Quizás ella descubrirá en su interior un talento hasta entonces desconocido, o hará feliz a algún hombre bueno e inteligente, o realizará algo notable que deleitará a quienes la rodean. Pero no hallará nada semejante en sí misma, no hará feliz a nadie y no logrará nada destacable, y por ello se sentirá aún más desdichada que si nunca hubiese alimentado esperanzas. Si no se pretende confortarla, perdónenme, pero algunos de mis amigos más exitosos a veces me confortan a mí. Uno es bailarina, otra azafata en la línea de París, una tercera esposa de un hombre grande y talentoso. Ellos me consuelan, y entonces pienso en Kizhi. “Ella no carece en absoluto de talento”. ¿Por qué no se notó esto, por qué no se le dijo en la primera conversación? ¿Tal vez se lo dirán después? ¿Puede una persona sin talento realmente querer que el hombre cambie del blanco al azul o al naranja cuando está feliz? Deberías entender esto mejor que yo. ¿Puede una persona sin talento realmente sentir “como si hubiera recibido un don” al ver arces que se tornan rojos tras la ventana? No se debe consolarla, sino envidiarla, eso es lo que quiero decirte. Las bailarinas deberían envidiarla, incluso las azafatas en la línea de París...
Estas reflexiones surgieron desde el principio como un relato sobre los distintos ámbitos de la creatividad en que cualquier persona — “la más común y sin talento” — puede encontrarse al revelar lo mejor de sí misma. Quería mostrar que en el mundo espiritual existe una igualdad democrática: la diferencia entre “creador” y “hombre común” resulta ser solo relativa. Todos somos, en mayor o menor medida, creadores potenciales. Sin embargo, al leer la carta de la joven que crece alas ante ruinas antiguas en Kerch, comprendí que estaba escribiendo más acerca de los diferentes reinos de la creatividad que de la vida espiritual del hombre propiamente dicha. Pero el corazón del problema radica precisamente en esta vida espiritual.
Naturalmente, dentro de los límites de mi intención original, podría clasificar la “forma de existencia” de esta muchacha como la creación de su propia personalidad. Pero no quiero hacerlo, algo en su carta no encaja con esos límites. Las alas — no tanto las alas en sí, sino la imagen que recuerdan de “Fedro” de Platón. En ese diálogo, Sócrates representa el alma humana como alada y detalla cómo crecen esas alas, cómo a veces se rompen y cómo el alma las vuelve a hacer crecer. Cuando las alas nacen, el alma humana pica como las encías de un niño cuando le están saliendo los dientes. Un alma alada otorga al hombre un estado superior, lo hace divino. Sócrates formuló este pensamiento dos mil quinientos años antes del nacimiento de la joven que, en las ruinas antiguas — ruinas quizás contemporáneas a Sócrates — sintió ese mismo cosquilleo de las encías de un niño. Por supuesto, a la joven no se le ocurrió que el destino del mundo, el destino de la humanidad, se convertía en ese instante en su destino personal. No pensó que atravesaba una experiencia espiritual profunda que conduce a la “eternidad humana”. No se dio cuenta de que estaba tocando no piedra milenaria, sino el origen mismo de la vida, porque sintió el calor de la mano de un hombre que pudo haber conversado con Sócrates sobre el alma alada. Sin saberlo, experimentó el surgimiento de su alma desde su capullo.
Con demasiada frecuencia comprendemos la experiencia espiritual de manera demasiado erudita y abstracta, olvidando que comienza con amor hacia una planta, un animal o un edificio viejo. Pensamos que la vida espiritual es patrimonio exclusivo de los grandes, pero en el mundo espiritual no hay muros infranqueables entre mi experiencia y la de otro. Mi vivencia espiritual y la de Mozart, a pesar de la gran diferencia entre ambos, coexisten en la misma isla, o mejor dicho, en el mismo continente. Las almas lentas — aquellas cuyas alas se han roto y son demasiado perezosas para hacer crecer unas nuevas — se consuelan pensando que la suerte ancestral del hombre común es la realidad ordinaria. Lo dado a Júpiter no se da a un toro. ¿No es mejor pensar que tampoco se da menos al “toro alado”? Esto es, claro, una broma, pero con seriedad: en toda meditación “sobre la creatividad” debemos reconocer claramente que esta está presente allí donde habita el espíritu humano.
