El modelo estimado parece ser razonablemente bueno, como lo demuestran un alto R2, valores t significativos, la relación F favorable, un error cuadrático estándar (SER) bajo y un error absoluto medio porcentual (MAPE) igualmente bajo. Estos resultados indican que el modelo satisface las condiciones básicas que se requieren para su validez. No parece haber un problema de multicolinealidad, ya que los signos de los parámetros se mantienen consistentes y todos los valores t resultan significativos a un nivel de significancia de p < 0.05, lo cual se puede verificar con los valores críticos de t y F que se encuentran en cualquier libro estándar de estadística.

Sin embargo, al examinar el modelo con más detalle, se observa un leve problema de autocorrelación negativa, ya que el estadístico de Durbin-Watson (DW) es cercano a 3, lo cual es más alto que el nivel aceptable de 2.0, lo que indica la presencia de autocorrelación. Para corregir este problema, se utiliza el esquema autorregresivo de primer orden, una práctica estándar cuando se detecta autocorrelación. Este enfoque supone que el problema no se debe a la omisión de variables ni a la mala especificación de la forma matemática del modelo, descartando además que la serie contenga demasiados datos interpolados.

En términos generales, si la autocorrelación sigue un esquema de primer orden, esto significa que el término de error en el tiempo t está directamente relacionado con el error del tiempo t-1, más una variable aleatoria. El modelo que describe esta relación es el siguiente:

et=pet1+vte_t = p e_{t-1} + v_t

Donde pp es la pendiente correspondiente y vtv_t es la nueva variable aleatoria. Para aplicar este método, se realizan tres pasos. Primero, se estima el término residual e^t\hat{e}_t, luego se regresa ese término sobre e^t1\hat{e}_{t-1}. En el siguiente paso, se utiliza el coeficiente estimado para obtener un nuevo conjunto de valores para las variables explicativas y, finalmente, se aplica el método de Mínimos Cuadrados Ordinarios (OLS) para re-estimar el modelo.

Los resultados del primer paso muestran que el coeficiente es significativo, como se observa en el valor t de e^t=0.516442e^t16.2893\hat{e}_t = 0.516442 \hat{e}_{t-1} - 6.2893, lo cual nos permite proceder con la transformación de las variables. Usando el coeficiente estimado, calculamos los nuevos valores para las variables de ingreso familiar medio (MFI) y el porcentaje de hogares monoparentales (PSPH), obteniendo:

LOST=t0.516442LOSTt1LOST^* = t - 0.516442 LOST_{t-1}
MFI=t0.516442MFIt1MFI^* = t - 0.516442 MFI_{t-1}
PSPH=t0.516442PSPHt1PSPH^* = t - 0.516442 PSPH_{t-1}

Estas son las variables transformadas que luego se utilizarán en la re-estimación del modelo. Tras aplicar nuevamente el método OLS, los resultados obtenidos muestran una mejora significativa en el estadístico de Durbin-Watson, que ahora es de 2.1636, lo que indica que el problema de autocorrelación ha sido sustancialmente corregido.

Otro problema común en los modelos de series temporales es la heterocedasticidad, que se refiere a la variabilidad no constante de los errores a lo largo del tiempo. Este problema también puede estar presente en nuestros datos. Para detectar heterocedasticidad, se utiliza la prueba de White, que es un test chi-cuadrado basado en el R2 obtenido a partir de una regresión auxiliar de los residuos al cuadrado del modelo original. Los resultados de esta prueba inicial muestran un valor bajo para el estadístico chi-cuadrado (χ²), lo que sugiere la presencia de un leve problema de heterocedasticidad.

Para corregir este problema, se vuelve a realizar la regresión con las variables transformadas, lo que resulta en una mejora considerable del modelo. Los nuevos valores obtenidos para los coeficientes de las variables explicativas muestran que la heterocedasticidad se ha reducido sustancialmente. El estadístico chi-cuadrado ahora es significativo a un nivel de p < 0.05, lo que indica que la corrección fue exitosa.

