El sistema de financiamiento de campañas en los Estados Unidos ha sido objeto de debate y crítica durante muchos años, principalmente debido a la influencia desmedida que el dinero tiene sobre el proceso electoral. A pesar de las leyes que regulan el gasto en campañas, existen vías legales que permiten que grandes sumas de dinero se destinen a los comités de acción política (PAC, por sus siglas en inglés) y otros grupos que actúan de forma independiente, lo que ha generado una creciente preocupación sobre la transparencia y la equidad en las elecciones.

Los Super PACs y los comités 501(c)(4), conocidos como “dinero oscuro”, han crecido considerablemente en su influencia en las elecciones presidenciales y en las elecciones de mitad de mandato. Estos grupos pueden recaudar y gastar cantidades ilimitadas de dinero, siempre que no coordinen sus esfuerzos con las campañas de los candidatos. Los comités 527 están destinados específicamente a la promoción de la política electoral y deben informar sus actividades al Servicio de Impuestos Internos (IRS), mientras que los comités 501(c)(4), a diferencia de los 527, no están obligados a revelar sus donantes o cómo gastan su dinero. Esto les ha otorgado un poder significativo, ya que permiten que individuos y corporaciones adineradas, así como actores extranjeros, puedan eludir los límites de las contribuciones legales a las campañas.

Esta falta de transparencia y las enormes cantidades de dinero que pueden fluir a través de estos canales se perciben como una amenaza para la integridad de las elecciones. Los donantes ricos y las corporaciones, al utilizar estos grupos para financiar campañas, ejercen una influencia desmesurada sobre los candidatos una vez que son elegidos. La preocupación por la corrupción política y la influencia indebida de Wall Street fue un tema recurrente durante las campañas presidenciales de 2016. Aunque Hillary Clinton recaudó casi el doble que Donald Trump, el dinero de los Super PACs desempeñó un papel crucial en la campaña de ambos, influyendo en la cobertura mediática y en las estrategias electorales. Este tipo de financiación está dejando en evidencia cómo las elecciones en Estados Unidos pueden ser, en muchos aspectos, "compradas" por aquellos con mayor capacidad económica.

El financiamiento público de las campañas presidenciales es otra característica del sistema electoral estadounidense. Según la Ley de Financiamiento de Campañas Electorales Federales, los candidatos que se postulan en las primarias de un partido principal pueden ser elegibles para recibir fondos públicos si recaudan al menos $5,000 en contribuciones individuales de $250 o menos en 20 estados. Sin embargo, aceptar estos fondos implica que el candidato debe adherirse a límites estrictos en el gasto de la campaña. Los candidatos no están obligados a aceptar este financiamiento público, y muchos optan por depender de sus propias recaudaciones. Barack Obama fue uno de los ejemplos más notorios de un candidato que rechazó los fondos públicos en 2008, lo que le permitió recaudar y gastar más que su rival John McCain. Esta tendencia de rechazar el financiamiento público continuó en 2012 y 2016, lo que suscitó el debate sobre la viabilidad de este sistema en un contexto de gastos ilimitados en campañas.

Por otro lado, la jurisprudencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha protegido el derecho de los individuos a gastar su propio dinero en sus campañas. La decisión de 1976 en el caso Buckley v. Valeo estableció que el gasto personal de un candidato es una forma de libre expresión y, por lo tanto, no está sujeto a límites. Esto ha permitido que candidatos extremadamente adinerados, como Donald Trump en 2016, puedan financiar sus propias campañas con millones de dólares, lo que refuerza aún más la preocupación por la desigualdad en el acceso al poder político.

Sin embargo, a pesar del poder del dinero en las campañas, el proceso electoral sigue estando determinado por la decisión de los votantes. La lealtad partidaria, las cuestiones políticas y las características de los candidatos son los principales factores que influyen en las elecciones. Muchos votantes se sienten identificados con un partido político, lo que les lleva a apoyar a sus candidatos sin considerar tanto las políticas específicas. A pesar de que la financiación externa puede influir en la percepción pública de un candidato, al final son las decisiones individuales de los votantes las que determinan el resultado electoral.

