A lo largo de la historia de Estados Unidos, los extremismos políticos han encontrado un terreno fértil en las tensiones sociales y en los temores hacia lo desconocido. En 1832, el Partido Antimasonico, a pesar de haber logrado una victoria en Vermont, comenzó a desmoronarse. La lucha contra la masonería, que alguna vez fue una causa importante, pronto fue relegada a los márgenes del discurso político. Sin embargo, sus ideales y resentimientos no desaparecieron; al contrario, muchos de sus miembros se integrarían en un nuevo movimiento político: los Whigs. Este proceso de absorción de causas marginales por parte de las élites políticas sería una constante en la política estadounidense. Tal como señalaron Lipset y Raab, la coalición entre los "believers" en conspiraciones y los conservadores Whigs, muchos de los cuales eran masones o habían sido masones, sería la primera de muchas ocasiones en que el extremismo encontraría su hogar político en los partidos conservadores.
Este patrón de alianza entre élites educadas y resentimientos populares continuó a lo largo de los años. A medida que las tensiones por la inmigración aumentaban, también lo hacía el miedo hacia ciertos grupos, especialmente los católicos. Samuel Morse, famoso por haber creado el código que lleva su nombre, no fue ajeno a este fenómeno. Su libro Foreign Conspiracy Against the Liberties of the United States (1835) reflejó su temor de que el catolicismo fuera una amenaza mortal para el protestantismo y las libertades americanas. Según Morse, los jesuitas, respaldados por la creciente población de inmigrantes católicos, estaban llevando a cabo una conspiración para apoderarse del país y reemplazar el protestantismo con un emperador católico. La paranoia de Morse sirvió como base para un renovado sentimiento anti-católico que se extendió rápidamente.
Esta hostilidad hacia los católicos y los inmigrantes europeos dio lugar a nuevas formaciones políticas, como el Partido Republicano Americano y el Partido Nativo Americano, conocidos también como los "Know-Nothings". Estos partidos, que surgieron en un contexto de creciente xenofobia y racismo, fueron acogidos por los Whigs, quienes formaron coaliciones con ellos, sin reparar en el odio que impulsaba sus ideologías. En 1844, la ciudad de Filadelfia fue escenario de violentos disturbios anti-inmigrantes que resultaron en la muerte de veintinueve personas y la quema de una iglesia católica. Aunque el Partido Whig se disolvió en la década de 1850, los partidarios del nativismo encontraron su lugar en el Partido Republicano, que, al igual que los Whigs antes, buscaba capitalizar el miedo y los prejuicios populares.
A medida que las tensiones políticas se intensificaban en las décadas siguientes, el Partido Republicano, liderado por Abraham Lincoln, mantuvo un delicado equilibrio al tratar de mantener una alianza con los Know-Nothings. Aunque Lincoln expresaba dudas sobre el nativismo y la discriminación contra los católicos, su partido necesitaba el apoyo de estos grupos. Tras la Guerra Civil, el extremismo anti-católico seguía siendo una fuerza política, con políticos republicanos recurriendo a teorías conspirativas para movilizar a sus bases. Por ejemplo, en 1875, la convención estatal republicana de Indiana proclamó que era incompatible con la ciudadanía estadounidense prestar lealtad a cualquier poder extranjero, ya sea civil o eclesiástico, en clara alusión a los católicos.
A lo largo de las décadas posteriores, los republicanos continuaron utilizando el miedo hacia los católicos para movilizar a sus votantes, mientras que en el Partido Demócrata, la relación con el racismo y el extremismo se volvía cada vez más evidente. Después de la guerra civil, el Ku Klux Klan se alzó como una fuerza terrorista que perseguía a los afroamericanos y sus aliados blancos, mientras que muchos demócratas del sur se unieron a sus filas. En 1868, Nathan Bedford Forrest, líder del Klan, asistió como delegado a la convención del Partido Demócrata, un reflejo claro de las tensiones internas del partido. Este tipo de alianzas, basadas en el odio y el miedo, fueron características de la política estadounidense durante el siglo XIX y principios del XX.
