En las últimas décadas, Marte ha revelado una serie de características geológicas que sugieren una historia dinámica de clima y actividad geológica mucho más compleja de lo que se pensaba. Entre estas evidencias destacan los procesos glaciales y volcánicos, que, a pesar de las diferencias en comparación con la Tierra, proporcionan pistas cruciales para entender la evolución de este planeta.
Uno de los hallazgos más interesantes en la región de Ismenia Fossae es la observación de patrones concéntricos en las lentes de hielo cubiertas de escombros, los cuales están asociados con un flujo radial característico. Estos depósitos, conocidos como "rellenos concéntricos de cráteres" (CCF), implican la presencia de agua en estado sólido bajo una capa protectora de escombros, lo que sugiere que la temperatura en la superficie de Marte durante el periodo Noachiano-Hesperiano debió haber sido de entre 25 y 50 grados centígrados más cálida de lo que es hoy en día. Tal escenario permitiría la estabilización de agua en forma líquida y la existencia de lagos en el planeta, lo que cuestiona las nociones previas sobre la persistencia del agua en Marte en tiempos pasados.
Por otro lado, los estudios realizados con el instrumento SHARAD a bordo del Mars Reconnaissance Orbiter han proporcionado evidencia adicional de que debajo de estas capas de escombros podría haber grandes masas de hielo, lo que respalda la idea de un Marte más cálido y húmedo en el pasado. Algunos investigadores sugieren que los glaciares de Marte, a diferencia de sus contrapartes terrestres, podrían haber tenido un comportamiento muy distinto debido a la gravedad más baja del planeta, lo que resultaría en un drenaje subglacial más eficiente y en una menor probabilidad de formación de características como los eskers y los drumlins, formaciones típicas de glaciares terrestres.
En el hemisferio norte de Marte, los depósitos glaciales son testigos de la existencia de grandes capas de hielo que cubrieron vastas áreas de la región de Tharsis Montes durante el periodo Amazónico, hace entre 10 y 200 millones de años. Estos depósitos se caracterizan por formaciones marginales que incluyen numerosas crestas y terrenos internos con formas abultadas, interpretadas como morrenas terminales y morrenas en caída. Este tipo de depósitos sugiere avances y retrocesos repetidos de un glaciar cubierto por escombros, donde los patrones de avance y retirada dejan huellas evidentes en la topografía del terreno.
Además, se ha observado que el terreno "abollado" dentro de estos depósitos podría representar conos de tierra formados por la sublimación desigual de una capa de hielo cubierta de escombros. En contraste, los terrenos suaves serían los vestigios de la fase final de cobertura glaciar, mostrando cómo el cambio climático y la variabilidad en la temperatura del planeta pueden haber influido en la dinámica de estos glaciares.
Otro fenómeno fascinante es el de los volcanes de barro, que también son comunes en la Tierra, pero cuya presencia en Marte fue confirmada por misiones como la Viking y la Mars Global Surveyor. Los volcanes de barro en Marte parecen ser el resultado de intrusiones de lodo subsuperficial que se exponen a la superficie, formando conos y montículos similares a los de la Tierra, pero en un entorno muy diferente. En particular, se han identificado más de 18,000 montículos circulares en la región de Acidalia, que alcanzan hasta un kilómetro de diámetro y hasta 180 metros de altura. Estos montículos podrían haberse formado por la actividad volcánica relacionada con impactos que alteraron la dinámica de fluidos en la corteza marciana.
A pesar de estos descubrimientos, la presencia de volcanes de barro en otros cuerpos planetarios, como Titán, sigue siendo una hipótesis, y será necesario realizar exploraciones futuras en las próximas décadas para esclarecer la existencia de estos fenómenos en otros lugares del sistema solar. Sin embargo, el estudio de los volcanes de barro en la Tierra, como los de Azerbaiyán, que emiten grandes cantidades de metano, podría servir de base para futuras investigaciones sobre las posibles emisiones de gas en Marte y otros planetas, abriendo nuevas vías de comprensión sobre la actividad geotérmica en entornos extraterrestres.
