Ben, el joven oso, se convirtió en un compañero cada vez más cercano y valioso para su pequeño grupo de exploradores. Desde el principio, Ben mostró un comportamiento que no solo sorprendió a sus cuidadores, sino que reveló la complejidad de sus sentimientos y su inteligencia, que no se limitaban a las expectativas de un simple animal salvaje. En su hogar, una estructura improvisada hecha de piel de alce, Ben demostró ser un cuidadoso y dedicado "dueño de casa". El olor a la piel de animal, el zumbido de las moscas y los constantes trabajos de limpieza fueron parte de su rutina diaria. Las moscas, que a menudo depositaban sus huevos en el pelo grueso de la piel, eran inmediatamente destruidas por él con su agudo sentido del olfato y su incansable trabajo de olfatear, rascar y consumir los huevos antes de que pudieran eclosionar. Esa pequeña tarea, repetida una y otra vez, parecía un reflejo de su comportamiento cuidadoso y meticuloso, algo que podría parecer trivial, pero que reflejaba una preocupación por su espacio personal, algo muy parecido a lo que un humano podría hacer por su hogar.

La relación entre Ben y sus cuidadores creció, no solo a través de la interacción diaria, sino también por las peculiaridades de sus gustos y hábitos alimenticios. Ben no era un oso común en muchos sentidos. A pesar de estar rodeado de carne fresca de ciervo y alce, prefería la mezcla simple de harina y agua, con un toque de azúcar. Ni siquiera la carne de oso, aunque ocasionalmente aceptaba el trozo de un oso grizzly cazado, parecía atraerle demasiado. Sin embargo, algo más profundo se evidenció en su reacción ante las pieles de osos que se acumulaban en el campamento: mostraba signos claros de enfado o de miedo, algo que parecía indicar que él sentía, de alguna manera, que estos animales formaban parte de su propio linaje. La conexión con su madre, reflejada en el lamento por su piel, era evidente en cada uno de sus gestos.

La fascinación por la naturaleza, tanto humana como animal, se manifiesta en las interacciones que los hombres tenían con su entorno. Ben no solo reaccionaba a la comida, sino que sus respuestas a los cambios en su campamento también eran profundamente emocionales. Cuando las circunstancias exigían mover el campamento o continuar con su viaje, Ben seguía a sus cuidadores, conociendo ya los ritmos y los sonidos de los días, que iban marcando sus pequeñas rutinas. La interacción con los demás animales, como el Pony Riley, también mostraba las relaciones complejas que se pueden forjar entre los animales y los seres humanos cuando se comparten largas jornadas de esfuerzo y supervivencia.

En el viaje hacia el otro lado de la montaña, donde los hombres y los animales debían enfrentar el peligro de un río impetuoso y luego una pendiente empinada, Ben, al ser colocado sobre el Pony, mostró una vez más su naturaleza peculiar: la más mínima alteración en el entorno o en sus hábitos, como el corte de la cuerda que lo unía al caballo, podría haberle causado el temor o la confusión, pero esta vez, a pesar de todo, Ben fue testigo de un accidente en el que un caballo se deslizó y su jinete fue arrojado al agua. Mientras sus cuidadores se apresuraban a rescatar a su compañero, Ben fue momentáneamente olvidado, una omisión que podría haberle costado la vida. Afortunadamente, el pequeño oso sobrevivió al accidente y, aunque en un principio su respiración era débil, su recuperación fue tan rápida como sorprendente. Su amor por la mezcla de masa de pan, que a menudo despreciaban otros, fue lo que lo revivió, y Ben regresó a su estado juguetón en cuestión de días.

A medida que el tiempo avanzaba, el vínculo con Ben se fue haciendo más estrecho. La vida en el campamento, con todas sus pequeñas aventuras, no era ajena a los trucos y bromas de los hombres, quienes se divertían con la manera en que Ben reaccionaba ante ruidos extraños, como los de los pies arrastrados sobre la tierra. La inocencia del joven oso no solo los entretenía, sino que reflejaba un tipo de relación más profunda, más humana, entre el hombre y el animal salvaje.

La clave para entender la relación entre estos hombres y Ben radica en la adaptación mutua, en cómo los animales, aún los más salvajes, pueden aprender a entender y adaptarse a las costumbres humanas, a la vez que los seres humanos también aprenden a ver en los animales algo más que simples instintos, reconociendo en ellos emociones y comportamientos que pueden sorprender. La convivencia, la paciencia y la comprensión mutua juegan un papel fundamental en cualquier interacción entre especies. Por más que los hombres fueran los que dominaban la situación, era evidente que Ben les enseñó tanto sobre los lazos emocionales como ellos le enseñaron a él sobre la supervivencia.

¿Cómo se sigue el rastro de un tejón en las colinas rocosas?