Con los problemas de autocorrelación y heterocedasticidad corregidos, se pueden utilizar los coeficientes del modelo transformado para hacer previsiones de los ingresos perdidos (LOST) en el próximo año, utilizando los valores pronosticados de las variables explicativas. Aunque este proceso puede repetirse para pronósticos futuros, es crucial reconocer que a medida que los pronósticos se extienden hacia el futuro, los errores de pronóstico acumulados pueden tener un impacto mayor, lo que hace que las actualizaciones periódicas de las previsiones sean necesarias.

Es importante comprender que los pronósticos realizados hasta ahora son "pronósticos puntuales", es decir, son valores esperados, no valores reales. Sin embargo, es posible construir intervalos de confianza alrededor de estos pronósticos para indicar con un cierto grado de confianza el rango dentro del cual se espera que caigan los valores reales en el futuro. Esto permite a los analistas no solo prever los resultados más probables, sino también evaluar la incertidumbre asociada a las predicciones.

¿Cómo enfrentar los desafíos avanzados en la investigación y la política fiscal?

Los desafíos avanzados en la investigación económica y la formulación de políticas fiscales son áreas complejas que requieren una comprensión profunda de los procesos presupuestarios, la economía política y la interacción entre el gasto público y el crecimiento económico. Un enfoque integral debe considerar las diversas teorías que abordan la demanda de bienes públicos, la predicción económica, y la distribución de los recursos fiscales. Es vital comprender que el análisis económico y la previsión fiscal son elementos esenciales para una toma de decisiones efectiva en los gobiernos y las organizaciones internacionales.

Dentro de este campo, diversas teorías y metodologías se han propuesto para abordar la demanda de bienes públicos. Strauss y Hughes (1976) introdujeron un enfoque innovador para entender cómo los bienes públicos pueden ser evaluados en términos de su demanda, y cómo esta demanda se relaciona con las políticas fiscales. Además, la importancia de las políticas de redistribución de recursos ha sido ampliamente discutida en los trabajos de autores como Tiebout (1956), quien teoriza sobre el gasto público local y su impacto en la eficiencia económica. Su visión implica que las decisiones sobre la provisión de bienes públicos deben ser descentralizadas, permitiendo que los individuos elijan qué tipo de bienes desean consumir, a través de un sistema de competencia intergubernamental.

Al mismo tiempo, el análisis de los efectos del gasto público en la economía ha sido objeto de estudios exhaustivos, como los de Vedder (1993), que analizó el impacto económico de las políticas fiscales en los estados de EE. UU. A través de este análisis, se ha demostrado que el gasto gubernamental puede tener efectos tanto positivos como negativos sobre la economía, dependiendo de su dirección y de los sectores beneficiados. Los estudios recientes muestran que un mayor gasto público no siempre conduce a un mayor crecimiento económico, especialmente si no se gestionan adecuadamente los recursos.

Es importante destacar que la precisión en las predicciones económicas es un desafío constante. Las metodologías, como los modelos econométricos utilizados por Suits (1962), ayudan a anticipar el comportamiento de las economías locales y nacionales bajo diferentes políticas fiscales. Estos modelos permiten a los economistas no solo prever el impacto de las políticas fiscales en términos de crecimiento económico, sino también ajustar sus predicciones basándose en escenarios futuros que podrían verse alterados por factores externos, como crisis financieras o cambios geopolíticos.

La cuestión de la asignación de recursos y la política fiscal a nivel estatal también ha sido examinada desde una perspectiva de equilibrio, como lo plantea Tauer (1992), quien discute la diversificación de la agricultura y la producción a nivel estatal en los Estados Unidos. Este enfoque resalta cómo las políticas fiscales pueden influir en el desarrollo regional, alterando la distribución de la riqueza y promoviendo ciertas industrias mientras se desincentivan otras.

El papel de los impuestos y el sistema fiscal es igualmente central en la discusión sobre la política fiscal. El análisis de las tasas impositivas, la estructura fiscal y su impacto en el crecimiento económico es esencial para comprender las dinámicas fiscales de cualquier nación. El modelo del impuesto sobre ventas nacional, discutido por el Tax Policy Center (2016), ilustra cómo un cambio en la estructura impositiva puede tener repercusiones de largo alcance en la economía, afectando la competitividad y la recaudación fiscal.

