En la Europa feudal, la historia no puede entenderse plenamente sin reconocer el papel fundamental de lo irracional. El miedo persistente, las supersticiones y la amenaza constante de fuerzas invisibles, como demonios y espíritus malignos, configuraron una realidad donde la racionalidad era apenas una capa superficial. Este temor no solo era una experiencia individual, sino que se organizaba y explotaba socialmente, especialmente por la poderosa clase clerical y los señores feudales, quienes capitalizaban esta atmósfera de terror para consolidar su poder.
La protección prometida por los señores feudales no era solo física o material, sino espiritual. La fe, aunque reconfortante, coexistía con un mundo saturado de fuerzas malévolas. Los señores eran vistos como instrumentos divinos y guerreros sagrados, capaces de defender a sus vasallos no solo de enemigos visibles —como señores rivales, bandidos y enemigos lejanos—, sino también de amenazas invisibles que podían desatar calamidades naturales o castigos divinos. Así, la autoridad feudal garantizaba a los siervos un refugio estable dentro del feudo, una vida con cierto grado de seguridad, aun en medio de la desigualdad brutal y la explotación constante.
Este pacto de protección y sumisión creaba una identidad colectiva fuertemente arraigada en la tierra y la tradición. La pertenencia al feudo ofrecía a los siervos un sentido de comunidad, honor y un lugar en el mundo que iba más allá de la mera supervivencia. Este sentimiento, que puede considerarse una forma temprana de tribalismo o nacionalismo, ataba a las personas a un sistema social rígido pero protector, mitigando el miedo a la soledad y el abandono en un mundo percibido como caótico y peligroso.
Las resonancias de esta dinámica feudal son palpables en la política contemporánea, especialmente en el modo en que líderes autoritarios apelan a temores modernos —reales o fabricados— para legitimar su poder y ofrecer seguridad a costa de libertades. La figura del “hombre fuerte” emerge de nuevo, con un discurso que promete protección total frente a enemigos internos y externos. Al igual que en la Edad Media, esta narrativa apela a una emocionalidad profunda: la necesidad humana de protección, pertenencia y estabilidad frente a un mundo amenazante.
Es fundamental comprender que estas construcciones políticas no solo responden a la realidad objetiva de peligros o inseguridades, sino que se basan en una representación simbólica y emocional que se alimenta del miedo irracional y de la promesa de orden y seguridad. Esta paradoja revela cómo la racionalidad se ve eclipsada por mecanismos sociales y culturales que buscan legitimarse a través del control emocional de las masas.
Además, la perpetuación de jerarquías y desigualdades en el contexto de una supuesta protección refleja un intercambio complejo donde la sumisión se convierte en garantía de pertenencia y, paradójicamente, en una forma de honor social. La dinámica feudal nos muestra que la seguridad no es solo una cuestión de supervivencia material, sino también una construcción simbólica que implica la aceptación de una estructura de poder específica.
Por último, resulta esencial reconocer cómo estas lógicas ancestrales, lejos de ser reliquias del pasado, se adaptan y reaparecen en formas contemporáneas, evidenciando que la historia política está impregnada de un constante diálogo entre razón e irracionalidad, miedo y protección, dominación y comunidad. Entender estas raíces puede ayudar a desentrañar las motivaciones profundas detrás de fenómenos políticos actuales y cuestionar las narrativas simplistas que ignoran la complejidad de las emociones y creencias humanas.
¿Cómo la historia de la Seguridad puede transformar la democracia capitalista en un sistema autoritario?
El relato de la Seguridad es el caldo de cultivo que permite que una pequeña y movilizada minoría dentro de la población, tanto en Alemania como ahora, posiblemente, en Estados Unidos, transforme la democracia capitalista en un régimen autoritario, incluso fascista. Este relato, con sus raíces profundas en el capitalismo, le otorga al sistema una estructura que facilita el tránsito hacia el autoritarismo. La complacencia de la que disfrutábamos en cuanto a la "imposibilidad" de perder la democracia ha quedado atrás. Es cada vez más evidente que las características inherentes al capitalismo y su historia de Seguridad constituyen un riesgo persistente de que podamos caer en una forma de "fascismo capitalista".