Es esencial comprender que la dinámica de las campañas políticas no solo está influenciada por los recursos financieros, sino también por el contexto social y cultural que moldea las identidades partidarias de los votantes. La decisión de un votante en las urnas no se basa únicamente en los anuncios televisivos o en los fondos recaudados, sino en una combinación de su lealtad partidaria, las políticas que considera más relevantes y las características del candidato que percibe como el más adecuado para liderar. Aunque el dinero tiene un peso considerable en el proceso, la influencia real sigue residiendo en la capacidad de los candidatos para conectar con los electores a un nivel personal y político.

¿Cómo puede el presidente influir en la política sin una aprobación directa del Congreso?

La capacidad del presidente para influir en la política de su país va más allá de su rol de ejecución de las leyes aprobadas por el Congreso. A través de varias herramientas, el presidente puede actuar unilateralmente, evitando la necesidad de un acuerdo legislativo directo. Una de las maneras más poderosas de ejercer esta influencia es la "no ejecución" de leyes. Este mecanismo ocurre cuando el presidente decide no hacer cumplir ciertas leyes aprobadas por el Congreso, a menudo como una forma de desacuerdo con la legislación, o porque considera que no se alinean con sus objetivos políticos. De este modo, el presidente no solo participa en la implementación de políticas sino que también puede frustrar los intentos del Congreso de avanzar con su agenda legislativa.

En 2017, el presidente Donald Trump firmó una Orden Ejecutiva sobre atención médica. A pesar de que la administración argumentó que esta orden expandiría las opciones de los pacientes para obtener seguro de salud, muchos consideraron que socavaba la estabilidad de la Ley de Cuidado de Salud a Bajo Precio (Obamacare). A través de esta y otras medidas, los presidentes pueden modificar significativamente las políticas sin necesidad de una ley formal aprobada por el Congreso.

Otro ejemplo claro de este fenómeno se dio con la administración de Barack Obama, que suspendió la ejecución de ciertas partes de la Ley de Cuidado de Salud a Bajo Precio debido a la confusión pública y la implementación ineficaz del sistema de salud. Trump, por su parte, logró reducir la efectividad del mandato de Obamacare al ordenar a la agencia fiscal (IRS) que no hiciera cumplir una de sus disposiciones clave: la obligación de que los contribuyentes indicaran si tenían seguro médico al presentar sus impuestos.

El poder de no ejecutar una ley radica en el hecho de que el presidente es, en última instancia, la figura encargada de hacer cumplir las leyes en el país. De esta forma, la negativa del presidente a implementar una ley puede desbaratar sus efectos, desafiando las intenciones del Congreso y alterando el equilibrio de poder en la política nacional.

A lo largo de la historia de los Estados Unidos, la lucha por expandir la capacidad administrativa de la presidencia ha sido central en el ejercicio del poder ejecutivo. Los presidentes han recurrido a órdenes ejecutivas, declaraciones firmadas y otras herramientas administrativas para lograr resultados significativos, incluso cuando el Congreso se ha opuesto a sus propuestas. Esta capacidad se ha ampliado con el paso del tiempo, especialmente desde el New Deal, lo que ha llevado a una expansión sustancial del poder presidencial.

Sin embargo, aunque los presidentes tienen la ventaja en estos enfrentamientos, el Congreso no está completamente desarmado. Tiene a su disposición diversos mecanismos de control, como el poder de destituir al presidente mediante un juicio político, rechazar sus nombramientos, no aprobar leyes propuestas por el ejecutivo, o incluso vetar sus decisiones. A pesar de estos controles, el poder del presidente sigue siendo superior, ya que muchas veces es capaz de tomar la iniciativa y forzar a un Congreso dividido a reaccionar ante sus directrices. El freno de un posible juicio político o la capacidad de vetar leyes del Congreso son solo algunas de las herramientas que refuerzan esta posición dominante.

En cuanto a los controles sobre el poder presidencial, la Constitución de los Estados Unidos establece una serie de salvaguardias para evitar el abuso de poder. La posibilidad de destituir al presidente, la obligación del Senado de ratificar tratados y nombramientos, y el control legislativo sobre la asignación de fondos y la creación de leyes, forman parte de una estructura diseñada para equilibrar el poder. Sin embargo, la historia ha mostrado que los presidentes, a pesar de estas limitaciones, han logrado aumentar considerablemente su influencia a través de la expansión de su poder administrativo y la utilización de herramientas como las órdenes ejecutivas.

