La retirada de las tropas estadounidenses de Afganistán, un proceso complejo y lleno de retos, se convirtió en un tema central de debate cuando Donald Trump, expresidente de Estados Unidos, revisó la historia de su gestión en relación con ese evento. Según Trump, su administración tenía un plan claro para la salida, y en su opinión, si el presidente Joe Biden hubiera seguido dicho plan, las cosas habrían salido de manera mucho más ordenada. “Los talibanes estaban completamente bajo control”, insistió Trump, minimizando la magnitud de los problemas que enfrentaba el país y la falta de una estrategia sólida para manejar los posibles escenarios post-retirada. Según él, los talibanes nunca habrían atacado a las fuerzas estadounidenses bajo su liderazgo.

Lo que Trump describió como una cuestión sencilla, en la que, como en la construcción de un proyecto inmobiliario, la retirada solo requería una buena planificación, ignoraba la complejidad de la situación sobre el terreno. "Dicen que es más barato y fácil construir un edificio nuevo que renovar uno viejo", afirmó Trump, citando una comparación con la construcción, que aparentemente le resultaba familiar. Sin embargo, tal afirmación pasaba por alto la volatilidad política, las alianzas inestables y la situación de inseguridad persistente en Afganistán. Trump no reconoció las múltiples variables geopolíticas que complicaban la retirada, sino que las redujo a un proyecto administrativo en el que, al parecer, todo dependería de tener los recursos adecuados y el enfoque correcto.

Una de las críticas más importantes de Trump durante sus entrevistas sobre Afganistán fue dirigida al general Mark Milley, presidente del Estado Mayor Conjunto, quien, según Trump, había cometido varios errores estratégicos. Trump lo calificó de "estúpido" y mencionó que una disputa sobre el costo de retirar el equipo militar de Afganistán fue solo uno de los desacuerdos con Milley. En un punto, Trump llegó a afirmar que Milley había sugerido una caminata hasta una iglesia, lo que resultó en una foto muy publicitada en medio de las protestas por la muerte de un hombre afroamericano a manos de la policía. No obstante, el presidente rectificó su declaración, intentando suavizar su crítica, aunque el incidente reflejó el tipo de ambigüedad en la narrativa que Trump a menudo construía sobre su gestión.

La falta de una narrativa coherente sobre los eventos fue algo que marcaría varios de los comentarios de Trump, especialmente cuando se trató de su relación con líderes mundiales. Durante su mandato, Trump afirmaba haber tenido relaciones cercanas con personajes como Vladimir Putin y Kim Jong-un. Con respecto a Putin, Trump insistió en que nunca había recibido presiones del líder ruso para retirarse de la OTAN, pero tampoco renunció a reconocer el trato directo y personal que mantenía con él. La invasión de Ucrania por parte de Rusia provocó una respuesta matizada de Trump, quien inicialmente describió a Putin como "astuto" por aprovechar la oportunidad que representaba la invasión, sin criticar abiertamente al régimen ruso.

El liderazgo de Trump también se caracterizó por una visión muy personal de los negocios y la política exterior. En relación con Rusia, mencionó que su interés en realizar negocios allí surgió de la idea de que construir en Moscú sería un proyecto glamoroso, una motivación que enfatizaba su fascinación por el lujo y el prestigio más que una consideración estratégica profunda. Esta misma actitud se reflejaba en su enfoque de las relaciones internacionales, donde la imagen y la percepción personal de poder parecían ser fundamentales.

Además, su forma de tratar a los colaboradores también mostraba una fluctuante relación con los aliados más cercanos. Trump fue conocido por cortar vínculos con quienes ya no le convenían, pero también por reintegrar a personas que habían sido distantes, como Steve Bannon, quien regresó después de un periodo fuera de la Casa Blanca. Esta dinámica personalista también se extendió a su círculo cercano de asesores, como Hope Hicks y Corey Lewandowski, quienes mantenían una relación bastante cercana con él a pesar de las controversias.

Lo que realmente subraya todo este relato es cómo, en su visión del mundo, Trump trató los eventos de la presidencia como un juego de poder, en el que la política internacional, las decisiones militares y las relaciones diplomáticas no eran más que piezas de un tablero de ajedrez que debían manejarse con pragmatismo y en función de sus propios intereses personales y mediáticos. Esta postura simplificaba problemas de gran calado, como la guerra en Afganistán, a cuestiones de gestión, estrategia empresarial y relaciones públicas, sin tener en cuenta las implicaciones humanas, geopolíticas y diplomáticas más profundas.

