cuando Stella Maris se viera confrontada por la realidad de su propia vida. ¿Qué sucedería cuando su pasado y su futuro se chocaran de frente? ¿Qué pensaría ella al ser confrontada con las raíces de donde venía?
La relación entre los personajes se fue tornando cada vez más oscura. El joven Semolino, un camarero que tenía sus propios sueños y aspiraciones, comenzó a ver cómo su mundo se desmoronaba bajo las expectativas de aquellos que lo rodeaban. La admiración por Stella podía ser vista como un veneno, algo que podría arrastrarlo a un destino inevitable. Sin embargo, Semolino parecía mantenerse firme en su postura, negando cualquier intento de desviar su vida. Sin embargo, era evidente que la situación se tornaba cada vez más peligrosa, pues la atracción entre ellos no podía ser ignorada.
En su intento por salvar al joven, el narrador toma una decisión radical. Decide ir a la casa de un primo de Semolino para entender mejor la situación. En un barrio de Londres habitado principalmente por italianos, el ambiente se volvía más complejo y las tensiones sociales se dejaban entrever en cada rincón. El encuentro con la prima de Semolino reveló más de lo que él esperaba. La joven le dejó claro que Stella Maris, aunque considerada una estrella en Londres, tenía orígenes humildes, y que la vida en Eyre Street Hill, un barrio de clase baja, le otorgaba una perspectiva diferente de la fama.
A pesar de que Stella Maris había alcanzado el éxito, la gente de su pasado la veía de una forma completamente distinta. La joven prima de Semolino no solo reveló que Stella Maris estaba casada, sino que también mencionó la importancia de ocultar la verdad a la figura pública que Stella había creado. Era claro que en el mundo de los artistas, la verdad se diluye, se convierte en un accesorio prescindible. La protección de una imagen pública era más valiosa que cualquier conexión genuina que pudiera existir entre los individuos.
El amor, por lo tanto, en este entorno, no es una emoción simple. Se convierte en un juego de apariencias, de estrategias y de supervivencia. La verdadera naturaleza del afecto queda oculta detrás de máscaras, y las relaciones se transforman en una pieza más de un rompecabezas más grande que va más allá de la individualidad. Los personajes que emergen de esta historia viven entre la luz de los reflectores y las sombras que su fama proyecta, cada uno atrapado en un ciclo del que parece imposible escapar.
Es crucial para el lector entender que, en el mundo del arte y la fama, el amor no se vive como un sentimiento puro, sino como una construcción social. Las personas, más que ser vistas por lo que realmente son, buscan ser admiradas, idolatradas, y sus relaciones personales se convierten en un reflejo de su estatus. Así, mientras algunos luchan por mantener su autenticidad, otros se ven absorbidos por la corriente que la fama y el arte imponen. En este contexto, el amor se convierte en una moneda de cambio, en un espectáculo en el que las reglas son impuestas por el sistema de admiración y no por los sentimientos genuinos.
¿Cómo el amor prohibido se desarrolló en el corazón de Kate bajo la mirada de la Reina Victoria?
Era una tarde aparentemente común, pero algo en el aire entre los cuerpos cargados de tensión de Kate y el teniente Anson provocó una chispa inconfundible. Ella, segura de haber sentido el mismo impulso, observó cómo él, repentinamente pálido, se levantaba de las rodillas. Canon Langport, con su característica risa jovial, intentó restarle importancia a lo sucedido, sugiriendo que el problema venía de una tetera defectuosa. Kate, sin embargo, no podía evitar sentirse atrapada entre sus propios sentimientos. La confusión interna que ella experimentaba era evidente en su sonrisa tímida y en las palabras casi vacías que intercambiaba con el joven oficial.
A lo largo de los días siguientes, sus encuentros se hicieron más frecuentes. Como si el destino, caprichoso y cruel, los empujara a un rincón de incontrolable deseo. Una y otra vez, sus miradas se encontraban, y aunque ella intentaba ocultar su agitación, su corazón no lograba calmarse. En el fondo, sabía que lo que estaba experimentando no solo era un simple coqueteo inocente. Había algo más profundo, algo que desbordaba los límites de la razón y las expectativas sociales de la época victoriana.