En términos de la política fiscal y la eficiencia del gasto público, se debe también considerar el impacto de las reformas presupuestarias. Autores como Wildavsky (1961, 1978) han discutido las implicaciones políticas de las reformas fiscales, destacando cómo las modificaciones en los procesos presupuestarios pueden influir en la política pública y en la estabilidad financiera de los gobiernos. Las reformas no solo tienen un impacto en la forma en que se distribuyen los recursos, sino también en la percepción pública del gobierno y su capacidad para gestionar los fondos públicos de manera efectiva.

Adicionalmente, las experiencias de la implementación del presupuesto basado en cero, como las propuestas por Taylor (1977), también muestran la importancia de reevaluar constantemente las prioridades de gasto. En este modelo, cada partida del presupuesto debe ser justificada desde cero, sin asumir que el gasto del año anterior es un punto de partida legítimo, lo que ofrece una visión más clara de las necesidades actuales y permite una asignación de recursos más eficiente.

Es igualmente relevante la discusión sobre la deuda pública, como se observa en el análisis realizado por el U.S. Department of Treasury (2023b). El manejo de la deuda y el impacto que tiene en las finanzas de un país debe ser cuidadosamente gestionado para evitar crisis fiscales a largo plazo. El control de la deuda y la asignación estratégica de recursos son aspectos que definen la sostenibilidad fiscal de un estado, y su manejo adecuado es crucial para el bienestar económico a nivel nacional e internacional.

Además de los aspectos técnicos y económicos, es importante reconocer la dimensión política y social de la política fiscal. El involucramiento ciudadano en el proceso de formulación del presupuesto es un componente esencial para la legitimidad de las políticas públicas. La participación activa de los ciudadanos, como se describe en los estudios de Wampler (2007), puede mejorar la transparencia y la rendición de cuentas, lo que a su vez aumenta la eficiencia del sistema fiscal.

En resumen, los desafíos avanzados en la investigación y las políticas fiscales requieren una comprensión interrelacionada de la teoría económica, la gestión pública, y la política. La habilidad para prever los efectos de las decisiones fiscales, la importancia de las reformas presupuestarias y el enfoque sobre la eficiencia del gasto son fundamentales para garantizar un sistema económico justo y estable. Estos principios, junto con la constante evaluación de los efectos de las políticas fiscales, permiten una gestión eficiente de los recursos y contribuyen al crecimiento económico sostenido.

¿Cuáles son las características deseables de un sistema tributario y cómo se evalúan?

La recaudación fiscal es el principal instrumento mediante el cual un gobierno obtiene sus ingresos, aunque también existen otras fuentes como tarifas por servicios, multas, ingresos intergubernamentales, entre otras. No obstante, los impuestos permanecen como la base fundamental de los recursos públicos. Cualquier decisión para aumentar estos ingresos a través de la imposición fiscal incide directamente no solo en el Estado, sino también en los contribuyentes y en la sociedad en su conjunto. Por ello, estas decisiones no son arbitrarias ni inmediatas; requieren un análisis riguroso y prolongado, fundamentado en principios claros y medibles.

Estos principios, o características deseables del sistema tributario, sirven para evaluar la efectividad y justicia del sistema. Entre ellos destacan la equidad, eficiencia, simplicidad, flexibilidad y suficiencia. La equidad busca que los impuestos se distribuyan de manera justa entre los ciudadanos, diferenciando entre equidad horizontal y vertical. La primera exige que contribuyentes con igual capacidad económica paguen impuestos similares, mientras que la equidad vertical reconoce que quienes tienen mayor capacidad deben contribuir proporcionalmente más. Sin embargo, los responsables políticos suelen prestar mayor atención a la equidad vertical, pues las diferencias económicas entre individuos son más notorias y tienen mayor impacto social.

La eficiencia en la imposición fiscal es crucial porque un sistema que genera distorsiones económicas excesivas puede reducir el bienestar social. Se debe minimizar la “carga excesiva” o “exceso de carga” que un impuesto impone sobre la economía, es decir, el costo adicional generado por la alteración de comportamientos económicos, como la reducción en el consumo o inversión. Este costo puede calcularse, por ejemplo, usando la fórmula que relaciona el impuesto, la reducción en la cantidad demandada y el área del triángulo que representa la pérdida neta de eficiencia (carga muerta). Los encargados de la política fiscal deben equilibrar esta carga para no desincentivar la actividad económica ni la generación de riqueza.

