El niño cabalgaba frenéticamente, su cabello oscuro ondeaba al viento, y en sus ojos brillaba una luz extraña y fija que intimidaba a las pequeñas que le rodeaban. No se atrevieron a hablarle. Cuando terminaba su vertiginoso viaje, descendía de su caballo de balancín y se plantaba frente a él, mirando fijamente su rostro inclinado. La boca roja entreabierta y el ojo grande, brillante como un vidrio, parecían contener un misterio. “Ahora”, ordenaba en silencio a su corcel relinchante, “llévame a donde esté la suerte. Ahora, llévame”. Y con un látigo pequeño, regalo del tío Oscar, golpeaba el cuello del caballo, convencido de que si lo obligaba con suficiente fuerza, el animal le conduciría al destino anhelado.
Montaba de nuevo, iniciaba otra vez su furiosa carrera, con la esperanza incansable de llegar al lugar donde la fortuna le esperaba. Sabía que podía conseguirlo. La niñera, impotente ante aquella obsesión, le reprendía: “Vas a romper tu caballo, Paul”. Su hermana mayor, Joan, también se preocupaba: “Siempre está así. Ojalá parara”. Pero él les lanzaba una mirada fría y se sumergía en su mundo solitario.
En un momento dado, su madre y el tío Oscar entraron en la habitación. Paul estaba inmerso en uno de sus frenéticos recorridos y no les dirigió la palabra. El tío bromeó, preguntándole si iba a ganar la carrera. La madre le recordó que ya no era un niño pequeño para seguir jugando con el caballo de balancín, pero Paul solo respondió con una mirada azul penetrante, cerrando filas en su silencio.
De repente, Paul detuvo la carrera y bajó del caballo. “He llegado”, anunció con vehemencia. “¿A dónde?”, preguntó su madre. “Adonde quería ir”, replicó, desafiándola con la mirada. El tío Oscar aprobó el espíritu indomable del niño: “No te detengas hasta llegar”. Paul le explicó que el caballo no tenía nombre fijo, aunque la semana anterior se llamaba Sansovino, en honor a un ganador de Ascot. Lo aprendía todo de Bassett, el joven jardinero y experto en carreras, quien le contaba noticias y resultados, con una seriedad casi religiosa.
Bassett y Paul formaban un extraño dúo: Bassett le prestó los primeros cinco chelines para apostar y juntos compartían la suerte, convirtiéndose en socios de juego. Paul guardaba celosamente los secretos de sus apuestas y confesó al tío Oscar que estaba apostando trescientas libras, reservando veinte para emergencias. La cantidad parecía enorme para un niño, pero él lo defendía con una convicción que dejaba al tío perplejo.
El tío Oscar decidió llevar a Paul a las carreras de Lincoln para que viviera la experiencia real. El niño, impresionado y con los ojos encendidos de emoción, apostó por un caballo poco conocido: Daffodil. Cuando Daffodil ganó, Paul mantuvo una calma sorprendente, como si la victoria fuera apenas un paso más en su camino. La apuesta les había dado una suma importante y Paul ya contaba con una reserva significativa, administrada siempre junto a Bassett.
La relación entre el niño, Bassett y el tío era una red de confianza y complicidad, cimentada en la creencia compartida de que la suerte era real y podía ser conquistada. La suerte no era solo azar para ellos, sino un territorio tangible que se podía dominar con audacia y conocimiento.
Más allá de la fascinación por las carreras y las apuestas, esta historia nos invita a reflexionar sobre la naturaleza de la obsesión y la fe en la fortuna. El impulso irrefrenable de Paul no es solo el de un niño jugando, sino el de alguien que busca controlar lo incierto, encontrar un lugar donde su deseo y su suerte coincidan. La apuesta, la confianza en los números, en los nombres de los caballos, en la palabra de Bassett, todo forma parte de un ritual de esperanza que desafía la realidad cotidiana.
Es fundamental entender que la suerte, en este contexto, se convierte en una construcción subjetiva, una interpretación que el niño y sus cómplices realizan para dar sentido a sus acciones. La apuesta es un acto de fe, pero también de estrategia, riesgo y complicidad, elementos que acompañan cualquier manifestación humana frente a lo desconocido.