El auge del extremismo político no se detuvo en este período. A medida que la Primera Guerra Mundial estallaba, la xenofobia y el racismo encontraron nuevas formas de expresión. El miedo a la subversión interna por parte de agentes extranjeros se convirtió en una amenaza nacional, y la histeria anti-alemana se desató en el país. Miles de alemanes fueron internados en campos, y el gobierno de los Estados Unidos lanzó campañas propagandísticas que alimentaban la paranoia. Además, el temor a los inmigrantes, particularmente los alemanes e irlandeses, se extendió aún más. Las acusaciones de "deslealtad" se convirtieron en una herramienta poderosa para movilizar a la opinión pública y silenciar a quienes se oponían a la guerra.
De este modo, el extremismo político estadounidense ha tenido una larga historia de alimentar miedos y resentimientos, ya sea contra masones, católicos, inmigrantes, afroamericanos o cualquier otro "otro" percibido como amenaza. El uso de la conspiración como herramienta política ha sido clave para mantener la unidad en torno a ideologías extremas, y es un fenómeno que ha dado forma a la política estadounidense hasta el día de hoy. Lo que es importante comprender es que este tipo de política no solo ha sido una respuesta a las tensiones sociales, sino también una estrategia deliberada de aquellos en el poder para movilizar y mantener el control sobre las masas mediante el cultivo del miedo.
¿Cómo influyó la lucha por el voto blanco en la política republicana de los años 60?
En la década de 1960, los enfrentamientos políticos dentro del Partido Republicano fueron marcados por una feroz competencia por el voto blanco, especialmente en el sur de Estados Unidos. En este contexto, figuras como George Wallace y Ronald Reagan jugaron papeles cruciales al movilizar a sectores descontentos de la población blanca, que temían el cambio social y racial que caracterizaba los movimientos por los derechos civiles. Enfrentado a esta creciente amenaza, Nixon, quien en ese momento lideraba las encuestas, se vio obligado a ajustar su enfoque para mantener el control de la situación política.
Uno de los elementos clave de esta lucha era el rechazo al cambio en las políticas de integración racial. Wallace, un político conocido por sus posturas extremas en cuanto a la supremacía blanca, representaba una amenaza directa para el establishment republicano. Su apelación a los temores raciales de los votantes blancos del sur resultó en un fervor radical que muchos en el Partido Republicano consideraban peligroso. La pregunta era si Wallace podría dividir al Partido Republicano, llevándose a una parte significativa de su base blanca conservadora.
Por otro lado, Reagan, un político cuya popularidad se cimentaba en su carisma personal y su habilidad para conectar con el electorado a través de discursos que apelaban a una retórica conservadora y de "derechos de los estados", también se convirtió en una amenaza para Nixon. Con un enfoque menos explícitamente racista que Wallace, Reagan logró captar el apoyo de aquellos que compartían el temor de que la sociedad estadounidense estuviera perdiendo su rumbo debido a la integración racial y a los cambios sociales impulsados por los movimientos de derechos civiles. En un evento de recaudación de fondos en Nueva Orleans, Reagan dejó claro que, a su juicio, el país estaba fuera de control y responsabilizó de ello a los políticos que promovían el bienestar social y la igualdad racial.
Nixon, consciente de que su imagen como un líder moderado podía no ser suficiente para enfrentar a estos dos contendientes más radicalizados, decidió tomar decisiones estratégicas para ganar apoyo entre los votantes del sur. En una reunión con los líderes republicanos del sur, Nixon no dudó en alinearse con las posturas más conservadoras. Se opuso a la integración acelerada y se mostró contrario al uso del transporte escolar para combatir la segregación. Su mensaje era claro: estaba dispuesto a mantener el statu quo y proteger los intereses de los votantes blancos que temían la pérdida de su dominio en la sociedad estadounidense.
Además, Nixon comenzó a involucrarse con figuras clave del sur como Strom Thurmond, un senador segregacionista que había estado vinculado con el movimiento de los derechos civiles en contra de la integración racial. Este apoyo le permitió a Nixon ganar el respaldo de una parte crucial del electorado republicano, especialmente de aquellos que, aunque no se alineaban completamente con las ideas de Wallace, compartían sus preocupaciones sobre el avance de la integración racial y el cambio social.
Reagan, por su parte, fue hábil en su enfoque de los votantes del sur, mostrando una simpatía cautelosa por las preocupaciones de Wallace sin comprometerse directamente con su ideología extremista. En su discurso, Reagan utilizaba un tono que, si bien evitaba un apoyo explícito a Wallace, comprendía las frustraciones de los votantes del sur. Esta habilidad para manipular la retórica de manera estratégica le permitió ganarse a los delegados republicanos del sur sin alienarse por completo de la base más moderada del partido.