Para mí, la última carta es una semilla preciosa de conciencia humana que entrará en la noósfera junto a los diamantes. Esa carta, al igual que la primera de un dibujante “ordinario y sin talento”, habla del cambio que se ha producido en el tejido del alma humana “común”: esta se ha vuelto más compleja, sensible y sutil, ha surgido en ella algo muy amplio. ¡Fibras milagrosas extendiéndose hacia el futuro! La corriente de espiritualidad que nos une al ayer y al mañana da el sentido más elevado a la vida más “común” y a la conciencia más “ordinaria”. Vivimos en un tiempo en que el rostro del mundo cambia. Somos creadores y testigos de esa metamorfosis, estamos en su núcleo y a menudo tomamos sus manifestaciones como deformes o desfiguradas, olvidando que son momentos de un desarrollo febril; no sentimos plenamente la maravilla de la novedad que aguarda a la humanidad mañana. Una novedad maravillosamente consumada. Y está en nosotros, en el tejido de nuestras almas.
El mundo de hoy a veces parece lejano a la belleza: experimenta una expansión tecnológica, una tensión tecnológica y una aceleración demoniaca del ritmo. Hay filósofos que afirman que la belleza y la espiritualidad han abandonado el mundo. Pero no es así. Son como ciertos ríos en la India que corren hacia el océano bajo tierra. Nosotros somos las aguas de esos ríos.
Los grandes cambios sociales que comenzaron con los “diez días que sacudieron al mundo”, y el desarrollo de la revolución científico-tecnológica, coronarán esta gigantesca metamorfosis de la Tierra y la humanidad con el nacimiento de una nueva cultura, un nuevo hombre. El destino de esta nueva cultura, de este nuevo hombre, depende de la capacidad y firmeza de las maravillosas fibras que se extienden hacia el futuro. La conciencia de esto sólo puede aumentar nuestra responsabilidad ética por los tesoros del mundo espiritual, de la vida espiritual individual.
Estamos creando un mundo nuevo, un ser nuevo, no de manera milagrosa — como querrían los maximalistas y soñadores — sino de forma práctica, en el desarrollo y ascensión de la vida y el hombre. Para que la Tierra suene como una sinfonía, no basta con componer música, ni siquiera con la genialidad de Beethoven; hay que entender y cambiar el mundo, hay que vencer el mal mayor: la alienación del hombre respecto a las fuerzas y cosas que creó y de aquella vida original que le dio el ser.
Cuando Marx habló del retorno “del hombre a sí mismo como hombre social, es decir, humano” y formuló con precisión — “un comunismo tal que sea naturalismo completo = humanismo, y humanismo completo = naturalismo” — pensaba en la liquidación final de todas las formas y aspectos de la alienación, en el triunfo de relaciones armoniosas entre el hombre y la naturaleza, y entre hombre y hombre. Marx, respondiendo a la célebre pregunta del cuestionario “Confesión”, llamó con laconicismo máximo la condición básica para la existencia: LUCHA. Lucha, no milagro.
Aunque a veces deseamos con pasión un milagro, quizás los tiempos son culpables: han ampliado sin fin el potencial del hombre y le han dado un nuevo sentido de su propio poder. O, si miramos más ampliamente, el alma humana misma es culpable: impaciente, caprichosa, inquieta. Si hablamos de algo real, y no imaginario...
Es importante comprender que la creatividad no es un don exclusivo de unos pocos elegidos, sino una manifestación latente en cada individuo, que se despierta a través del amor profundo y la conexión con el mundo que nos rodea, sean personas, objetos o momentos. La verdadera transformación espiritual comienza en lo cotidiano, en lo sencillo, y ese despertar interior es el motor de la evolución no solo personal, sino colectiva. Reconocer esta capacidad en uno mismo es el primer paso para integrar el desarrollo espiritual con el compromiso ético y social, porque la nueva cultura que surge no es una utopía abstracta, sino un proceso vivo que demanda nuestra participación consciente y constante.
¿Cómo un artesano solitario descubrió el secreto de la loza y desafió a su época?
En una época tan convulsa como el siglo XVI, donde las ejecuciones, las guerras religiosas y las intrigas se entretejían con la vida cotidiana, resulta casi milagroso que un solo hombre lograra no solo sobrevivir con dignidad, sino elevar su oficio al nivel del arte eterno. Bernard Palissy, nacido en 1510 y fallecido en 1590, no fue un viajero en busca de paisajes, ni un observador romántico de caminos lejanos. Su mirada no se perdía en la distancia, sino que se hundía en la tierra, en la materia, en la sustancia misma del mundo. Fue caminante, sí, pero también fue explorador del sentido profundo del trabajo humano.