Además de los procesos glaciales y volcánicos, la erosión desempeña un papel fundamental en la formación de los paisajes planetarios. El viento, el agua, el hielo y la gravedad erosionan las superficies, pero las diferencias en las atmósferas, temperaturas y composiciones superficiales de cada planeta dan lugar a formas de erosión únicas. Estudiar estos patrones erosivos en otros planetas ayuda a reconstruir la historia geológica de esos cuerpos y a entender cómo han cambiado a lo largo del tiempo. El caso de los volcanes de barro y los depósitos glaciales en Marte es una clara demostración de cómo los procesos geológicos pueden ser mucho más dinámicos y variados de lo que se había supuesto previamente.
Es crucial comprender que, más allá de la evidencia directa de agua o hielo en el pasado de Marte, los depósitos y estructuras observadas en la superficie proporcionan claves valiosas sobre la interacción de diversos factores, como el clima, la geología y la actividad tectónica, que moldearon el paisaje marciano. La actividad glacial, por ejemplo, no solo señala la presencia de agua en el pasado, sino también la posible interacción entre la corteza planetaria y las condiciones atmosféricas en diferentes períodos. Este tipo de investigación permite vislumbrar un Marte más dinámico y activo de lo que inicialmente se pensaba, lo que abre nuevas preguntas sobre la evolución del planeta y sus capacidades para albergar vida en el pasado.
¿Qué factores astronómicos determinan la habitabilidad de un exoplaneta?
Los mecanismos de captación de luz en la Tierra tienen una importancia crucial en la generación de energía (fotosíntesis) y en la visión (fototransducción). La fotosíntesis aeróbica produce aproximadamente 20 veces más energía que su equivalente anaeróbico, pero utiliza moléculas de clorofila que son prácticamente insensibles en el cercano infrarrojo, donde se encuentra el pico espectral de una estrella enana roja. Algunas moléculas, como la ficoeritrina y la ficocianina, son capaces de absorber bien en la porción naranja-roja del espectro visible, pero los absorbentes de luz óptimos, con una buena sensibilidad en el cercano IR entre longitudes de onda de 700 y 900 nm, son la bacterioclorofila A y B. Estas se encuentran en bacterias de azufre verdes y púrpuras, que habitan ambientes anaeróbicos en la Tierra, organismos notables que incluso pueden realizar fotosíntesis en las profundidades del océano, utilizando la débil cola de luz cercana al infrarrojo producida por el calor geotérmico en los respiraderos hidrotermales del fondo marino.
Las fases posteriores en la vida de las estrellas permiten que mundos antes fríos se calienten y se conviertan en potencialmente habitables por un período determinado. Este proceso ocurre cuando la fase de combustión de hidrógeno en el núcleo de una estrella llega a su fin, lo que lleva a que la estrella se expanda y se convierta en una gigante roja. En nuestro propio sistema solar, Titán podría volverse habitable durante varios cientos de millones de años cuando el Sol evolucione hacia una gigante roja, dentro de aproximadamente 6 mil millones de años. Por supuesto, la Tierra se volverá progresivamente más inapropiada para la vida, con modelos que sugieren que los refugios para vida microbiana podrían persistir en altas latitudes no más tarde de los 2.8 mil millones de años desde ahora.
Este concepto es aplicable a otras estrellas en el universo. Por ejemplo, los modelos muestran que los planetas podrían ser habitables durante períodos que van de 0.2 a 9 mil millones de años mientras orbitan una estrella post-secundaria. Sin embargo, las enanas rojas presentan desafíos para la habitabilidad. Estas estrellas son altamente variables y eruptivas, emitiendo poderosas llamaradas de radiación en un amplio espectro, desde rayos X hasta ondas de radio. Tales llamaradas podrían despojar a los planetas cercanos de sus atmósferas y destruir cualquier forma de vida que no esté adecuadamente protegida.
Además, la actividad de llamaradas de estas estrellas puede causar inestabilidad climática en los planetas cercanos, lo que afecta su capacidad para sostener vida. En este contexto, el concepto de "zonas habitables" se ve alterado. Los planetas en la zona habitable de una enana roja podrían experimentar temperaturas superficiales hasta 100 veces más altas que las experimentadas en la Tierra debido a la actividad estelar.
