En los años que transcurren entre los encuentros y las despedidas, hay momentos que marcan con una intensidad particular la vida de las personas, no por lo que hicieron, sino por lo que no hicieron. Uno de estos casos es el de Miss Matilda, quien, en su juventud, rechazó una oferta que hubiera cambiado por completo su vida. La historia de su amor no consumado con el señor Holbrook es un claro ejemplo de cómo las decisiones tomadas (o no tomadas) en el pasado siguen, de alguna manera, habitando el presente. Aunque el amor de juventud nunca fue materializado, su memoria y la figura de Holbrook permanecieron en su vida de una forma que podría haber sido distinta si otras personas, o incluso ella misma, hubieran hecho lo que parecía más adecuado en su momento.
El señor Holbrook, un hombre que se mantenía firme en sus convicciones y despreciaba las normas sociales innecesarias, había pedido la mano de Miss Matilda sin dudar, pero ella fue rechazada no tanto por él, sino por la presión social que pesaba sobre su decisión. Las expectativas del entorno, representadas principalmente por su tía Miss Jenkyns, crearon una barrera invisible pero poderosa que impidió que el amor de Matilda floreciera. En su lugar, la joven permaneció en la quietud de una vida sin cambios significativos, mientras que el señor Holbrook, tras haber sido rechazado, se fue a vivir una vida distinta, separada de Cranford, dejando atrás lo que pudo haber sido un capítulo importante en la historia de Miss Matilda.
El encuentro posterior entre los dos, muchos años después, pone de manifiesto cómo los sentimientos del pasado se han transformado, pero no desaparecido del todo. El señor Holbrook, a pesar de ser un hombre mayor y lleno de vida, se muestra emocionado por ver a Matilda de nuevo, como si el tiempo no hubiera pasado. Sin embargo, el reencuentro no resulta como lo imaginaba, ya que la espontaneidad de su alegría choca con la vida tranquila y estable de Miss Matilda. A pesar de sus años de separación, los recuerdos de aquel amor juvenil aún tienen un impacto en su vida presente, aunque con un tono de melancolía y resignación.
El hecho de que Miss Matilda haya rechazado la invitación de Holbrook para pasar un día en su casa revela un aspecto clave en la naturaleza humana: la dificultad de revivir lo que se ha dejado atrás, el miedo a lo desconocido, y la influencia del contexto social sobre nuestras decisiones. A pesar de su aparente indiferencia, las emociones de la joven, aunque reprimidas, están presentes. El rechazo de la invitación se convierte en una muestra de la lucha interna que muchos enfrentan cuando se trata de revivir el pasado. El temor a que las cosas no sean como antes, a que las expectativas no se cumplan, nos lleva a una constante reflexión sobre lo que podría haber sido.
Es en estos momentos de reflexión, a veces cargados de arrepentimiento y nostalgia, donde se revelan las verdaderas motivaciones y deseos de los personajes. Miss Matilda se siente incómoda con la idea de volver a enfrentarse a un pasado que no vivió como debía. Al principio, el viaje al hogar de Holbrook la llena de una agitación silenciosa, como si estuviera a punto de enfrentarse a un fantasma de su juventud. No obstante, a medida que el encuentro se desarrolla, ella empieza a sentir que quizás, al menos una parte de ella, habría deseado haber tomado otro camino.
Es esencial entender que las decisiones que tomamos, o que no tomamos, tienen efectos más allá de lo inmediato. El rechazo de un amor no solo cambia el curso de una vida en el momento, sino que deja huellas que se siguen manifestando incluso en la vejez, cuando las fuerzas y el tiempo ya no son los mismos. Estas decisiones, en su aparente trivialidad, son las que a menudo configuran lo que somos, lo que deseamos, y lo que nos arrepentimos de no haber alcanzado.
Las emociones no resueltas, las relaciones nunca consumadas y los caminos no recorridos pueden, con el tiempo, convertirse en fantasmas que siguen a las personas, especialmente cuando se presentan nuevas oportunidades o reencuentros que las obligan a confrontar lo que fue dejado atrás.
¿Cómo la tradición y el amor chocan en la vida de Zoraida?