Asimismo, es importante reconocer la paradoja del control: cuanto más intentamos dominar la suerte, más se aleja, pero la obsesión por alcanzarla revela una necesidad profunda de certidumbre en un mundo inseguro. El caso de Paul ilustra cómo la esperanza puede transformar la realidad, creando espacios de ilusión que, aunque efímeros, sostienen la voluntad humana.
Por último, este relato expone la infancia como un momento crucial donde se moldean conceptos de destino, éxito y fracaso, y cómo esos conceptos se entrelazan con las emociones y las relaciones humanas. La suerte deja de ser un concepto abstracto y se vuelve un personaje tangible en la vida del niño, un espejo de sus deseos y temores.
¿Cómo entender la experiencia de la aparición de Mrs. Veal y su significado?
La narración de la aparición de Mrs. Veal a Mrs. Bargrave ofrece un caso fascinante que trasciende la mera curiosidad sobrenatural para convertirse en una reflexión profunda sobre la naturaleza de la verdad, la experiencia humana y la percepción de lo inexplicable. Mrs. Veal, fallecida al mediodía del 7 de septiembre a causa de ataques convulsivos, se aparece a Mrs. Bargrave el día siguiente, el 8 de septiembre, en un encuentro que desafía la lógica y el tiempo, pues Mrs. Veal ya había muerto en ese momento.
Este encuentro no es un simple relato fantasmal; está envuelto en detalles específicos y verificables que confirman la autenticidad del episodio para aquellos que lo presencian. La descripción del vestido a rayas, conocido únicamente por Mrs. Veal y Mrs. Watson, la mención de asuntos familiares recientes y secretos financieros revelados en el encuentro, aportan una dimensión de realidad concreta a una experiencia que de otro modo podría ser descartada como mera ficción o alucinación. Mrs. Bargrave, quien permaneció fiel a su historia sin variar ni un detalle, representa un testimonio sólido que desafía el escepticismo y la tendencia humana a desestimar lo que no puede ser explicado fácilmente.
El relato también pone en evidencia la resistencia social y personal que enfrentan los testimonios de fenómenos inexplicables. El intento de Mr. Veal por silenciar la historia, y las acusaciones de falsedad que surgen a partir de ciertos círculos, ilustran cómo la verdad puede ser manipulada o desacreditada por intereses particulares o prejuicios. Sin embargo, la credibilidad de Mrs. Bargrave, sostenida por la coherencia y la honestidad percibida en su relato, sugiere que no todas las experiencias que escapan a la razón deben ser desestimadas.
Más allá de la mera narración de un suceso paranormal, este texto invita a reflexionar sobre la naturaleza de la experiencia humana con lo desconocido y la importancia de la sinceridad y el testimonio en la transmisión de hechos que desafían las categorías convencionales de realidad. La historia de Mrs. Veal y Mrs. Bargrave subraya que la percepción de lo sobrenatural puede estar estrechamente ligada a la dimensión emocional y social, donde el perdón, la reconciliación y la comunicación post mortem adquieren un significado especial.
Es crucial comprender que las experiencias de este tipo, si bien no siempre pueden ser verificadas mediante métodos científicos o lógicos tradicionales, no pierden su valor como relatos que enriquecen la comprensión del ser humano sobre la vida, la muerte y lo que puede haber más allá. La narrativa demuestra que el conocimiento no siempre es absoluto y que existen fenómenos que, por su naturaleza, escapan a nuestra comprensión, pero que deben ser considerados con respeto y apertura.
Además, es importante considerar el contexto cultural y social en que estas experiencias se producen, pues la reacción de los demás—desde la incredulidad hasta la aceptación—forma parte del fenómeno mismo. La historia de Mrs. Veal no solo revela una manifestación paranormal, sino también las dinámicas humanas de creencia, rechazo y búsqueda de sentido ante lo inexplicable. Así, la comprensión plena de este relato requiere una mente abierta que reconozca la complejidad de la realidad y la diversidad de experiencias que la conforman.
¿Qué revela el encuentro inesperado sobre la percepción y la realidad en momentos de crisis?
