La historia de la tiranía está tejida con la tela de los juicios morales, las pasiones políticas y las heridas profundas de la condición humana. Desde el rey Jorge III hasta Abraham Lincoln, pasando por los líderes modernos, la acusación de tiranía no ha sido nunca neutra. La figura del tirano ha servido tanto para condenar el abuso del poder como para justificar rebeliones, magnicidios y guerras civiles.

Jorge III fue denunciado por los revolucionarios americanos como un tirano, un rey loco, un símbolo de la opresión monárquica. No solo los colonos veían en él un déspota; también los liberales ingleses lo despreciaban. El poeta Shelley lo llamó “un viejo, loco, ciego, despreciado y moribundo rey”. Pero esa no fue la única imagen disponible: otros, como el reverendo Hollingsworth, lo defendieron por mantener el orden frente a la anarquía que azotaba Europa. La figura del tirano, por tanto, ya estaba marcada por la ambigüedad: ¿quién decide si alguien es un tirano? ¿La historia? ¿Los vencedores?

Lincoln representa otra paradoja. Fue quien emancipó a los esclavos, quien intentó cumplir la promesa fundacional de libertad e igualdad. Pero en el Sur, fue visto como un usurpador. Lo acusaron de tiranía precisamente por desmantelar un sistema que los estados esclavistas consideraban legítimo. John Wilkes Booth lo asesinó al grito de sic semper tyrannis, convencido de que estaba liberando a su país de un déspota. En el Sur, muchos celebraron el asesinato como un acto patriótico. La acusación de tiranía se transforma aquí en espejo: cada parte proyecta en el otro al monstruo que justifica sus actos.

El concepto de tiranía está profundamente incrustado en la imaginación política occidental. Desde las tragedias griegas hasta la filosofía moderna, la figura del tirano aparece como el arquetipo del mal político. Oedipo, Herodes, Nerón, Calígula, Hitler, Stalin, Mao: nombres que evocan el horror, la destrucción del alma política. Y, sin embargo, en este mismo panteón, se han querido incluir nombres como Obama o Trump, lo cual banaliza la tragedia real de la tiranía histórica y magnifica desmesuradamente el poder del presente.

La política democrática tiene mecanismos de contención. Nuestra constitución moderna impide que surjan tiranos absolutos. Pero ese sistema no elimina la percepción del peligro, ni mucho menos la tentación. Porque la tiranía no es solo un fenómeno institucional. Es también una estructura del alma humana. Por eso la tradición filosófica no deja de recordarnos que el problema de la tiranía es, en esencia, un problema ético y trágico.

La tragedia no es simplemente una desgracia. Es la manifestación de una fractura ontológica. Vivimos divididos: entre deseo y deber, entre ambición y virtud, entre verdad y poder. Cada generación se enfrenta a los mismos dilemas: ¿cómo resistir al tirano? ¿Cómo no convertirse en uno? Y sobre todo, ¿cómo reconocer la tiranía cuando se disfraza de necesidad, de justicia o de salvación?

Somos constitutivamente vulnerables. En cada uno de nosotros anidan el tirano, el adulador y el necio. El tirano es aquel cuya voluntad domina sin límites, guiada por la codicia y el desprecio por el bien común. El adulador es cómplice, busca su ventaja personal sirviendo al tirano. Y el necio se deja arrastrar por la ignorancia y la emoción, mientras ríe y celebra la caída del mundo. No se trata solo de individuos, sino de patrones arquetípicos que emergen en las sociedades. Por eso el problema de la tiranía no es solo político, sino existencial. Es una sombra que habita cada rincón de la vida humana.

La libertad misma es ambigua. Nos permite resistir al poder injusto, pero también engendra caos, rebelión, ruptura. No somos abejas, ni hormigas; somos seres que piensan, que desean, que luchan. Y en esa lucha aparece el terremoto político: elecciones que nadie predijo, líderes improbables, giros abruptos de la historia. No hay estabilidad duradera porque la libertad es inestable por naturaleza. Y donde hay libertad, hay posibilidad de tiranía.

