La visita de Donald Trump a Kenosha en septiembre de 2020, en medio de las protestas de Black Lives Matter por el tiroteo policial contra Jacob Blake, ofrece una escena elocuente de la manera en que el poder puede ser performativamente encarnado y simbólicamente movilizado para consolidar una frontera social. Trump no acudió a Kenosha para calmar tensiones, ni para intervenir como mediador institucional. Su presencia fue una provocación cuidadosamente calculada: “I just wanted to come. I really came today to thank law enforcement.” Esta frase, aparentemente inofensiva, contiene una estrategia discursiva de confrontación que desplaza la narrativa pública del reclamo de justicia racial hacia una reafirmación del orden establecido.
Al presentarse como portavoz del aparato de seguridad —y por extensión, del statu quo— Trump invocó la figura del “pueblo invisible”, sus partidarios silenciosos: “You don’t see them marching and you don't see them on the streets. But what they want is—they want a great police force.” Esta invocación no tiene como fin revelar una realidad empírica, sino construir un sujeto colectivo cuya legitimidad proviene no de la participación activa, sino de su representación simbólica en la figura del líder. Así, Trump se sitúa como el canal a través del cual se expresa una voluntad difusa pero intensamente emocional: un deseo de orden, de seguridad, de reafirmación de jerarquías tradicionales.
El efecto performativo de este gesto no radica en su lógica, sino en su capacidad de transformar una coyuntura política en un espectáculo moral. El líder no busca consenso, sino escenificar antagonismo. Al situarse en el límite imaginario entre “ellos” —los manifestantes, los defensores de derechos civiles, los liberales— y “nosotros” —los verdaderos ciudadanos, los que aman el orden—, establece una línea de demarcación que reactiva afectos latentes: la envidia social, el resentimiento racial, la nostalgia por una hegemonía cultural perdida. La presencia del líder funciona como una cuña que penetra en la superficie de lo político para volver visible lo que estaba contenido, sofocado, en el discurso público.
Este tipo de intervención no busca reconciliación, sino exacerbar la percepción de separación irreconciliable. Se trata de una lógica populista en la que el líder deviene instrumento de venganza simbólica contra las élites culturales que —según esta narrativa— han protegido a los enemigos internos. Trump se presenta no sólo como defensor del orden, sino como ejecutor de un ajuste de cuentas. La policía, entonces, deja de ser una institución sujeta a crítica democrática y se convierte en un emblema de identidad colectiva para aquellos que se sienten desplazados en la cultura política contemporánea.
En este escenario, los límites entre lo real y lo simbólico se disuelven. La política se transforma en espectáculo, pero no en uno trivial, sino en uno profundamente efectivo, donde el gesto, la declaración y la provocación ocupan el lugar del argumento. Lo que se activa no es la deliberación, sino la identificación afectiva. La eficacia del discurso trumpista no radica en su racionalidad, sino en su capacidad de condensar pasiones sociales y ofrecerles un vector de expresión a través del antagonismo.
Esto pone en evidencia un fenómeno crucial: la instrumentalización de la presencia simbólica como dispositivo de intensificación del conflicto. El líder ya no representa a un conjunto de intereses negociables, sino que encarna una ontología política: es, en sí mismo, la frontera entre el orden y el caos, entre el bien y el mal, entre los “nuestros” y los “otros”. En este sentido, la política se estetiza; el gesto del líder adquiere una dimensión ritual que trasciende su contenido explícito. Su función ya no es explicar, sino polarizar.
Además de lo ya dicho, es fundamental que el lector comprenda cómo esta forma de actuar revela una arquitectura emocional del poder en el populismo contemporáneo. La apelación constante a un pueblo que no se ve, pero que se siente; la necesidad de fabricar enemigos internos para reafirmar la cohesión del grupo propio; el uso de la violencia simbólica como forma de gratificación moral para los marginados culturales. Todo ello dibuja un mapa en el que el conflicto deja de ser contingente y se vuelve constitutivo de la experiencia política. En este marco, entender la performatividad del líder es indispensable para descifrar la lógica profunda de los nuevos autoritarismos.
¿Cómo influyen las élites y las políticas antisistema en la gobernanza actual?
En la actualidad, los partidos políticos antisistema se caracterizan por su oposición a las estructuras económicas, políticas y culturales predominantes. Esta oposición busca reemplazar tanto a las élites gobernantes como al sistema que las respalda, en un contexto donde la inseguridad económica y la desigualdad crecen, mientras que el control popular sobre las políticas económicas disminuye. Estos movimientos son una consecuencia directa de una serie de factores interrelacionados que afectan a la sociedad global, desde la desafección con las instituciones tradicionales hasta la concentración del poder en manos de pocos actores fuera del control democrático.