Desde su adolescencia, Palissy recorrió Europa como glaseador, alfarero, agrimensor. Vio los caminos desde el polvo y no desde la silla de montar. No viajó para olvidar, sino para recordar mejor. Cuando entraba en una mina o en una cantera, lo hacía con la misma reverencia con la que un monje cruza el umbral del monasterio. Tocaba las paredes, recogía piedras, observaba las texturas. Era la mirada de un hombre que no se contenta con la superficie de las cosas.
En una ocasión, en casa de un artesano alemán, contempló una taza de loza esmaltada. La luz jugaba sobre su superficie como si se tratara de una joya viva. La delicadeza del esmalte, la perfección de la forma, el misterio del brillo: todo eso lo dejó atónito. ¿Era posible que manos humanas hubieran creado algo tan cercano al milagro? Aquella taza no era un simple objeto; era una revelación. Fue entonces cuando Palissy tomó una decisión que cambiaría su vida: descubriría el secreto de la loza, costara lo que costara.
Y el precio fue altísimo. Regresó a Francia, se estableció en la pequeña ciudad de Saintes, formó una familia y construyó un taller. Pero en lugar de ganarse el respeto de sus vecinos como hábil artesano, despertó el recelo y la burla. Su obsesión por el esmalte, sus experimentos interminables, la falta de resultados visibles y, sobre todo, su negativa a producir nada vendible hicieron de él un paria. Mientras los demás trabajaban para subsistir, él trabajaba para entender.
Su taller parecía más un lugar de locura que de creación. Llegó a pasar seis días seguidos alimentando un horno esperando el momento exacto en que la alquimia se transformara en cerámica. Cuando se quedó sin leña, arrojó al fuego sus propias sillas, su mesa, las tablas del suelo. Nadie entendía su desesperación. Los comerciantes dejaron de fiarle. Fue denunciado, se confiscaron sus bienes, su familia quedó en la calle. Pero él no abandonó. Seguía creyendo que detrás del fuego y el barro se escondía una verdad que merecía cualquier sacrificio.
Su historia recuerda a las de los mártires, no por el sufrimiento, sino por la fe inquebrantable en algo invisible. Palissy no sabía cómo se hacía la loza, y esa ignorancia era para él intolerable. Quería transformar el mundo con sus manos, y no por soberbia, sino por una forma radical de amor a la materia. En la oscuridad de su búsqueda, se convirtió en un símbolo: el hombre que gesta una obra sin tener más luz que su propia convicción.
Hoy, las piezas de loza de Bernard Palissy están expuestas en el Louvre y en el Hermitage. Pero más allá de su valor estético, son testimonio de un trayecto humano singular, donde el arte no fue resultado de una técnica aprendida, sino de una búsqueda encarnada. Como en los cuentos de Andersen, donde la fantasía nace de la realidad más concreta, la historia de Palissy demuestra que los milagros no se inventan: se fabrican, a veces con el alma hecha cenizas.
Es necesario comprender que Palissy no fue solo un artesano habilidoso, sino alguien que desafió la estructura de pensamiento de su tiempo. Vivió en una sociedad que valoraba la utilidad inmediata, la riqueza visible, la repetición segura. Su locura consistió en apostar por lo invisible, por lo que aún no existía. Su insistencia en descubrir algo que no comprendía lo convirtió en un enemigo del orden establecido. La incomodidad que provocaba no residía en su excentricidad, sino en el espejo que ofrecía a sus contemporáneos: el reflejo de su propia falta de coraje para explorar.
En cada fracaso de Palissy, en cada experimento inútil, se escondía una afirmación radical: el conocimiento verdadero no se transmite, se conquista. Y esa conquista implica muchas veces el aislamiento, el rechazo, la incomprensión. Pero también es lo que permite al hombre tocar, al fin, el milagro.
