El presidente Donald Trump ha sido una figura que ha usado el lenguaje de la confrontación para movilizar a sus seguidores, empleando una retórica que incita tanto al miedo como al odio. En sus mítines, Trump describía a los demócratas de manera tan extrema como “terroríficos, malos, radicales, peligrosos”, una técnica que no solo distorsionaba el discurso político tradicional, sino que también deshumanizaba a la oposición. Este tipo de discurso no solo fomenta la división, sino que también puede desatar acciones violentas, como se observó en múltiples incidentes, en los cuales individuos, casi siempre hombres blancos, cometieron actos de violencia inspirados por su lealtad al presidente (Swaine y Adolphe, 2019).
La política de Trump no solo se basa en la manipulación del miedo, sino en la creación de un ambiente donde se modelan comportamientos de ruptura de normas. Al presentar una visión del mundo donde las reglas eran opcionales, el presidente enviaba el mensaje a sus seguidores de que, para estar del lado correcto de la historia, también debían infringir las normas. Este comportamiento no es nuevo en la política contemporánea, pero se presenta de una forma exacerbada en el liderazgo de Trump, cuyo modelo de política está impregnado por un espectáculo donde se normalizan los comportamientos antisociales y violentos. En la tradición de los estudios antropológicos, este tipo de prácticas podría ser entendido como un "espectáculo" que incita la violencia a través de la imitación.
Los ataques al Capitolio de los Estados Unidos el 6 de enero de 2021 ejemplifican este fenómeno. Los manifestantes que irrumpieron en el Capitolio lo hicieron no solo como respuesta a un llamado a la acción de Trump, sino también como una forma de imitar su estilo de liderazgo, que se caracterizó por la transgresión constante de las normas democráticas. Trump no solo rompió reglas legales, sino que, a través de su ejemplo, alentó a otros a hacer lo mismo, desafiando la autoridad establecida y mostrando un desprecio por las instituciones que sustentan el orden constitucional.
En este contexto, el concepto de “mimesis” o imitación se vuelve crucial. El sociólogo René Girard acuñó esta noción para explicar cómo los individuos, al imitar a una figura de poder, no solo reproducen su comportamiento, sino que también adoptan su cosmovisión, incluyendo la justificación de la violencia. Este fenómeno es claramente visible en el círculo cercano de Trump, quienes se vieron atrapados en una especie de política de adulación, donde se elogiaban y se sometían a su voluntad, ya sea por ambición personal o por lealtad ideológica. La adopción de un lenguaje grandilocuente y la reconfiguración de la realidad en términos de poder absoluto, como lo describió Michael Cohen en sus memorias, refleja cómo los colaboradores de Trump no solo imitaban sus tácticas, sino que las internalizaban, viéndose a sí mismos como participantes en una narrativa cósmica de poder y dominio.
Trump, al alentar este tipo de lealtad sin cuestionamientos, no solo estaba cimentando su base de apoyo, sino que también estaba moldeando un tipo de política que no solo se desvió de la norma, sino que redefinió la lealtad como una adhesión total y absoluta. Esta dinámica no solo se da en el ámbito político, sino que se puede observar en otras áreas, como el crimen organizado, donde la lealtad y la sumisión al líder son valores fundamentales.
Una de las características más notables de esta política de adulación es la disposición de los seguidores para "romper las reglas" en nombre de una causa mayor, lo cual es visto como un signo de valía dentro del grupo. La transgresión de la ley, la indiferencia hacia las consecuencias legales y la justificación de la violencia son elementos clave en la consolidación de este tipo de política. Este patrón de comportamiento, alimentado por una narrativa que presenta al líder como infalible y justiciero, lleva a la creación de un ambiente donde las normas sociales se distorsionan, y los actores sociales se sienten justificados al actuar fuera de la ley.
Es importante destacar que este fenómeno no es exclusivo del liderazgo de Trump. A lo largo de la historia, líderes populistas y autoritarios han utilizado tácticas similares para consolidar poder, movilizar seguidores y deslegitimar a sus oponentes. Lo que hace único el caso de Trump es la extensión de estas tácticas en el contexto de una democracia moderna, que hasta cierto punto permite la radicalización de una parte significativa de la población.
Por último, el análisis de este tipo de política nos invita a reflexionar sobre los peligros inherentes a la normalización de la transgresión y la violencia. La política de adulación y ruptura de normas no solo está relacionada con el uso de poder, sino con la construcción de una realidad donde la verdad es maleable, y donde los seguidores, al igual que los miembros de una secta, aceptan el liderazgo sin cuestionarlo. El desafío, entonces, es cómo las sociedades democráticas pueden resistir estos movimientos y protegerse de la erosión de sus normas fundamentales.
¿Cómo el poder masculino se vuelve impune cuando se disfraza de carisma y éxito?