El término “antisistema” no es nuevo, pero en las últimas décadas ha cobrado un significado más amplio. En sus orígenes, los partidos antisistema luchaban principalmente contra la estructura política establecida. Hoy, sin embargo, esa lucha se ha expandido a una crítica más profunda del modelo económico que perpetúa la desigualdad y concentra la riqueza. En muchos países, los movimientos antisistema están alimentados por el descontento generalizado con el sistema neoliberal y sus consecuencias, que incluyen la precarización laboral y el estancamiento de la clase media. La creciente influencia de las corporaciones en las decisiones gubernamentales también es un factor que ha reforzado esta desconfianza, ya que los ciudadanos ven cómo las decisiones políticas se toman en función de los intereses privados, en lugar de las necesidades colectivas.
Además, se ha incrementado el número de contratistas privados que gestionan muchas de las funciones públicas, lo que ha diluido aún más la capacidad de control del gobierno sobre las políticas nacionales. En 2015, por ejemplo, había 2,6 contratistas por cada empleado gubernamental. Estos contratistas, que manejan áreas claves como la inteligencia o los contratos de defensa, a menudo operan con escaso o nulo control por parte de los funcionarios públicos. A lo largo de los años, se ha visto cómo ciertas empresas privadas, como los grandes think tanks y los órganos asesores del gobierno, logran influir decisivamente en las decisiones políticas, exacerbando la sensación de que los intereses privados se imponen sobre los públicos.
En este contexto, las políticas antisistema se alimentan de una creciente percepción de que las élites políticas y económicas están desconectadas de las necesidades reales de la población. Las reformas que proponen estos movimientos buscan desmontar las estructuras de poder que, según sus defensores, perpetúan un ciclo de desigualdad y exclusión. En algunos casos, las élites no solo controlan la política sino también las narrativas dominantes en los medios y la cultura, lo que hace aún más difícil que surjan alternativas viables desde los sectores populares.
Sin embargo, es importante entender que el fenómeno de los partidos antisistema no es homogéneo ni tiene una única causa. Si bien todos estos movimientos critican las estructuras de poder existentes, sus propuestas varían considerablemente, desde el populismo de derecha hasta el socialismo radical. Algunos buscan devolver el poder a las instituciones democráticas tradicionales, mientras que otros proponen un cambio mucho más radical en las estructuras económicas y políticas.
Además, los casos recientes de figuras políticas como Donald Trump o el ascenso de movimientos como el Brexit muestran cómo el antisistema puede ser aprovechado no solo para luchar contra las élites, sino también para consolidar nuevos tipos de poder, que a menudo reproducen las mismas dinámicas de desigualdad que critican. Esto resalta una de las contradicciones más evidentes de las políticas antisistema: aunque se oponen al sistema establecido, en muchos casos las soluciones que proponen pueden acabar beneficiando a una nueva élite que reemplaza a la anterior sin cuestionar los mecanismos fundamentales de concentración del poder.
La aparición de estos movimientos es también un reflejo de un desajuste más amplio entre las instituciones y la ciudadanía. En una era de globalización y digitalización, las instituciones estatales se han visto desbordadas por una serie de problemas que requieren una respuesta rápida y efectiva, pero que muchas veces quedan atrapadas en la lentitud y la burocracia. Los votantes, al verse incapaces de influir directamente en las decisiones políticas, han optado por apoyar a aquellos que prometen un cambio radical. Sin embargo, la verdadera pregunta es si estos movimientos realmente representan un cambio profundo en la estructura del poder o si simplemente operan dentro del mismo sistema, cambiando las caras pero no las estructuras subyacentes.
El impacto de los contratos públicos y la privatización de funciones esenciales es otro aspecto crucial para comprender cómo se han transformado las relaciones de poder. En muchas naciones, las empresas privadas no solo gestionan aspectos clave de la administración pública, sino que también tienen la capacidad de influir directamente en las decisiones políticas. Estos actores, que operan fuera del control del estado, se han convertido en una fuerza significativa en la política contemporánea, desde el cabildeo hasta la contratación de exfuncionarios públicos, lo que refuerza la sensación de que los gobiernos están más al servicio de las corporaciones que de los ciudadanos.
