En 1964, seis días antes de la apertura de la Feria de ese verano, se encontraron los cuerpos de tres activistas por los derechos civiles—James Chaney, Andrew Goodman y Michael Schwerner—enterrados a unas pocas millas del recinto ferial. Los tres habían estado registrando votantes negros en Mississippi como parte del proyecto Freedom Summer. Fueron asesinados por el Ku Klux Klan, y la policía local estuvo involucrada en el crimen. El gobierno del estado de Mississippi se negó a enjuiciar a los presuntos asesinos, y un juicio federal que acusaba a dieciocho personas de violaciones de derechos civiles relacionadas con estos asesinatos resultó en siete condenas y sentencias relativamente ligeras. Estos asesinatos son recordados como uno de los crímenes racistas más notorios de la era de los derechos civiles.
Dieciséis años después, la herida seguía abierta. En 1980, Ronald Reagan se convirtió en el primer candidato presidencial en hablar en la Feria de Mississippi. Paul Manafort, un joven activista republicano, había sugerido este lugar como una forma de atraer a los votantes que se alineaban con George Wallace, un conocido segregacionista. Pero cuando Reagan se dirigió a la multitud, su discurso no fue para sanar las heridas del pasado, sino para aprovechar los resentimientos raciales y políticos presentes en la región. Habló de la importancia de los “derechos de los estados”, una frase que resonaba fuertemente con aquellos que se habían opuesto a la desegregación y a las leyes federales de derechos civiles desde los años 60. Reagan, al utilizar esta expresión, estaba apelando directamente a los supremacistas blancos y a los racistas que veían en la intervención federal una amenaza para sus intereses.
Los "derechos de los estados" se habían convertido en una bandera bajo la cual los racistas del Sur luchaban por mantener la segregación y la opresión de las comunidades negras. Al usar esta frase en su discurso, Reagan no solo evocó un pasado de resistencia al progreso, sino que también encarnó la estrategia del Sur que había sido utilizada por políticos como Barry Goldwater y Richard Nixon. Este discurso formó parte de una estrategia más amplia de Reagan para conquistar el voto del sur de los Estados Unidos, apelando a las tensiones raciales y a los miedos persistentes de la región.
Sin embargo, la apelación de Reagan no se limitó a los votantes del sur. En su discurso en el Religious Roundtable’s National Affairs Briefing en Dallas, un evento organizado por la extrema derecha religiosa, Reagan se acercó al fervor fundamentalista de la derecha cristiana. Allí, escuchó discursos que denunciaban a los liberales, homosexuales y comunistas como amenazas para la familia estadounidense. Reagan, aunque un hombre divorciado y con una relación ambigua con la iglesia, abrazó a la audiencia y la derecha religiosa con un mensaje claro: la política y la religión no podían ser separadas. Reiteró que el Gobierno debería estar alineado con los principios cristianos, lo que le ganó el apoyo de los líderes evangélicos.
El apoyo del Movimiento Moral no era solo una estrategia política, sino una confirmación del poder político de una alianza entre la extrema derecha y la política conservadora. Los líderes evangélicos, que habían sido activamente movilizados por la campaña de Reagan, no solo ofrecían su respaldo, sino que también esperaban recompensas, como el nombramiento de cristianos en puestos gubernamentales clave, lo cual fue prometido de manera no oficial. Estos movimientos reflejaban el auge de una política divisiva y polarizadora que, aunque enmascarada por un lenguaje de moderación y reconciliación, se nutría de la intolerancia y el miedo.
Lo que no se mencionaba en estos discursos era el vínculo entre estas posturas y la perpetuación del racismo, el clasismo y la intolerancia religiosa. En la campaña de 1980, las críticas a Reagan por su vinculación con estas ideologías extremas fueron minimizadas, y el presidente Jimmy Carter, al tratar de resaltar este vínculo, no obtuvo el impacto esperado. A pesar de que Carter mencionó en un discurso que las palabras como “derechos de los estados” evocaban el racismo y el odio, sus críticas fueron suavizadas por su equipo, que temía alienar a los votantes moderados.
Además de las tensiones raciales y religiosas, es esencial comprender cómo las estrategias políticas de este tipo apuntaban a crear divisiones sociales profundas en lugar de promover una reconciliación real. El uso de símbolos y frases como “derechos de los estados” no solo apelaba a los miedos raciales del sur, sino que también instrumentalizaba a una porción significativa de la población que temía el cambio, especialmente en un momento de creciente conciencia de derechos civiles y justicia social.
Las tácticas de Reagan, aunque en su mayoría enmascaradas por un lenguaje suave y prometedor, dejaban claras sus intenciones de movilizar un voto conservador a través de la polarización. En lugar de llamar a la unidad nacional, su campaña buscaba consolidar un bloque político basado en los temores y resentimientos hacia las políticas progresistas y las reformas sociales. Este proceso no fue único de su época, sino que marcó un precedente para futuras campañas que jugarían con la exacerbación de divisiones sociales y culturales.
¿Cómo la conspiración y las teorías sobre los Clinton cambiaron el curso de la política estadounidense?