Zoraida, hija del orfebre Ishabil, encarnaba la pureza y fragilidad de la juventud en un mundo que exigía pronta madurez. Con solo catorce años, ya era una mujer en términos de su comunidad, pero, como la mayoría de las niñas de su edad en tierras árabes, todavía conservaba una chispa de esa niñez despreocupada. A pesar de su destreza en habilidades que superaban la media de las mujeres de su entorno, como recitar el Corán o tejer con destreza el burnous, su corazón seguía intacto, ajeno a la complejidad de las responsabilidades que le aguardaban. La transición de niña a esposa estaba marcada no solo por las expectativas de su cultura, sino también por el peso de un matrimonio impuesto.
El esposo elegido por su padre, Sadok Ali, era un hombre mayor, un viudo de casi sesenta años que, a pesar de su edad, todavía conservaba la vitalidad necesaria para ser respetado y temido. La oferta de Sadok a Ishabil fue generosa, un precio que reflejaba el valor de la joven Zoraida: su belleza, sus habilidades, su pureza. Sin embargo, Zoraida no compartía la misma visión. En su inocencia, la idea de un matrimonio con un hombre tan distinto a ella, tan lejano en años y en visión de la vida, le resultaba insoportable.
La joven fue educada en la obediencia, como dictaba la tradición, y aunque sus deseos personales eran profundos, la voz de su padre pesaba más que cualquier deseo de libertad. Zoraida, en su juventud, había sido rodeada de lujos y cariño, pero su vida no era más que una moneda de cambio en el mercado de la tradición y la estructura familiar. Su corazón anhelaba la compañía de sus amigas, la libertad de la juventud, la risa sin preocupaciones, la vida de una niña. Sin embargo, al enfrentarse a la autoridad de su padre, no pudo más que ceder.
A pesar de las emociones a flor de piel, Zoraida sabía que la rebelión no era una opción viable, pues el deber hacia su padre y la familia lo sobrepasaba todo. A lo largo de su vida, ella había sido el objeto de su amor y generosidad, pero también había sido educada en un sistema de respeto que no dejaba espacio para las dudas ni la oposición. Así, su amor por la libertad, su miedo y su tristeza quedaron relegados a un rincón silencioso de su ser. El padre, que la había tratado siempre con ternura, la instó a aceptar el destino con dignidad, bajo la premisa de que su bienestar futuro sería asegurado. Sin embargo, lo que para él era una solución práctica y respetable, para Zoraida era una condena disfrazada de deber.
Cuando un marido observa las zapatillas rojas fuera de la puerta de su esposa, sabe que la mujer está con una visitante de su mismo sexo, y se retira sin preguntar. Es una tradición que no deja lugar a dudas, un claro mensaje de que la intimidad es un terreno reservado para ciertas normas, que el respeto se basa en la comprensión tácita de estas reglas. Aun así, para Zoraida, la vida que se le ofrecía no era una vida de amor, sino una vida de deber.
Más allá de la historia personal de Zoraida, es esencial entender las estructuras sociales que definían su mundo. En el contexto del Medio Oriente, el matrimonio no es solo un acto de unión entre dos personas, sino un acuerdo que refleja un sistema de valores más amplio. En ese sistema, la joven no tiene voz ni voto. A través de su historia, no solo se revela el choque entre el deseo personal y las tradiciones familiares, sino también la compleja red de expectativas que definen las vidas de muchas mujeres en sociedades tradicionales. El amor, como la joven Zoraida lo entendía, no estaba destinado a florecer bajo estas circunstancias, pero el deber, la obediencia y la tradición seguían siendo las fuerzas más poderosas que guiaban su destino.
Es necesario reflexionar sobre cómo las tradiciones y el sistema patriarcal no solo moldean la vida de las mujeres, sino también sus deseos, sus sentimientos, y sus sueños. Zoraida, atrapada entre el amor a su libertad y la obligación hacia su padre y su sociedad, es un símbolo de la lucha interna que muchas mujeres enfrentan al tratar de encontrar su voz en un mundo donde las decisiones sobre su vida están tomadas mucho antes de que ellas lleguen a tener conciencia de ellas.
¿Cómo la desesperación puede transformar el destino de un hombre y una mujer?