¿Cómo Rembrandt enfrentó el dolor? La sabiduría de un hombre que pintó la vida a pesar de la tragedia
Pintar sin detenerse, sin importar la hora, el minuto, la pausa. Uno podría pensar que Rembrandt carecía de corazón, si no fuera por la humanidad desgarradora de sus últimas obras. Claro que sé que la pérdida personal y los golpes del destino no pueden menos que ampliar a un artista, y que la obra, sea cual sea, mitiga el dolor. Pero aquí no estamos ante una pérdida, ni un golpe ni una desgracia común; estamos ante una catástrofe, una devastación atómica que destruye la base misma de la vida. Uno puede componer música o pintar bajo el fuego de la artillería, pero no en Hiroshima, cuando el rayo asesino pendía sobre la ciudad. La destrucción termonuclear suspendida sobre el destino de Rembrandt reducía la vida a cenizas. Y, sin embargo, a pesar de todo esto, continuó trabajando con una habilidad incomparable.
Rembrandt puede ser comparado con Job en la Biblia o el Lear de Shakespeare, ya que, como ellos, adquirió sabiduría en un mundo loco de miseria injusta y pérdidas personales monumentales. Pero tanto Job como Lear son figuras legendarias, mientras que Rembrandt fue totalmente real. Él no sacó su sabiduría de las penas del corazón ni de una reflexión solitaria, sino del trabajo. Sufrió golpes que, en términos físicos, ni un árbol, ni una roca, ni el hierro podrían haber soportado, y aun así pintó sin cesar. Fue rechazado, acusado de insensibilidad, pero con sus dedos, sus uñas y el mango de su pincel, moldeó niños, árboles, mujeres, colinas, ancianos: ¡la vida! Transformó lo "insignificante" en elegancia, descubrió los misterios de lo "cotidiano". Y el destino, ante el cual incluso los héroes míticos de la antigüedad habían cedido, no pudo obligarlo a dejar su pincel.
Quería que el Rembrandt de su último autorretrato, el Rembrandt "desaparecido", que parecía no haber sido pintado por él mismo, me revelara el secreto de su valentía. Y él respondió: "Nadie ha muerto, nada se ha ido, nada se ha perdido, la abundancia del mundo es infinita". Esta fue una respuesta cruel, pero quizás no haya otra respuesta a una pregunta cruel. Sin embargo, no había sido yo quien le había respondido a ese Rembrandt "desaparecido". Lo había hecho él mismo, cuando afirmé que él había creado la vida con sus dedos, sus uñas y el mango de su pincel. Él había sentido la infinitud de la existencia, la inmortalidad. Entonces, ¿por qué no habría de responder: "Nadie ha muerto"? ¿Nadie? ¿Pero qué hay de Saskia, con su boquita infantil, su sonrisa despreocupada y sus manos hermosas? La única, la única Saskia. ¿Acaso la inmortalidad en el lienzo basta para el amor? ¿Qué vale la eternidad si entierran lo que más amamos en este mundo?
"Pero, ¿acaso viste mi rostro cuando murió Saskia?", me dijo, respondiendo una pregunta con otra. "¿Cómo iba yo a verlo? ¿Te pintaste tal como eras en ese momento?" "Sí, pinté", me dijo. "Entonces lo encontraré; veré ese rostro". "No lo verás", respondió el Rembrandt "desaparecido". Él me estaba llevando hacia una idea que ya había intuido antes, una respuesta a uno de mis antiguos dilemas. Me había obsesionado por mucho tiempo con el enigma de una de las pinturas de Rembrandt, aquella que, como me contó Yelizaveta-Yevgrafovna, había cambiado su nombre de "La reconciliación de David y Absalón" a "Adieux de David à Jonathan". Pero lo que me perturbaba no era la combinación diferente de nombres bíblicos, sino la esencia profundamente humana del lienzo y el hecho de que su composición era muy distinta a las demás obras de Rembrandt.
Un hombre con ropa oriental, cuyo rostro expresa tristeza y soledad (reconocemos a Rembrandt en él), abraza a otra persona que, por su estatura, parece ser más joven y está destrozada por lo que sea que cause este abrazo: la separación, la pérdida, la catástrofe. En el fondo, vemos la silueta fantástica de una torre que sugiere una ciudad destruida sin piedad—la siempre presente Hiroshima. El hombre, que se parece a Rembrandt, está de pie, mirando hacia nosotros. Es uno de los autorretratos más finos, valientes y amargos de Rembrandt. El rostro de la segunda persona, sobrecogida por el dolor (¿o ahora se está tranquilizando después de llorar?), no es visible. Está oculto en los pesados pliegues de la ropa oriental del hombre que lo consuela con un abrazo mudo, paternal y tierno.