Otro factor crítico en la habitabilidad de los planetas es la metalicidad de las estrellas. La metalicidad se refiere a la abundancia de elementos pesados en la estrella madre, elementos que son necesarios para formar planetas rocosos similares a la Tierra. Se piensa que solo las estrellas de segunda generación, que contienen una mayor cantidad de elementos pesados debido a la explosión de estrellas de generaciones previas, son capaces de formar planetas rocosos como los nuestros. Estas estrellas de segunda generación se conocen como estrellas de Población I.
La formación de planetas rocosos también depende de la presencia de componentes abiológicos que participen en los ciclos de retroalimentación homeostática. La vida fotosintética en la Tierra ha modificado la atmósfera a través de la acumulación de oxígeno, lo que resultó en la formación de una capa de ozono y un trampón frío estratosférico que protege a la Tierra de la pérdida fotolítica de agua. Además, un tercio de la diversidad mineral de la Tierra se debe a la acción de la vida, que ha concentrado materiales en nuevos compuestos útiles.
El concepto de la "Gaia" de la Tierra, que modela cómo los sistemas vivos mantienen un equilibrio dentro de un planeta, también ha sido adaptado a otros exoplanetas. Esto sugiere que las zonas habitables podrían ser más amplias de lo que se pensaba originalmente, lo que amplía las posibilidades para la búsqueda de vida fuera de la Tierra.
A pesar de que la mayoría de las estrellas en nuestra galaxia son enanas rojas o binarias, las futuras misiones espaciales, como PLATO y Ariel, podrían ofrecer datos más precisos sobre los exoplanetas habitables en el futuro cercano. PLATO, lanzado en 2026, está diseñado para capturar imágenes del cielo cada 25 segundos, con el objetivo de detectar hasta una docena de planetas similares a la Tierra en la zona habitable de sus estrellas. Por su parte, Ariel se enfocará principalmente en el estudio de atmósferas de exoplanetas, especialmente aquellos con temperaturas de equilibrio superiores a los 500 K, pero también tiene la capacidad de estudiar mundos más fríos.
Con el lanzamiento de nuevas misiones espaciales, como HabEx en la década de 2030, se espera que podamos obtener más información sobre los factores astronómicos que determinan la habitabilidad, lo que eventualmente ayudará a afinar los parámetros de la ecuación de Drake y a comprender mejor las condiciones necesarias para la vida en otros lugares del universo.
¿Cómo influye la actividad solar en el clima terrestre y sus registros históricos?
La actividad solar ha sido un factor determinante en el clima terrestre durante siglos. Investigaciones recientes han revelado que la relación entre la variabilidad solar y los cambios climáticos es más compleja de lo que se pensaba. Este vínculo se extiende no solo a los ciclos de manchas solares, sino también a fenómenos atmosféricos como las corrientes de chorro y el comportamiento de los vientos en la troposfera, los cuales se ven influenciados por la radiación solar y la actividad de partículas cósmicas galácticas.
Entre los eventos más notorios, se encuentra el Mínimo de Maunder, un período que abarcó desde aproximadamente 1645 hasta 1715, durante el cual se registró una notable ausencia de manchas solares. Este fenómeno fue nombrado en honor a uno de sus descubridores y fue seguido por otros mínimos solares que, aunque menos notorios, compartían la característica de un número excepcionalmente bajo de manchas solares, lo que impactó profundamente en el clima de la Tierra. Durante este período, los inviernos en latitudes medias se volvieron extremadamente fríos, lo que se correlaciona con un comportamiento particular en los vientos y en las tormentas de invierno. Este fenómeno sugiere que las fluctuaciones en la actividad solar pueden estar relacionadas con el cambio de las latitudes de las tormentas y la intensificación de la actividad ciclónica.
La influencia del sol no solo se observa a través de las manchas solares, sino también mediante el estudio de los rayos cósmicos galácticos (GCRs). Estos rayos, acelerados por el campo magnético del sol, interactúan con la atmósfera de la Tierra, produciendo partículas subatómicas que ionizan el aire, creando auroras visibles en los polos. En periodos de alta actividad solar, estos rayos cósmicos se ven bloqueados por los vientos solares, lo que disminuye su flujo hacia la atmósfera de la Tierra. Este fenómeno, conocido como el efecto Forbush, tiene una correlación directa con las manchas solares y permite extender nuestras observaciones más allá de los registros instrumentales a través de los núcleos de hielo y otros materiales sedimentarios.