Así se explica el ascenso de figuras inesperadas como Donald Trump. Su elección fue un seísmo para el orden establecido. Todo parecía alineado para una victoria predecible de Hillary Clinton: el peso de la historia, las encuestas, el simbolismo del primer mandato femenino, la continuidad institucional. Pero la historia no sigue planes lógicos. La irrupción de Trump descolocó el mapa, no solo por sus políticas, sino porque encarnaba una ruptura emocional, cultural y narrativa. Fue una victoria del resentimiento, de la desconfianza hacia las élites, de una voluntad de disrupción. No fue una coronación tiránica, pero sí una manifestación de la fragilidad de nuestras estructuras democráticas.

La tradición occidental no deja de advertirnos: la tiranía es una posibilidad constante. La democracia no está garantizada. La libertad conlleva el riesgo de su propia destrucción. Y el alma humana, con su mezcla de nobleza y miseria, es siempre terreno fértil para la tragedia. Por eso, en vez de buscar tiranos en los otros, deberíamos reconocer la tiranía que nos habita.

Importa entender que la tiranía no solo se manifiesta en los grandes dictadores. Existe una tiranía de la mediocridad, del cinismo, del conformismo. La risa cómplice del público ante el abuso de poder, el silencio ante la injusticia, la banalización del mal son formas de tiranía cotidiana. Es más fácil denunciar al tirano externo que mirar hacia dentro y descubrir que, en más de una ocasión, fuimos nosotros quienes aplaudimos, callamos o colaboramos.

¿Cómo surge la tiranía y por qué los tontos la siguen?

Entre la sabiduría y la necedad, la Biblia señala el punto de convergencia. En el libro de Isaías (capítulo 23), los problemas del mundo se consideran dependientes de la maldad de los villanos y la estupidez de los necios. Pablo, en 1 Corintios, dice que la necedad de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y emplea la raíz de la palabra "morón". De esta forma, sugiere que las cosas más estúpidas son usadas por Dios para evidenciar la necedad de la sabiduría humana. Los necios son personajes trágicos porque tienen el potencial de superar su estupidez. Esta es una falacia humana común. En lugar de buscar sabiduría, nos permitimos ser estúpidos y viciosos. Cerramos los ojos a lo que deberíamos ser capaces de ver.

En otra gran tragedia de Sófocles, Antígona, otro tirano, Creón, acusa a Antígona de crimen. Antígona responde (línea 470) diciendo que, aunque Creón la ha acusado de ser necia, en realidad, él es el verdadero morón. Y así, nos encontramos con el problema de la polarización: cada persona acusa a la otra de ser tonta o morona. Lo mismo sucede con la acusación de tiranía. Los que están en el poder son acusados de ser tiránicos, mientras que aquellos que desean arrebatarle el poder a un tirano son acusados por él de actuar de manera tiránica.

Hoy en día, la palabra "tirano" tiene una connotación negativa. Sin embargo, su significado ha cambiado con el tiempo, distanciándose de su origen griego, en el que "tyrannos" simplemente significaba rey. Eventualmente, pasó a referirse a un gobernante malvado y despótico, que toma y mantiene el poder a través de la violencia. En algunos casos, el tirano asciende al poder a sangre y fuego. Pero la violencia pura y dura no es efectiva sin una forma más sutil de poder político. Las masas deben ser convencidas de que esa violencia tiene alguna justificación. Más aún, deben ser persuadidas para que pongan sus cuerpos en la línea—para luchar y morir por el tirano. Son los aduladores quienes facilitan esto, actuando como intermediarios entre la voluntad del tirano y el movimiento de la multitud.

En contextos fuera del ámbito político, como en las familias, la sociedad civil o los negocios, la violencia directa no es la fuerza principal. El tirano sutil emplea trucos y artimañas, y su objetivo no es la verdad, sino el poder. Los tiranos, aduladores y necios no se ven restringidos por la consistencia o los hechos del mundo. Esto lleva a que se acepten teorías de conspiración salvajes y que surja un mundo de fantasía donde los valores se invierten y la virtud es destruida. Lo incorrecto se convierte en correcto, y la mentira se disfraza de verdad. La necedad gobierna el día.