Es importante considerar que, al revisar estos eventos, no solo se debe prestar atención a las narrativas de los protagonistas, sino también a los efectos duraderos que tuvieron sus decisiones. La retirada de Afganistán, por ejemplo, dejó un vacío de poder en la región y una serie de problemas humanitarios y estratégicos que continúan afectando a las relaciones internacionales. Entender la complejidad de estas situaciones, más allá de las afirmaciones simplificadas, permite una mejor comprensión de los desafíos políticos y militares a los que se enfrenta cualquier administración en el contexto global contemporáneo.

¿Cómo la Estrategia de Trump Transformó la Política del Partido Republicano?

El camino hacia la nominación presidencial de Donald Trump en 2016 fue todo menos convencional, marcado por controversias, tácticas inusuales y una constante alteración de las normas políticas. Su ascenso no solo desbordó las expectativas, sino que también desafió las estructuras del Partido Republicano. Trump no era un político tradicional ni tenía el apoyo de la maquinaria republicana establecida. En cambio, apeló directamente a un electorado frustrado por años de política tradicional, utilizando la retórica populista y el lenguaje radical que definieron su campaña.

En un contexto de turbulencia política, con un campo de aspirantes en el Partido Republicano dividido y fragmentado, Trump emergió como una figura polarizadora, que se aprovechó de la rabia popular contra lo que él describía como una élite corrupta. Desde sus ataques a rivales dentro de su propio partido hasta sus despectivas referencias hacia los medios de comunicación y el sistema judicial, Trump cultivó una imagen de outsider dispuesto a "drenar el pantano" de la política en Washington. Sin embargo, esta narrativa de lucha contra el "sistema" fue algo más que una simple estrategia de marketing: se convirtió en el corazón de su identidad política.

En su campaña, la improvisación y la falta de adherencia a las normas tradicionales fueron elementos recurrentes. Su manera de manejar la controversia, de desafiar a los medios, de descalificar a sus oponentes, incluyó tácticas que resultaron efectivas a pesar de su naturaleza inusitada. Por ejemplo, en lugar de someterse a la crítica política o enfrentarla de manera tradicional, Trump prefería contraatacar con comentarios incendiarios y desinformación, lo que consolidó aún más su base de seguidores. Su capacidad para generar titulares y captar la atención lo convirtió en una especie de fenómeno mediático, sin necesidad de la infraestructura que tradicionalmente respalda a los candidatos presidenciales.

El caso de Paul Manafort, quien fue contratado como su jefe de campaña, ilustra perfectamente el tipo de relaciones y estrategias poco convencionales que Trump empleó. Manafort, con un historial controversial de asesoramiento a líderes autocráticos en el extranjero, personificó la política de Trump: pragmatismo, contactos con figuras poderosas, y un enfoque que rechazaba la ortodoxia del Partido Republicano. Aunque Manafort fue esencial en la organización y la logística de la campaña, también lo fue para manejar los aspectos más oscuros y difíciles de la política electoral, como la manipulación de delegados y el manejo de conflictos internos.

A lo largo de la campaña, la figura de Trump fue moldeada por escándalos, pero estos no solo no lo derribaron, sino que lo convirtieron en una figura aún más fuerte en la arena política. Las acusaciones de fraude, las demandas relacionadas con Trump University, e incluso su ataque a jueces federales, no hicieron mella en su apoyo popular. Al contrario, cada escándalo parecía reforzar su imagen de hombre fuerte dispuesto a desafiar las instituciones establecidas, lo que caló hondo en una parte significativa del electorado.

Uno de los momentos más emblemáticos de la campaña de Trump fue su relación con los medios de comunicación. Mientras los periodistas y analistas tradicionales condenaban sus comentarios y su estilo beligerante, Trump se aprovechaba de la cobertura constante para reforzar su mensaje. Esta guerra con los medios le permitió consolidar una base de apoyo que veía en sus enfrentamientos una confirmación de su lucha contra lo que él llamaba "noticias falsas" y una forma de rendir cuentas a la clase política tradicional.

No obstante, el mayor desafío para Trump no fue solo mantenerse en la contienda, sino transformar la percepción de su candidatura de una broma a una amenaza seria. Para muchos observadores, su llegada a la Casa Blanca parecía improbable, pero con una mezcla de estrategia mediática, ataques implacables a sus oponentes y una base de apoyo decidida, Trump logró avanzar sin las tradicionales estructuras de campaña.

Un aspecto fundamental que debe ser entendido por quienes estudian este fenómeno es la capacidad de Trump para entender los miedos y frustraciones del electorado. Sus declaraciones controvertidas y su estilo provocador fueron estratégicos, pensados para polarizar a la opinión pública y movilizar a sus seguidores, incluso cuando sus tácticas resultaban extremas o poco convencionales. No se trataba solo de ganar votos, sino de crear un movimiento que, más allá de las elecciones, transformaría la política del Partido Republicano para siempre.

