Pico della Mirandola proclamaba que la mayor fortuna humana es "ser lo que uno quiere ser". Cuatrocientos cincuenta años después, el poeta ruso Nikolai Zabolotsky expresa esta misma idea con una precisión sencilla y directa, reflejando una verdad que sigue vigente: la libertad interior es la esencia del ser humano. Estas voces, separadas por siglos y contextos tan diversos, se han entrelazado en la reflexión sobre la identidad y el ego, la necesidad de reconocer la propia individualidad para poder comprender verdaderamente a otros individuos.
En medio del bullicio cotidiano, con obligaciones y responsabilidades que absorben el tiempo y la mente, la introspección suele quedar relegada. Sin embargo, en la soledad de la noche, cuando el mundo se apaga, emergen pensamientos profundos y a veces desconcertantes. La conciencia del yo, la necesidad de descubrir esa chispa única que define a cada persona, es un desafío constante. La figura literaria de Tatiana, creada por Pushkin, simboliza este misterio personal, aunque lamentablemente para muchos siga siendo una abstracción lejana y poco comprendida. La educación, entonces, se enfrenta a una pregunta fundamental: ¿puede un maestro realmente guiar a sus alumnos a encontrar esa originalidad que los hace únicos, si él mismo no la ha encontrado?
El deseo de vivir una "segunda vida" en la imaginación, como soñaba Konstantin Paustovsky, revela la necesidad humana de trascender las limitaciones del presente y construir mundos en los que se encuentran y dialogan los héroes y pensadores de diferentes tiempos y lugares. En esta fantasía literaria, personajes como Cervantes, Jan Hus, Sócrates o Tomás Moro no solo discuten sobre el bien y la belleza, sino que actúan, encarnando sus ideales. Esta idea subraya una verdad profunda: la historia y la filosofía no son solo materia para el estudio, sino fuentes vivas que inspiran a la acción y a la fidelidad a uno mismo.
Un proyecto modesto y a la vez significativo es la compilación de escritos de prisioneros célebres a lo largo de la historia — desde Sócrates hasta los intelectuales de la Segunda Guerra Mundial. Esta antología podría ayudar a los jóvenes lectores a entender la magnitud de la tarea moral: permanecer fieles a uno mismo a pesar de las adversidades y la presión del entorno. La transmisión manual y cuidadosa de estas voces, lejos de la masificación, apunta a un contacto más profundo y emotivo con la herencia espiritual de la humanidad.
En este contexto histórico y filosófico, destaca la figura de Boecio, filósofo romano del siglo VI, cuya vida y obra encarnan la lucha por mantener la dignidad del espíritu en tiempos de barbarie y desintegración social. Arrestado y condenado a muerte por el rey ostrogodo Teodorico, Boecio escribió “La consolación de la filosofía” en su celda, un texto que combina una melancólica aceptación del destino con la afirmación de la riqueza del alma humana y la armonía del cosmos. La idea que más resalta es que la verdadera felicidad no es la recompensa de la virtud, sino la virtud misma, y que cualquier hombre puede llegar a ser un dios en cuanto a su plenitud espiritual. Esta visión audaz, desarrollada en una época en que el mundo antiguo estaba en ruinas y la superstición predominaba, mantiene su poder y relevancia incluso milenios después.
Boecio no solo resistió la adversidad externa, sino que expresó un “sí” metafísico a la vida, un acto de fe en la racionalidad y el orden profundo del ser. Este testimonio, semejante a las últimas palabras de Sócrates antes de beber la cicuta, ilumina la capacidad humana para encontrar sentido y dignidad aún en la oscuridad más absoluta. La ejecución brutal que le impusieron refleja no solo la crueldad del poder político, sino también el temor que la libertad del pensamiento despierta en los tiranos.
Más allá de la historia y la literatura, lo que subyace es una invitación a la resistencia interior: entender que la singularidad de cada persona no es una mera casualidad, sino el fundamento de su valor y fuerza. La autenticidad personal no se logra sin esfuerzo ni sin cuestionar, y requiere de un compromiso constante con la verdad propia y con la comprensión profunda del mundo. La cultura, la filosofía y la historia pueden ser luces en ese camino, pero es en la experiencia y en la reflexión personal donde se concreta la libertad verdadera.
Es imprescindible recordar que la formación del ego y la afirmación de la propia individualidad no son metas egoístas o narcisistas, sino condiciones necesarias para la empatía y el entendimiento humano. Reconocer la originalidad en uno mismo permite reconocerla en los demás, generando así una comunidad más genuina y humana. La educación, por tanto, debe ser un proceso que estimule la singularidad, el pensamiento crítico y la conexión con los grandes ideales de la humanidad.
¿Puede surgir un nuevo genio artístico sin sufrimiento y qué significa la verdadera bondad en la creación humana?