Entre las conversaciones banales sobre Londres, las damas elegantes y los oficiales del ejército, el teniente Anson seguía mirándola de una manera que no dejaba lugar a dudas: él también sentía esa llama encendida en su pecho. Su juventud y su fervor, contrarios a su aparente timidez, eran claros en cada palabra que decía. Y aunque Kate intentaba suavizar sus palabras con una broma aquí y allá, se estaba adentrando en aguas profundas y peligrosas.
Una noche, mientras ella bordaba tranquilamente su vestido de novia, algo en el aire cambió. El sonido de los cascos del teniente Anson cruzando el patio del castillo la hizo abandonar el trabajo y acercarse al ventanal. Desde allí, a una distancia de treinta pies, y sintiendo cómo su corazón latía en sus oídos, le lanzó un saludo juguetón, un saludo que parecía trivial pero que, en realidad, estaba cargado de promesas y deseos no expresados. Anson, detenido por ese llamado, respondió con la formalidad y el respeto propios de su rango, pero algo en su mirada delataba un ardor mucho más profundo.
"¿Es usted, señor Anson?", le preguntó, como si la distancia de treinta pies les concediera un tipo de permiso tácito para transgredir la frontera invisible que separaba el deber de la pasión. La respuesta, "A su servicio, Miss Kate", resonó como una declaración no solo de respeto, sino también de una lealtad inquebrantable hacia ella, aunque todo en su vida y su destino dijera lo contrario.
A pesar de la aparente frivolidad de estos encuentros, la tensión entre ellos solo aumentaba. Aquellos momentos furtivos, robados bajo la mirada atenta de la Reina Victoria y el resto de la corte, iban desbordando poco a poco los límites de lo aceptable. Los sentimientos se transformaban en algo peligroso, algo que ni uno ni otro sabía cómo gestionar. En un mundo donde las apariencias lo eran todo y los compromisos, los lazos familiares y el deber marcaban cada paso, Kate se encontraba en la encrucijada de su vida, atrapada entre lo que debía ser y lo que realmente sentía.
En medio de este torbellino emocional, una noche, Kate no pudo resistir la tentación de buscar a Anson, de estar con él a solas. A esa hora de la noche, cuando la mayoría de los residentes del castillo ya estaban en sus camas, ella bajó sigilosamente por el largo corredor hasta la pequeña habitación donde el teniente se encontraba. Al entrar, lo vio sentado, abatido, con la espada descansando a su lado y la luz de la vela reflejando su rostro melancólico. Algo en su postura, algo en su soledad, la conmovió profundamente.
"William", susurró, y al instante, él se levantó, sorprendiendo su presencia. Sin mediar más palabra, él la atrajo hacia sí y la besó en los labios, un beso cargado de desesperación y deseo. Para ella, fue el instante de la liberación de una emoción que ya no podía contener. El joven teniente, por su parte, le declaró su amor de una forma tan ardiente que ni siquiera la distancia física entre ellos parecía importante.
Esa noche, el amor prohibido floreció en un rincón oscuro del castillo, a la sombra de los muros de una historia que no podría ser contada en voz alta, pero que ardía con la fuerza de un secreto compartido. Kate, entre lágrimas y emociones encontradas, enfrentó la amarga realidad de lo que sentía. Pero el deber, el compromiso que había hecho con el reverendo Archibald Langport, su prometido, seguía siendo una sombra constante sobre su corazón. El destino parecía estar jugando con ella, llevándola a un abismo emocional del que no sabía cómo escapar.
Es importante entender que, aunque las emociones humanas a menudo se presentan como una fuerza imparable, el contexto histórico y social jugaba un papel crucial en la configuración de los destinos personales. Las normas estrictas de la época victoriana no permitían ningún tipo de transgresión, especialmente en lo que respectaba al amor y el matrimonio. Las relaciones eran vistas a través de un lente pragmático, como acuerdos que trascendían el amor mismo, y las mujeres, en particular, se encontraban atrapadas en un sistema que dictaba su comportamiento y sus elecciones. En este contexto, los momentos furtivos, las emociones compartidas a escondidas, eran tanto una liberación como una condena, una paradoja que acompañaba a los personajes mientras luchaban con sus propios sentimientos y deseos.