Los núcleos de hielo y los anillos de los árboles son algunas de las fuentes más útiles para estudiar estos ciclos solares, ya que capturan isótopos como el carbono-14 (14C) y el berilio-10 (10Be), que se forman debido a la interacción de los rayos cósmicos con la atmósfera. Estos isótopos se acumulan en los sedimentos y en los anillos de los árboles, proporcionando un registro invaluable de la actividad solar a lo largo de milenios. El 14C, por ejemplo, es especialmente útil para datar materiales orgánicos y permite reconstruir los patrones de actividad solar a lo largo de los siglos, como se observó durante el Mínimo de Maunder, cuando la abundancia de 14C en los árboles de Dinamarca indicó una menor periodicidad del ciclo solar.
Otro aspecto relevante es la relación entre las fluctuaciones del campo magnético solar y la variabilidad climática. Los campos magnéticos solares experimentan inversiones periódicas que afectan la distribución de la actividad solar en diferentes fases del ciclo solar. Estas inversiones del campo magnético son responsables de los cambios en la actividad solar observados en los ciclos más recientes, como el ciclo solar 24, cuyo número de manchas solares fue sorprendentemente bajo, similar al ciclo solar 23. Este comportamiento plantea la pregunta de si el sol puede estar entrando en un período prolongado de baja actividad, similar al mínimo de Dalton, el cual ocurrió entre 1795 y 1820.
Es importante señalar que la relación entre la actividad solar y los cambios climáticos no es simplemente una cuestión de correlaciones estadísticas. Las fluctuaciones en la radiación solar tienen un impacto directo en la atmósfera superior, afectando fenómenos como las corrientes de chorro y la distribución de las tormentas, lo que a su vez influye en los patrones climáticos globales. Esta interacción compleja sugiere que el estudio de la actividad solar podría ser crucial para entender fenómenos climáticos extremos y ayudar en la predicción del clima a largo plazo.
Además, es necesario reconocer que el sol no actúa en aislamiento; su influencia sobre la atmósfera terrestre también se ve mediada por otros factores cósmicos y geológicos. Por ejemplo, la actividad solar no es el único factor que regula la cantidad de partículas cósmicas galácticas que alcanzan la atmósfera. También es relevante la comprensión de cómo otros fenómenos astronómicos, como los vientos interestelares o los eventos cósmicos cercanos, podrían estar interfiriendo con estos procesos. La interacción entre los diferentes elementos del sistema solar y su influencia en la Tierra aún está siendo estudiada, pero se sabe que la variabilidad en la actividad solar tiene un papel crucial en el comportamiento climático a largo plazo.
¿Cómo se logra muestrear el interior de los planetas?
La técnica más precisa para muestrear la estructura interna de un planeta sigue siendo la propagación de las ondas sísmicas. Esta técnica, ampliamente madura en la Tierra, inspiró proyectos como el fructífero Deep Sea Drilling Project, y más recientemente, esfuerzos notables han logrado importantes avances. El buque de perforación japonés Chikyū, por ejemplo, ha perforado más de 2,000 metros bajo el fondo del océano profundo, extrayendo material para ser analizado. A nivel terrestre, los esfuerzos de perforación han alcanzado profundidades progresivamente mayores, como los pozos más profundos: el Pozo Superprofundo de Kola en Rusia, con 12,262 metros, y el pozo de petróleo Al Shaeen en Qatar, con 12,290 metros. Sin embargo, estos siguen siendo meras agujas en el vasto océano de la Tierra, representando solo un 0,2 % de la distancia hacia su centro.