Durante la conferencia, Robertson, un conocido defensor de posturas conservadoras, apareció inesperadamente y expresó su apoyo a una ley para prohibir un tipo de aborto tardío. En la reunión, se dirigió a los cuatro mil delegados, señalando que solo un “milagro de Dios Todopoderoso” podría permitir que Dole ganara. A pesar de esto, la coalición de derecha planificaba distribuir decenas de millones de guías de votantes, que funcionaban como un respaldo tácito tanto para Dole como para los candidatos republicanos en el Congreso. Sin embargo, la relación entre Dole y varios sectores conservadores, como la Asociación Nacional del Rifle (NRA), no era del todo favorable. Dole había cambiado de postura y, si llegaba a ser electo, aseguraba que no anularía la ley de Clinton sobre la prohibición de las armas de asalto. Esto enfureció a la NRA, que decidió no respaldarlo, pero aún así, invirtió millones de dólares en las campañas para la Cámara de Representantes y el Senado en apoyo a los republicanos. En sus discursos, Dole gritaba repetidamente: “¿Dónde está la indignación?”, refiriéndose a las acusaciones de recaudación de fondos ilegales realizadas por el gobierno de Clinton y a todo lo que los conservadores detestaban del presidente. Sin embargo, su retórica no coincidía con la furia anti-Clinton que la extrema derecha había logrado alimentar en los medios conservadores.
El día de las elecciones, Clinton logró una victoria decisiva con un 49% frente al 41% de Dole, mientras que los republicanos mantenían sus mayorías en ambas cámaras del Congreso. Aquella noche, Hillary Clinton llamó a Sidney Blumenthal, un amigo y periodista que pronto se convertiría en un asesor cercano del presidente. Blumenthal recordó que Hillary le dijo, llena de optimismo, que creía que con ese triunfo los “pseudoeescándalos” disminuirían y la gobernanza se llevaría a cabo de manera más racional. En ese momento, Hillary se permitió un respiro, dejando de lado su habitual pesimismo: “Todo va a estar bien”.
A pesar de que el caso Whitewater nunca llegó a convertirse en un tema central en la campaña, el escándalo continuaba acechando. No desapareció, y con la ayuda de operadores de derecha, se transformaría en algo mucho más grave. Durante las audiencias sobre Whitewater, los medios de comunicación continuaron divulgando información, siempre a la espera de un "gran hallazgo" que demostrara la culpabilidad de los Clinton. Bob Woodward, uno de los periodistas de investigación más prominentes de Washington, resumió el clima mediático con estas palabras: “Whitewater y la respuesta de los Clinton hicieron que parecieran deshonestos. Sus valores fueron cada vez más cuestionados”. En los primeros meses de 1996, unos registros perdidos de la firma legal Rose Law Firm, en la cual Hillary Clinton y Vince Foster habían sido socios, aparecieron misteriosamente en la Casa Blanca. Esto fue rápidamente utilizado por los seguidores de la teoría de la conspiración como prueba de una gran conspiración. Sin embargo, lo que esos documentos significaban no estaba claro, y el intento de encontrar un crimen relacionado con Clinton continuó sin éxito.
El fiscal independiente Ken Starr, que investigaba Whitewater, citó a Hillary Clinton para que testificara ante un gran jurado. En junio de 1996, el Comité de Whitewater del Senado presentó un informe de 673 páginas en el que se alegaba un “patrón de obstrucción” por parte de altos funcionarios de la Casa Blanca, presuntamente dirigidos por Hillary Clinton, para bloquear a los investigadores en su labor. Sin embargo, el informe no presentó evidencia concreta de ilegalidad. Los demócratas en el Senado argumentaron que hubo errores, pero que no se había cometido ningún acto criminal.
Después de las elecciones de 1996, cuando Whitewater seguía siendo tema de discusión, la administración Clinton tuvo que lidiar con otro escándalo relacionado con la recaudación de fondos para la campaña presidencial. Se destaparon abusos significativos en las finanzas de la campaña, tanto de demócratas como de republicanos, pero no se encontró evidencia que confirmara otra de las teorías de conspiración impulsadas por la derecha: que China había influido en la Casa Blanca mediante donaciones ilegales. Mientras tanto, Clinton continuaba negociando tratados con Rusia y trabajando en acuerdos presupuestarios con los legisladores republicanos, pero los escándalos lo perseguían.
A lo largo de 1997, el caso Paula Jones, una demanda civil contra Clinton, avanzó en la Corte Suprema, y Starr amplió su investigación para indagar sobre las relaciones extramatrimoniales de Clinton. Este giro en las investigaciones se convirtió en una nueva plataforma para aquellos que buscaban derribar al presidente. En los pasillos de la derecha, el Consejo para la Política Nacional (CNP), una red de líderes conservadores y extremistas, comenzó a planear la destitución de Clinton. En su seno se encontraban personas claves que promovían teorías como la de la muerte de Vince Foster, un caso que se había convertido en uno de los pilares de la conspiración anti-Clinton.
En una reunión privada, los miembros del CNP discutieron cómo preparar el terreno para un juicio político, incluso elaborando resoluciones al respecto. En agosto de 1998, el informe de Starr sobre la muerte de Foster fue finalmente publicado. A pesar de los intentos de la derecha de reinterpretar los hechos, el informe reiteraba que Foster se había suicidado. Sin embargo, los esfuerzos por desacreditar a Clinton continuaron. En enero de 1998, el sitio web Drudge Report filtró la noticia de que el semanario Newsweek había cancelado un artículo sobre la relación de Clinton con una pasante de la Casa Blanca, Monica Lewinsky. Este escándalo, alimentado por filtraciones y manipulaciones, finalmente puso al presidente en una posición insostenible.
Es esencial comprender cómo las conspiraciones que rodearon a los Clinton no solo se centraron en acusaciones de corrupción, sino que también reflejaron una lucha más profunda sobre el control político y los valores en Estados Unidos. La combinación de teorías infundadas, manipulación mediática y las presiones de grupos extremistas que operaban en las sombras transformó un simple caso de mal manejo político en un proceso que amenazó con desestabilizar toda una administración. En este contexto, la búsqueda de la verdad se diluyó, y la política estadounidense experimentó un punto de inflexión en su relación con las conspiraciones.
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