Un fenómeno interesante ha sido el uso de nombramientos "en receso", una práctica mediante la cual los presidentes hacen nombramientos sin necesidad de la aprobación del Senado durante sus recesos, a pesar de las recientes tácticas del Senado para evitar estos nombramientos. Este tipo de maniobras subraya la capacidad del presidente de actuar rápidamente y sin los obstáculos tradicionales que podrían presentarse en el proceso legislativo.

No obstante, uno de los mayores desafíos para el presidente sigue siendo el balance de poder entre las distintas ramas del gobierno. Aunque el presidente tiene la posibilidad de actuar con considerable autonomía, siempre debe tener en cuenta los límites constitucionales que imponen los otros poderes del Estado. La percepción de que el poder presidencial está en constante expansión se ha convertido en una de las características definitorias de la política estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial.

El crecimiento del poder presidencial desde el New Deal ha transformado la relación entre el Congreso y la presidencia. Si bien el Congreso sigue teniendo la capacidad de confrontar al presidente, los fracasos ocasionales de los presidentes deben verse en el contexto de un movimiento más amplio hacia un poder ejecutivo más fuerte. En este escenario, los presidentes no solo están mejor equipados para avanzar en sus agendas políticas, sino que también se enfrentan a desafíos cada vez mayores en la gestión de un sistema político que, aunque dividido, sigue funcionando bajo los principios establecidos por los padres fundadores.

¿Es posible reducir efectivamente la burocracia federal?

A lo largo de las últimas décadas, los intentos por reducir el tamaño y la influencia de la burocracia federal en Estados Unidos han seguido caminos ideológicos claramente diferenciados. Las administraciones demócratas, generalmente, han procurado mejorar la eficiencia del aparato estatal existente, mientras que los gobiernos republicanos han privilegiado estrategias destinadas a marginar o externalizar funciones gubernamentales, transfiriéndolas al sector privado. Sin embargo, la eliminación completa de programas o agencias —una medida extrema y definitiva— se ha producido en contadas ocasiones, incluso bajo gobiernos que declararon con firmeza su intención de achicar el Estado.

Durante los doce años combinados de las presidencias de Ronald Reagan y George H. W. Bush, caracterizadas por un fuerte discurso de reducción del gobierno nacional, no se suprimió formalmente ninguna agencia ni programa federal. La retórica de la austeridad no se tradujo en una reestructuración real de la arquitectura burocrática. Solo en la década de los noventa se logró cerrar dos agencias de menor tamaño. Más recientemente, en 2018, un Congreso dominado por los republicanos aprobó una ley de gasto que no solo incrementó el presupuesto federal, sino que además prohibió expresamente a las agencias eliminar programas sin la autorización del Congreso.

Esta persistencia burocrática responde a una ambivalencia profundamente enraizada en la cultura política estadounidense. Aunque muchos ciudadanos expresan hostilidad hacia el gobierno federal en abstracto, a menudo muestran un fuerte apego a las agencias específicas de las cuales obtienen beneficios o servicios. Esta paradoja se manifestó con claridad en la resistencia a cerrar bases militares después del fin de la Guerra Fría. A pesar de que la lógica estratégica indicaba que muchas de esas instalaciones ya no eran necesarias, cada una de ellas estaba ubicada en el distrito de algún miembro del Congreso, lo que generó una oposición local férrea e impidió decisiones racionales desde una perspectiva nacional. La creación en 1988 de la Comisión de Reestructuración y Cierre de Bases (BRAC) fue una estrategia institucional para sortear estos obstáculos, permitiendo que las recomendaciones sobre cierres fueran aprobadas por el Congreso en bloque, sin posibilidad de enmienda.