La creencia común sostiene que el genio artístico está inexorablemente ligado al sufrimiento, como en el caso de Dostoievski y su epilepsia, y que tal vez la humanidad no pueda permitirse perder siquiera una sombra de ese genio para salvarse de las enfermedades mentales mediante la manipulación genética. Sin embargo, esta visión está impregnada de un utilitarismo que se disfraza de interés elevado, un "interés propio exaltado" que desestima la posibilidad de nuevas estructuras intelectuales que podrían generar formas inéditas de genialidad. La renuncia a cambiar genes para preservar la creatividad y la riqueza espiritual podría ser, en última instancia, un acto egoísta disfrazado de sacrificio moral.
El concepto de bondad, especialmente cuando se reduce a su forma más pura y "en sí misma", corre el riesgo de extinguirse si se convierte en el único propósito dominante de la existencia humana. La bondad no puede existir en aislamiento; está intrínsecamente ligada a la creatividad, que a su vez es alimentada por el corazón, por la emoción y la imaginación. Esta última, en su manifestación más elevada —la creación—, enriquece y eleva el espíritu humano. Sin la acción creativa, inevitablemente sobreviene la desesperación espiritual y la decadencia ética. La bondad, entonces, no puede sobrevivir sin la creación, porque solo una existencia ascendente garantiza la perpetuidad del bien.
La percepción de la vida como un milagro no debe ser pasiva ni contemplativa; debe ser la base para una ética verdaderamente elevada, cuyo pináculo se encuentra en la ética de los revolucionarios. Esta ética surge de una aspiración natural a un mundo ordenado según las leyes de la belleza, donde ni el hombre ni la vida misma sean desfigurados. A partir de ese anhelo brota la actividad revolucionaria, la fuerza que renueva el mundo. La historia ha mostrado cómo figuras como Chernyshevsky, Lenin y Dzerzhinsky personificaron esta lógica revolucionaria. La sensibilidad ante la belleza del mundo inspira el deseo de transformar la realidad para que sea igual de sublime y justa.
Entender la bondad solo como un fin en sí mismo, sin la urgencia de la creación y la transformación, es perder de vista su verdadero sentido. La bondad es la elevación del ser hacia niveles superiores de desarrollo, la victoria de formas más altas sobre las más bajas, la creación de un nuevo mundo y un nuevo hombre. No es algo que suceda espontáneamente, sino que requiere esfuerzo creativo, voluntad y revolución interior y exterior. La ingenuidad o la bondad pasiva son insuficientes para sostener la vida espiritual y moral de la humanidad.
La experiencia en la naturaleza, como el descubrimiento de un rostro humano tallado en una pared rocosa de las montañas de Armenia, puede simbolizar el anhelo del universo por el hombre. Las figuras que la imaginación descubre en la piedra no solo reflejan lo conocido, sino también aquello que aún no ha nacido: las caras del ser futuro. Así como el universo pareció "esperar" al hombre, nosotros, a su vez, respondemos a ese llamado con la creación y la transformación.
La historia de la creación bíblica culmina no en el séptimo día de descanso, sino en un "octavo día", un tiempo que abarca milenios de desarrollo, avances científicos, descubrimientos artísticos y tecnológicos. Esta jornada es aún joven y prometedora, una continuidad dinámica en la que el hombre y el universo se reflejan mutuamente y se elevan en conjunto. La imagen del cielo estrellado como un manto de diamantes simboliza esa humanización del cosmos, en la que la creación humana, desde Beethoven hasta Chejov, representa un destello de eternidad y valor inmenso.
Es fundamental comprender que la genialidad, la bondad y la creatividad forman un triángulo inseparable. La verdadera bondad no puede existir sin el impulso creador, y la genialidad no debe ser encarcelada en el sufrimiento ni en el fatalismo. El futuro creativo de la humanidad exige reconocer que la superación de las limitaciones biológicas, incluyendo las enfermedades mentales, no amenaza sino que podría ampliar el espectro del genio y del arte. La ética de la revolución y la transformación debe prevalecer sobre la resignación pasiva, pues solo así el bien puede seguir siendo vivo y fructífero.
¿Qué es la eterna búsqueda de la verdad y el oro en la historia humana?
Mirad, el milagro es el hombre eterno, al que ni la copa de cicuta, ni las llamas del inquisidor, ni las ejecuciones en los muros de Pere la Chaise, ni el exilio zarista y el trabajo forzado, ni los hornos de Auschwitz, han logrado matar. Como un brillante niño de quince años me escribió: "Anoche descubrí una gran verdad. Nadie ha muerto. Y nadie morirá. Nunca."