El aumento de los cabilderos y las actividades de lobby, especialmente en periodos políticos como el de la administración Trump, subraya cómo la política se ha convertido en una extensión de los intereses empresariales. Aunque el cabildeo puede ser legítimo en ciertos contextos, cuando este influye de manera tan directa sobre las políticas públicas, se corre el riesgo de que se tomen decisiones que favorezcan a unos pocos en detrimento de la mayoría.
El análisis de los vínculos entre las élites políticas y económicas y su impacto en la gobernanza mundial no está completo sin considerar las dinámicas de poder que se crean entre las élites transnacionales. La globalización ha permitido que los grandes actores económicos operen más allá de las fronteras nacionales, lo que dificulta aún más la rendición de cuentas. Por ejemplo, las fundaciones como la Clinton Foundation o las empresas de consultoría vinculadas a figuras políticas como Bill Clinton y Rudy Giuliani muestran cómo las conexiones entre la política y los intereses privados no solo son profundas, sino que en muchos casos son casi indiscernibles.
La comprensión de estos fenómenos debe considerar no solo la naturaleza de los partidos antisistema, sino también la manera en que estos pueden ser absorbidos o neutralizados por el mismo sistema que dicen querer cambiar. Lo que en un primer momento parece ser una revolución política puede convertirse rápidamente en una estrategia de cooptación de las mismas élites que buscan desafiar.
¿Cómo la manipulación política redefine el poder y la democracia en tiempos de crisis?
La intersección de las prácticas políticas de Trump y Putin muestra un patrón de manipulación del poder estatal para avanzar agendas personales, deslegitimando instituciones y normas establecidas. A través de estrategias de desinformación y abuso de las estructuras legales, ambos líderes han cimentado sistemas autoritarios. La manipulación, en este sentido, no solo sirve para fortalecer su control, sino también para movilizar el apoyo popular mediante la fabricación de amenazas externas y la creación de enemigos ficticios.
En el caso de Putin, su enfoque responde a una tradición de autoritarismo extrajudicial heredada de la era soviética. Su "vertical de poder" facilita que las élites financieras rusas desvíen grandes sumas de dinero público hacia fines políticos y personales, consolidando una estructura política y económica profundamente corrupta. Este sistema permite que el poder se mantenga a través de prácticas que refuerzan la lealtad interna, mientras se explotan las fisuras legales para promover una agenda que favorezca a los cercanos al régimen.
Trump, por otro lado, aprovechó las interpretaciones modernas de la Constitución de Estados Unidos, particularmente el privilegio ejecutivo, para usar el poder del gobierno federal como una herramienta para su beneficio personal y para atacar a sus oponentes políticos. Durante su presidencia, la manipulación política no solo consistió en castigar a la oposición, sino también en fomentar un clima de división mediante el uso estratégico de los medios de comunicación y el despliegue de narrativas falsas. Las protestas de Black Lives Matter (BLM) que surgieron en 2020, en respuesta al asesinato de George Floyd, son un claro ejemplo de cómo Trump utilizó la crisis para reforzar su imagen de "defensor del orden", mientras deslegitimaba el movimiento como una amenaza radical.
La campaña de desinformación desplegada durante las protestas fue monumental. Trump y sus aliados en los medios conservadores presentaron a los manifestantes como "terroristas" y "anarquistas", falseando la realidad de las manifestaciones pacíficas. Esto no solo polarizó aún más a la sociedad estadounidense, sino que también ayudó a erosionar el apoyo hacia el movimiento, especialmente entre los blancos, quienes, según diversas encuestas, cambiaron su percepción del movimiento tras la cobertura mediática de la violencia. A través de la repetición de estos mensajes y la amplificación del miedo, Trump logró posicionarse como el salvador de la nación, sugiriendo que su reelección era la única forma de evitar el caos y el colapso social.
La manipulación política, como se observa en estos casos, no se limita a la creación de enemigos externos o ficticios, sino que también recurre a la distorsión de la realidad mediante la desinformación. Trump, con la ayuda de medios como Fox News, construyó una narrativa en la que las protestas, aunque en su mayoría pacíficas, fueron presentadas como una amenaza existencial. Este fenómeno no es único de Trump; la manipulación a través de los medios de comunicación es una estrategia común entre los autócratas, que buscan movilizar a sus bases a través del miedo y la desconfianza hacia el "otro".
Lo que es crucial entender, más allá de la manipulación en sí misma, es cómo estos líderes explotan la inseguridad social y política para moldear la opinión pública y avanzar hacia un régimen más autoritario. La desinformación, en este contexto, se convierte en una herramienta no solo para ganar elecciones, sino también para redefinir la democracia y el poder en los términos que favorecen a aquellos que se encuentran en el centro del poder político.
