El 1 de junio de 2020, después de días de intensas protestas por la muerte de George Floyd, el presidente Donald Trump se encontraba cada vez más furioso por los disturbios en las calles cercanas a la Casa Blanca. Aunque los daños materiales fueron mínimos y no hubo víctimas, la imagen de los enfrentamientos violentos con la policía en Lafayette Square dejó una fuerte impresión en el presidente, quien, según relató, sentía que el país estaba perdiendo el control. En una conversación con su fiscal general William Barr, Trump expresó su descontento con la cobertura mediática, lamentando que no se diera más atención a las escenas de violencia que se desarrollaban.

El día siguiente comenzó con una llamada a Vladimir Putin y luego con una reunión en el Despacho Oval con el vicepresidente Mike Pence, el secretario de Defensa Mark Esper y otros altos funcionarios. Durante esa reunión, Trump compartió su deseo de enviar tropas activas a las calles de Estados Unidos. Utilizando la Insurrection Act, que permite el despliegue de fuerzas militares en situaciones de insurrección, Trump buscaba una respuesta contundente a lo que él consideraba una amenaza a la ley y el orden. El presidente, visiblemente enojado, cuestionaba cómo el país podría ser percibido internacionalmente si no tomaban medidas drásticas.

La propuesta de Trump fue rechazada por varios de sus colaboradores, quienes intentaron moderar su respuesta. Barr sugirió desplegar más efectivos de las fuerzas del orden, mientras que Esper propuso utilizar a la Guardia Nacional del Distrito de Columbia. Sin embargo, el presidente seguía exigiendo una acción más fuerte, y su furia aumentaba al punto de que en un momento se levantó de su asiento y gritó a sus asesores: “¡Son todos unos perdedores!”. La tensión en la sala era palpable, y las intervenciones de Pence y otros miembros del gabinete no lograban calmarlo. En un momento, Trump preguntó si no se podía disparar a los manifestantes “en las piernas o algo así”. Las respuestas de sus funcionarios de defensa fueron incómodas, y el general Mark Milley, presidente del Estado Mayor Conjunto, expresó claramente que no podía asumir el mando de una operación de este tipo.

A pesar de la creciente oposición dentro de su gabinete, Trump insistió en tomar medidas drásticas. Por su parte, el fiscal general Barr no mostró tanta preocupación por el tono de Trump y se ofreció a movilizar a más agentes de la ley, incluyendo oficiales federales, para mantener el orden. Trump, entonces, encargó a Barr la supervisión de estas operaciones, mientras continuaba con sus declaraciones públicas sobre la necesidad de "dominar" las protestas.

En paralelo, en las horas siguientes, Trump tuvo una serie de reuniones con sus asesores legales, quienes discutieron posibles acciones bajo la Insurrection Act para actuar en la capital federal si la alcaldesa de Washington, D.C., no tomaba medidas adicionales. Fue entonces cuando surgió la idea de que Trump visitara una iglesia que había sido incendiada por manifestantes. La imagen de Trump con una Biblia en la mano frente a la iglesia St. John’s se convirtió en un acto simbólico, pero también en una muestra de la polarización que caracterizaba su presidencia en esos momentos.

El 1 de junio, mientras se preparaba para este acto simbólico, el presidente continuó con su retórica de ley y orden, llamando a las protestas “actos de terrorismo doméstico” y buscando reforzar la imagen de un presidente fuerte dispuesto a hacer todo lo posible para mantener el control. El mensaje que trataba de enviar era claro: no toleraría la violencia en las calles y no permitiría que las protestas pacíficas fueran opacadas por grupos violentos.

Sin embargo, la respuesta del gobierno ante las protestas de 2020 mostró no solo las divisiones internas dentro de la administración de Trump, sino también las tensiones entre el uso de la fuerza y la necesidad de soluciones más diplomáticas y reformistas. Mientras algunos funcionarios del gobierno intentaban calmar la situación, otros, como el gobernador de Illinois J. B. Pritzker, pidieron una retórica más moderada y un llamado a la calma. Las palabras de Trump, lejos de ayudar, parecían avivar aún más el fuego, y su visión de los eventos estuvo marcada por una perspectiva bélica.

Es importante comprender que la respuesta del gobierno ante las protestas no fue solo un asunto de seguridad pública, sino también de política interna y de imagen. Las decisiones tomadas en esos días reflejaron no solo las tensiones sobre el manejo de la crisis, sino también las estrategias para mantener el poder y la autoridad del presidente. A medida que los días pasaban, la polarización y la desconfianza entre el presidente y sus asesores se hacía más evidente, y la retórica de “ley y orden” de Trump fue vista por muchos como una forma de fortalecer su base política a costa de una mayor división social.