A medida que se acercaba la convención republicana de 1968, Nixon entendía que no podía permitirse el lujo de ignorar las tensiones raciales que estaban marcando la política del momento. Su estratega principal, H. R. Haldeman, dejó constancia en sus notas de que Nixon debía apelar a la clase baja blanca, especialmente a los votantes católicos, italianos, irlandeses y polacos, quienes temían la expansión de los derechos civiles. Nixon también se dio cuenta de que debía mantener la cohesión dentro del partido republicano, lo que significaba evitar la alienación de los votantes judíos y negros, aunque estos no fueran su principal objetivo en ese momento.
Es importante destacar que, a pesar de las tácticas empleadas por Nixon y Reagan, el partido republicano se encontraba en un momento de crisis ideológica. La división entre los moderados y los extremistas, los conservadores del sur y los más liberales del norte, reflejaba una lucha interna que no solo definió las elecciones presidenciales de 1968, sino también la evolución del Partido Republicano en las décadas posteriores.
Esta dinámica no solo explica las estrategias de Nixon y Reagan, sino que también arroja luz sobre cómo la política estadounidense en ese momento estaba profundamente marcada por las tensiones raciales, la defensa de los valores tradicionales y el miedo al cambio social. Aunque la retórica de Nixon y Reagan se adaptaba a las necesidades de su tiempo, sus mensajes seguían siendo, en muchos aspectos, una respuesta a los miedos profundos de una parte significativa de la población blanca estadounidense, que temía perder su lugar en la sociedad.
¿Cómo se construyó la polarización política en los años 80 bajo la presidencia de Reagan?
Durante la presidencia de Ronald Reagan, la política estadounidense se transformó profundamente, marcando una era de polarización marcada por una lucha ideológica feroz entre liberales y conservadores, tanto a nivel nacional como internacional. Un ejemplo claro de este fenómeno fue la controversia en torno al movimiento de congelación nuclear, que se gestó en un contexto global de creciente tensión con la Unión Soviética. Reagan y sus aliados republicanos atacaron a los partidarios del movimiento con acusaciones de estar involucrados en una conspiración orquestada por el Kremlin. A través de discursos en los que calificaba este movimiento como una amenaza a los valores fundamentales de la democracia estadounidense, Reagan buscaba reforzar una narrativa de oposición radical al comunismo.
En 1981, cuando se propuso la resolución de congelación nuclear en el Congreso, varios estados la apoyaron, alcanzando incluso una tercera parte de la población estadounidense. Sin embargo, el presidente no tardó en lanzar duras críticas, insinuando que detrás de la iniciativa podría haber intereses soviéticos. A pesar de la falta de pruebas, Reagan y sus seguidores se apoyaron en artículos de revistas conservadoras como Reader’s Digest, Commentary y American Spectator para alimentar este relato de amenaza externa. El propio Reagan, en un discurso de 1983, afirmó que la congelación nuclear podría estar siendo utilizada por fuerzas extranjeras para subvertir la política estadounidense, sugiriendo que el primer promotor de la propuesta había sido el líder soviético Leonid Brezhnev, lo cual era completamente falso.
La agresiva campaña de demonización no estuvo limitada solo a los esfuerzos del gobierno, sino que se expandió rápidamente a figuras prominentes de la derecha religiosa, como Jerry Falwell, quien amplificó estas teorías conspirativas. En su programa Old-Time Gospel Hour, Falwell afirmaba que los partidarios del congelamiento nuclear eran manipulados por el gobierno soviético, sugiriendo incluso que las marchas a favor de la congelación eran organizadas por Moscú. Con el apoyo de la Casa Blanca, Falwell y otros líderes de la nueva derecha lograron influir en el debate público y deslegitimar a los movimientos liberales.
Reagan, por su parte, aprovechó su poder para asociar a los liberales con amenazas externas, acusando a aquellos que apoyaban el congelamiento nuclear de estar en una campaña directa contra los intereses nacionales y los valores cristianos. En un discurso a la Asociación Nacional de Evangélicos en 1983, Reagan caracterizó la congelación como un peligro para la libertad y la creencia en Dios. Esta narrativa no solo polarizó a la sociedad estadounidense, sino que también la dividió en términos ideológicos, enfrentando a aquellos que apoyaban una aproximación más diplomática hacia el control de armas con los que preferían una postura más beligerante contra la URSS.