Existen varios factores que alimentan esta transformación, entre ellos: las profundas desigualdades e injusticias dentro del sistema capitalista, la enorme concentración de poder en las élites, la receptividad de una parte importante de las clases trabajadoras hacia el autoritarismo, las crisis económicas y sociales periódicas que amenazan la estabilidad del sistema, y la disposición de las élites capitalistas a crear enemigos internos para consolidar su poder, incluso si ello implica abrazar el autoritarismo.
Esta realidad nos obliga a replantear nuestra complacencia en torno a la fuerza de nuestra democracia. Ahora es fundamental tener una profunda preocupación por las dimensiones autoritarias que están inscritas en el propio tejido del capitalismo estadounidense y comprometernos con la lucha para evitar que nuestra sociedad evolucione hacia el fascismo, sustentado en el poder de la historia de la Seguridad, la narrativa más peligrosa que jamás se haya contado. Las élites están constantemente tentadas y dispuestas a utilizar esta narrativa, sin importar el costo para la democracia.
Cómo Alemania se convirtió en fascista: La historia de Seguridad de Hitler
El fascismo europeo comenzó en Italia, cuando Benito Mussolini fundó su partido fascista diez años antes de que Adolf Hitler llegara al poder en Alemania. Mussolini, que había sido socialista antes de la Primera Guerra Mundial, llegó a la conclusión de que la lucha de clases —la confrontación entre los trabajadores de abajo y las élites capitalistas de arriba— estaba condenada al fracaso. Según él, los socialistas no comprendían que los intereses de clase eran demasiado estrechos para movilizar a las personas de forma efectiva, ya que los trabajadores se sentían más atraídos por consideraciones psicológicas y morales que trascendían los intereses económicos. La solidaridad de clase no podía ser la base de la comunidad de los trabajadores; más bien, la nación misma debía ser la fuerza unificadora, creando un vínculo espiritual mucho más poderoso que los simples intereses económicos.
La nación, según Mussolini, no era un simple espacio de intereses comunes, sino una historia de sentimientos, tradiciones, lengua, cultura y raza. Esta visión transformaba al Estado en una jerarquía moral dirigida por una figura todopoderosa, capaz de unificar y proteger a los miembros de la comunidad de cualquier amenaza interna o externa. En su visión, los trabajadores de abajo renunciarían a la lucha de clases, sobre todo porque Mussolini prometía políticas que fomentarían el empleo y el crecimiento económico, y se unirían al liderazgo de arriba en la lucha por el destino común. En este sentido, los fascistas no solo ofrecían la protección de una nación fuerte, sino también una restauración del honor y el estatus de todos los miembros de la comunidad.
El caso de Hitler siguió una línea similar, pero con una mayor radicalización. Hitler no solo adoptó el relato de Seguridad de Mussolini, sino que lo llevó a un extremo genocida, transformándolo en el nazismo. En su manifiesto "Mein Kampf", Hitler articuló la idea de que él, como Führer, sería el protector de todos los verdaderos miembros de la nación alemana, unificando a la raza aria bajo su liderazgo. Para Hitler, la nación era la encarnación de una comunidad de sangre, una comunidad racial y espiritual destinada a ser la más grande del mundo. La historia de la Seguridad que Hitler narró no solo justificaba el autoritarismo, sino que lo presentaba como una misión divina: la protección de una raza pura frente a sus enemigos, a través de una guerra santa que purificaría a la nación.
