Tarka se encontraba en el corazón de la naturaleza, rodeado de un paisaje que parecía tranquilo pero que en realidad estaba lleno de peligros. El agua goteaba desde los canales de madera, el sonido de los terriers en sus correas resonaba en el aire, y el ladrido de los perros de caza retumbaba en cada rincón del bosque. Entre los árboles y las plantas, como los helechos y las juncias, Tarka encontraba momentos de calma en medio del caos.

Al principio, su refugio era una de las últimas trincheras de la naturaleza intacta. Se acomodó en un tronco, sus patas mojadas descansando sobre la superficie fría del agua. En su aislamiento, apenas podía distinguir las voces lejanas de los cazadores, que regresaban a sus faenas, las ruedas de agua girando, el viento moviendo las hojas. Todo en su entorno parecía ser parte de un sistema de vida entrelazado, pero también lleno de amenazas. Tarka no podía permitir que el peligro lo alcanzara, y su habilidad para escuchar, observar y moverse en silencio era crucial para su supervivencia.

El agua fue su refugio, su medio de escape y su defensa. Nadando bajo las aguas del río, Tarka se movía con gran destreza, evitando a los cazadores que se acercaban con sus perros. La lucha por escapar era implacable, y el sonido de los perros aullando y las voces de los cazadores resonaban en sus oídos, pero él sabía que mientras estuviera en el agua, su vida estaba más segura.

Cada rincón del paisaje estaba marcado por su presencia, pero también por la presencia de sus perseguidores. En la ribera del río, el sonido de los pies de los cazadores sobre el lecho rocoso creaba vibraciones que Tarka podía sentir incluso sin verlos. La tensión de cada instante era palpable, ya que, aunque se encontraba en su hábitat natural, siempre había una amenaza acechando. La ventaja de Tarka no era solo su habilidad para nadar, sino su conocimiento profundo de su entorno: los puntos más seguros, los huecos donde los perros no podían llegar, los rincones oscuros en los que se podía esconder.

Al final, después de haber nadado por kilómetros, Tarka logró escapar, corriendo sobre el suelo seco, evitando las trampas de los cazadores. Sin embargo, aunque logró escapar de las garras de la muerte, el entorno le seguía siendo hostil. Aun así, la astucia de Tarka lo convirtió en un ser casi indestructible, un maestro del agua, capaz de evadir hasta a los perros más entrenados.

El ciclo de la vida para Tarka, como para tantos animales que viven en la naturaleza salvaje, era una constante danza con la muerte. La persecución por parte de los cazadores no era algo extraño, sino un hecho cotidiano que marcaba la vida de muchas criaturas. Pero la supervivencia, en su caso, dependía no solo de la fuerza física o la velocidad, sino del conocimiento íntimo del territorio y de la paciencia para esperar el momento adecuado para escapar.

Además de la agilidad y el instinto para huir, es importante comprender que en el mundo natural el conocimiento del entorno es vital. Los animales no solo deben confiar en sus habilidades físicas, sino también en su capacidad para leer el comportamiento de su entorno, reconocer sonidos y movimientos lejanos, y entender cómo moverse sin ser detectados. En este sentido, Tarka representa el equilibrio entre fuerza y sabiduría, un equilibrio que le permitió evadir las trampas de los cazadores, pero que también pone en evidencia cómo la naturaleza, a pesar de su belleza, es un lugar de constante lucha por la supervivencia.

En la naturaleza, el instinto y la adaptabilidad son dos de las herramientas más poderosas para cualquier ser vivo. Aunque el terreno, los ríos y los árboles pueden parecer pacíficos, la violencia de la vida salvaje se esconde tras cada sombra, cada sonido. La lucha por la supervivencia nunca cesa, y cada momento es una oportunidad para aprender, adaptarse y, en muchos casos, escapar.

¿Qué nos enseñan las aves sobre la vida y la naturaleza?

Durante un breve periodo de observación de unos cinco minutos, me encontré frente a un panorama que me proporcionó una visión repentina sobre los extraños detalles de la vida de las aves, un atisbo de una intimidad inesperada, como cuando en un país extranjero vislumbras a una familia cenando a la luz de una lámpara a través de una ventana sin cortinas. Pero no solo lo inesperado es memorable. También puede ser recompensado el esfuerzo deliberado y la observación paciente.