Este es, en mi memoria, el único cuadro de Rembrandt en el que una persona aparece sin el rostro visible. Por lo general, el artista mostraba los rostros de las personas incluso cuando el tema de la obra no lo requería. En el cuadro del hijo pródigo, vemos al hijo que regresa a casa después de una larga separación. Se arrodilla ante su padre, hundido en sus ropas raídas. Vemos el rostro y las manos del padre, vemos los rostros de los testigos de su regreso. Incluso vemos el rostro del hijo, aunque esté arrodillado, con su espalda hacia nosotros, exponiendo sus plantas blisteradas. Probablemente no veríamos su rostro si observáramos el evento en la vida real, pero lo vemos: el pincel del artista giró perceptiblemente la cabeza baja del hijo. ¡Rembrandt no pudo pintar una persona sin rostro! ¿Entonces por qué en "Adieux de David à Jonathan" sacrifica el rostro de la figura que llora o acaba de dejar de llorar en el abrazo de Rembrandt? ¿Por qué violó una regla que sostuvo en sus cientos de otros lienzos?
El cuadro fue pintado en un año crucial para Rembrandt, 1642, el año en que murió Saskia. Esto explica el dolor y la reclusión, la expresión valiente y atónita en el rostro de Rembrandt y el fondo trágico de la obra. Pero durante mucho tiempo no entendí el enigma del rostro oculto de la segunda figura. Y después comprendí: si pudiéramos hacer un milagro y girar el rostro hacia nosotros, volveríamos a ver... el rostro de Rembrandt. La segunda cara en este cuadro está evidentemente destrozada, llorando abiertamente. La esencia de la pintura radica en la sabiduría de un corazón orgulloso y el triunfo sobre el destino. Nadie en el mundo entero vio sus lágrimas, pues estaban ocultas en los pliegues de la ropa del primer Rembrandt, el hombre valiente que había ganado sabiduría en el dolor. Pero la figura sin rostro es, de todos modos, uno de los autorretratos más conmovedores del artista.
Rembrandt me ayudó a entender mejor la esencia del ser humano y la promesa no cumplida que lleva en su interior. En sus obras, se refleja la luz dorada de los últimos momentos del día, esa que nos revela, con una tristeza sublime, lo que nunca llegará a ser. Y fue gracias a esas conversaciones que aprendí a ver más allá de las apariencias, a percibir la profundidad oculta del alma humana y su potencial no realizado, el que se pierde en las sombras del olvido o en los rincones de las vidas no vividas.
¿Es inmortal el hombre dotado de genialidad creativa y espiritual?
En un tiempo no tan lejano, el universo parecía finito y seguro, y el hombre se sentía en paz consigo mismo y con el mundo que lo rodeaba, como un niño en su hogar. El cielo, eterno e inmutable, cubría una tierra inmóvil; el hombre era el centro natural de ese cosmos cerrado y sin fronteras. No había necesidad de mirar más allá de sí mismo, pues todo parecía claro, fijo y comprensible. Pero esta percepción infantil del universo fue destruida por la insaciable curiosidad humana, que rompió el domo celestial y se lanzó hacia el infinito, hacia lo desconocido.
La proeza del ser humano al dominar la exploración espacial no es solo una manifestación tecnológica, sino un reflejo de la sabiduría interior adquirida, una encarnación del espíritu humano en una nave que busca volver a su esencia. Marx afirmaba que el hombre retornará a sí mismo, y esto es válido tanto en términos materiales y sociales, como en el ámbito del arte. Actualmente, la belleza parece habitar espacios separados del hombre —museos, bibliotecas, auditorios— y parece desconectada del ser humano. Sin embargo, es plausible imaginar una época futura en la que la belleza deje de estar separada del hombre y se integre a su esencia, influenciando sus relaciones y comportamientos. El hombre se convertirá en un artista pleno, un artista de la vida misma.
Aunque pueda parecer fantástico, es un hecho que un ser humano, hace apenas quince mil años, se reunía alrededor de una hoguera en una cueva y ahora explora el cosmos sin temor. Para enfrentar la inmensidad del universo sin miedo, la humanidad debe reconocer la infinitud que habita en su propio espíritu. La contribución de Dante, Dostoyevski y otros grandes artistas ha sido tan fundamental para este ascenso cósmico como la tecnología de los cohetes espaciales. Aunque en la carrera hacia el espacio puedan parecerse haber perdido valores esenciales —como la comprensión profunda que expresan personajes literarios en momentos de gran humanidad—, no debe subestimarse el valor de ambos avances. La claridad, la visión profunda y la capacidad de comprensión, que los grandes artistas han descrito y vivido, retornarán a la humanidad y se convertirán en patrimonio espiritual colectivo, no limitado a una élite.