Al final, las masas se unen al tirano de manera voluntaria. El tirano nunca tiene que levantar un puño ni apuntar un arma. Es la multitud enardecida por el tirano la que es violenta y peligrosa. Pero la verdadera cuestión es cómo se forma la multitud en primer lugar y cómo se vuelve tan encolerizada. La respuesta radica en la emoción necia. Los morones son manipulados por el tirano y, a menudo, se permiten manipular de buen grado. Los necios se convierten en la masa dócil del tirano porque no piensan las cosas a fondo, actuando principalmente por ira, miedo, o incluso por amor al tirano. La multitud está indignada o enamorada; pero también, muchas veces, simplemente aburrida y en busca de placer y excitación.

Como sugirió Platón, es la licenciosidad y el apetito lo que facilita la explotación por parte del tirano y sus aduladores. En el trasfondo están los aduladores, que se mueven entre las masas necias y el autócrata tiránico. Los aduladores conspiran y coluden, susurran, ocultan y confunden. En griego, la palabra "sycophant" (adulador) tiene una etimología vinculada a lo obsceno y degenerado. Un "sycophantes" es uno que muestra un higo. Algunos autores sostienen que esto se refiere a revelar cosas vergonzosas que no deberían ser reveladas (por ejemplo, los genitales). Sin embargo, "mostrar un higo" también podría referirse a tener acceso a información secreta, o la presunta posesión de secretos, los cuales alimentan las teorías de conspiración. El adulador usa el rumor y la insinuación para manipular.

La conexión entre los aduladores y los tiranos la establece Platón en la República (línea 575), donde señala que los tiranos son servidos por secuaces y aduladores, que, a diferencia de los tiranos a quienes sirven, cometen "pequeños males". Platón explica que los tiranos ascienden al poder de diversas formas y que, aunque algunos "roban, irrumpen en casas, cortan carteras, despojan a los hombres de sus ropas, saquean templos y secuestran", otros, "si son oradores elocuentes, se convierten en aduladores y dan falso testimonio y aceptan sobornos" (República, 575b). Los crímenes de los aduladores son sutiles. Platón destaca que es la capacidad de hablar fluidamente lo que les otorga poder. Esto es más peligroso que la simple fuerza física, porque puede manipular a las masas. Los aduladores ayudan al tirano a hablarles a las masas en el lenguaje que ellas desean escuchar. También halagan al tirano y se niegan a cuestionar su poder y autoridad. Aunque algunos aduladores más tarde se quejen de no tener otra opción que ser unos serviles, el adulador no es solo una víctima del poder del tirano. Es un conspirador. Enciende el orgullo del tirano, al mismo tiempo que avivando las emociones de la multitud. Y aunque el adulador pueda creer que es el más astuto de los villanos en esta compañía, al final, a menudo es el adulador quien lleva la peor parte. El tirano puede escapar o retirarse, y los miembros de la multitud pueden desvanecerse en el fondo. Pero los aduladores no son lo suficientemente poderosos para escapar ni lo suficientemente pequeños para desvanecerse. Al final, es el adulador quien suele ir a la cárcel o ser objeto de una humillación pública.

En cierto sentido, el tirano es un sujeto del "id" y la libido; lo mismo ocurre con las masas necias. En cierto modo, ninguno puede evitar sucumbir a sus defectos. Pero con el adulador, se dice: "Él debería haberlo sabido mejor". Los morones, los aduladores y los tiranos se hacen el uno al otro. Carecen de ciertas virtudes, como el sentido de la justicia, el coraje, la sabiduría y el autocontrol. Se fortalecen cuando el sistema político carece de controles y equilibrios y de una separación de poderes.

Platón sostenía que el remedio se centraba principalmente en el primer problema: la falta general de virtud y sabiduría. Pensaba que la vida política mejoraría cuando la gente fuera educada en moralidad. También pensaba que, dado que algunos eran menos capaces de ser educados, debía existir un sistema jerárquico en el que los filósofos-reyes gobernaran sobre las masas dóciles. Sin embargo, esta utopía platónica ya no tiene valor. Sabemos que un sistema constitucional estable es útil para prevenir la tiranía. Pero incluso dentro de este sistema, surgirán posibles tiranos. Por lo tanto, debemos continuar siendo vigilantes, tanto para proteger el sistema constitucional como para educar a los ciudadanos y futuros líderes sobre los peligros de la tiranía.

