La política exterior de Donald Trump, en gran medida, se ha centrado en la reafirmación del estatus de Estados Unidos como la nación número uno en el mundo, buscando ser tratada con el respeto que considera merecer. Este impulso no se basa únicamente en intereses tangibles o estratégicos, sino en una profunda necesidad de simbolizar y proyectar poder. Durante su presidencia, Trump promovió un aumento sustancial en el gasto militar, no tanto por razones de seguridad inmediata, sino como una manifestación de la fortaleza estadounidense. Su tentativa de organizar un desfile militar en Washington, D.C., refleja esta obsesión por la ostentación del poder y la exhibición del estatus nacional. En sus relaciones con líderes extranjeros, Trump da gran valor a los gestos simbólicos, especialmente aquellos que afirman la grandeza de Estados Unidos.

Un ejemplo claro de este enfoque fue su trato con Kim Jong Un, líder de Corea del Norte. Trump mostró públicamente cartas de Kim que lo alababan y lo respetaban, describiéndolas como "históricas" y "revolucionarias". Según informes, Trump se sentía tan halagado que llegaba a mostrar estas cartas en la Oficina Oval, una muestra evidente de su aprecio por la adulación. Exdiplomáticos estadounidenses sugirieron que Kim Jong Un había entendido cómo manipular esta necesidad de reconocimiento, usando la adulación para suavizar las negociaciones. Este tipo de simbolismo se presenta como una estrategia que no tiene necesariamente consecuencias directas sobre las políticas exteriores o los intereses estratégicos, pero sí sobre el prestigio personal del presidente.

En una ocasión, el presidente polaco Andrzej Duda, consciente de la aversión de Trump hacia el gasto en defensa europeo, propuso la idea de una base militar permanente de Estados Unidos en Polonia, que se denominaría “Fort Trump”. Esta propuesta fue recibida con entusiasmo por parte del presidente estadounidense, quien dejó la posibilidad abierta, un claro reflejo de su necesidad de ser reconocido y homenajeado a través de estos gestos simbólicos.

El primer viaje internacional de Trump fue a Arabia Saudita, un país que previamente había criticado por aprovecharse de Estados Unidos. Sin embargo, tras una acogida fastuosa con alfombra roja, danzas tradicionales y obsequios, Trump modificó su postura hacia el régimen saudita, que pasó a convertirse en un aliado más cercano, con acuerdos de venta de armas y apoyo a su agenda regional. De manera similar, Japón, que también había sido señalado por Trump como un socio que aprovechaba los recursos estadounidenses, recibió un trato distinto. El primer ministro japonés Shinzo Abe se esforzó en ganarse la simpatía de Trump, presentándole un costoso obsequio de un palo de golf chapado en oro y siguiendo con regalos adicionales como gorras de béisbol con un lema que aludía a la campaña presidencial de Trump. Estos actos simbólicos no solo demostraron la importancia que Trump atribuía al respeto y reconocimiento, sino que también evidenciaron cómo los líderes extranjeros ajustaban sus estrategias para captar la atención del presidente estadounidense.

Este enfoque, que se nutre de gestos simbólicos con poco o ningún impacto tangible sobre los intereses nacionales, también se reflejó en las políticas de intervención militar de Trump. Los ataques contra el régimen de Bashar al-Assad en Siria son un buen ejemplo. A pesar de que estos bombardeos no protegieron a los civiles sirios ni tuvieron un impacto estratégico en la guerra civil, sirvieron como una declaración de fuerza. Según algunos analistas, lo que se logró con los ataques fue reforzar el estatus de Estados Unidos como el "policía del mundo", dejando claro que América no vacilaría en usar la fuerza para mantener su influencia global.

Una de las decisiones más llamativas de Trump fue su cumbre histórica con Kim Jong Un, un evento que fue visto no solo como un esfuerzo diplomático, sino también como un escenario para proyectar su propio estatus como líder mundial. La cobertura mediática, los elogios recibidos y las expectativas de un posible Premio Nobel de la Paz fueron, para Trump, tan importantes como cualquier avance sustantivo en la resolución del conflicto norcoreano. Esta cumbre, más allá de los aspectos diplomáticos, fue una reafirmación de la imagen de Trump como un líder capaz de resolver problemas internacionales de forma única.

Aunque este enfoque hacia la política exterior basada en el estatus y el simbolismo puede ser efectivo para consolidar una imagen de poder, también puede ser riesgoso. La historia ha demostrado que la lucha por el estatus y el reconocimiento ha sido una de las causas principales de los conflictos internacionales. Según el estudio Why Nations Fight de Richard Ned Lebow, el 58% de las guerras interestatales entre 1648 y 2008 fueron libradas por cuestiones de estatus y prestigio. La necesidad de reafirmar el estatus nacional o corregir un percibido desdén puede llevar a los líderes a adoptar políticas más agresivas o incluso a emprender acciones militares, como ocurrió con las intervenciones en Siria o Afganistán.