La simplicidad del sistema tributario es otro atributo indispensable. Un sistema complejo genera costos adicionales para el contribuyente y para la administración fiscal, dificulta la comprensión y cumplimiento de las obligaciones, y puede fomentar la evasión y elusión fiscal. La transparencia y la certeza sobre las reglas y tasas aplicables son esenciales para generar confianza y promover la adhesión voluntaria al pago de impuestos.

La flexibilidad permite que el sistema se adapte a las cambiantes condiciones económicas y sociales, garantizando la estabilidad de los ingresos públicos y la capacidad del Estado para responder a nuevas necesidades. Además, un sistema tributario óptimo busca combinar estas características, entendiendo que raramente es posible cumplirlas todas en su totalidad. La política fiscal suele estar marcada por compromisos y compensaciones; por ejemplo, aumentar la equidad puede implicar perder algo de eficiencia, o mejorar la simplicidad puede reducir la precisión en la distribución de la carga tributaria.

La medición de la desigualdad y la incidencia del impuesto se apoyan en herramientas como el índice de Gini y el índice de Theil. Este último, a diferencia del Gini, tiene la ventaja de ser aditivo entre subgrupos sociales, permitiendo analizar la desigualdad de manera desagregada y luego consolidar los resultados en un coeficiente general. Así, se facilita un análisis más detallado sobre qué segmentos de la población soportan mayor carga impositiva y cómo se distribuye la riqueza.

También es necesario comprender que la estructura tributaria (progresiva, proporcional o regresiva) determina cómo varía la tasa impositiva en relación con el ingreso. Por ejemplo, un sistema progresivo aplica tasas más altas a mayores ingresos, promoviendo una mayor redistribución. Sin embargo, la elección de la estructura debe considerar sus efectos sobre la eficiencia y la equidad, además de su impacto en la economía y en la voluntad política.

La teoría del equilibrio óptimo en impuestos sugiere que, aunque no se puede alcanzar un sistema perfecto que cumpla todos los criterios sin excepción, es posible lograr un sistema “de segundo mejor” que maximice el bienestar social dentro de las limitaciones prácticas. Para ello, se deben evaluar cuidadosamente las condiciones económicas, políticas y sociales, y ajustar las políticas tributarias en consecuencia.

Es importante que el lector comprenda que las decisiones fiscales implican siempre un juego de intereses y restricciones, y que las teorías y principios económicos sirven como guías, pero su aplicación práctica requiere un balance cuidadoso entre objetivos contrapuestos. La comprensión profunda de conceptos como la equidad, la eficiencia, la carga tributaria y la estructura impositiva, así como el uso de indicadores y medidas cuantitativas, es esencial para evaluar políticas y proponer reformas que mejoren la justicia y la funcionalidad del sistema fiscal.

¿Cómo la evolución de la legislación presupuestaria ha moldeado la política fiscal y el gasto público en EE. UU.?

La dinámica del presupuesto en los Estados Unidos se ha visto históricamente influenciada por una serie de reformas que responden a las cambiantes realidades sociales, económicas y políticas. Un claro ejemplo de ello es la aprobación de la Ley de Control de Déficit Presupuestario y Emergencia, también conocida como la Ley Gramm-Rudman-Hollings (GRH), promulgada en 1985. Esta ley buscaba abordar el creciente déficit fiscal del gobierno federal mediante la introducción de límites al gasto discrecional y la imposición de objetivos estrictos de reducción del déficit. Además, la ley incluía la posibilidad de aplicar el mecanismo de "secuestro", es decir, la reducción involuntaria del gasto público, tanto en el ámbito doméstico como de defensa, si el gobierno no cumplía con las metas de reducción en un tiempo determinado.