Ante la imposibilidad política de eliminar directamente programas, los legisladores y presidentes han optado por enfoques más indirectos, como los recortes presupuestarios. En 2011, el enfrentamiento ideológico sobre el tamaño del déficit llevó al Congreso a no aprobar a tiempo el aumento del techo de la deuda pública, lo que casi provocó un impago por parte del Tesoro. Como solución, se promulgó la Ley de Control Presupuestario, que impuso recortes automáticos en el gasto si no se alcanzaba un acuerdo presupuestario. Así, agencias federales se vieron forzadas a reducir personal. Bajo la administración Trump, se impuso una congelación en la contratación federal; sin embargo, esta medida tuvo efectos limitados y no se tradujo en una reducción significativa del tamaño de la fuerza laboral estatal.

Una vía intermedia para la reducción burocrática ha sido la devolución, esto es, transferir la ejecución de programas del gobierno federal a gobiernos estatales y locales. Esta estrategia se presenta como una forma de flexibilizar y adaptar los servicios públicos a contextos locales, pero sus consecuencias han sido profundamente desiguales. Por un lado, algunos estados aprovecharon la autonomía adquirida para innovar y diseñar políticas más ajustadas a las necesidades reales de sus poblaciones. Por otro, muchos usaron la oportunidad para recortar servicios sociales y disminuir el gasto público. Los efectos de estas decisiones se tornaron especialmente visibles durante las recesiones económicas, cuando aumentó la demanda de asistencia pública y las capacidades estatales, restringidas por la imposibilidad de incurrir en déficit, se vieron desbordadas.

El caso del Programa de Seguro de Salud Infantil Estatal (SCHIP), creado en 1997, ilustra las limitaciones de la devolución en contextos de crisis. Durante períodos de bonanza económica, varios estados ampliaron la cobertura del programa; sin embargo, en tiempos de recesión, como en la crisis de principios de los 2000 o la Gran Recesión de 2008, muchos lo recortaron drásticamente. Arizona, por ejemplo, suspendió totalmente nuevas inscripciones durante años. Esta fragilidad contrasta con programas federales como el de cupones de alimentos, cuya administración centralizada permitió responder con mayor agilidad al aumento de la pobreza.

Los datos evidencian grandes disparidades en la gestión estatal de programas sociales. Entre 2007 y 2010, mientras el desempleo aumentaba un 88 %, el número de beneficiarios de asistencia pública solo creció un 14 %. En Arizona, pese a un incremento del desempleo de 146 %, los beneficiarios cayeron un 48 %. En cambio, en Oregón, donde el desempleo aumentó solo un 41 %, las ayudas sociales crecieron un 70 %. Estas diferencias subrayan las consecuencias de una descentralización sin estándares mínimos garantizados: la suerte del ciudadano depende cada vez más del estado en el que reside.

En términos estructurales, la persistente dificultad para reformar o reducir la burocracia no se debe exclusivamente a intereses políticos o resistencias institucionales, sino también a una relación profundamente contradictoria que mantiene la sociedad con el gobierno federal: se lo rechaza como símbolo, pero se lo defiende en lo concreto. Las reformas orientadas a terminar agencias, privatizar funciones o transferir responsabilidades a niveles más bajos de gobierno han tenido impactos ambiguos y, en muchos casos, han debilitado la capacidad del Estado para garantizar protección y equidad.

Es crucial comprender que la burocracia, aunque imperfecta, constituye el instrumento operativo de las políticas públicas. Las decisiones sobre su tamaño, estructura o nivel de intervención no son neutras: reflejan concepciones ideológicas sobre el papel del Estado en la sociedad. Sin una evaluación cuidadosa de las consecuencias prácticas, los intentos de reforma pueden provocar más daño que beneficio, especialmente para las poblaciones más vulnerables, cuya seguridad depende precisamente de la estabilidad, alcance y eficacia del aparato burocrático.

¿Puede sobrevivir la soberanía estatal bajo un gobierno federal con poderes ilimitados?

La estructura propuesta del gobierno federal en los Estados Unidos, según la Constitución, establece un aparato con competencias tan vastas que amenaza con anular por completo la soberanía de los estados individuales. Si bien se admite que aún permanece cierto vestigio de poder en los gobiernos estatales, una observación atenta de los poderes conferidos al gobierno general basta para advertir que, de ejecutarse plenamente, el sistema federal absorberá inevitablemente toda autoridad local. Los estados quedarán reducidos a meros engranajes funcionales de la maquinaria federal, necesarios únicamente para el sostenimiento estructural del gobierno central.