El crecimiento del movimiento de la derecha religiosa y su alineación con los intereses de la Casa Blanca tuvo también repercusiones en la política exterior de Estados Unidos. La administración de Reagan no solo buscó apoyo para sus políticas en Centroamérica, sino que también intentó proyectar una imagen de defensa de los valores tradicionales estadounidenses ante un mundo cada vez más complejo. El envío de armas a los contras nicaragüenses, la intervención en Granada y las tensiones con el régimen de Irán fueron solo algunos de los episodios que marcaron una presidencia plagada de confrontaciones ideológicas, tanto internas como externas.
Si bien la economía mejoró hacia finales de la década, gracias a una caída en los precios del petróleo y recortes en las tasas de interés, la polarización ideológica persiguió a Reagan durante todo su mandato. La administración se enfrentó a críticas por su postura en diversos temas, desde los derechos civiles hasta las políticas en América Latina, pasando por el apoyo a regímenes autoritarios que violaban derechos humanos. Las tensiones internas dentro del propio partido republicano, que veía a Reagan como un moderado frente a la agenda más extremista de figuras como Jerry Falwell y Pat Robertson, no hicieron sino añadir más leña al fuego de la polarización política que definió la era Reagan.
Es crucial comprender que este proceso de demonización y deslegitimación de la oposición no fue exclusivo de la administración Reagan. A lo largo de los años 80, se fue consolidando una cultura política en la que el desacuerdo ideológico se percibía no solo como una diferencia de opiniones, sino como una amenaza existencial. Este fenómeno no solo involucró a las figuras políticas y religiosas de la derecha, sino que también fue alimentado por los medios de comunicación y las campañas de desinformación, que reforzaron una visión maniquea del mundo. A medida que las tensiones internas crecían, se construía un panorama de intransigencia y conflicto, en el que cualquier intento de diálogo con la oposición se veía como una rendición ante un enemigo ideológico.
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¿Cómo Trump Aprovechó el Descontento y la Paranoia para Conquistar al Partido Republicano?
Desde los días de Reagan, la resentimiento racial entre los republicanos blancos había ido en aumento de forma constante y pronunciada. La audiencia potencial de Trump se había expandido, y resultaba fácilmente susceptible a una campaña llena de mentiras y rabia. De acuerdo con una nota escrita por dos estrategas del Partido Republicano, "los votantes de Trump son votantes con poca información. No leen el Washington Post ni siquiera los blogs conservadores. No ven las noticias por cable de forma rigurosa." Sin embargo, estos votantes sabían que estaban enojados. Las acciones y declaraciones extravagantes de Trump mantenían a los republicanos tradicionales desconcertados, convenciéndose a sí mismos de que no duraría mucho. Pero nada lo detuvo.
Trump se burló de un reportero discapacitado. Alabó a Vladimir Putin, el líder ruso represivo y sanguinario. No pudo explicar los conceptos básicos de la tríada nuclear. ¿Podría el partido aceptar a un candidato tan extremo en sus prejuicios personales, vulgaridad e ignorancia? Los rivales de Trump hicieron sus ataques. Rick Perry lo calificó como un "cáncer para el conservadurismo". El gobernador de Luisiana, Bobby Jindal, lo llamó "un loco". El senador de Carolina del Sur, Lindsey Graham, comentó: "¿Sabes cómo hacer que América sea grande otra vez? Dile a Donald Trump que se vaya al infierno. Es un incitador racial, xenófobo y un fanático religioso. No representa a mi partido." Sin embargo, la mayoría de los funcionarios del partido trataron a Trump con cautela, temerosos de que pudiera abandonar el Partido Republicano, postularse como independiente y destruir las posibilidades de los republicanos de recuperar la Casa Blanca.
Su historial de malos negocios, los posibles conflictos de interés, el fraude a estudiantes en la Trump University, su negativa a pagar sus deudas, la manufactura de productos Trump en el extranjero, sus continuos cambios de políticas, sus comentarios racistas pasados y presentes, su conducta narcisista y grosera... casi todo esto fue dejado de lado por sus oponentes en la carrera. Esto le dio a Trump mucho espacio para seguir avanzando. A finales de año, aún lideraba las encuestas, con un porcentaje entre el 25 y el 40 por ciento, mientras que los demás candidatos se dividían el resto. No fue hasta mediados de diciembre cuando Jeb Bush, quien languidecía en los dígitos más bajos en las encuestas, atacó a Trump, llamándolo "desquiciado" y un "candidato del caos". No importó. Trump, jugando a favor de los racistas y los desquiciados, demostró que tenía el valor de decir cualquier cosa.