Sin embargo, la dificultad para lograr una reducción del déficit dentro de los plazos estipulados llevó a la aprobación en 1990 de la Ley de Ejecución Presupuestaria (BEA), que flexibilizaba los objetivos de reducción para permitir ajustes ante cambios impredecibles en la economía, evitando así la necesidad de aplicar el "secuestro". Además, la BEA introdujo el sistema PAYGO, que requería que cualquier nueva legislación que afectara el gasto directo se financiara sin aumentar el déficit. A pesar de los logros parciales de esta ley, especialmente durante la década de 1990, la caída de la Unión Soviética y la transformación hacia una economía tecnológica fueron factores externos que también ayudaron a reducir el gasto en defensa y aumentaron la demanda de mano de obra calificada, contribuyendo así al éxito de las políticas fiscales.

A lo largo de las décadas, se han aprobado diversas reformas, como la Ley de Control Presupuestario (BCA) en 2011, que permitió aumentar el techo de la deuda, y la Ley de Presupuesto Bipartidista (BBA) de 2018, que amplió los límites de gasto discrecional. Más recientemente, en 2022, se aprobó la Ley de Reducción de la Inflación, que no solo se centró en la reducción de la inflación y la crisis climática, sino también en la reducción del déficit fiscal.

Si bien el proceso de presupuestación formal a nivel federal no comenzó hasta la aprobación de la Ley de Presupuesto y Contabilidad de 1921, los gobiernos estatales implementaron presupuestos mucho antes. Entre 1910 y 1920, 44 estados aprobaron leyes para establecer presupuestos formales. A nivel local, los gobiernos adoptaron sistemas presupuestarios ya en el siglo XVIII.

Este fenómeno muestra que la presupuestación es un proceso dinámico, profundamente influenciado por los cambios económicos y políticos. La Ley de Presupuesto y Contabilidad de 1921, que otorgó al presidente la autoridad para formular el presupuesto federal, fue el resultado de la recomendación de la Comisión Taft, establecida en un contexto de crecimiento económico y tensiones políticas internacionales, incluido el posible estallido de una gran guerra en Europa. Décadas más tarde, tras la Segunda Guerra Mundial, el presidente Truman creó una comisión similar bajo la dirección de Herbert Hoover, cuya misión fue reestructurar el gobierno federal para enfrentar los cambios de la posguerra. Entre las recomendaciones de Hoover, se incluyó la creación de un presupuesto de capital separado y el establecimiento de un sistema de presupuestación por rendimiento, buscando mayor responsabilidad en el gasto público.

La Gran Depresión de la década de 1930 también jugó un papel crucial en la evolución del presupuesto estadounidense. La crisis económica llevó a la adopción generalizada de presupuestos tanto en el gobierno federal como en los gobiernos estatales y locales. Durante esta época se aprobaron reformas clave, como la Ley Glass-Steagall de 1933, que regulaba los bancos comerciales para evitar fracasos y proteger los depósitos, y la Ley de Seguridad Social de 1935, que instauró un sistema de seguro social para los jubilados. Estas reformas reflejaron un cambio fundamental en la economía nacional y fueron, en su mayoría, respuestas presupuestarias a las presiones sociales y económicas del momento.

A lo largo de la historia, cada reforma presupuestaria en los Estados Unidos ha sido una respuesta a los desafíos inmediatos del momento. Y aunque cada una de estas reformas ha tenido su propio enfoque, el principio subyacente ha sido el mismo: adaptar el sistema de presupuestación a las realidades económicas, sociales y políticas del momento.

Es importante tener en cuenta que, aunque los cambios en el sistema de presupuestación han buscado responder a problemas específicos, muchos de estos desafíos continúan presentes hoy en día. La adaptación continua del sistema presupuestario sigue siendo fundamental, y es probable que, en el futuro, nuevas reformas respondan a las condiciones económicas y políticas del momento, ya sea en respuesta a crisis económicas, cambios políticos o transformaciones tecnológicas.

¿Cuáles son las causas y consecuencias del crecimiento del gasto público en Estados Unidos?

El gasto público en Estados Unidos ha experimentado un crecimiento sostenido a lo largo de las últimas décadas, alcanzando cifras que superan los nueve billones de dólares en 2023 y proyectándose a un crecimiento aún mayor hacia 2033. Este aumento no se limita únicamente al nivel federal; también los gobiernos estatales y locales han visto incrementos significativos en sus presupuestos, aunque de manera menos visible. Por ejemplo, mientras que en 1948 el gasto combinado de estos niveles de gobierno era de aproximadamente 21 mil millones de dólares, para 2010 ya superaba los tres billones, y para 2018 se aproximaba a los siete billones. En conjunto, la suma del gasto federal, estatal y local rondó los 9.6 billones en 2023, reflejando una tendencia ascendente que probablemente continuará, aunque con posibles desaceleraciones derivadas de presiones sociales o fluctuaciones económicas.