El firmamento nocturno de aquel día parecía estar lleno de constelaciones que flotaban sobre el bosque, recordándome uno de mis deseos más antiguos: reunir a los espíritus afines de diversas épocas para que, a pesar de las diferencias en el tiempo, pudieran dialogar y comprenderse mutuamente. Miré al cielo, a mis constelaciones, y de puro júbilo, me quedé quieto. El cielo también se quedó quieto. Y cuando seguí caminando, mis héroes fueron conmigo…
Bernardo Trevisan, al morir en la isla de Rodas, pronunció una verdad que, en apariencia, es inofensiva. Pero esas verdades ingenuas y simples pueden resultar especialmente dolorosas cuando se entiende que están vinculadas al destino humano. Llegar a tales verdades requiere una larga meditación, sacrificios difíciles y noches sin sueño. Bernardo Trevisan pagó caro por la verdad que expresó al morir hace 500 años: "Para hacer oro, hay que empezar con oro."
Nacido a principios del siglo XV en la antigua ciudad italiana de Padua, desde niño fue cautivado por las historias de su abuelo sobre los alquimistas que buscaban una sustancia secreta capaz de transformar los metales en oro puro. La sustancia tenía varios nombres—la piedra filosofal, el gran elixir, el magisterium, la tentura… Si uno creía en las palabras del abuelo, esta sustancia podía ser una medicina universal—aquel licor de oro que traería curación, juventud eterna e incluso, quizás, la inmortalidad. En los tiempos legendarios, los egipcios sabían cómo hacer oro a partir de metales no preciosos, y existían manuscritos que revelaban los secretos de este arte, pero esos manuscritos fueron destruidos en el siglo III d.C. por orden del emperador Diocleciano, quien temía que el oro de los alquimistas inundara Roma y devaluara el tesoro imperial. Durante más de diez siglos, el anhelo por el polvo universal, la piedra filosofal, persistió.
La búsqueda de este oro fue alimentada por la esperanza y la obsesión. Los alquimistas no dejaban sus hornos durante días, destilando líquidos secretos, llenos de esperanzas desmesuradas. Las leyendas que envolvían sus laboratorios oscuros enriquecieron la fantasía colectiva. Los relatos de su abuelo encendieron la imaginación del niño, y quizás, en un principio, él, como muchos, compartía los sueños de riquezas infinitas, de cofres llenos de monedas de oro. Sin embargo, tras muchos años de experimentos fallidos y la pérdida de toda su herencia, Bernard se entregó por completo a la búsqueda, perdiendo de vista incluso la posibilidad de alcanzar una fortuna. El oro para él ya no era solo un metal, sino algo vivo, algo que debía ser cuidado como una planta rara que emergiera de la tierra árida y roñosa. Si en su niñez veía el oro como una promesa de riqueza, a los 70 años, ya mendigo y solo, seguía creyendo en milagros, viendo en el oro la planta de su niñez. Y en sus sueños nocturnos, el árbol de oro brillaba con una tenue luz amarilla.
Bernardo Trevisan fue el alquimista más desinteresado, un hombre con una profunda percepción poética de la realidad, que podía explicarse por la época en que vivió. Este periodo histórico, el inicio del Renacimiento, desbordaba una nueva actitud hacia la vida: el renacer de la ciencia y el arte. El Renacimiento italiano no solo era una revolución en la pintura, sino también en la manera de concebir la naturaleza y al ser humano. Pero, a menudo, en las épocas de transición, el vino nuevo se encuentra en viejas botellas.
Se puede percibir la atmósfera de esa ciudad y de ese siglo en las pinturas de artistas como Pisanello y Andrea Mantegna, quienes vivieron unos 25 años antes que Trevisan. A través de sus cuadros se observa un espíritu gótico, que, aunque al principio inquietante, anuncia el despertar de una nueva era. La sensación de una belleza deseada, de un retorno a los tiempos de la antigüedad, de la grandeza perdida, se manifiesta en los trabajos artísticos de esos años.
El hombre del Renacimiento no solo deseaba restaurar la belleza del pasado, sino que también deseaba comprender y perfeccionar la realidad de su tiempo. La investigación, el arte, la ciencia, y la alquimia se entrelazaban como una misma búsqueda, como un intento por conocer las fuerzas que gobernaban el mundo. Los hombres ya no se conformaban con lo que veían; querían transformar el mundo, como Trevisan quería transformar la materia. El oro, para él, no era solo un objeto material, sino un símbolo de lo que la humanidad podía alcanzar si lograba comprender y canalizar las fuerzas de la naturaleza.
El arte, la alquimia y la ciencia, en su época, no eran esferas separadas. Un hombre como Trevisan, un alquimista con una visión poética de la realidad, representaba la síntesis de esas tres dimensiones: la necesidad de transformar la materia, de conocer el universo y de plasmar la belleza. No se trataba solo de hacer oro, sino de comprender que el oro, como la naturaleza misma, no se crea de la nada, sino que debe ser cultivado, como una semilla que crece lentamente a lo largo de los siglos.
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