Insistió en que el 11 de septiembre había sido testigo de "miles y miles" de árabes celebrando el colapso de las Torres Gemelas en Nueva Jersey. Algo que nunca ocurrió. Pero, cuando se le desafió, Trump mantuvo que lo vio en televisión. Los verificadores de hechos calificaron a Trump como el mentiroso más prodigioso entre los republicanos. A eso tampoco le importó a sus seguidores. Tampoco les preocupaba que Trump respaldara al más prominente teórico conspiratorio del país: Alex Jones, el “verdadero” de los atentados del 9/11 y propietario de un sitio web llamado InfoWars. Jones se había vuelto notorio en los últimos años por afirmar que el horrible tiroteo masivo de 2012 en la escuela primaria Sandy Hook en Newtown, Connecticut, en el que murieron veinte niños y seis adultos, fue un "gran engaño" y una "operación de bandera falsa" organizada por el gobierno para impulsar el control de armas. Trump apareció en el programa de Jones, y este lo alabó como un George Washington moderno que podría salvar la nación antes de que se desplomara, calificando su campaña como "épica". Trump le devolvió el cumplido, diciéndole a Jones: "Tu reputación es increíble. No te voy a fallar." El hombre que lideraba la parade republicana había respaldado a uno de los más grandes locos del país.
La conexión de Trump con la derecha paranoica era clara. A lo largo de su campaña, Trump respaldó diversas teorías conspirativas, como la de que las vacunas causaban autismo, que ISIS estaba planeando un "golpe militar" en Estados Unidos, que la muerte del juez de la Corte Suprema Antonin Scalia tenía algo sospechoso, y que el suicidio de Vince Foster era una tapadera para algún acto nefando. A pesar de todo esto, Trump demostró tener la capacidad de canalizar el descontento y las paranoias de un sector de la sociedad estadounidense de forma efectiva. Los demás contendientes republicanos no eran diferentes en cuanto a su relación con la extrema derecha. Ben Carson, quien en diciembre experimentó un repunte, era un fanático de W. Cleon Skousen, un teórico conspirativo. Ted Cruz, un favorito de los conservadores sociales, apelaba a la derecha paranoica señalando que comprendía "la razón para la preocupación y la incertidumbre" respecto al ejercicio militar Jade Helm 15, porque "el gobierno federal no ha demostrado ser confiable". Rubio, por su parte, compartió acusaciones infundadas sobre Benghazi y repetidamente afirmaba que Obama estaba intentando degradar la nación y confiscar todas las armas de los estadounidenses.
En la búsqueda de explotar el extremismo, Trump no solo se destacó; simplemente lo hacía mejor que los demás y con más compromiso. Y Trump parecía sorprendido de lo fácil que resultaba convertir la fanfarronería, el odio y la paranoia en números de encuestas impresionantes. En un mitin en Dordt University, Sioux Center, Iowa, el 23 de enero de 2016, exclamó: "Podría estar en medio de la Quinta Avenida y dispararle a alguien, y no perdería ni un solo votante, ¿de acuerdo? Es, como, increíble." Durante meses, los funcionarios republicanos preocupados decían que, cuando llegaran las votaciones, su último show de televisión se desplomaría. Estaban equivocados. Trump ganó tres de las cuatro primeras primarias—New Hampshire, Carolina del Sur y Nevada—y siete de los once estados en el Súper Martes del 1 de marzo. El hombre divorciado dos veces, profano y negociador, que rara vez se le veía en la iglesia, triunfaba entre los votantes evangélicos. El autoproclamado multimillonario, con un largo historial de incumplir con sus contratistas y fabricar sus productos en el extranjero, ganó los votos de los demócratas de Reagan de clase trabajadora. Su campaña de rencor y resentimiento—con su feroz antagonismo hacia musulmanes, inmigrantes indocumentados, negros, liberales, Hollywood, Obama, George W. Bush, sus rivales republicanos y el establecimiento del partido—se convirtió en una toma hostil del Partido Republicano. Después de décadas de aprovechar el extremismo para conseguir votos, ¿cómo podría el Partido Republicano apagar esa bomba?
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