En una de las expediciones de la Universidad de Oxford a Spitsbergen, tres de nosotros nos dirigimos a visitar uno de los famosos acantilados de aves del Ártico. Las enormes cantidades de aves marinas que llegan al norte para criar necesitan un lugar seguro para sus nidos, alejado de las acechanzas de los zorros, y la mayoría de las especies aprovechan los salientes de los acantilados escarpados. Dado que tales acantilados son escasos, las aves se agolpan en ellos de manera asombrosa. La distancia hasta el acantilado era considerable, muchas horas atravesando la tundra nevada hasta llegar al bote, y luego más horas en el mismo. El destino era el bastión rocoso en el extremo norte de Prince Charles’s Foreland, una prominencia de roca de más de un kilómetro de largo y dos mil pies de altura.

Cuando nos acercábamos, empezamos a escuchar el ruido de las aves. A medida que nos acercábamos más, el estrépito se transformó en un continuo rugido agudo, un batir de alas y llamados que se mezclaban en un solo y estridente coro. Aunque ya era tarde en la tarde, el sol de medianoche iluminaba el paisaje, y no había pausa en la actividad de las aves. Kittiwakes, guillemots y razorbills, junto con algunas parejas de frailecillos, cubrían la cara del acantilado, y en la cima, las colonias de las enormes y predadoras gaviotas glaucas dominaban la escena. La actividad de las aves era desbordante, y a cada momento, pequeñas figuras aladas se desplazaban hacia las altas repisas con comida, para regresar luego a pescar más.

Esta intensidad de vida me hizo reflexionar sobre cómo ese acantilado, que en pleno verano era un hervidero de actividad, en invierno quedaba vacío, como si fuera un lugar ajeno y distante. En ese momento, el contraste era revelador: las aves explotaban con eficiencia los recursos de los mares del Ártico, pero el entorno parecía ajeno a las necesidades humanas. Spitsbergen, sin árboles ni arbustos, se caracteriza por sus vegetación baja de pastos y líquenes. Sin embargo, en torno al acantilado de las aves, donde las excreciones de los pájaros fertilizaban el suelo, el pasto se volvía alto y exuberante, transformando por completo el paisaje.

Un par de días después, mientras descansaba en la hierba de aquella isla deshabitada, observando cómo las aves volaban a mi alrededor, me invadió una profunda sensación de abundancia natural, completamente ajena a la presencia humana. El aire cálido y sin viento me permitió descansar durante casi una hora, y el ruido de las aves me envolvía por completo. A pesar de estar tan cerca del Polo, la atmósfera era sorprendentemente apacible.

Sin embargo, para aquellos que buscan algo más íntimo, la experiencia individual ofrece revelaciones igualmente impactantes. En las Montañas Bighorn, en Wyoming, pasé una semana acampado en un valle cubierto de hermosos álamos, junto a un río de montaña repleto de truchas. En uno de los álamos, una pareja de carpinteros (sapsuckers) había hecho su nido. Los jóvenes, ya crecidos, se asomaban con curiosidad desde su agujero para ver si sus padres regresaban con comida. Un día, mientras observaba y tomaba notas, uno de los jóvenes, tras varios minutos de nerviosismo, se lanzó del nido, extendió sus alas, y con un vuelo torpe pero eficaz, llegó hasta un árbol cercano. No volvió a su nido. Este momento marcó una impresión profunda en mí. Ver cómo un ave, sin ninguna enseñanza previa, podía lanzarse al aire, confiar en sus instintos y volar por primera vez, me parecía un acto de valentía y precisión asombrosos.

En ese preciso momento, comprendí la complejidad inherente al vuelo. Las aves, como los aviones, deben cumplir con ciertas leyes físicas para mantenerse en el aire. Desde su mínimo nivel de velocidad de vuelo hasta su capacidad de maniobrar, inclinarse y corregir su posición. Sin embargo, lo fascinante es que todo este complejo sistema de control está diseñado de forma automática, fruto de un intrincado entramado de nervios y conexiones neuronales que operan sin necesidad de conciencia o práctica. Es un sistema sorprendentemente preciso, desarrollado por las fuerzas ciegas de la evolución. Este tipo de mecanismos que guían a las aves desde su primer vuelo, sin intervención consciente, subraya la impresionante eficacia de la naturaleza.

Al igual que estos momentos, hay muchas otras experiencias que podría compartir: la visión de flamencos rosados en un lago africano, la primera vez que observé al trepador de rocas en los Alpes o la imagen de garzas blancas en los pantanos de Luisiana realizando ceremoniosos intercambios de turno en el cuidado de los huevos. Cada una de estas escenas tiene un poder único para conmover, pero lo más impresionante es el recordatorio de que la naturaleza sigue sus propios ritmos, completamente indiferente a nuestras preocupaciones humanas.