En este sentido, el concepto de "ley y orden" se convierte en un eje central de la manipulación política. Mientras se presenta como la solución a los problemas de una sociedad en crisis, en realidad funciona como una justificación para restringir libertades y ampliar el control estatal. La creación de un enemigo común, ya sea el "terrorista" o el "anarquista", permite a los líderes autocráticos consolidar su poder bajo la premisa de protección, pero a costa de la democracia y la justicia social.
Al considerar estos fenómenos, es esencial comprender que la manipulación no es solo una cuestión de retórica. Tiene efectos tangibles en la percepción pública, la polarización social y, lo que es aún más preocupante, en la deslegitimación de las instituciones democráticas. La habilidad para presentar la violencia como un acto legítimo de "defensa del orden" es una de las tácticas más eficaces en la consolidación de un poder autocrático. Por lo tanto, la manipulación política no es solo un fenómeno de la política interna, sino una amenaza para los valores fundamentales de la democracia, que dependen de un compromiso con la verdad, la justicia y la transparencia.
¿Qué ideologías supremacistas blancas hay detrás del eslogan "America First"?
Trump negó cualquier relación entre el supremacismo blanco y sus eslóganes "Make America Great Again", "America First" y "Keep America Great". A pesar de su extenso historial público de actitudes racistas, Trump insistió en su afirmación de ser "la persona menos racista que hayan conocido" (Lopez, 2020). El secreto a voces (Taussig, 1999) es que el marco conservador tradicional con el que Trump se alineó y su campaña defendieron ideologías supremacistas blancas y promovieron estructuras sociales racistas. Esto ocurría incluso cuando los conservadores aseguraban que su intención era proporcionar verdaderas oportunidades económicas a los "trabajadores" estadounidenses en una economía globalizada que había desplazado muchos trabajos de bajos salarios hacia fábricas ubicadas en el extranjero (véase Hunter-Pazzara, esta colección). Trump prometió que su administración "traería esos trabajos de vuelta" (Rampell, 2020). En este sentido, se asemejaba a los conservadores estadounidenses que, desde la Segunda Guerra Mundial, han ocultado su racismo en políticas y discursos que promueven el trabajo duro y la responsabilidad individual (Thurber, 2013). No se debe entender esto como una afirmación de que todos los conservadores son supremacistas blancos, pero aquellos que se han posicionado en la extrema derecha rara vez han dudado en hacer público su abrazo a discursos supremacistas blancos; de hecho, muchos los han explotado con un propósito claro.
Esto se evidenció en el caso de los políticos republicanos que implementaron la Estrategia del Sur para frenar la desmantelación de las leyes de Jim Crow en las décadas de 1950 y 1960, apuntando a los votantes blancos que previamente se habían considerado demócratas pero se sentían impotentes ante una política emergente que exigía la equidad racial. La estrategia, que fue adoptada por la campaña presidencial de Goldwater en 1964, redefinió el Partido Republicano estableciendo un vínculo directo entre el conservadurismo político y el supremacismo blanco (Powell, 2013).
Al inicio de la campaña presidencial de Trump en 2016, este vínculo entre conservadurismo político y supremacismo blanco seguía vigente, aunque se había convertido en un secreto político compartido entre los miembros del Partido Republicano. El concepto de "secreto político", según el teórico político germano-estadounidense Carl J. Friedrich (1901-1984), es "el proceso de ocultar información sobre entidades políticas, especialmente cuando esa información tiene implicaciones significativas para las entidades rivales del público general" (Friedrich, 1972: 176). Con la primera campaña presidencial de Trump, este secreto estuvo estrechamente vinculado a la corrupción y operó en dos niveles distintos. En primer lugar, el candidato Trump pudo explotar el secreto que rodeaba el vínculo entre el conservadurismo político y el supremacismo blanco en el país para negar la presencia de racismo y fanatismo contemporáneos en su campaña. En segundo lugar, Trump utilizó este secreto como una barrera que separaba su campaña de las ideologías fascistas y confederadas que reavivaba.