La capacidad del poder legislativo federal para levantar y mantener ejércitos a voluntad, tanto en tiempos de paz como de guerra, así como su control sobre las milicias, no sólo refuerza la consolidación del gobierno, sino que también socava la libertad misma. Más allá de esto, la autoridad judicial del gobierno federal revela aún con mayor claridad la magnitud de esta centralización. Se establece un poder judicial supremo, con tribunales inferiores creados a discreción del Congreso, cuya jurisdicción abarcará todas las causas civiles —salvo aquellas entre ciudadanos de un mismo estado—, además de todos los casos que surjan bajo la Constitución.

Estos tribunales, independientes de las estructuras estatales y sostenidos por el gobierno federal mediante salarios fijos, inevitablemente eclipsarán y sustituirán a los tribunales estatales. En el transcurso natural de los acontecimientos, los tribunales federales absorberán sus funciones y anularán su influencia. Esta independencia judicial, reforzada por la supremacía de las leyes federales sobre cualquier disposición estatal contraria, establece un orden en el cual las legislaturas estatales ya no podrán proteger sus intereses ni los de sus ciudadanos ante el dominio federal.

El poder de imponer tributos, derechos, impuestos y exacciones se presenta como el más significativo de todos los concedidos. No existe limitación concreta a esta facultad, salvo una vaga indicación sobre el uso de los ingresos recaudados —para pagar deudas y proveer a la defensa común y el bienestar general—. No obstante, el Congreso es el único juez de qué constituye "bienestar general" o "defensa común", lo que convierte esta cláusula en una autorización implícita para imponer cualquier tributo en cualquier momento, de cualquier forma y por cualquier motivo que el legislador considere apropiado.

La consolidación total del poder en el ámbito federal borra cualquier noción de confederación. El artículo primero, sección octava, puede interpretarse con tal amplitud que se justifique la aprobación de prácticamente cualquier ley, especialmente si se invoca la cláusula de necesidad y conveniencia, que permite al Congreso dictar todas las leyes necesarias para la ejecución de las competencias constitucionales. Tal disposición, mal utilizada, podría servir para desmantelar completamente las legislaturas estatales. Por ejemplo, si una legislatura estatal aprobara una ley para recaudar fondos con el fin de pagar su deuda, el Congreso podría anularla si considera que interfiere con una recaudación federal.

Las leyes federales, al ser la ley suprema del país, obligan a los jueces de cada estado a su cumplimiento, incluso si contradicen las leyes o constituciones estatales. Este principio otorga al gobierno federal una superioridad normativa que le permite disolver, en un solo acto legislativo, la estructura de gobierno de cualquier estado. La independencia fiscal y legislativa de los estados se vuelve ilusoria en este contexto.

Montesquieu, en su célebre obra El espíritu de las leyes, advirtió que las repúblicas sólo pueden mantenerse en territorios pequeños. En repúblicas extensas surgen fortunas inmensas y ambiciones desmesuradas, que pronto se tornan incompatibles con la moderación republicana. El interés particular se impone al bien común, los cargos son demasiado vastos para la responsabilidad individual, y la opresión se convierte en medio de ascenso personal. En cambio, en repúblicas pequeñas, el interés público es más fácil de discernir y proteger.

Este principio adquiere relevancia fundamental frente a la magnitud del territorio estadounidense y su creciente población. ¿Es viable aplicar un sistema republicano centralizado sobre un país de tal tamaño, diversidad e intereses contrapuestos? Los más grandes pensadores políticos concluyen que no. El resultado inevitable de semejante centralización será la pérdida de libertad, el sometimiento del individuo a un poder remoto e inaccesible, y la transformación de los estados de unidades soberanas en simples subdivisiones administrativas.

El lector debe comprender que este diseño institucional, aunque revestido de legalidad constitucional, introduce una arquitectura de poder propensa al desbordamiento. La concentración de facultades tributarias, militares, judiciales y legislativas en un solo centro, sin contrapesos estatales efectivos, engendra una forma de gobierno que se aleja del ideal republicano. La república deja de ser un pacto entre estados libres para convertirse en un estado único, omnipotente, donde las libertades locales se diluyen en nombre de la unidad nacional.