La política exterior de Trump ha sido, en gran medida, un reflejo de su visión personal del mundo, donde la lealtad y el respeto son elementos clave. Su manera de tratar a los medios de comunicación, a la Corte Suprema o a sus propios colaboradores demuestra un enfoque autoritario en el que la deslealtad es vista como traición y la crítica como una amenaza al poder. Esta mentalidad ha tenido implicaciones tanto en su política interior como exterior, donde la necesidad de demostrar fuerza y controlar la narrativa ha sido una constante.

Es fundamental que el lector entienda que esta perspectiva centrada en el estatus no solo define la relación de Trump con los líderes extranjeros, sino que también condiciona su percepción de la política interna y su propia figura presidencial. En la búsqueda constante de prestigio, las decisiones de política exterior de Trump reflejan una lógica que no siempre se alinea con los intereses estratégicos a largo plazo de Estados Unidos, sino con una necesidad inmediata de reafirmar su posición como líder global. Este enfoque ha generado tanto admiración como críticas, pero lo cierto es que ha marcado profundamente la forma en que Estados Unidos interactúa con el resto del mundo.

¿Puede una superpotencia renunciar al privilegio del poder sin desestabilizar el orden global?

La práctica de llevar a cabo operaciones por debajo del umbral de guerra sin una autorización clara ha socavado no sólo la separación de poderes establecida en la Constitución, sino también la capacidad de los representantes del pueblo para garantizar que la política exterior refleje sus preferencias. Esta erosión del control democrático ha permitido que decisiones estratégicas fundamentales se concentren en manos del Poder Ejecutivo, dejando al Congreso en una posición marginal y, por ende, al ciudadano común sin voz efectiva en los asuntos de guerra y paz.

La presidencia de Donald Trump es una ilustración contundente del peligro que representa la acumulación de poder desmedido en una sola rama del gobierno. A pesar de sus instintos anti-intervencionistas y de su escepticismo hacia las responsabilidades imperiales, incluso él no logró —ni quiso— apartarse de las prerrogativas asociadas al liderazgo global estadounidense. Robert Jervis lo anticipó con claridad: una vez que un Estado ha saboreado los privilegios de la gran potencia, le resulta difícil adaptarse a un rol más modesto y menos privilegiado. El poder engendra una sensación de derecho adquirido, una autopercepción de competencia inigualable y una aversión visceral a la renuncia. En ese contexto, la contención no se percibe como estrategia, sino como abandono.

La cuestión, entonces, no es sólo si un presidente desea reducir el alcance global de su país, sino si el propio sistema político e institucional lo permite. El dominio internacional de Estados Unidos, heredado del siglo XX, ha moldeado su cultura estratégica, su economía política y la psicología colectiva de su élite dirigente. La expectativa tácita es que cualquier crisis global exige, en última instancia, una respuesta americana. Por eso, incluso cuando una figura disruptiva como Trump accede al poder con la promesa de poner “América primero”, la maquinaria del Estado sigue actuando con la inercia de la hegemonía.

No se trata simplemente de Trump. El verdadero problema es estructural: un orden internacional que depende de la voluntad impredecible de un solo individuo, en una sola rama del gobierno, en un solo país, es insostenible. La estabilidad global no puede depender de la personalidad del presidente estadounidense, ni de la coherencia de su gabinete, ni de la racionalidad de su momento político. El modelo unipolar está llegando a su fin no por decisión consciente de Washington, sino por el peso mismo de la historia, que arrastra al mundo hacia una configuración multipolar.

Frente a este nuevo contexto, la gran estrategia estadounidense requiere una revisión profunda. No puede sostenerse indefinidamente un orden que presupone superioridad perpetua frente a competidores crecientes como China o actores regionales en ascenso. La solución es la moderación estratégica. Pero la moderación no es simplemente abstenerse de intervenir; es reconocer los límites del poder, asumir el costo político de la retirada y aceptar que la influencia también se pierde cuando se sobreextiende.

Lo que queda por resolver es quién defenderá esa moderación. ¿Qué líder o corriente política se atreverá a plantear ante el electorado que menos es más, que la grandeza nacional no se mide en guerras ganadas, sino en conflictos evitados? ¿Cómo se construye una narrativa pública que legitime la contención frente a décadas de mitología imperial?

Además de la crítica al presidencialismo hipertrofiado, es crucial que el lector comprenda que el problema no es sólo institucional o jurídico. Es cultural. La ciudadanía debe reaprender a pensar la política exterior no como una extensión del orgullo nacional, sino como una herramienta al servicio de objetivos concretos y sostenibles. La noción de que Estados Unidos debe liderar en todo momento, en todo lugar, debe ser sustituida por una diplomacia basada en prioridades, límites y reciprocidad. De lo contrario, cualquier intento de contención será efímero, y el costo de mantener el statu quo lo pagará no sólo Estados Unidos, sino el sistema internacional entero.