¿Por qué la desesperación se convierte en un obstáculo para el amor?
Había algo en su mirada que evocaba una mezcla de angustia y resignación. No era tristeza simple, sino la amarga aceptación de una vida marcada por la pérdida y la soledad. Años antes, antes de que todo se desmoronara, ella había aprendido a nombrar incluso los signos más pequeños: la coma, el punto final, lo que su madre le enseñó en la escuela. Eso era antes de que su vida tomara un rumbo inesperado, antes de que su padre se marchara con otra mujer, antes de que la vecina la cuidara con su amabilidad de apariencia desinteresada. Fue en esa época que ella comenzó a aprender cómo sobrevivir cuando todo parece perdido, cómo encontrar formas de cuidarse a sí misma. Pero todo esto parecía pertenecer a un pasado lejano, un tiempo mucho antes de que conociera a este joven con las gafas verdes.
En ese momento, su rostro reflejaba una mezcla de confusión y lucidez, como si estuviera atrapada entre la razón y una desbordante emoción. A pesar de todo lo vivido, de la dureza de su vida, intentaba encontrar la mejor forma de responder a un amor que parecía más un desafío a su propia existencia que una bendición. Probaba varias respuestas, pero ninguna parecía adecuada. Finalmente, eligió la más difícil de todas.
Le explicó que, cuando estuvo comprometida, había considerado la idea de casarse sin un sacerdote, a través de lo que se llama una Oficina de Registro. Sabía que, en su caso, este tipo de unión sería lo peor que podría sucederle, casi una condena eterna, un sufrimiento que iba más allá de lo físico. No quería casarse, no deseaba poner su vida en esos términos. El amor que sentía era profundo, inconfundible, pero al mismo tiempo, una condena. Y lo sabía. Reconocía que no podía unirse a él, no de esa forma, no después de todo lo que había pasado. Nunca podría decir "sí" en esa clase de compromiso, no podía, ni quería.
Le confesó, sin rodeos, que ya había analizado la situación desde el primer momento en que se conocieron, que había comprendido la tragedia de su amor desde un principio, y que aunque sentía amor por él, era incapaz de romper las cadenas invisibles que la ataban a su destino. La idea de perderse en esa relación, de entregarse completamente, le resultaba insoportable. Aunque amaba, sentía que la vida le había enseñado demasiado dolor como para arriesgarse nuevamente a la decepción.
En sus palabras, había algo de angustia, de desesperación, pero también de una extraña dulzura. Le pidió que la besara antes de irse, que ese beso fuera un acto de despedida. El joven, confundido y abrumado por la mezcla de sentimientos, no entendía completamente lo que ella estaba diciendo, pero su corazón, roto por la desesperación, le decía que no podía dejarla ir así. Sin embargo, su amor por ella no le daba fuerzas para soportar su sufrimiento, su incapacidad para darle a ella lo que ella realmente deseaba.
En un instante de total desesperación, cuando él la alcanzó y la abrazó, la realidad de lo que sucedía se volvió más intensa. Él la miró a los ojos, y allí vio algo más que una simple cara, vio un alma rota, una vida marcada por el sufrimiento, una visión que lo dejaba sin aliento. Era la visión de un amor que, aunque inalcanzable, lo atraía irresistiblemente.
De repente, ella cedió, lo abrazó y dejó que sus lágrimas se derramaran sobre su pecho. En ese momento, parecía que el tiempo se había detenido. Él, al borde de la desesperación, comprendió lo que había sucedido: ella había tomado la decisión de acabar con su vida esa noche. Las aguas del río frente a ellos parecían ser la única salida. Pero él no podía permitirlo. Debía detenerla, aunque fuera con palabras, aunque fuera con promesas vacías.
Le pidió que no se moviera, que no tomara esa decisión irreversible. Que, si lo hacía, lo hiciera después de pensar en ello, después de un tiempo, y que volviera al día siguiente. Pero no, no podía permitir que ella tomara esa decisión ahora. Le pidió, por favor, que lo prometiera, que no lo dejara así, que no lo dejara con la sensación de haber fallado como hombre y como amante.