El caos y la desesperación transforman al hombre en una sombra de sí mismo, dispuesto a hacer lo impensable por un último atisbo de esperanza. En medio de la oscuridad y la confusión, la angustia se convierte en una fuerza cegadora que empuja a los hombres a acciones extremas. En este escenario, la vida y la muerte se entrelazan, donde el sacrificio y la supervivencia se disputan un mismo espacio, con la desesperación al acecho.
El protagonista, un hombre enloquecido por la situación, obliga a la mujer, la condesa, a despertar con desesperación, con la urgencia de una huida que parece ya imposible. La condesa, exhausta, prefiere rendirse al sueño eterno sobre la frágil esperanza de sobrevivir. Sin embargo, no hay tiempo para el descanso, y el hombre, en un acto de desesperación, la arrastra hasta un carruaje, mientras lucha por mantener la cordura. La realidad del momento es tan cruel y aplastante que el pensamiento de huir se ve opacado por el peso de la impotencia.
El mayor, uno de los hombres que los acompaña, no tarda en tomar decisiones impensables. En su afán de proteger la vida, toma una drástica medida: dejar que los hombres más valientes entre los dormidos, aquellos que podrían ofrecer algo de resistencia, despierten. Lo hace de la forma más brutal, golpeando a los hombres con su sable, sin ninguna consideración por la delicadeza de la situación. Este choque de brutalidad y necesidad despierta a algunos soldados, entre ellos un gigantesco grenadier, quien, a pesar de la gravedad del momento, parece indiferente ante su inminente destino.
La propuesta del mayor no es menos extrema: convencer a los hombres de que, si van a morir, mejor lo hagan luchando por una causa aparentemente noble: proteger a una mujer, aunque esta protección pueda ser inútil en un mundo ya al borde del colapso. Las promesas de diamantes y una posible victoria se entremezclan con la realidad de la muerte, mientras algunos soldados vacilan entre la indiferencia y el deseo de escapar de la cruel realidad.
A lo largo de este retorcido relato, la pregunta persiste: ¿realmente hay algo que se pueda hacer en un mundo que parece estar desmoronándose? Mientras los soldados se preparan para lo peor, la acción se traslada al corazón del conflicto, donde la lucha por la supervivencia se convierte en una danza de muerte, donde la lealtad, el coraje y el miedo se entrelazan en una lucha frenética.
El viaje hacia las líneas rusas, en busca de algún refugio o alguna oportunidad de escapar de la masacre, se convierte en un juego peligroso. El sonido de los cascos de los caballos, que resuena en la nieve helada, es el preludio de una emboscada mortal. La respuesta de los rusos no tarda en llegar: un disparo que pasa por encima de las cabezas de los hombres dormidos, seguido por el estruendo de un violento intercambio de fuego. En medio de esta lucha desesperada, los soldados intentan salvar lo que queda, luchando no solo contra un enemigo tangible, sino también contra el temor de no poder salvar a los demás.
El mayor, en un último esfuerzo por aferrarse a la vida, es herido, pero no pierde la determinación. El coraje de los hombres, aunque tambaleante, sigue siendo una luz en medio de la oscuridad, un reflejo de la resistencia humana frente a la inevitable derrota. Sin embargo, la sorpresa se desvela cuando el grenadier descubre que todos los enemigos dormidos están muertos. El horror de la situación se vuelve aún más palpable: la carne de los caballos y los cadáveres de los hombres caídos son las únicas pruebas de la existencia de un mundo que ha sido devorado por la brutalidad de la guerra.
La muerte se presenta no solo como una certeza, sino como un elemento que redefine las relaciones humanas, el valor, el sacrificio y el destino. Los hombres, al igual que las mujeres, se ven arrastrados por la corriente de un destino que parece inevitable, y la línea entre la vida y la muerte se desvanece en un instante. En este escenario de horror y desesperanza, la moral se desvanece, y lo único que queda es la lucha por la supervivencia, que en su esencia más primitiva, es lo que mantiene a los seres humanos en pie.