La humanidad de hoy es un niño que está entrando en la adolescencia, un período de desarrollo desigual donde la fuerza física y tecnológica superan a la madurez moral. Este tiempo está marcado por sueños eróticos y agresiones feas, pensamientos suicidas y crisis existenciales, especialmente en el mundo occidental contemporáneo. Pero, al mismo tiempo, es un tiempo de formación de ideales elevados, de deseo por acciones valientes y decisivas. No solo el corazón, sino también la razón, comienza a juzgar el mal, y la conciencia reclama la victoria definitiva del bien. Esta conciencia moral y la lucha contra el mal son la fuerza más relevante de nuestra época y constituyen la grandeza de nuestro tiempo.
El genio humano depende de su capacidad para preservar el niño interior, ese espíritu de asombro, creatividad e inocencia que acompañó a figuras como Sócrates, Rafael o Pushkin hasta sus últimos momentos. Es doloroso observar a quienes, envejecidos prematuramente y sin deleite, no creen que alguna vez poseyeron imaginación. Más trágico aún sería que la humanidad misma perdiera ese niño interno. Pero nuestra larga y compleja infancia colectiva brinda esperanza. Según Marx, el desarrollo humano es natural y equilibrado: aquello que parece perdido en una etapa retorna con creces en otra.
Los historiadores del arte advierten que desde las pinturas de los bisontes en Altamira hasta hoy, la genialidad artística ha perdido algo esencial: la sensación del mundo en su fuerza y belleza originales, la frescura ingenua de la representación y la armonía entre cuerpo y espíritu. Sin embargo, el hombre se enriquece con cada siglo. Estas pérdidas se parecen a una semilla enterrada en tierra fértil, un aparente sacrificio para la obtención de algo más grande. Hubo épocas en que la genialidad artística pareció desaparecer, pero solo porque las fuerzas se dirigían hacia otros grandes objetivos. Tras su consecución, las musas han regresado y seguirán encontrando salud en el siglo XXI.
La aceleración vertiginosa de la vida, aunque ahora parezca norma, es solo un síntoma de un mundo en transición. Este ritmo frenético acompaña el culmen de la revolución científica y tecnológica y disminuirá una vez que sus metas se alcancen. Entonces, la esencia espiritual del hombre florecerá nuevamente, con la frescura de la juventud. Hoy, la humanidad es un adolescente con una voz que cambia y una nueva perspectiva del mundo, que ama la tecnología y los deportes, que exige confort y ansía lo desconocido. Esta etapa, a la vez romántica y pragmática, es una época única en la historia humana.
El viejo sabio de la historia, como decía Marx, trabaja incansablemente, transformando la sociedad y el planeta. El antiguo mundo basado en la propiedad privada y la alienación, sacudido por revoluciones, se desvanece. Un mundo nuevo, un hombre nuevo, una humanidad nueva nacen. No vivimos solo un cambio de época, sino la transformación de toda una era. El hombre de la era comunista elegirá cuidadosamente lo mejor de su larga infancia: la valentía en la búsqueda de la verdad, el espíritu revolucionario, la curiosidad sin límites de los científicos y el altruismo de los artistas. Nunca olvidará a Sócrates ni a Lenin. En los rostros de los grandes —Rafael, Byron, Mozart— se percibe una dulzura especial, reflejo de la infinita dignidad humana aprendida en la infancia de la humanidad.
Es vital entender que esta historia no es solo un relato del pasado, sino una invitación a mantener vivo ese espíritu infantil en nosotros mismos, para no perder la creatividad, la capacidad de asombro y la bondad que definen la verdadera humanidad. La transición hacia el futuro está cargada de desafíos, pero también de promesas: la inmortalidad del espíritu humano reside en esa permanencia del niño que somos y que debemos cuidar. Solo preservando este espíritu, el genio de la humanidad podrá seguir brillando y conquistando nuevas fronteras, tanto en el espacio exterior como en las profundidades del alma.
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