El peligro de la historia de Seguridad en el capitalismo contemporáneo
La historia de la Seguridad, como fuerza subyacente en el fascismo, ofrece un peligro latente en el capitalismo moderno. Al igual que en el pasado, cuando las élites capitalistas se enfrentan a crisis económicas y sociales, las clases trabajadoras de abajo pueden ser seducidas por la promesa de una unidad nacional, una protección contra los enemigos percibidos y un futuro mejor en el marco de un sistema autoritario. Esto se observa en fenómenos contemporáneos, donde el ascenso de líderes populistas, como Donald Trump, ha evidenciado el resurgimiento de narrativas similares: la promesa de restaurar el orden y la grandeza de la nación, a menudo a costa de los derechos democráticos y las libertades individuales.
Sin embargo, es esencial comprender que el peligro no reside solo en el ascenso de figuras autoritarias individuales, sino en las estructuras que permiten que estos relatos sean creíbles y movilicen a sectores importantes de la población. Las crisis sociales, las crecientes desigualdades y el sentimiento de inseguridad pueden ser aprovechados por los líderes para fomentar el miedo, la división y la necesidad de un "salvador" que reestablezca el orden. La historia de la Seguridad se convierte en el motor de esta narrativa, transformando la idea de protección en un instrumento de control social que promete seguridad a cambio de la pérdida de libertades democráticas.
Es crucial que los lectores comprendan no solo cómo las ideologías autoritarias se han tejido en la historia de Europa, sino también cómo estas estructuras pueden adaptarse y tomar nuevas formas en los sistemas capitalistas contemporáneos. La narrativa de Seguridad, lejos de ser algo del pasado, sigue siendo un peligro latente que puede ser utilizado para desmantelar las bases de la democracia y transformar cualquier sociedad moderna en un sistema autoritario si no se enfrenta adecuadamente.
¿Cómo la política fascista de Hitler utilizó el Tratado de Versalles para transformar Alemania?
El Tratado de Versalles de 1919 marcó el fin de la Primera Guerra Mundial y dejó a Alemania en una situación de profunda humillación. La imposición de reparaciones económicas, sumada a las severas restricciones militares y territoriales, desató una crisis económica sin precedentes, que incluyó una inflación descontrolada y un desempleo masivo. A pesar de las advertencias del economista británico John Maynard Keynes, que predijo que las sanciones impuestas a Alemania resultarían en una catástrofe económica, los aliados decidieron que el castigo debía ser severo. Hitler aprovechó esta situación para construir una narrativa nacionalista que forjaría la base de su agenda política y militar.
En sus discursos y escritos, Hitler no dejó de insistir en que el Tratado de Versalles representaba una injusticia histórica de proporciones colosales. A menudo repetía que su principal objetivo era abolir el tratado y restaurar la dignidad de Alemania. Para él, el tratado no solo humillaba a su nación, sino que también alteraba para siempre el orden mundial. Según su visión, solo los países vencedores tenían derechos y, por lo tanto, una nación derrotada como Alemania no podría prosperar bajo un sistema en el que el vencedor dominaba sin restricciones.
La promesa de Hitler de derrocar el Tratado de Versalles resonaba en una población alemana devastada, que había perdido no solo en lo económico, sino también en lo cultural y lo político. A través de su partido nazi, Hitler ofreció un camino hacia la restauración, prometiendo la reconstrucción del "Reich" alemán y la creación de un Estado poderoso que podría superar cualquier amenaza externa. Su programa de rearmamento y expansión territorial estaba basado en la premisa de que Alemania debía convertirse en la nación más fuerte para evitar que se repitiera la humillación de la Primera Guerra Mundial.
En 1938, Hitler dejó claro en un telegrama a Franklin D. Roosevelt que su política estaba dirigida a proteger a Alemania de amenazas externas, pero también para consolidar el poder dentro de sus fronteras. En sus palabras, había restaurado las provincias perdidas tras el Tratado de Versalles y reunificado a millones de alemanes que habían sido despojados de su nación. Esta "unificación" no era solo política, sino también cultural, al integrar a todos los pueblos considerados "arios" en un solo Estado poderoso. La seguridad de Alemania, según Hitler, dependía de su capacidad para eliminar cualquier amenaza interna y externa, lo que lo llevó a fomentar una ideología que se basaba en la pureza racial.