La apertura y cierre de la puerta principal, junto con el murmullo de voces confusas, se entrelazaban en una memoria continua de sonidos mentales, que apenas se distinguían en la conciencia del protagonista. Un aire frío le recorrió el cuerpo provocándole un leve escalofrío, pero fue el susurro junto a la ventana lo que realmente perturbó su profunda meditación: “Probablemente el doctor... antes de lo que pensaba...”, oyó decir a alguien. En un sobresalto, se levantó rápidamente y se situó en el pasillo antes de que apareciera cualquiera de las voces. Sin embargo, una mujer procedente de la cocina se interpuso en su camino. Observó las lágrimas en sus mejillas pálidas y a la vez reconoció la silueta alta y delgada de un extraño, quien ciertamente no era el médico.
La figura era rígida y erguida, y esa postura sólo aumentaba la impresión de estatura, contrastando con la mujer, que parecía diminuta y casi enana a su lado. La palidez espectral del rostro femenino le resultó desagradable y le causó una inquietud profunda que sólo recordaría más tarde. El diálogo que siguió fue confuso y apresurado, aunque creía que la voz del extraño no se escuchó con claridad, siendo la de la mujer la que dominaba la escena. Sus palabras, en otro contexto, habrían provocado una sonrisa en sus labios severos, pero en ese momento el intercambio rápido era tan real como la certeza de un error flagrante: un nombre equivocado, una puerta equivocada, un edificio equivocado, sin duda alguna.
De repente, emergieron de ese murmullo las palabras de la mujer, cargadas de miedo y valentía, repitiendo con insistencia que su señora no estaba en casa: “No está en casa... para nadie. Está muriendo...”. El coronel Moreland se detuvo en seco, paralizado en el lugar. La incongruencia de lo escuchado le provocó una mezcla de impaciencia intolerable y hasta ira. Aquella perturbación absurda en un momento tan crítico era insoportable. Sin embargo, esa ira no encontró una salida inmediata; su mente y sus músculos quedaron inmóviles, y algo indefinible en la figura rígida del desconocido le causó un shock súbito que lo paralizó instantáneamente. Una sensación helada como el hielo invernal le golpeó el corazón con fuerza y lo dejó inmóvil.
Su primer impulso fue mandar al visitante que se marchara sin contemplaciones, pero no pudo ejecutarlo. Al volverse para ver si alguien salía del dormitorio, notó que la mujer estaba junto a él, como buscando protección, con lágrimas en el rostro pálido, ojos llenos de terror y el cuerpo temblando como una hoja. “No pude detenerlo”, susurró con voz temblorosa. “Dijo que volvería”. Fue entonces cuando el soldado se percató de que la mujer ya estaba sola. Encontró su voz, aunque sin total dominio sobre sí mismo: “¿Volver? ¿Volver? ¡A esta hora...!” Las palabras le faltaron. Miró con severidad a la mujer, que señaló con un gesto desconcertado hacia la puerta del salón. Su cuerpo seguía temblando. “Ahí dentro —murmuró—. Él entró ahí”. Algo cambió en el corazón del soldado. No discutió ni hizo comentarios. Su arma, el golpe, era inútil porque no sabía dónde dirigirlo. Su indignación y cólera se extinguieron de repente; el frío se acercaba, pero negó la sensación.
“Está equivocada”, dijo con tono cortante. “Se ha equivocado. Él salió por la puerta principal. No va a volver. Todo fue un error, se lo digo”. La mujer, sometida a su mirada imperiosa, murmuró sumisa, aunque sin convencerse, manteniendo la mirada aterrorizada en la puerta del salón. Entonces, la voz más firme del soldado, la que en el ejército conocían como voz de mando, ordenó: “Regresa a la cocina. ¡Arrodíllate! ¡Reza a tu dios ahora mismo!”. Ella se alejó temblorosa, sin dejar de mirar atrás mientras desaparecía susurrando palabras inaudibles.
Moreland cerró la puerta principal, inspeccionando el pasillo oscuro sin encontrar a nadie ni escuchar sonido alguno. Se detuvo un instante y, de repente, pronunció unas palabras que no entendía por qué decía: “Su señora no va a morir. Se va a recuperar”. Al decirlo, se preguntaba de dónde surgía esa convicción tan firme. Se adentró en el salón, sintiendo cómo su coraje flaqueaba. Si por un momento dudó, podría haber fracasado. Pero entró con decisión, negando la sensación de frío en el pecho y el hormigueo en la piel. Al encender la luz, bastó una mirada a los muebles tapizados para confirmar que la habitación estaba vacía, sin rastro de vida.