Además, es importante no subestimar el papel de figuras como Roger Stone y Steve Bannon, quienes jugaron un papel crucial en la creación del ecosistema mediático y político que apoyó a Trump. Estas figuras, con su propio historial de trabajo en los márgenes de la política tradicional, contribuyeron a la construcción de una narrativa de lucha cultural y política que resonó fuertemente con las preocupaciones de una parte significativa del electorado.

A lo largo de la campaña, Trump fue constantemente acompañado por figuras clave de su círculo cercano, quienes le ayudaron a navegar los retos que surgieron. Pero lo que realmente destacó fue la forma en que manejó los conflictos internos dentro de su propia campaña, desde la destitución de su primer jefe de campaña, Corey Lewandowski, hasta la reorganización de su estrategia de comunicación. Cada error o revés fue manejado con una combinación de indiferencia y astucia, lo que hizo que su equipo de campaña, a pesar de su falta de experiencia en la política convencional, pudiera mantenerse enfocado en sus objetivos a largo plazo.

Al final, lo que hizo la diferencia no fue solo la estructura de la campaña, sino la figura misma de Donald Trump, quien logró mantenerse como una figura central en la política estadounidense, mucho más allá de la contienda electoral. Su mensaje, aunque crudo y polarizador, se conectó con las ansiedades de una gran parte de la población, dispuesta a aceptar a un líder que desafiara el status quo y ofreciera respuestas rápidas y directas a los problemas complejos.

¿Cómo Trump Construyó Su Imagen Política a Través del "Birtherismo" y la Manipulación de los Medios?

La política estadounidense a menudo ha estado marcada por giros inesperados y figuras que, a menudo sin la experiencia directa, logran cautivar al público y generar un fuerte impacto mediático. En 2011, Donald Trump se encontraba en una encrucijada, coqueteando con la idea de lanzarse como candidato presidencial, pero sin una plataforma política concreta. A través de una serie de maniobras y declaraciones polémicas, Trump fue capaz de transformar su figura pública de magnate de los bienes raíces a un líder potencial de una nueva ola de conservadurismo en los Estados Unidos.

Una de las estrategias más visibles que utilizó Trump fue la del "birtherismo", una teoría conspirativa que cuestionaba la legitimidad del presidente Barack Obama, sugiriendo que no había nacido en los Estados Unidos y, por lo tanto, no era elegible para ocupar la presidencia. Este movimiento no surgió de la nada: fue cuidadosamente alimentado por Trump, quien, en diversas entrevistas, insistió en que había "dudas" sobre el lugar de nacimiento de Obama, afirmando incluso que estaba enviando investigadores a Hawái para "buscar pruebas". La prensa, por su parte, no dejó de cubrir estas declaraciones, generando un ciclo en el que, aunque se desmentían las acusaciones, el daño ya estaba hecho: la idea de que Obama podría no ser legítimo seguía vigente en la mente de muchos de sus detractores.

El fenómeno del "birtherismo" no solo le dio a Trump un espacio en los titulares, sino que también lo posicionó en el centro de la atención de un electorado conservador en busca de figuras que desafiaran el status quo político. En un contexto en el que muchos republicanos sentían que Obama había sido objeto de un trato excesivamente indulgente, las declaraciones de Trump no solo resonaron con una parte de la base republicana, sino que también le aseguraron una visibilidad mediática única. Aunque muchos comentaristas conservadores, incluidos figuras como Ann Coulter y Andrew Breitbart, descalificaron las acusaciones de Trump como una exageración, los ataques fueron insuficientes para frenar el avance de su narrativa.

Lo interesante de este periodo es que Trump no se conformaba con solo lanzar acusaciones, sino que, a través de sus apariciones públicas, parecía construir una imagen de sí mismo como una figura política alternativa. En sus conversaciones con consultores republicanos, como los hermanos McLaughlin, dejó claro que estaba dispuesto a seguir adelante con una candidatura presidencial, aunque sin ningún compromiso real con las plataformas políticas tradicionales. La falta de infraestructura profesional para una campaña presidencial se hizo evidente a medida que los consultores intentaban darle forma a su posible candidatura. Trump, por su parte, continuaba alimentando el interés en su figura, filtrando detalles sobre su supuesto patrimonio multimillonario, lo que parecía asegurar su presencia constante en los medios.