Lo que no comprendía, en ese momento, es que su amor no era suficiente para salvarla. La desesperación la había transformado en alguien que ya no podía pensar con claridad, alguien que había perdido la capacidad de ver más allá de su propio dolor. Y esa es la tragedia del amor cuando se enfrenta a la desesperación: aunque el amor puede ser la fuerza más poderosa del mundo, no siempre es capaz de curar las heridas más profundas, aquellas que ya están demasiado enraizadas en el alma.
Lo que el lector debe entender es que el amor, por más puro y sincero que sea, puede verse opacado por el peso de la desesperación. No siempre es suficiente para salvar a una persona de sí misma. Hay momentos en los que el amor se ve impotente frente a los demonios internos de un ser querido. Es importante comprender que, a veces, lo que más se necesita no es un amor que intente salvar, sino el espacio y el tiempo para que alguien pueda sanar por sí mismo.
¿Qué significa amar cuando todo parece ir en contra?
En un instante de desesperación, cuando todo parece desmoronarse a su alrededor, uno puede sentirse empujado hacia lo desconocido, al abismo, a lo incontrolable. La protagonista, atrapada en una situación que la desborda, se ve frente a la imposibilidad de prometer nada, ni siquiera a sí misma. "No puedo prometer", dice, porque, en su mente, el amor no es una promesa que se pueda cumplir, es una carga que ha llegado al punto de agotarse. Y sin embargo, en su desesperación, en ese momento de total oscuridad, se siente aún una chispa de esperanza: "si siquiera Dios lo permite". Es un sentimiento tan profundo, tan desolador, que le parece que ni el perdón divino podría salvarla de esa condena invisible pero palpable. El amor que ha conocido ha sido solo un sufrimiento, y se ve incapaz de seguir soportando lo que ese amor implica.
Este tipo de amor, el que se ve como una carga irremediable, es frecuente en las narraciones más intensas y profundas, donde el personaje, al llegar al final de su resistencia, se encuentra atrapado entre el deseo de liberarse y el reconocimiento de que esa liberación es igualmente dolorosa. La protagonista parece decir: “si te quedas, lo único que vendrá después será el dolor", porque ya no queda más. Todo lo que se podría esperar de una vida que parece condenada se reduce a la transición interminable de un sufrimiento a otro. Esta es la paradoja: el amor, que usualmente se asocia con la redención, aquí se presenta como la cadena que mantiene a la persona en su tormento.
El diálogo entre los personajes refleja este desgaste emocional. Él, con su corazón lleno de dudas, le pregunta si lo que está pidiendo es posible, si ella puede seguir amándolo mientras todo parece tan complicado. La respuesta, que nunca llega como una promesa firme, es el reconocimiento de la ambigüedad del amor humano: algo tan profundo y contradictorio que, aunque se desee fervientemente, no puede garantizarse con seguridad.
La imagen que se nos presenta, de un hombre que sigue amando a alguien que parece estar al borde de la desesperación, es un reflejo de cómo el amor a veces se enreda en las complejidades de la vida cotidiana y en las luchas internas. El amor puede ser una forma de resistencia ante la adversidad, pero también puede ser la misma fuente de dolor que perpetúa ese sufrimiento. Lo que parece ser un lazo inquebrantable, se convierte en una cuerda tensa que amenaza con romperse en cualquier momento.
Mientras tanto, la protagonista, desgarrada entre lo que siente y lo que podría ser, lucha con una desesperación tan profunda que se vuelve imposible de poner en palabras. La comprensión de que, al final, nunca podrá retornar, nunca podrá escapar del ciclo doloroso en el que se encuentra, le da una sensación de total vacío. Y sin embargo, a pesar de todo, una parte de ella sigue buscando algún tipo de paz, algún tipo de cierre, incluso cuando lo que más desea es escapar.
Este tipo de amor complejo, donde se mezcla el deseo de pertenencia con el deseo de huir, plantea preguntas profundas sobre la naturaleza de las relaciones humanas. A menudo, el amor no solo es un sentimiento de unidad y comunión, sino también una fuerza que nos obliga a enfrentarnos con nuestros temores, nuestras limitaciones y nuestra propia oscuridad. La paradoja de amar a alguien que nos consume puede llevar a la sensación de que no hay escapatoria, y que la única salida es dejar que el amor se desvanezca.