El matrimonio, llegado tarde en la vida, había sido feliz, con vínculos profundos que superaban cualquier turbulencia pasional y no dejaban lugar a temores. La casa, en un entorno apacible en Kent, rodeada de amigos, parecía el escenario perfecto. La fiel criada había partido, y el problema extraño que representó para el coronel Moreland quedó sin resolver, pues ni él quiso investigarlo ni su esposa estuvo al tanto. La mujer había visto algo, y él también, pero ambos estaban en un estado de tensión nerviosa extrema —lo llamaba sobreexcitación—, lo que podría explicar que tal vez no hubieran visto nada realmente.
Este autoengaño laborioso fue su consuelo, mantenido con esfuerzo por un temperamento rígido y una férrea autodisciplina. Sin embargo, en su mente persistía una duda que ningún esfuerzo lograba apagar. Una interrogante latente, como una llama oculta, brillaba sin extinguirse. Como soldado y inglés, rechazaba lo extraordinario; “sobrenatural” no formaba parte de su vocabulario, y su escepticismo y hostilidad se activaban automáticamente ante tales menciones. Había conocido más que muchos las maravillas misteriosas de la India, disfrutándolas como trucos que entretenían sin poner en jaque su racionalidad. Mantuvo esa actitud cómoda sin intención de cambiarla, pero la duda seguía ahí, silenciosa y persistente. La criada había partido a un mundo donde las preguntas no tenían sentido, y eso le provocaba un alivio secreto, pues el miedo que esa duda había sembrado en él persistía.
Resulta esencial comprender que, en momentos críticos, la percepción humana puede ser profundamente engañosa y que la mente tiende a forzar explicaciones racionales frente a experiencias que desafían la lógica. La tensión emocional y el contexto pueden alterar la interpretación de los hechos, creando realidades paralelas difíciles de desentrañar. También es fundamental apreciar cómo la rigidez del pensamiento, arraigada en el escepticismo y el prejuicio cultural, puede impedir la aceptación de fenómenos que escapan a la explicación convencional, incluso cuando la intuición parece señalar lo contrario. Este choque entre lo conocido y lo inexplicable es una frontera donde el ser humano confronta sus propios límites de comprensión y control, revelando las profundidades más complejas del miedo, la duda y la esperanza.
¿Qué sucede cuando el alma no se arrepiente?
Jugaban por altas apuestas y ambos habían bebido una buena cantidad. Selfe perdió una partida tras otra y finalmente acusó a Kennion de hacer trampa. Las palabras se exaltaron, se desbordaron en golpes, y Kennion, en medio de un forcejeo, agarró un cuchillo de la mesa y apuñaló a Selfe en la garganta, atravesando la vena yugular y la arteria carótida. En pocos minutos, Selfe se desangró hasta morir.
Kennion recordó entonces la campanada que no había sido respondida y se dirigió sigilosamente a las habitaciones de Wadham. Las encontró vacías; las demás habitaciones del apartamento también lo estaban. Si hubiera habido alguien allí, su intención era decir que había subido por invitación de Selfe y que lo había encontrado muerto. Pero aquello era aún mejor: no tenía más que algunas manchas de sangre sobre sí, y las lavó en la habitación de Wadham, vaciando el agua en su cubo de basura. Luego, dejando la puerta del apartamento abierta, bajó las escaleras y salió.
“Me lo contó en unas cuantas frases, tal como se lo he contado a usted, y me miró con una sonrisa en el rostro. ‘Entonces, ¿qué se hace ahora, Padre Venerable?’ me dijo alegremente.
‘Ah, gracias a Dios que lo has confesado,’ dije. ‘Todavía estamos a tiempo de salvar a un hombre inocente. Debes entregarte a la policía de inmediato.’ Pero, incluso mientras hablaba, mi corazón me decía que algo no iba bien.
Se levantó, quitándose el polvo de las rodillas de los pantalones. ‘¡Qué idea tan pintoresca!’ dijo. ‘Pero está muy lejos de mis pensamientos.’
Me levanté de un salto. ‘Entonces iré yo,’ dije.