A medida que avanzaba 2011, las encuestas comenzaron a mostrar a Trump como uno de los favoritos entre los republicanos, en gran parte debido a su discurso anti-Obama y su postura desafiante hacia el sistema político tradicional. Durante un mitin del Tea Party en Boca Ratón, Trump hizo un llamado para que Obama publicara su certificado de nacimiento completo, un acto simbólico que seguía manteniendo viva la polémica sobre su legitimidad.

En sus entrevistas, Trump construía un discurso populista, a menudo desconectado de las responsabilidades reales de la presidencia, pero que apelaba a los miedos y frustraciones de un segmento considerable del electorado estadounidense. Se presentaba como un hombre de negocios exitoso que, según sus propias palabras, podría "arreglar" el país, algo que atraía a muchos que se sentían abandonados por la política tradicional.

Lo que resulta relevante en este contexto es la forma en que Trump supo manipular los medios para construir su imagen política. Cada declaración provocativa, cada noticia relacionada con su supuesta fortuna o su crítica a Obama, no solo fortaleció su perfil como un outsider, sino que también lo puso en el centro de una nueva narrativa política: la del "anti-establishment". Su habilidad para aprovechar las tensiones raciales, sociales y económicas en la sociedad estadounidense, utilizando el "birtherismo" como una herramienta, no solo cambió el rumbo de su carrera política, sino que también ayudó a redefinir el discurso político en los Estados Unidos para los años venideros.

Este fenómeno demuestra cómo, en la era de los medios de comunicación masivos y las redes sociales, la política ya no depende únicamente de las ideas o propuestas concretas, sino de la habilidad para generar atención constante, manipular narrativas y captar la imaginación del público. La figura de Trump, en este sentido, se erige como un símbolo de la nueva política mediática, en la que la realidad y la ficción a menudo se entremezclan para crear un relato que, aunque falso en algunos casos, tiene el poder de cambiar la percepción pública y transformar a un personaje mediático en un líder político.

¿Cómo afectó el despido de Comey a la presidencia de Trump y qué consecuencias tuvo?

Trump le dijo a su secretario de prensa: “¡Sáquenlo!” Spicer le respondió que era necesario alertar a los líderes del Congreso antes de emitir una declaración pública. “No me importa un carajo”, replicó Trump, sugiriendo que fuera el vicepresidente quien llamara. Priebus y otros en la sala objetaron la forma en que Trump manejaba el despido. “Hay una forma correcta de hacer esto y una incorrecta”, le dijo Priebus, indicando que lo que Trump estaba haciendo era precisamente lo incorrecto. Trump y Kushner estaban convencidos de que los demócratas, quienes durante todo el 2016 habían criticado a Comey por permitir que su investigación sobre Clinton se desarrollara parcialmente en público, aplaudirían la decisión. “Los demócratas no han dicho más que cosas horribles sobre Comey. Lo odian”, le explicó Kushner a Christie después del despido. “Así que van a quedarse sin palabras para criticar al presidente por despedirlo. Sería inconsistente con lo que han dicho antes.”

Sin embargo, Trump se sorprendió al recibir una respuesta rotunda del líder demócrata en el Senado, Chuck Schumer, quien le dijo: “Esto es una idea horrible”. Despedir al director de una agencia que investigaba su campaña era, para los veteranos de Washington, un acto alarmante, evocando recuerdos de la Masacre del Sábado Noche, que aceleró el proceso de impeachment contra Richard Nixon durante el caso Watergate. Aunque Trump siguió denostando a Comey—“¡Estaba tan jodido!”, comentó a sus asesores al día siguiente—su enfoque estaba disperso. Mostró, para asombro de un visitante, que mantenía apagado el televisor de su oficina, parte de su sensibilidad hacia un comentario que le hice a Charlie Rose sobre sus hábitos televisivos, y se complació cuando un asistente le mostró un mapa tamaño póster de las áreas del país que había ganado, diciéndole que diez de ellas serían enmarcadas y colgadas en el Ala Oeste.

Trump ofreció diferentes explicaciones sobre el despido de Comey a lo largo de la semana. Inicialmente, la Casa Blanca trató de pintar el despido como algo que vino por recomendación de Rosenstein. En una reunión privada con el ministro de Relaciones Exteriores de Rusia y el embajador, Trump mencionó que había despedido al “loco” de Comey y que eso le había aliviado de una “gran presión”. Luego, Trump dio una entrevista al presentador de NBC, Lester Holt, en la que pareció vincular el despido con la investigación de Rusia. “De hecho, cuando decidí hacerlo, me dije a mí mismo: ‘Sabes, esta historia de Rusia con Trump y Rusia es un invento, una excusa de los demócratas por haber perdido unas elecciones que deberían haber ganado’”, dijo. Pero la respuesta de Trump fue tan torpe y, en algunos momentos, incoherente, que no estaba del todo claro si realmente quería decir que la investigación era la razón del despido.