Además, es fundamental que el lector comprenda que no todo amor es idílico ni perfecto. La narrativa aquí describe el amor como una experiencia que puede ser tan opresiva como liberadora. A veces, el amor no es algo que se pueda sostener fácilmente, y las personas que lo experimentan deben enfrentarse a sus propios límites. Este amor no es un refugio, sino un desafío constante que puede desgastar a las personas, llevándolas a la desesperación. Aunque se desee ardientemente, amar en estos términos puede ser tan destructivo como la ausencia del amor mismo.
Por lo tanto, la complejidad de las emociones humanas, la tensión entre el deseo de ser amado y la necesidad de escapar de un amor que se ha vuelto una prisión, es un tema central que debe ser considerado al leer este texto. Es necesario que el lector reflexione sobre las implicaciones de amar en circunstancias extremas, cuando lo que se siente como un impulso profundo se convierte en una carga insoportable.
¿Por qué se rompen los recuerdos? La historia de una relación rota y el silencio que la sigue
Tomé el disco de gramófono que había comprado y se lo puse en las manos. “Llévatelo. La orquesta puede ponerlo en el gramófono. Aprenden rápido. Lo aprenderán en nada y podrás bailar al ritmo de él.” Ella levantó la mirada. Sus ojos volvieron a ser amables. “No lo disfrutaré mucho, de todos modos. Porque no será contigo.” “Mein Schat,” susurré. Levantó su rostro. La abracé. El disco se deslizaba de sus manos, cayó al suelo y se rompió. En mi memoria, la imagen de ese disco de gramófono, tirado sobre el suelo desnudo, nuevo, brillante, pero roto, se convierte en el leitmotiv de nuestra primavera juntos. La sostuve por un instante. “Mein Schale,” susurré. “Mein lieber Schat.”
Pasamos nuestras vacaciones juntos ese verano. Los robles, castaños y hayas de Fontainbleau no eran suficientes. Ella sentía hambre por los pinos de su hogar. La llevé a las Landes, al pequeño pueblo cerca de Mont de Marson. Había millas y millas de pinos, cada uno con cicatrices en su tronco y su pequeño recipiente para recoger la resina. Había un río, la Medouze, tan lento como su nombre, bordeado por las orillas de un antiguo canal abandonado, por sauces y un tramo de tierra de parque. Yo pescaba. Mi querida, tendida en la orilla con la cabeza entre las manos, me observaba. Hacía calor. Por la tarde solíamos quedarnos inmóviles en la sombra. Éramos felices. No había nada que perturbase la quietud de esos bosques silenciosos. A veces ella pintaba, perezosamente, con algunos tubos de pintura y un pincel grande. A veces hablábamos sobre el libro que escribiría sobre ella. “Nunca lo escribirás,” decía. “Lo haré.” “No.” “Si lo hago, tú nunca harás la portada, aunque eso es solo una hora de trabajo.” “La haré. Ya lo verás.” “No tú. Mein Schat es demasiado perezoso.” “Sí. Te digo. Sí. Sí.” “No. Te digo. No.”
La posada era limpia. Había higos y uvas en abundancia. Juramos que estaríamos felices allí, juntos, para siempre. Yo podría haber sido feliz hasta octubre. Pero a mediados de agosto, ella extrañaba la alegría que tanto amaba. De repente, un día, quiso irse. “Podemos ir a Biarritz,” dijo. “Allí se puede bailar. Este lugar es horrible. Es tan aburrido como mi hogar. Fue porque era así aquí que me fui a Viena.” Yo traté de calmarla, pensando que era solo un estado de ánimo. Pero a la mañana siguiente, ya había comenzado a hacer las maletas antes de que nos trajeran el café. “Ya no aguanto más aquí,” dijo, metiendo un puñado de ropa en un rincón de su maleta. “Odio los pinos. Odio estos pueblos. Odio el silencio. Lo odio todo. Quiero música, jazz.” Me agarró del brazo. “Nos vamos, ¿verdad? No pongas esa cara. Di ‘Sí’. Ahora di ‘Sí’.” “¿Sí?”
