El tirano desea ser reconocido por seres humanos plenos, quienes son dignos de otorgar elogios y reconocimiento. Sin embargo, la alabanza y el reconocimiento que el tirano recibe del esclavo son defectuosos, ya que provienen de aquellos que se han sometido a su voluntad, dejando de ser personas libres y dignas. En este sentido, la relación entre el amo y el esclavo, analizada desde la dialéctica hegeliana, revela una desconexión fundamental entre la imagen de poder que busca el tirano y la realidad de su vacío moral.

Lo que el tirano podría descubrir si se tomara el tiempo de examinarse a sí mismo es que la confirmación externa de su “grandeza” es solo un reflejo pálido de su verdadero valor moral. Ya sea porque los aduladores y los tontos no reconocen la falta de mérito del tirano, o porque son tan egoístas que lo halagan con la esperanza de obtener algo a cambio, las alabanzas y la adulación terminan por demostrar una nueva manifestación de la tragedia disfuncional que rodea al tirano. La solución a esta farsa, por supuesto, es que el emperador desnudo abra los ojos y mire al espejo, reconociendo que el remedio para la tiranía es el autoconocimiento y la iluminación.

El concepto de ignorancia voluntaria y estúpida se encuentra en el núcleo de esta reflexión. Vivir en la necedad no es simplemente una cuestión de deficiencia intelectual, sino más bien una decisión consciente de abrazar la ignorancia. En este sentido, el “necio” es aquel que escoge no buscar la verdad, y no importa cuán inteligentes puedan ser, se entregan a la superficialidad del entretenimiento, la ira, la violencia y el hedonismo, en lugar de esforzarse por comprender el mundo y sus propias acciones. El necio prefiere el placer inmediato a la sabiduría. Y es en esta elección donde radica su mayor peligro.

En el ámbito político y social, esta necedad se ve reflejada en aquellos que no solo evaden la reflexión crítica, sino que se convierten en cómplices activos de un sistema que, al mantener a las masas entretenidas con espectáculos sensacionales y conflictos superficiales, perpetúa el ciclo de la ignorancia. Al igual que los racistas que, como bien señaló Martin Luther King Jr., escogen conscientemente abrazar la ignorancia y la mentira, los morones políticos, por elección, fomentan la división y el odio.

Una de las manifestaciones más claras de esta tendencia es el placer que algunos individuos encuentran en la violencia. La violencia no solo es una herramienta de opresión y control; es también, en muchas ocasiones, una fuente de entretenimiento. Recordemos el famoso mitin de Donald Trump en Lowell, Massachusetts, en 2016, cuando la violencia se convirtió en un espectáculo entretenido, al punto de que la multitud disfrutaba de la violencia verbal y física que se desplegaba ante sus ojos. El caos, el griterío, la intimidación hacia los opositores se convertían en una forma de diversión.

El caso de la insurrección del 6 de enero de 2021 en los Estados Unidos ilustra aún más esta idea: entre la furia y la violencia, algunos manifestantes expresaron, sin ningún tipo de remordimiento, que participar en ese evento había sido “divertido”. Este fenómeno no es exclusivo de ciertos movimientos políticos. A lo largo de la historia, vemos ejemplos donde la violencia colectiva ha sido tratada como un espectáculo excitante, como en el caso de las violencias que acompañaron a los disturbios en Alemania durante la Kristallnacht, o en los disturbios de Los Ángeles tras el caso Rodney King en 1992. La violencia se convierte en un medio de entretenimiento y liberación emocional para aquellos que no comprenden la gravedad de sus acciones.

La reflexión aquí va más allá de la simple condena de la violencia; nos invita a cuestionarnos sobre la fascinación que sentimos por ella. ¿Qué nos lleva a disfrutar del sufrimiento de los demás, a encontrar "placer" en el caos? La violencia no es un fenómeno que se explica solo a través del poder y la opresión, sino que, como afirman pensadores como Freud y otros, está vinculada a impulsos primitivos y al deseo de aniquilación de lo que es civilizado y racional en nosotros. En este sentido, la violencia, lejos de ser solo una manifestación del poder, se convierte en un reflejo de la ignorancia más profunda y de la renuncia a la autonomía personal.

Para comprender mejor esta dinámica, debemos recordar que la verdadera solución para escapar de la tiranía y la ignorancia voluntaria es el autoconocimiento, la valentía de cuestionar nuestras propias creencias y la constante búsqueda de la sabiduría. Debemos aprender a rechazar las tentaciones inmediatas del placer, la violencia y la ira, y abrazar la racionalidad, el pensamiento crítico y la empatía. Solo así podremos liberarnos de los círculos viciosos que crean los tiranos y los necios, y construir una sociedad más justa y consciente.