El despido de Comey desató una serie de eventos que abrumaron a la presidencia de Trump durante los dos años siguientes. Una semana después, mi colega Michael Schmidt reveló que Comey había redactado una serie de memorandos secretos sobre sus encuentros con el presidente, incluyendo uno en el que Trump le indicó que debía terminar la investigación sobre Flynn. Esto cambió rápidamente la percepción de las intenciones de Trump entre los demócratas, los medios y algunos funcionarios del Departamento de Justicia. Bajo esa presión, en lugar de Sessions, quien se había recusado, Rosenstein—quien no era un leal de Trump—designó a un fiscal especial para investigar no solo la posibilidad de conspiración entre los rusos y la campaña de Trump, sino si Trump había intentado obstruir la investigación al despedir a Comey. Se nombró a Robert S. Mueller III como fiscal especial. Mueller, que había estado en el Ala Oeste consultando con Trump sobre lo que debía buscar en el cargo de director del FBI (cuyo puesto algunos asistentes de la Casa Blanca habían considerado para él antes de que él se retirara de la consideración), sería el encargado de llevar la investigación. Trump finalmente eligió a Christopher Wray, un exfiscal federal y funcionario del Departamento de Justicia que también había sido abogado personal de Chris Christie, tras una búsqueda que incluyó a asesores de la Casa Blanca utilizando Google para encontrar nombres de posibles candidatos y Trump pidiendo a John Kelly que se encargara del asunto, buscando “lealtad”. Kelly se negó.

Meses después, Trump comenzó a quejarse de que Wray no estaba actuando con suficiente rapidez para deshacerse de personas en el FBI que Trump consideraba alineadas en su contra. Los asesores de Trump trataron de argumentar que la reunión con Mueller, junto con el hecho de que Mueller había sido un miembro de uno de los campos de golf de Trump, creaba un conflicto de interés para el fiscal especial, una afirmación que carecía de sentido. Cuando fracasó el intento de descalificarlo, Trump intentó tomar el control de la investigación, ordenando a McGahn que dijera a los funcionarios que removieran a Mueller, lo que McGahn se negó a hacer, preparando su propia renuncia. Trump, aún incierto sobre cómo funcionaba la Casa Blanca, no llevó la cuestión más allá. Trump ya había tocado una estufa caliente y, con las manos quemadas, parecía inseguro sobre cómo proceder.

Bannon, al observar el caos, predijo en privado a sus colegas que este era el principio del fin de la presidencia de Trump. Trump reprendió a Sessions con tal brutalidad que parecía diseñado para hacerle renunciar. (Trump enlistaría a otros para presionar a Sessions, incluidos algunos asesores de bajo rango y personas fuera del gobierno. Al menos en dos ocasiones, Trump pidió a su exgerente de campaña, Corey Lewandowski, que lo hiciera). Después de una reunión en la Oficina Oval, en la que Sessions dijo que renunciaría, Priebus supo lo que había sucedido y persiguió a Sessions en el estacionamiento para evitar lo que él creía sería un desastre para el presidente. Sessions llegó a escribir y presentar una carta de renuncia, que Trump no aceptó, aunque tampoco le devolvió la carta de inmediato. “Jeff Sessions toma el trabajo, se mete en el trabajo, se recusa, lo cual, francamente, creo que es muy injusto para el presidente”, me dijo Trump a mí y a mis colegas Peter Baker y Michael Schmidt cuando lo visitamos en la Oficina Oval ese mes. “¿Cómo tomas un trabajo y luego te recusas? Si se hubiera recusado antes del trabajo, le habría dicho, ‘Gracias, Jeff, pero no te voy a tomar.’ Es extremadamente injusto—y esa es una palabra suave—para el presidente.”

Durante el primer año de su presidencia, casi todas las conversaciones de Trump eventualmente se deslizaban hacia las diversas investigaciones sobre Rusia que llevaban a cabo el fiscal especial y los comités congresionales. Trump no podía separar la investigación de su rol como presidente. Entre otras cosas, parecía creer que la investigación sobre el hackeo de los correos electrónicos de los servidores era un intento de negarle su victoria legítima. Pero la furia constante que mostró hacia las investigaciones, sumada a su cálida relación pública con Vladimir Putin, dejaba a algunos de sus propios colaboradores preguntándose qué más, si es que había algo, podría estar influyendo en su comportamiento.