¿Cómo la educación y la ciudadanía crítica pueden prevenir la tiranía en una cultura sin reflexión?

El concepto de ciudadanía crítica, que promueve una educación orientada tanto a la autonomía personal como a la conexión con los demás, es clave para una democracia funcional. Esta visión fue planteada por Nel Noddings, quien defiende que la democracia formal, que se limita al acto de votar, es insuficiente. Según ella, necesitamos cultivar los hábitos, virtudes y disposiciones esenciales para una ciudadanía democrática, lo que implica no solo un compromiso local, sino también una conciencia global. Noddings subraya que el enfoque educativo debe ser inclusivo, vigilante y crítico, fomentando un patriotismo reflexivo y una ciudadanía filosófica, es decir, una ciudadanía que se compromete activamente con los valores democráticos en todos los niveles de la sociedad.

El reto contemporáneo, sin embargo, radica en que muchos individuos no tienen la voluntad de comprometerse con este tipo de educación cívica y moral. La ignorancia se celebra de manera consciente en ciertos sectores de la sociedad, lo cual nos lleva a una cultura que no solo desatiende la educación crítica, sino que la reemplaza por la búsqueda de entretenimiento superficial. Los "tontos" —aquellos que rechazan la sabiduría y se conforman con la ignorancia— se encuentran a menudo en una situación de comodidad intelectual. Este fenómeno es potenciado por la vulgaridad y la violencia en la cultura popular, amplificada por tecnologías modernas como los medios de comunicación y las redes sociales, que pueden ser instrumentos tanto de manipulación como de información.

La cultura contemporánea es testigo de cómo figuras de poder, como los tiranos y sus aduladores, utilizan estos medios para reforzar sus posiciones y difundir una versión sesgada de la realidad. Un ejemplo de esto es la actitud de ciertos líderes políticos, que prefieren utilizar "hechos" que refuercen su propia imagen y descalifican cualquier información que no coincida con su narrativa. En este contexto, la ciudadanía no solo debe estar vigilante frente a los discursos de los tiranos, sino también frente a los "súbditos" que, sin pensar, difunden la propaganda y manipulan la verdad.

Es aquí donde entra en juego la necesidad urgente de un sistema educativo que, lejos de limitarse a enseñar conocimientos técnicos, fomente el pensamiento crítico y el cuestionamiento profundo. Sin embargo, la educación no puede ser forzada, especialmente una vez que los individuos alcanzan la edad adulta. En muchos casos, las personas abandonan la búsqueda de la sabiduría, sumergiéndose en teorías conspirativas o comportándose como tiranos en sus propias esferas de influencia. La facilidad con que estas ideas falsas se diseminan es un reflejo de la falta de educación crítica, pero también de la manipulación tecnológica que amplifica la ignorancia.

Si bien el sistema educativo debe ser una respuesta a estos desafíos, también se deben considerar las influencias externas: los medios de comunicación y las redes sociales. Estos canales pueden ser utilizados tanto para fomentar la virtud y la reflexión como para propagar la mentira y la confusión. Tomemos como ejemplo el caso de Donald Trump y el escándalo del video de Access Hollywood, donde un comentario sexista y misógino se volvió viral. A pesar de la indignación que causó en muchos sectores, el hecho de que estas declaraciones se hicieran públicas muestra cómo la tecnología, si bien permite la difusión de información negativa, también puede jugar un papel crucial en la exposición de la verdad. A pesar de la revelación, muchos de los seguidores de Trump no vieron sus acciones como descalificadoras, lo que refleja una profunda falta de discernimiento crítico.

En este contexto, la tarea de la ciudadanía crítica se vuelve aún más urgente. No basta con ser testigos de la corrupción o la tiranía; es necesario actuar y resistir la tentación del cinismo y la desesperanza. La historia nos enseña lo que hemos hecho mal, pero también cómo podemos mejorar. El reto de promover una ciudadanía reflexiva y comprometida sigue siendo una tarea vital. Para ello, debemos fomentar un uso consciente de las tecnologías modernas, aprovechando su capacidad para promover la educación cívica, celebrar la virtud y responsabilizar a los actores negativos de la sociedad.