La detención de Jeffrey Epstein en 2019 reavivó un escándalo que llevaba años oculto bajo la superficie del sistema judicial estadounidense. Tras el acuerdo de culpabilidad sin precedentes alcanzado en 2008, muchos comenzaron a cuestionar si el entonces fiscal Alexander Acosta actuó bajo presión, temiendo a las figuras poderosas implicadas. La evidencia apuntaba en esa dirección: Epstein no solo tenía vínculos cercanos con dos expresidentes de EE. UU. y miembros de la realeza británica, sino que contaba entre sus amigos con algunos de los empresarios, abogados y consultores más influyentes del mundo. El hecho de que la oficina del fiscal en Nueva York asignara al equipo de corrupción pública —y no al de trata de personas— al caso, sugiere que el acuerdo legal negociado por el equipo de defensa de Epstein no solo se alejaba de las normas legales, sino que también podría haber buscado proteger a sus aliados poderosos.
La muerte de Epstein en una celda de Manhattan en agosto de 2019, aunque oficialmente atribuida al suicidio, dejó un vacío legal que garantizó la impunidad de sus cómplices masculinos. Su figura encarna una élite blanca, rica y masculina que logró eludir la justicia durante décadas. Junto a figuras como Harvey Weinstein, Roger Stone o Steve Bannon, Epstein fue parte de un patrón de hombres que solo enfrentaron consecuencias legales cuando el clima político de la era Trump alimentó una sed momentánea de rendición de cuentas. No obstante, estos actos de justicia fueron breves: Trump, en los últimos días de su mandato, otorgó indultos a Stone, Bannon y a una lista considerable de empresarios y políticos de alto perfil, consolidando una tradición histórica de impunidad para los poderosos.
El caso de Epstein ilustra no solo la corrupción sistémica, sino una forma de crueldad ostentosa como estética del poder. La relación entre corrupción y sadismo adquiere un nuevo significado: se manifiesta como una indiferencia planificada hacia el sufrimiento de los demás. No es simplemente la apropiación de recursos o la evasión fiscal lo que define este poder, sino su capacidad de infligir daño de manera íntima, secreta y sistemática, amparado por una red de privilegios masculinos que legitiman el abuso como un rasgo de virilidad.
A diferencia de los escritos del Marqués de Sade —quien, aunque cruel, no ocultaba su miseria ni su desprecio por la hipocresía de los poderosos—, el modelo de crueldad promovido por figuras como Trump y Epstein carece de reflexión ética. Desde finales de los años 80, cultivaron una forma de poder basada en el desprecio abierto por la debilidad, en la glorificación del exceso financiero y sexual, y en el rechazo absoluto a cualquier forma de responsabilidad moral. El poder que ejercieron no radicaba en el talento ni en el mérito, sino en una estrategia deliberada de explotación financiera y predación sexual. Esa combinación, normalizada por décadas de impunidad, funcionó como un modelo de éxito masculino en la cultura estadounidense.
El ascenso de Epstein coincidió con la construcción mediática de Donald Trump como símbolo de deseo, riqueza y audacia. Desde la publicación de The Art of the Deal en 1987, Trump fue presentado como un empresario seductor y osado, cuando en realidad su biógrafo lo percibía como un personaje superficial, desconectado de la verdad y obsesionado con su imagen. La estrategia era clara: vender un ideal de hombre exitoso cuya autoridad derivaba de su capacidad de conquistar mujeres jóvenes y de ignorar las normas que rigen a los ciudadanos comunes. En paralelo, Epstein cultivaba una imagen similar: fue nombrado “soltero del mes” en Cosmopolitan, y se promocionaba como un caballero adinerado en busca de mujeres atractivas. Ambos operaban dentro de un sistema simbólico donde el dinero no solo compraba influencia, sino también cuerpos.
Criados en los márgenes de Nueva York y atraídos por el poder concentrado en Manhattan, tanto Trump como Epstein se convirtieron en fixtures de la élite urbana: jets privados, mansiones exuberantes, fiestas exclusivas y una exhibición pública de su acceso irrestricto al deseo femenino. Nunca escondieron sus comportamientos abusivos ni sus crímenes financieros. Más bien, los integraron a una narrativa de éxito y masculinidad triunfante. Esta estética de poder se consolidó en una época donde el consumo ostentoso, la avaricia desinhibida y la cosificación sexual eran no solo aceptadas, sino celebradas.
La cultura que los encumbró, inspirada por figuras como Gordon Gecko o Hugh Hefner, justificaba la explotación como parte del juego capitalista. El cuerpo femenino se convirtió en símbolo de estatus; el engaño, en señal de astucia; y la inmunidad legal, en un trofeo más del éxito viril. En este ecosistema moralmente erosionado, el sufrimiento de las víctimas —mujeres jóvenes, trabajadores, inversionistas engañados— no tenía peso. La crueldad no era un efecto colateral, sino una demostración de poder.
Es crucial que el lector comprenda que esta impunidad no es accidental ni coyuntural, sino estructural. No es que estos hombres evadieran la justicia porque eran excepcionales, sino porque el sistema está diseñado para protegerlos. La acumulación de riqueza y poder masculino en sociedades capitalistas como la estadounidense está intrínsecamente ligada a la capacidad de dañar sin consecuencias. La red de complicidades que los protege —medios, abogados, políticos, empresarios— no solo encubre sus crímenes, sino que reproduce un modelo de poder cuya esencia es la deshumanización.