¿Es posible evitar la tiranía mediante una constitución perfecta?

A lo largo de la historia de la filosofía política, la pregunta sobre cómo evitar la tiranía y el abuso de poder ha sido central en las discusiones. Aunque muchas constituciones fueron diseñadas con la intención de ofrecer una estructura de gobierno que previniera la tiranía, la realidad demuestra que estas estructuras a menudo pueden ser manipuladas y corrompidas. Un claro ejemplo de esto se encuentra en la historia de los Estados Unidos, cuando, a pesar de las promesas de la Constitución de prevenir la tiranía, su existencia misma permitió una de las formas más brutales de opresión: la esclavitud.

Al analizar el contexto de la guerra civil estadounidense, se puede ver cómo los estados del sur, al separarse de la unión, acusaron al norte de ser una tiranía, mientras que ellos mismos sostenían un sistema esclavista legalizado. En este sentido, figuras como Jefferson Davis, presidente de la Confederación, no dudaron en condenar al norte por su presunta despotismo. Este contraste se profundiza al observar que Abraham Lincoln también fue acusado de tirano, incluso por aquellos que lo asesinaron, como John Wilkes Booth, quien exclamó "sic semper tyrannis" al momento de su muerte. La ironía de esta situación es que, mientras se denunciaba al despotismo de un gobierno lejano, se mantenía una forma de tiranía mucho más cercana y real: la esclavitud.

La Constitución de los Estados Unidos, que es ampliamente reconocida por su diseño en pro de la libertad y la justicia, en sus inicios legitimaba la esclavitud, considerándola legal y permitiendo la opresión de millones de personas. De hecho, uno de los elementos más notorios de la Constitución original era la cláusula que consideraba a los esclavos como tres quintos de una persona en los censos. Este reconocimiento tácito de la esclavitud como una realidad en los estados del sur no fue corregido hasta la adopción de la 13ª enmienda en 1865, que finalmente abolió la esclavitud en el país.

Este contraste en los ideales fundacionales y la realidad política subraya un punto crucial: no existe una constitución perfecta. Incluso las mejores intenciones pueden ser manipuladas, y las fallas estructurales de una constitución pueden permitir la perpetuación de la tiranía bajo una forma legalizada. La historia de la esclavitud en los Estados Unidos demuestra que las constituciones no son infalibles y que incluso las más exaltadas promesas de libertad pueden ser subvertidas.

Una reflexión importante al respecto es la relación entre la constitución y la disposición de los ciudadanos a cumplir con ella. El conflicto que llevó a la guerra civil ilustra cómo la obediencia a la ley no siempre es una cuestión de aceptación racional o común acuerdo. La fuerza y la violencia a menudo se convierten en los últimos recursos para imponer la ley. En este contexto, incluso las constituciones más brillantes y bienintencionadas son vulnerables si los ciudadanos no están dispuestos a respetarlas, o peor aún, cuando surgen conflictos fundamentales sobre lo que es justo y ético.

El pensamiento filosófico sobre el poder político, tal como lo abordaron Platón y Aristóteles, señala que el poder político nunca es perfecto ni totalmente justo. Para Platón, incluso un sistema que se apoyara en un "filósofo-rey" no lograría el ideal de una ciudad perfecta, ya que el poder y la filosofía tienden a alejarse y a entrar en conflicto. El deseo de poder político, según Platón, es una señal de tiranía; por ello, los filósofos, en su búsqueda de la verdad, se apartan del ejercicio del poder. La contradicción inherente a esta visión, y su aspecto irónico, radica en que aquellos que se ven como los más capacitados para gobernar (los que son más sabios y justos) son precisamente los que menos desean ejercer el poder.

A través de la reflexión filosófica, Platón nos muestra la complejidad del poder y la imposibilidad de un estado absolutamente perfecto. En su obra La República, presenta un escenario paradójico donde el poder político y la filosofía no coinciden jamás de manera plena, pero el mismo ejercicio de pensar en la justicia y la política nos abre una comprensión más profunda de los riesgos y limitaciones inherentes a cualquier sistema político. Así, Platón advierte sobre los peligros del poder absoluto y la tiranía, sugiriendo que incluso el filósofo más sabio sería incapaz de crear un estado perfectamente justo.

Por lo tanto, el mayor desafío al que se enfrenta cualquier constitución, por más avanzada y justa que sea, es el de evitar que el poder se concentre en manos de unos pocos que lo ejerzan de forma tiránica. Aunque el sistema democrático puede ofrecer mayores garantías contra la tiranía, la verdadera prevención de la opresión no depende solo de las leyes, sino de la disposición colectiva de la sociedad para defender sus principios éticos, aún en los momentos más difíciles.

¿Cuál es la visión de Trump sobre la moralidad?