El muestreo de la superficie de Marte ha sido tradicionalmente limitado, desde los landers Viking de los años 70 hasta el Mars Polar Lander de finales de los 90, que apenas perforaron unos pocos centímetros en el suelo utilizando cucharas robóticas. Los rovers móviles Spirit y Opportunity fueron equipados con herramientas de abrasión de rocas, mejoradas luego en el rover Curiosity de 2012 con un taladro de percusión capaz de perforar hasta 6,5 cm. El rover Perseverance, lanzado en 2020, lleva un taladro con una broca de corer que permite extraer núcleos de rocas de hasta 7 cm de longitud, los cuales son almacenados para ser recolectados por una futura misión de retorno de muestras. La misión ExoMars, de la Agencia Espacial Europea, está equipada con un brazo de perforación que puede alcanzar hasta 2 metros en el regolito marciano. A pesar de estos esfuerzos, es necesario no subestimar las dificultades inherentes a estas misiones, especialmente cuando se enfrentan a materiales heterogéneos y de propiedades mecánicas mayormente desconocidas. Un claro ejemplo de ello es la misión NASA InSight en Marte, que intentó usar un dispositivo de enterramiento, apodado "el topo", para perforar hasta 5 metros en el suelo marciano con el fin de estudiar el flujo de calor cerca de la superficie. No obstante, el dispositivo solo logró enterrarse unos pocos centímetros antes de ser detenido por dificultades técnicas.
El mismo desafío existe en otras misiones que intentan perforar en cuerpos planetarios fuera de la Tierra. Por ejemplo, en la luna de Júpiter, Europa, existen planes extraordinarios para derretir la capa helada y desplegar robots acuáticos en el océano subterráneo, pero estos son esfuerzos que intentan alcanzar profundidades extremadamente superficiales. Por fortuna, la naturaleza a menudo realiza un trabajo considerablemente más difícil, permitiéndonos acceder a materiales que de otro modo serían inaccesibles mediante impactos, volcanismo, tectónica y erosión.
Un ejemplo claro de cómo la naturaleza facilita el acceso a material profundo es la observación de meteoritos. Cuando el magma llega a la superficie de la Tierra, puede traer consigo fragmentos de rocas de su fuente más profunda, como los xenolitos del manto. Estos fragmentos permiten estudiar la composición del manto terrestre, revelando que está formado principalmente por peridotita, una roca rica en olivino, un mineral dominante de magnesio. A pesar de que se podría pensar que el magma proporciona una muestra directa del interior de la Tierra, la parcial fusión de las rocas sube solo fragmentos no completamente representativos del manto profundo debido al proceso de derretimiento. Es por esto que se han encontrado algunas muestras del manto inferior dentro de diamantes, formados por materiales orgánicos ricos en carbono que han sido arrastrados al manto por el proceso de subducción. A medida que estos materiales se mueven hacia zonas de alta presión y temperatura, se convierten en diamantes, los cuales pueden ser traídos a la superficie por medios volcánicos.
Este tipo de muestras indirectas también es posible mediante técnicas geofísicas que, aunque no requieren contacto físico directo con un planeta, permiten obtener datos valiosos sobre su estructura interna. Entre ellas, se encuentran las mediciones de la forma y la topografía de la superficie, el campo gravitacional y magnético, y el estado de rotación de un cuerpo celeste. Estas mediciones, realizadas por satélites y naves espaciales, pueden ayudar a inferir la composición interna de los planetas. En algunos casos, se utiliza radar de penetración en el suelo para obtener información adicional sobre las capas subterráneas. La sismología, por ejemplo, aprovecha la energía natural producida por terremotos, conocidos como "planet-quakes" o fuentes artificiales de ondas sísmicas generadas por explosiones o impactos. Estas ondas, que viajan a través del interior del planeta, proporcionan datos cruciales sobre su estructura interna.
Además de los avances técnicos, es fundamental tener en cuenta que las condiciones de los planetas fuera de la Tierra son extremadamente variables. La composición química, la temperatura y las propiedades mecánicas de los materiales en esos entornos pueden diferir radicalmente de las condiciones terrestres, lo que hace que las misiones de perforación sean aún más desafiantes. De hecho, los materiales en el subsuelo de estos planetas pueden ser mucho más heterogéneos y desconocidos, lo que incrementa la complejidad de las perforaciones y de las herramientas utilizadas. El hecho de que algunas misiones solo hayan perforado unos pocos centímetros en cuerpos como Marte o la Luna subraya la gran distancia que aún queda por recorrer en términos de penetración efectiva en cuerpos planetarios.
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