¿Qué significa realmente "America First"? Historia de un lema cargado de ideología
El lema "America First" ha tenido diversas interpretaciones a lo largo de la historia de los Estados Unidos, y ha sido utilizado por políticos y movimientos extremistas con propósitos radicalmente diferentes. Su origen político remonta a 1915, cuando el presidente Woodrow Wilson lo incluyó en un discurso, usando la frase para abogar por una postura aislacionista durante la Primera Guerra Mundial y expresar un sentimiento anti-británico. Desde entonces, el lema se ha vinculado estrechamente con discursos xenófobos y racistas que han intentado definir qué significa ser un "verdadero" estadounidense.
En sus primeras décadas de uso, "America First" se asociaba principalmente con una ideología que favorecía la pureza racial y cultural del país. El movimiento de los "hyphenates", aquellos que eran considerados como "no americanos" por su origen europeo —como los italoamericanos, irlandeses y alemanes—, fue uno de los objetivos de esta retórica. Durante la Primera Guerra Mundial, algunos medios de comunicación y políticos, como el periodista William Randolph Hearst y el jurista Charles Evan Hughes, se apropiaron de la frase para promover un rechazo generalizado a los inmigrantes y a las minorías raciales.
La conexión con el racismo no se limitaba a los inmigrantes europeos. En la misma época, el lema "America First" se empleó para justificar la discriminación contra los afroamericanos, quienes, según la lógica de la época, no podían ser considerados plenamente americanos debido a la infame regla de "una gota de sangre", que los catalogaba como negros si poseían algún ancestro africano. De esta manera, "America First" se convirtió en un sinónimo de mantener a "América para los verdaderos americanos", es decir, los blancos anglosajones protestantes.
En la década de 1920, la figura del Ku Klux Klan (KKK) comenzó a adoptar el lema para promover tanto el linchamiento de afroamericanos como políticas xenófobas contra los inmigrantes. Un discurso de un líder del Klan en Texas en 1919 lo ejemplifica perfectamente: "Yo estoy a favor de América, primero, último y siempre, y no quiero que ningún elemento extranjero nos diga qué hacer". Esta expresión escondía detrás de un supuesto patriotismo un profundo racismo que se disimulaba bajo la fachada de la aceptación social de la xenofobia.
A medida que avanzaba el siglo XX, el lema "America First" se asociaba con grupos de extrema derecha, algunos de los cuales se identificaban explícitamente como fascistas, como el Bund Germano-Americano y los propios seguidores del Klan. Estos grupos usaban la frase para promover ideologías blancas supremacistas, aunque se desentendían de cualquier vínculo explícito con el racismo, presentándose como defensores de la "pureza nacional" frente a lo que consideraban elementos "alienígenas".
En los años 30, el Comité "America First" se convirtió en una plataforma prominente para aquellos que se oponían a la intervención de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Figuras públicas como el industrial Henry Ford y el aviador Charles Lindbergh, conocidos por sus actitudes antisemitas, participaron activamente en este movimiento. Lindbergh, en particular, acusó a los grupos judíos de ser responsables de la guerra, afirmando que deberían oponerse a ella. Sin embargo, tras el ataque a Pearl Harbor en 1941, el Comité se disolvió rápidamente, pero el lema siguió circulando, infiltrándose en los círculos de la ultraderecha.
En tiempos más recientes, el lema "America First" volvió a ser adoptado por políticos y movimientos de derecha, como el de Pat Buchanan en la campaña presidencial de 2000, quien promovió el lema con un enfoque aislacionista. Donald Trump, en su ascenso político, también empleó "America First" en su campaña presidencial de 2016 y en 2020, sabiendo perfectamente las connotaciones históricas que conllevaba. Trump utilizó este lema para justificar una política que buscaba abandonar alianzas internacionales, reducir la inmigración y rechazar acuerdos comerciales, mientras que algunos de sus seguidores, incluyendo grupos como el Klan y los Proud Boys, lo tomaban como una bandera para justificar actitudes racistas y violentas.
El uso actual de "America First" por parte de estos grupos no es casual. Aunque Trump y otros políticos de su estilo lo presentaron como una bandera de patriotismo, su uso en la práctica ha servido como un velo que encubre una ideología supremacista blanca. Estos grupos, al invocar el lema, se posicionan como defensores de la "verdadera América" frente a aquellos que consideran extranjeros o "no americanos". De hecho, el lema sigue siendo un elemento clave en la justificación de actos de violencia contra inmigrantes y afroamericanos, perpetuando una visión distorsionada de lo que significa ser estadounidense.
El lema "America First" es más que una simple frase política; es una manifestación de las luchas sociales, raciales y políticas que han marcado la historia de los Estados Unidos. Su uso a lo largo de más de un siglo muestra cómo un concepto aparentemente inocente puede ser reinterpretado y apropiado para justificar posturas extremas. Es esencial reconocer cómo las palabras y símbolos pueden cargar con ideologías profundamente divisivas, y cómo la historia puede ser manipulada para respaldar tales creencias.

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