La idea de seguridad de Hitler también reflejaba una visión muy particular sobre el orden mundial. Para él, la nación más fuerte debía ser la que dominara, lo que puede verse como un reflejo de la mentalidad de "seguridad nacional" que se desarrolló en otras partes del mundo, como en los Estados Unidos. Al igual que en la política de "realismo" estadounidense, Hitler veía el mundo como un lugar dominado por la lucha por el poder, en el que la supervivencia de un país solo estaba garantizada si mantenía un control absoluto sobre su destino. La diferencia radicaba en que la visión de Hitler no se limitaba solo a la defensa, sino a la expansión agresiva, basada en una supremacía racial ariana que debía someter a otras razas consideradas "inferiores".
En la construcción de este relato de seguridad, Hitler también identificó a los enemigos internos de la nación. Consideraba que los judíos, los socialistas y otros grupos considerados "no arios" representaban una amenaza directa al bienestar de la nación alemana. La noción de purificación racial, que formaba parte central de la ideología nazi, no solo apuntaba a la eliminación de aquellos considerados impuros, sino también a la consolidación de una comunidad homogénea que garantizaría la prosperidad del pueblo alemán.
Este enfoque racista y divisivo también jugaba con las tensiones sociales dentro de Alemania. En el contexto de la República de Weimar, las diferencias entre las zonas urbanas, secularizadas y de izquierda, y las zonas rurales, conservadoras y religiosas, eran profundas. Hitler aprovechó este conflicto cultural y económico, pintando a los judíos y socialistas como los responsables de las dificultades de la clase trabajadora alemana. En lugar de dirigir el descontento contra la élite económica o aristocrática, el régimen nazi alimentó la idea de que el verdadero enemigo era interno, pero pertenecía a una clase "externa" a la verdadera esencia alemana.
El proyecto de seguridad de Hitler, por lo tanto, no solo implicaba la reconfiguración del poder militar de Alemania, sino también la creación de un espacio seguro para lo que él definía como la "raza aria". Este concepto de seguridad interna y externa estaba entrelazado con una xenofobia radical que consideraba a cualquier grupo fuera de la comunidad aria como una amenaza existencial. A través de su retórica, Hitler logró movilizar a millones de alemanes que, desilusionados por las consecuencias del Tratado de Versalles, buscaban un líder fuerte que les devolviera el orgullo y la seguridad.
Además de la construcción de este "enemigo interno", el relato de Hitler también incorporaba una noción de destino divino y misión histórica para Alemania. En su visión, la creación de un nuevo orden mundial debía pasar por la restauración de la grandeza alemana, lo que implicaba la eliminación de aquellos que él consideraba impuros y el sometimiento de las naciones vecinas. De esta manera, Hitler no solo ofreció una salida a las humillaciones del pasado, sino que también construyó un relato de salvación nacional que resultó profundamente atractivo para muchas personas que deseaban superar la crisis y la degradación que vivían.
¿Cómo preservar la libertad de expresión y construir una seguridad verdadera en una sociedad democrática?
La libertad de expresión es el núcleo de toda política progresista y de izquierda, y nunca debe ser subordinada a dogmas, incluso cuando estos se justifican en nombre de la justicia o la igualdad. La diferencia fundamental entre rechazar discursos de odio o discursos que incitan a la violencia, y silenciar a quienes tienen opiniones distintas, es crucial. La verdadera defensa de la libertad no pasa por acallar al adversario, sino por confrontar sus argumentos vigorosamente, permitiendo que el debate democrático prospere en su diversidad.