¿Cómo la imagen y las tácticas de Trump evolucionaron después de 2012?

Después de las elecciones de 2012, la figura de Donald Trump comenzó a tomar un rumbo distinto. A pesar de que no se involucró activamente en la campaña de Mitt Romney más allá de intentar grabar mensajes automatizados, la disconformidad de Romney con el candidato republicano era evidente. Trump, por su parte, se sintió alejado, no solo por los desacuerdos personales con Romney, sino también por su creciente ambición de influir más directamente en el ámbito político. Esta relación de desapego se reflejó en los intentos fallidos de Trump por participar en eventos públicos, algo que, en retrospectiva, parece ser el preludio de su creciente deseo de construir su propia marca política.

El evento clave que definió el cambio en la perspectiva de Trump fue el escándalo de la grabación de los comentarios de Romney durante una recaudación de fondos privada, donde este describió a los votantes del presidente Obama como una masa de personas dependientes del gobierno. El repudio a estos comentarios por parte de la opinión pública consolidó la imagen de Romney como un hombre desconectado de las clases trabajadoras, algo que Trump usó a su favor. La oportunidad de convertirse en un líder popular se presentó de forma clara en su mente: en lugar de ser un espectador de la política, debía convertirse en el centro de la escena.

No pasó mucho tiempo antes de que Trump decidiera tomar su futuro político en sus propias manos, registrando la frase "Make America Great Again", un eslogan que más tarde se convertiría en la base de su propia campaña presidencial. La adopción de este lema marcó un cambio significativo en su percepción del poder político. Trump, un empresario acostumbrado a controlar su propia narrativa, se sintió atraído por la idea de entrar en la política para aprovechar la disconformidad popular con las élites y las estructuras del poder establecidas.

Un punto clave en su transición de empresario a figura política fue su interacción con personajes como Aras Agalarov, un oligarca azerbaiyano-ruso que tenía lazos cercanos con Vladimir Putin. Aunque la relación con Putin nunca llegó a concretarse como Trump esperaba, la visita a Moscú y su esperanza de realizar negocios en la ciudad demostraron la extensión de sus ambiciones globales. La conexión con los Agalarov y la organización del certamen Miss Universo en Rusia simbolizó la búsqueda de una mayor legitimidad y alcance internacional, mientras que su frustración con la política tradicional estadounidense se intensificaba.

No obstante, la sombra de las investigaciones por fraudes en sus negocios persiguió a Trump. A lo largo de los años, las investigaciones sobre Trump University y sus prácticas comerciales en lugares como Nueva York y Texas desvelaron la imagen de un hombre dispuesto a manipular el sistema a su favor. Las tácticas de presión sobre fiscales y el uso de donaciones a campañas políticas se convirtieron en una de las características más destacadas de su estilo. Trump, según sus propias palabras, veía en las donaciones una herramienta para moldear las acciones de los políticos a su conveniencia.

A pesar de los desafíos legales, Trump mantuvo un enfoque singular hacia la política. Su mirada no se limitaba solo a las disputas legales o a la construcción de su marca personal, sino que entendió que el control de la narrativa mediática era fundamental. Mientras descalificaba a los medios de comunicación tradicionales, fue uno de los primeros en entender el poder de las redes sociales, en especial de Twitter, como un vehículo para conectar directamente con sus seguidores sin la mediación de los medios. Aquí comenzó su experimentación con las plataformas sociales, siguiendo la recomendación de algunos asesores cercanos, como Justin McConney, quien sugirió que Trump debía generar contenido audiovisual de forma directa, sin los filtros que los medios convencionales imponían.

Este uso intensivo de las redes sociales fue una de las herramientas fundamentales en la consolidación de su popularidad. La capacidad de Trump para controlar su propia narrativa, al margen de los filtros mediáticos tradicionales, lo posicionó de manera singular en el ámbito político. De hecho, el uso estratégico de estas plataformas contribuyó en gran medida a su victoria en las elecciones presidenciales de 2016, ya que no solo le permitió superar las barreras de los medios establecidos, sino también conectar con un electorado profundamente desilusionado con las opciones políticas tradicionales.

Es fundamental entender que, para Trump, la política no era simplemente una extensión de su carrera empresarial, sino una extensión de su marca personal. La constante tensión entre sus ambiciones empresariales y su incursión en la política lo llevaron a adoptar tácticas que desbordaban los límites de la ética política convencional. Esto incluyó desde presiones sobre fiscales hasta un uso calculado de las donaciones para asegurar la lealtad política, todo mientras cultivaba una imagen de outsider dispuesto a desafiar el statu quo.