La tarea parecía, al principio, una búsqueda sin esperanza. Las laderas superiores de la colina estaban salpicadas de formaciones rocosas que se alzaban como murallas de una antigua ciudadela, y en su cima, el hombre observaba las huellas de los animales, buscando signos de algún rastro que lo condujera a su objetivo. A su alrededor, el terreno yermo parecía tan inhóspito que cualquier signo de vida era, en sí mismo, una pequeña victoria. Sin embargo, las huellas no tardaron en hacerse más evidentes. Entre las rocas y la vegetación, el hombre, conocido como "El Pararrayos", seguía el camino de algún animal con la meticulosidad de un experto.

Su mirada se fijó en un conjunto de huellas que atravesaban el terreno, llevando hacia el borde de una pequeña loma cubierta de espinos. Su respiración se hizo más profunda y concentrada, ya que, como un cazador, sabía que estaba cerca. Las huellas, al principio difusas y dispersas, se iban uniendo a medida que avanzaba, formando un rastro claro y bien definido. En ese momento, el Pararrayos dejó de caminar y se detuvo, inclinándose hacia un pequeño rincón cubierto por matorrales secos. Ante él se encontraba la entrada de un agujero, la boca de una madriguera, una señal inequívoca de que el tejón había dejado allí su hogar.

El hombre, atento al más mínimo detalle, examinó la entrada de la madriguera. El suelo estaba aplastado, pero no había huellas frescas que indicaran la presencia reciente del animal. No había señales de vida inmediata. Aunque por un momento sintió una oleada de satisfacción, sabía que no podía dejarse llevar por la emoción. Era crucial confirmar que el tejón estaba realmente en casa, que no se había ido. Sabía que el rastro, aunque claro, podía ser engañoso. Así que se tendió sobre el suelo y, pegando su rostro al agujero, aspiró con fuerza, buscando cualquier olor, cualquier indicio de la presencia del tejón. Nada. El aire estaba limpio, sin rastros de su ocupante.

Pero en ese momento, el llamado de Shellai, una voz lejana pero persistente, interrumpió su concentración. Shellai había estado buscando a El Pararrayos sin éxito, llamando a gritos sin obtener respuesta. Aunque El Pararrayos escuchó su llamado, continuó absorto en su tarea, incapaz de hacerle caso. Solo cuando hubo encontrado lo que buscaba, una prueba indiscutible de la presencia del tejón, decidió que era el momento de salir de su escondite. En su mano, el trofeo: un pequeño pelo blanco, el signo definitivo de que el tejón estaba allí, en su madriguera.

La emoción de su hallazgo era palpable. No solo él, sino todos los presentes sabían que el momento decisivo se estaba acercando. La decisión de continuar la búsqueda se tomó rápidamente, y el trabajo arduo comenzó de inmediato. Los hombres cavaron, picaron la tierra y, con esfuerzo físico, comenzaron a desentrañar el sistema de túneles que formaba el hogar del tejón. Sin embargo, lo que parecía ser un simple trabajo de excavación, se convirtió rápidamente en un desafío arduo. A medida que cavaban, se dieron cuenta de que la tierra era más dura de lo que esperaban, llena de piedras y rocas que dificultaban el avance. Esto solo aumentaba la tensión: un error podría llevar a perder el rastro y con ello, la oportunidad.

El tiempo pasaba. La excava­ción seguía adelante. El sonido de la terrier en las galerías subterráneas les indicaba que el tejón seguía allí, atrapado en su refugio. Pero mientras los hombres trabajaban con ímpetu, algo cambió: el ruido cesó. La terrier había dejado de moverse. Algo no estaba bien. Con sus cuerpos agotados, los mineros seguían cavando, pero sin saber qué sucedía abajo. Finalmente, la terrier regresó, cansada y jadeante, lo que les indicó que el tejón había escapado. Había encontrado una salida alternativa en los túneles, dirigiéndose hacia un nuevo refugio.

Este tipo de caza, siempre tan riesgosa, demostraba la enorme dificultad de encontrar y atrapar un tejón, un animal que lleva siglos viviendo en la misma tierra, utilizando un sistema de madrigueras tan vasto y profundo que a menudo resulta imposible rastrear. El tejón, uno de los mamíferos más antiguos de Europa, tiene la capacidad de desorientar incluso a los cazadores más experimentados. Con el paso de los años, las madrigueras se hacen más intrincadas y difíciles de localizar, lo que incrementa la complejidad de las expediciones. La observación de los rastros y el seguimiento preciso, aunque vitales, no siempre garantizan el éxito.

En este tipo de actividad, la paciencia y la perseverancia juegan un papel crucial. Las madrigueras pueden ser milenarias y, en muchos casos, la fuerza de trabajo, por más intensa que sea, no es suficiente. Esto exige una comprensión más profunda del comportamiento de los animales y de las estrategias que emplean para protegerse. Mientras los mineros y cazadores persiguen su objetivo, también deben entender que el verdadero desafío no siempre es físico, sino que radica en conocer al enemigo, en anticiparse a sus movimientos y, finalmente, en aceptar que a veces la naturaleza tiene la última palabra.