Es fundamental que el lector comprenda que más allá de la violencia y las acciones extremas de los personajes, se encuentra una representación cruda de lo que significa la deshumanización en momentos de guerra. El sacrificio no solo se muestra en las acciones heroicas, sino también en las decisiones difíciles que deben tomar aquellos que luchan por salvar no solo sus vidas, sino también las vidas de los demás. La desesperación, en última instancia, lleva a la renuncia a la moral tradicional y a la adopción de estrategias que solo pueden entenderse en el contexto de una lucha por la supervivencia. Esto es un recordatorio de que las decisiones tomadas en circunstancias extremas no siempre tienen una lógica que se pueda seguir en tiempos de paz, sino que están motivadas por la necesidad de sobrevivir a un mundo que ha dejado de tener reglas claras.
¿Qué es un sueño y qué queda después de él?
Sin duda, era un gran noble, quizás extranjero, ya que hablaba con un ligero acento extraño, un susurro de lo ajeno, que ella no comprendía del todo. No sabía que lo que sonaba extraño en sus palabras era el acento de Bearne, una huella tan ligera como el aroma de los pinos de las montañas. Hablaba con ella mientras caminaban, y a veces parecía olvidarla, o más bien, su mente parecía ocuparse de otras cosas. Era demasiado grande, amable y cortesano como para hacerle imaginar por un momento que no estaba bajo su mirada, aunque por un instante pudiera no ser el centro de su atención.
El Château de Viroflay quedaba a una legua de la colina de Bon Bec, y el sendero atravesaba los bosques más hermosos del mundo. Los parisinos podían mejorar el Château, que databa de tiempos de Carlos IX, pero los bosques seguían siendo los mismos, refugio del jabalí que temía la arcabuzada; tales bosques parecían ser hechizados por algo más que las voces de los pájaros, especialmente en un día como este, saturado con el espíritu del otoño pero tocado por el de la primavera, y con la luz del sol atravesando el crepúsculo de los claros y llenando los senderos con haces de oro y sombras danzantes.
Pasaron por espacios abiertos, praderas verdes dispuestas como alfombras donde los conejos se mostraban en su suavidad, y por bosques espesos, donde las nueces estaban listas para ser recogidas; tomaron un laberinto de senderos guiados por el ojo infalible de Marie, hasta llegar a una pequeña puerta, tan antigua como el Château de Viroflay mismo. Era la puerta del jardín de rosas de Viroflay, donde las rosas habían florecido durante cuatrocientos veranos, inundando los claros del bosque con su perfume. Al estar junto a la puerta, se encontraba entre los sonidos del bosque y los del jardín, entre la voz del castaño y la del manantial.
—¡Ah! —exclamó Marie—, había olvidado, monsieur, que trae su caballo y no podrá pasar por el jardín.
Su compañero rió, ató el caballo a uno de los postes de la puerta.
—Esperará aquí, y yo lo llamaré después. ¿Y cuántos años tienes, querida?
Le levantó el mentón con el dedo y la miró como si la estuviera viendo por primera vez.
—Tengo dieciséis, monsieur.
—Una buena edad, una buena edad —suspiró el magnífico—. ¿Y tu nombre, pequeña?
—Marie, monsieur.
—¿Solo Marie?
—Marie Caboche, monsieur.
—Marie Caboche... Bueno, te llamaré “Flor del Bosque”. —Se inclinó y la besó en la frente.
Luego, riendo, buscó una bolsa que llevaba atada al cinturón.
—Y ahora, algo con lo que puedas recordarme —dijo.
—¡Oh, monsieur! —exclamó Marie con una valentía que nunca pensó que tendría—. No quiero dinero para recordarle, nunca lo olvidaré.
Y se sonrojó completamente al decir esas palabras, sus ojos se llenaron de lágrimas y su corazón latió con una sensación que la sorprendió y avergonzó, al punto de que habría corrido a esconderse entre los árboles, si tan solo hubiera podido.
Había abierto la bolsa, solo para descubrir que en ella había una pequeña moneda de plata, y rió al hacer este hallazgo, pero las palabras de Marie lo hicieron callar. Cerró la bolsa, suspiró, tomó su pequeña mano, puso la moneda en ella, y entonces olvidó soltarla.
—¿Me recordarás? —preguntó.
—Siempre, monsieur.