La visión de Donald Trump sobre la moralidad se presenta de manera dispersa y, en muchos casos, contradictoria. A diferencia de otros líderes políticos que discuten la moralidad como un principio ético fundamental que debe guiar las decisiones de gobierno, Trump evita las discusiones filosóficas profundas sobre lo que significa ser moral. En su lugar, a menudo centra su discurso en conceptos de grandeza, excepcionalismo y gloria nacional, lo cual, aunque tiene un atractivo retórico, carece de una base sólida en valores éticos. En sus discursos sobre el Estado de la Unión, por ejemplo, la moralidad se menciona solo de manera superficial, especialmente cuando se habla de inmigración o de extranjeros, sin un análisis profundo sobre el tema.

En 2019, Trump se refirió a la moralidad de los inmigrantes, destacando que solo aquellos que cumplen con ciertos requisitos educativos y laborales, y que demuestren "buen carácter moral", pueden acceder a la ciudadanía estadounidense. Sin embargo, la definición de “buen carácter moral” quedó sin explicación, lo que deja al público con la sensación de que la moralidad en su discurso es más una herramienta política que una reflexión sobre valores humanos.

Su enfoque sobre la moralidad también está presente en sus libros, como The Art of the Deal y Great Again: How to Fix Our Crippled America, donde la palabra "ética" aparece de forma reducida y solo en relación con el trabajo, mientras que el concepto de "valor" se refiere principalmente a lo monetario. En estos textos, la moralidad no se aborda en términos filosóficos o éticos, sino como un conjunto de normas de mercado, lo cual refleja la visión de Trump sobre la importancia del éxito personal y la acumulación de riqueza.

En su cuenta de Twitter, los términos como "moralidad" o "ética" se utilizan de manera escasa, y cuando aparecen, rara vez tienen un contenido profundo. Un ejemplo de esto es su tuit de 2016, donde escribió: “Solo queremos admitir a aquellos que aman a nuestro pueblo y apoyan nuestros valores. #AmericaFirst". Aquí, la moralidad y los valores se presentan de manera excluyente, vinculados a una visión de América como un bastión de principios frente a una supuesta amenaza externa. Además, la única vez que Trump utiliza el término "moralidad" en un tuit es para compararse con otros presidentes, sugiriendo que él es el que "establecerá el botón para la moralidad y el cristianismo", una afirmación que refleja más su autopercepción que una reflexión seria sobre la moralidad en sí.

Esta visión de la moralidad de Trump es en muchos aspectos egocéntrica y divisiva, especialmente cuando se utiliza como una herramienta para atacar a sus oponentes. En su discurso de aceptación en la Convención Nacional Republicana de 2020, por ejemplo, acusó a los líderes demócratas de carecer de moralidad debido a su postura sobre el aborto. Sin embargo, la complejidad de la cuestión moral relacionada con el aborto nunca es realmente abordada de manera crítica o filosófica, sino que se usa como una táctica para polarizar y movilizar a su base.

En contraste, otros líderes políticos, como Barack Obama y George W. Bush, han abordado la moralidad de una manera mucho más completa. Bush, por ejemplo, discutió abiertamente el concepto de "valores morales" en sus discursos, especialmente en relación con la lucha contra el terrorismo, y Obama ha hablado frecuentemente sobre la empatía como el núcleo de su código moral. En sus escritos, Obama exploró la moralidad como una forma de empatizar con los demás y de cultivar virtudes como la honestidad, el coraje y la justicia. En su obra The Audacity of Hope, menciona la moralidad 24 veces y explica que la empatía es el corazón de su visión ética, contrastando directamente con la visión de Trump sobre la moralidad, que parece estar más centrada en la defensa de sus propias creencias y la exaltación de su imagen.

Lo que es evidente en el discurso de Trump es que su enfoque hacia la moralidad está profundamente marcado por un pragmatismo que no se detiene a analizar la dimensión ética de sus decisiones o propuestas. Su visión de la moralidad está vinculada al poder, al éxito y a la grandeza, y no se enfoca en principios universales o en la empatía hacia los demás. Trump no cree en la altruismo; en su libro The Art of the Deal, menciona que nunca ha estado realmente interesado en por qué las personas dan, ya que considera que sus motivaciones rara vez son lo que parecen y casi nunca son altruistas. Este comentario resume su perspectiva sobre la moralidad: una visión utilitaria, centrada en el interés propio y desconfiada de cualquier impulso altruista genuino.

En resumen, la moralidad, tal como la concibe Trump, se desvincula de los principios éticos profundos y se convierte en un recurso para defender su propia agenda y justificación personal. Esta visión superficial y pragmática de la moralidad contrasta con la de otros líderes que buscan comprenderla como una guía para la acción política y la vida pública.