Para comprender completamente este argumento, es importante explorar las ideas de la semiótica y el mito, ya que pueden ayudar a iluminar las ideologías de la extrema derecha y confederadas ocultas en los eslóganes de la campaña de Trump. La semiótica llama la atención sobre el contexto cultural del que surge el significado. El lingüista suizo Ferdinand de Saussure (1857-1913), uno de los pensadores que moldeó el campo de la semiótica moderna, definió la semiótica como "el estudio de los signos y el comportamiento de uso de signos" (2007: 16). Saussure insistió en que los signos podían ser cualquier cosa utilizada para transmitir significado. Y argumentó que cada signo contiene dos partes: el significante y el significado. El significante es lo que transmite el significado, y puede ser cualquier cosa: una imagen, una palabra, un gesto. El significado es lo que el significante evoca. La semiótica nos insta a considerar la relación entre un significante y lo que significa, y al hacerlo, nos permite desvincular la palabra (la imagen, el gesto) del significado. Esta desvinculación sugiere que el significado no es natural ni dado, sino que es histórico y cultural. Así, la semiótica no solo nos permite preguntar por las ideologías culturales que moldean el significado, sino que también nos anima a tener en cuenta los paisajes históricos y culturales en los que circulan los signos.
Usando la semiótica para estudiar el eslogan "America First" y los sentimientos (anti-alemanes, anti-italianos, anti-negros, anti-mexicanos, anti-judíos, anti-musulmanes) que ha significado en diferentes períodos históricos, desde principios del siglo XX hasta el presente, podemos trazar el camino por el cual el discurso político conservador del siglo XXI ha llegado a ser capaz de mantener una postura postracial, mientras se alinea secretamente con ideologías racistas de extrema derecha. En la semiótica, el vínculo entre los signos y las ideologías se aborda a menudo mediante el análisis de los mitos, o mitologías, que connotan los signos. Roland Barthes (1957) describió famosamente el mito como un sistema de comunicación definido por los significados sociales o culturales del mundo en relación con las personas en él, específicamente dentro de un contexto histórico. Según Barthes, todo lleva consigo la posibilidad de convertirse en mito, porque cada construcción de signo lleva una multiplicidad de significados. Algunos de los significados de un signo dado parecen ser naturales, o de sentido común, porque están profundamente incrustados en ideologías culturales que han sido perpetuadas por las instituciones que nos rodean, como nuestras familias, iglesias y escuelas. Debido a que tendemos a aceptar como evidentes los significados que estas instituciones imponen sobre el mundo, se podría decir que somos un reflejo de las mismas instituciones que crearon nuestra conciencia social y política. A su vez, nutrimos y reforzamos sus estructuras. Barthes ilustra este punto mediante su análisis de una imagen de un niño negro vestido como soldado y capturado en el momento de hacer un saludo militar; la imagen apareció en la portada de la revista francesa Paris Match en 1955. Barthes sostiene que las partes que conforman la imagen no tienen un significado inherente. No obstante, la imagen transmite varios significados a la vez, cada uno dependiente del contexto en el que el signo y aquellos que lo interpretan entran en contacto. Para algunos lectores de la revista, la imagen transmite un mito nacional: el joven está reconociendo a Francia como un imperio glorioso y haciendo su parte como un ciudadano orgulloso y asimilado, futuro soldado de la nación. Para otros, la imagen no refleja la devoción del niño hacia el imperio francés, sino la construcción deliberada y artificial de la "imperialidad francesa" (Barthes, 1957: 56). Para otros aún, la imagen representa las imposiciones del colonialismo francés y su demolición de culturas preexistentes.
En su análisis de esta sola imagen, Barthes muestra cómo se pueden extraer significados infinitos de cualquier signo dado. También nos recuerda, sin embargo, que algunos significados tienen efectos profundamente políticos: pueden ser utilizados para oprimir y subvertir, para despojar de cultura o para promover una falsa sensación de equidad racial, incluso si lo hacen de manera no intencional. Dado que la semiótica rechaza fundamentalmente la noción de que cualquier palabra o signo tenga un único significado (o una única significación), es un método particularmente relevante para analizar el significado de los signos dentro del contexto del secreto. El análisis semiótico revela cómo múltiples significados pueden coexistir, y cómo los signos pueden leerse de manera diferente según el conocimiento cultural e histórico que uno traiga al análisis. La semiótica también es relevante para el estudio del secreto porque eleva la importancia y centralidad del significado compartido y, por lo tanto, plantea la pregunta: "¿Quién está al tanto del secreto?". La tarea del semiótico es, por lo tanto, excavar e iluminar la multiplicidad de significados que un signo puede transmitir y explorar las ideologías detrás de estos significados, incluso cuando el signo es una frase que afirma ser ahistórica, postracial y, sí, inocentemente singular.

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