Nos fuimos. Biarritz era caro. El nivel era alto si querías bailar. Estaba gastando más de lo que debía. No escribía nada, no se me ocurrían ideas. Sentía que todo era una pérdida de tiempo y dinero. Estaba de mal humor. “Hoy no saldré,” solía decir, cuando terminábamos de cenar en el tipo de restaurante que podíamos pagar. “No.” “Sí.” Me mantenía firme. Cruzaba los brazos y fruncía el ceño. Ella hacía sonar los dedos en la mesa y tarareaba una melodía. “¿Solo un poquito?” “No.” Veíamos que el final se acercaba, y teníamos miedo. Una noche, especialmente, lo recuerdo. Vagábamos por la costa y nos sentamos en las rocas. “Pero aún me amas, ¿verdad?” preguntó. “Sí.” “¿De verdad?” “De verdad.” “¿No te cansas de mí?” La abracé. Ella permaneció en silencio por un momento. “No dura nunca. Eso es lo triste. No quiero retenerte cuando ya no quieras quedarte. Es quedarme cuando ya no se siente nada lo que hace que el amor sea feo, tan feo. Prométeme que me dirás cuando te canses.” Me incliné para poner mi mejilla contra la suya. Hablamos de otras cosas.
“Me gustaría encontrar algunas hojas,” dijo en un momento. “Hay una cosa que hacen en el campo, para saber sobre su amor. ¿Crees que podrías encontrarme algunas hojas? ¿Crees que podrías?” Subí por las rocas, pero lo único que crecía en los acantilados era el tamarisco. Después de un rato volví. “No hay hojas.” “Realmente las quería.” “¿Te servirían las de un libro?” Arranqué algunas de mi cuaderno. “Hay que doblar los bordes y hacerlas pequeños barcos,” explicó. Le mostré cómo hacer barcos de papel. Estropeó varios. Al final, tuvo dos listos. “Ahora los flotamos juntos en el agua. Tú tomas el tuyo, yo el mío. No, no deben tocarse. Solo un poco separados. Ahora déjalos ir. Así uno puede saber cuál dejará al otro.” Nos pusimos de pie y miramos. Sus dedos encontraron los míos. Los pequeños barcos de papel flotaban a la deriva. Había una media luna. La noche estaba muy tranquila. Nuestros barcos temblaban en un leve soplo de aire sin origen. El suyo se inclinó un poco. El hombro de una pequeña ola se llevó el mío. Comenzó a alejarse. “Oh,” dijo, “¡Oh! ¡Oh!” “Es todo una tontería,” le dije. “No. No.” La besé. Sacudí la cabeza. Ella hizo lo mismo. “No, es cierto. Sé que es cierto.” La abracé con fuerza, como si nada pudiera separarla de mí. Su pequeña boca pintada estaba suave. Mucho después, cuando miramos de nuevo, mi barco se había alejado fuera de vista. En mi memoria, la imagen de esos pequeños barcos hechos con hojas arrancadas de mi cuaderno, flotando juntos y luego alejándose, es el motivo de aquellos días.
Encontré una idea para una historia. Quería estar solo. Estaba ocupado y contento. Ella comenzó a salir con un hombre en la playa y cuando me enteré, me enfurecí. “No me amas,” dijo. “No cuando actúas así.” “Sabía que te cansarías de mí. Siempre lo dije.” “No me canso de ti. Solo es que tengo trabajo que hacer.” “Siempre estás enojado conmigo.” “Porque no te comportas razonablemente.”
Esa noche, durante la cena, apenas hablé. Estaba trabajando en mi historia. Después de tomar el café, salí a caminar solo y luego me acosté. A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la ventana abierta, ella cruzó la habitación y se apoyó en el marco de la ventana. Respiró profundamente. “Escucha,” dijo. “Anoche te traicioné. Te traicioné con un hombre con el que bailé. Pensé que debía decirte.” “¿Qué quieres decir?” salté de inmediato. “Lo que te digo.” Ella salió corriendo de la habitación. Me vestí y salí a c

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