Es esencial comprender que, aunque la tecnología pueda ser una herramienta poderosa para la vigilancia y la difusión de la verdad, su efectividad depende de la capacidad crítica de los ciudadanos que la utilizan. El fortalecimiento de la democracia no solo depende de las estructuras legales y políticas, sino también de la madurez cívica y ética de la población, que debe ser cultivada a través de la educación desde una edad temprana.

¿Por qué las elecciones no generan gobiernos verdaderamente representativos?

El ideal democrático presupone una relación directa entre la voluntad del pueblo expresada en las urnas y las decisiones que toman quienes ejercen el poder. Sin embargo, esta conexión se ha demostrado históricamente frágil, ilusoria e incluso peligrosa cuando se toma al pie de la letra. Las elecciones, lejos de garantizar gobiernos sensibles y representativos, tienden más a legitimar estructuras ya establecidas de poder, privilegio e influencia ideológica que a canalizar auténticamente las demandas de los ciudadanos.

Investigaciones contemporáneas, como las de Achen y Bartels en Democracy for Realists, desmontan la visión romántica del votante racional, comprometido y bien informado. En lugar de actuar como agentes autónomos que evalúan propuestas políticas, los ciudadanos tienden a aferrarse a identidades sociales, lealtades partidarias y emociones tribales. El voto, entonces, se convierte en una afirmación identitaria más que en una herramienta de rendición de cuentas.

Jason Brennan, en Against Democracy, lleva esta crítica más allá al sugerir que la participación política generalizada puede ser no solo ineficaz sino también moralmente cuestionable. En su visión, la ignorancia política masiva no es un accidente, sino una característica sistémica de las democracias modernas, donde el votante medio no posee el conocimiento suficiente para tomar decisiones informadas, pero sí el poder de influir en resultados de gran alcance. La democracia, bajo este prisma, no distribuye poder con justicia, sino que lo difunde peligrosamente entre individuos desprovistos de responsabilidad epistémica.

Frente a estas preocupaciones modernas, el pensamiento político clásico ya ofrecía advertencias. Para Aristóteles, el peligro constante de la democracia era su propensión a degenerar en demagogia. El pueblo, seducido por oradores hábiles, podía caer bajo el dominio de figuras que decían representarlo pero en realidad manipulaban sus pasiones más básicas. El kolas, el adulador servil, sustituye al ciudadano virtuoso; y en lugar del debate racional emerge el espectáculo emocional. Este análisis sigue siendo inquietantemente relevante.

Tampoco es casual que filósofos como Platón hayan propuesto la figura del rey-filósofo como una alternativa idealizada al caos democrático. Aunque algunos estudiosos contemporáneos insisten en que esta propuesta debía leerse más como una ironía que como un programa político serio, su función crítica permanece intacta: denunciar la vulnerabilidad de los sistemas populares ante el ascenso de líderes ignorantes, arrogantes o tiránicos disfrazados de salvadores.

Esta crítica filosófica resurge con fuerza en contextos recientes. El caso de Donald Trump, ampliamente estudiado por politólogos y filósofos, se ha convertido en un laboratorio contemporáneo sobre la fragilidad de las instituciones democráticas frente al populismo carismático. La fascinación de ciertos sectores religiosos por Trump como figura “elegida por Dios” ilustra cómo la política moderna puede entrelazarse con construcciones teológicas que sacralizan el poder y sofocan la crítica. Libros como God and Donald Trump de Stephen E. Strang muestran cómo la devoción política puede adquirir formas cuasi litúrgicas, inmunes al razonamiento y centradas en la fe ciega.

En este contexto, la función de las elecciones se desdibuja. En lugar de servir como mecanismos de control del poder, se convierten en rituales que validan pasiones colectivas o afianzan sistemas de exclusión. Incluso el impeachment, como mecanismo correctivo, se ve atrapado en lógicas partidarias y pierde su eficacia real. La figura del tirano, clásica en la filosofía política desde Hobbes, Shakespeare y Locke, encuentra nuevas formas en presidentes contemporáneos cuyo poder parece derivar más del espectáculo mediático que de un mandato racional o ético.

John Locke advirtió que la tiranía no era solo un exceso de p