—¡Ah, monsieur, monsieur! —grumbleó él—. ¿Es mi barba canosa la que te hace decir esa palabra tan odiosa? Si yo tuviera dieciséis... ¡Ah, qué buena edad! Apostaría a que tú y yo seríamos algo más que monsieur y mademoiselle el uno para el otro. ¡Ventre St. Gris!
De repente, se desbordó su naturaleza impetuosa y juvenil, dejando de lado la edad.
—Mi nombre es Henri. Vamos, llámame por mi nombre.
—H... H... Henri —murmuró Marie, mirando al suelo y luego alzando la mirada hacia él, solo para bajar de nuevo lentamente, tan lentamente y con tanto pesar como el movimiento de su mano, que intentaba, sin éxito, liberarse de la suya.
Entonces él le habló de nuevo.
—Marie.
La sola palabra, dicha de esa manera, la hizo temblar como un árbol agitado por el viento. Luego comenzó a correr, de regreso por el sendero, sola, hacia la colina de Bon Bec.
—Encuéntrame esta noche aquí, en la puerta, cuando salga la luna.
Las palabras resonaron en sus oídos, ya no era la pequeña Marie, el terror y la alegría corrían uno al lado del otro. Y entonces, mientras corría, tropezó con una raíz de árbol, cayó... y despertó.
El calcetín sin terminar seguía en su regazo; Margot recortaba la hierba y todo el mundo de Touraine yacía ante ella bajo la luz del sol. Las sombras de las hojas de roble no se habían movido ni un milímetro, sin embargo, su sueño, así le parecía, había durado una hora. ¡Ah, qué sueño! Todo había parecido tan real, lo conocía tan bien… ¿cómo podía ser un sueño? El viento le dijo que lo era. El viento del noroeste de otoño sacudiendo las hojas sobre ella tristemente, como una voz desde el pasado.
“Cherie, ¿nunca me olvidarás? Pero es un sueño… toda la vida es un sueño”. Suspiró y se levantó, recogiendo su labor de tejer. Al levantarse, notó algo en el suelo, un pequeño disco negro sobre el cual había descansado su mano. Lo recogió. Era una moneda, tan desgastada y ennegrecida por los años que la inscripción y el rostro apenas eran visibles. Los niños jugaban a menudo allí, y seguramente al excavar entre las raíces del roble la habían desenterrado. La examinó con atención. La traza de una barbilla, una nariz imponente y poderosa, las letras “ri tv”… eso era todo lo que el tiempo había dejado. La guardó en la bolsa de trabajo junto con su tejido, y tomando a Margot por la cuerda, descendió la colina de regreso a casa.
Su padre aún no había regresado, así que comenzó a preparar la cena. Luego se sentó a esperarlo, acercando su taburete al fuego y mirando las brasas ardiendo. La cabaña era tan pobre que un hombre alto tenía que entrar encorvado, pero ahora, en la penumbra, la luz titilante del fuego tocaba el antiguo bureau que Bazin de Bourges había intentado comprar, y el baúl de roble tallado por el que Jean Caboche había rechazado cinco cientos de francos. Tocaba una viga del techo y el rostro de Marie, dejando las cosas humildes y oscuras a las sombras.
Jean Caboche regresó, y después de cenar y quedarse dormido en su silla, Marie se levantó, lo miró y salió de la cabaña, cerrando la puerta tras ella. Al cerrarla, se rió para sí misma, como cuando uno contempla una pequeña tontería, y comenzó a caminar hacia el bosque.
La luna ya empalidecía el cielo, y en una media hora o así estaría sobre los árboles, iluminando el jardín de rosas de Viroflay. Los bosques estaban oscuros, pero ella era hija de leñadores; los senderos eran intrincados, pero los encontraba con los ojos cerrados, y la llamada resonaba en sus oídos. Era absurdo, ¿qué puede ser más absurdo que intentar seguir un sueño en la vida real? Pero nadie sabría de su tontería, y no había nadie que se burlara de ella, salvo ella misma.
Los bosques, cuando los ojos se acostumbraban a ellos, se llenaban de una penumbra vaga nacida del último aliento del atardecer, las primeras estrellas y la luna incipiente. Luego, mientras avanzaba, la luz se hacía más fuerte y supo que la luna la estaba persiguiendo. ¿Llegaría tarde? La locura de este pensamiento apenas la tocó.

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