Este crecimiento tiene raíces en dos grandes áreas: el gasto en defensa y el gasto doméstico. Aunque el gasto en defensa representa una proporción menor del producto interno bruto (PIB) comparado con el gasto doméstico, ha mostrado una notable volatilidad a lo largo del tiempo. En momentos clave, como durante las dos guerras mundiales, esta partida llegó a representar hasta un 41% del PIB, mientras que en tiempos de paz recientes se ha estabilizado en torno al 3%. Sin embargo, dentro del presupuesto federal, el gasto en defensa continúa siendo una porción considerable, consumiendo cerca del 50% del presupuesto discrecional, lo que equivale a aproximadamente el 20% del gasto total.

Por otro lado, el gasto doméstico ha tenido sus propios ciclos de expansión y contracción. La década de 1960 marcó un periodo de alto crecimiento debido a programas sociales ambiciosos como la Gran Sociedad del presidente Johnson y la creación de Medicare y Medicaid. Sin embargo, las crisis económicas, como la crisis energética de 1973, provocaron desaceleraciones durante los años siguientes. En los años 90, aunque hubo cierto repunte, nunca se volvió a alcanzar el nivel de gasto de la década anterior, gracias en parte a la reducción del gasto en defensa tras la caída de la Unión Soviética y a recortes en programas de redistribución social.

Otro fenómeno crucial en la evolución del gasto público es el desplazamiento del peso financiero desde los gobiernos locales hacia el gobierno federal. A principios del siglo XX, los gobiernos locales gestionaban más del 60% del gasto público total, mientras que el gobierno federal apenas representaba el 30%. Hoy en día, esta relación se ha invertido significativamente, debido principalmente a la reducción de las bases tributarias locales, como el impuesto a la propiedad, y al aumento de la demanda ciudadana por servicios públicos de mejor calidad. Este proceso de centralización también se refleja en la creciente influencia que el gobierno federal ejerce sobre los gobiernos estatales y locales a través de condiciones impuestas en las transferencias de fondos, lo que limita la autonomía local aunque busca garantizar equidad y responsabilidad en el gasto.

El llamado “nuevo federalismo fiscal” implementado durante la administración Reagan en los años 80 fue un punto de inflexión para estas dinámicas. Esta política buscó reducir el tamaño y la influencia del gobierno federal mediante la reducción de aportes incondicionales a los gobiernos estatales y locales, transfiriendo responsabilidades sociales y económicas hacia niveles de gobierno inferiores. Si bien esta estrategia logró algunos objetivos macroeconómicos, como la reducción de la inflación, también condujo a una disminución en la capacidad financiera y autonomía de los gobiernos locales y estatales, incrementando la dependencia de las condiciones impuestas por el gobierno federal.

Es imprescindible entender que el crecimiento del gasto público no es un fenómeno lineal ni unívoco, sino que responde a múltiples factores económicos, sociales y políticos, que generan fluctuaciones y desplazamientos entre los niveles de gobierno. La interacción entre demandas sociales crecientes, limitaciones en las fuentes de ingreso de los gobiernos locales y las decisiones políticas a nivel federal configuran un escenario complejo, donde la centralización fiscal es una respuesta funcional pero también un desafío para la gestión eficiente y equitativa de los recursos públicos.

Además, para comprender cabalmente esta realidad, es fundamental considerar las consecuencias a largo plazo de estos patrones. El aumento sostenido del gasto público implica una creciente presión sobre las finanzas públicas y puede generar tensiones en la sostenibilidad fiscal, sobre todo cuando se combina con déficits presupuestarios persistentes y un crecimiento económico moderado. También es relevante analizar el impacto en la calidad y accesibilidad de los servicios públicos, ya que el diseño de las transferencias y las condiciones asociadas afectan directamente la capacidad de los gobiernos locales para responder a las necesidades de sus comunidades.