Sin embargo, la derecha política ha manipulado el concepto de “libertad de expresión” para fines que a menudo contradicen su espíritu original. Decisiones judiciales como Citizens United en Estados Unidos han equiparado el dinero con el discurso político, autorizando a multimillonarios a comprar elecciones bajo la bandera de la libertad de expresión. De igual manera, la defensa de la “libertad de expresión” ha servido para invalidar regulaciones que buscan frenar la publicidad engañosa. La izquierda debe diferenciar claramente que el dinero no es discurso, y que las pretensiones corporativas sobre sus comunicaciones como expresión legítima son muchas veces engañosas. Rechazar estas falsas reclamaciones es imprescindible, sin renunciar a la protección de la expresión auténtica, sea de izquierda o derecha, como un valor sagrado.
La construcción de una nueva sociedad con verdadera seguridad demanda una autocrítica permanente de la izquierda y los progresistas sobre si están promoviendo sus propios dogmas o formas de corrección política que, en lugar de atraer, generan rechazo emocional. La corrección política, entendida como una excesiva sensibilidad que inhibe el diálogo, ha sido una de las causas por las que la izquierda ha perdido terreno frente a la derecha, que sabe apelar mejor a las emociones. El desafío es eliminar la corrección política tóxica sin dejar de combatir el racismo, el sexismo y el sistema de capitalismo militarizado que perpetúa la desigualdad y la inseguridad.
La verdadera seguridad no se consigue con relatos basados en enemigos inventados o en la militarización constante, sino con un cambio radical en el modelo económico y social. El sistema capitalista actual, comparado metafóricamente con una casa dividida en “pisos superiores” e “inferiores,” está diseñado para generar inseguridad. La clase trabajadora, situada en los “pisos inferiores,” produce la riqueza que luego es acumulada por una élite “aristocrática capitalista” que reside en los “pisos superiores.” Esta arquitectura social no es accidental, sino una característica estructural del capitalismo que intensifica la desigualdad económica con el tiempo, como lo demuestran estudios de economistas como Thomas Piketty y Emmanuel Saez.
Resulta irónico que el discurso capitalista prometa seguridad a quienes, en realidad, mantiene en condiciones precarias. La seguridad verdadera solo puede alcanzarse a través de una lucha colectiva y unificada contra quienes se benefician del sistema desigual, y por la creación de un modelo social que priorice la justicia social, el bienestar común y el respeto a los derechos universales.
Ejemplos europeos como los países escandinavos — Suecia, Dinamarca y Noruega — demuestran que es posible combinar mercados con sistemas robustos de bienestar social que garantizan derechos universales. Estos países implementan educación universitaria gratuita, salud universal, servicios de cuidado para niños y ancianos, pensiones dignas y políticas ambientales sostenibles, además de mantener fuerzas armadas exclusivamente defensivas. Su modelo se fundamenta en una comunidad cívica fuerte que promueve confianza y solidaridad, pilares esenciales para la seguridad verdadera.
Esta seguridad no es solo material; incluye derechos amplios que permiten el desarrollo humano en su totalidad: salud, educación, creatividad individual, y la construcción de comunidades solidarias y afectuosas. En los sistemas capitalistas tradicionales, estos derechos son limitados o negados porque representan una amenaza para la concentración de poder y riqueza. Por ello, la universalización de los derechos humanos se erige como la base necesaria para una seguridad auténtica, que abarque no solo la supervivencia sino también la realización personal y colectiva.
El debate sobre la libertad de expresión y la verdadera seguridad está, por lo tanto, intrínsecamente ligado a la transformación del sistema económico y social. La izquierda debe preservar la libertad de expresión como un valor inalienable, rechazar la mercantilización del discurso político y cuestionar sus propias prácticas internas que dificultan la inclusión emocional y política. Al mismo tiempo, debe impulsar una narrativa y una práctica política que unan a quienes sufren las consecuencias del sistema actual para construir una sociedad donde la seguridad no sea un privilegio, sino un derecho universal.

Deutsch
Francais
Nederlands
Svenska
Norsk
Dansk
Suomi
Espanol
Italiano
Portugues
Magyar
Polski
Cestina
Русский