Él se rió a carcajadas. ‘Oh, no, de ninguna manera,’ dijo. ‘¿Y qué pasa con el sello de la Confesión? Realmente me parece que es un pecado mortal para un sacerdote siquiera pensar en violarlo. Realmente me avergüenza de ti, querido Denys. ¡Mal chico! Pero tal vez sólo fue una broma; no lo querías decir en serio.’
‘Lo digo en serio,’ respondí. ‘Lo verás si lo digo en serio.’ Pero, incluso mientras hablaba, sabía que no lo estaba. ‘Todo es permitido para salvar a un hombre inocente de la muerte.’
Se rió de nuevo. ‘Perdona, pero sabes perfectamente que no es así,’ dijo. ‘Hay algo en nuestro credo mucho peor que la muerte, y eso es la condenación del alma. Tú no tienes la intención de condenar la tuya. No corrí ningún riesgo cuando te confesé.’
‘Pero será asesinato si no salvas a este hombre,’ dije.
‘Oh, claro, pero ya tengo un asesinato en mi conciencia,’ dijo. ‘Uno se acostumbra a ello muy rápido. Y, una vez acostumbrado, otro asesinato no parece importar en absoluto. Pobre joven Wadham; mañana, ¿verdad? No estoy seguro de que no sea una especie de justicia ruda. El chantaje es un delito repugnante.’
Fui al teléfono y levanté el auricular.
‘Realmente esto es muy interesante,’ dijo. ‘La comisaría más cercana es la de Walton Street. No necesitas el número: simplemente di “Policía de Walton Street”. Pero no puedes. No puedes decir “Tengo a un hombre aquí, Horace Kennion, que me ha confesado que mató a Selfe”. ¡Así que no hagas teatro! Además, si pudieras hacer algo así, yo simplemente diría que no he dicho tal cosa. Tu palabra, la palabra de un sacerdote que ha roto el voto más sagrado, contra la mía. ¡Infantil!’
‘Kennion,’ le dije, ‘por el amor de Dios y por el miedo al infierno, entrégate. ¿Qué importa si tú o yo vivimos unos años menos, si al final pasamos al vasto infinito con nuestros pecados confesados y perdonados? Día y noche rezaré por ti.’
‘Encantador de tu parte,’ dijo él. ‘Pero no tengo ninguna duda de que ahora le darás a Wadham plena absolución. Así que ¿qué importa si él se va al… al vasto infinito a las ocho de la mañana?’
‘¿Por qué me confesaste entonces,’ le pregunté, ‘si no tenías intención de salvarlo y hacer penitencia?’
‘Bueno, no hace mucho fuiste muy desagradable conmigo,’ dijo. ‘Me dijiste que ningún hombre decente se asociaría conmigo. Así que me vino a la mente, de repente hoy, que sería agradable verte en el peor de los líos. Supongo que tengo gustos sadistas, también, y se están viendo maravillosamente satisfechos. Estás en tormento, ¿sabes? Elegirías cualquier agonía física antes que estar en una cámara de tortura del alma. Es fascinante: me encanta. Muchas gracias, Denys.’
Se levantó. ‘Tengo el taxi esperando,’ dijo. ‘Sin duda estarás ocupado esta noche. ¿Te doy un aventón a algún lado? ¿A Pentonville?’
No hay palabras para describir ciertas oscuridades y éxtasis que llegan al alma, y sólo puedo decirte que no imagino un infierno de remordimiento que pueda igualar al infierno que yo viví. Porque en la amargura del remordimiento podemos ver que nuestro sufrimiento es una experiencia necesaria y salutaria: sólo a través de ella nuestro pecado puede ser quemado. Pero aquí había una tortura vacía y sin sentido…
Entonces, mi cerebro se agitó un poco y comencé a preguntarme si, sin romper el sello de la Confesión, podría lograr algo. Vi desde mi ventana que la luz estaba encendida en la torre del reloj de Westminster: por lo tanto, la Casa estaba en sesión, y parecía posible que, sin violar el sello, pudiera decirle al Secretario del Interior que se me había hecho una confesión en la que supe que Wadham era inocente. Me preguntaría cualquier detalle que pudiera darle, y yo podría decirle… Pero antes de hacer algo, debía pedir orientación, así que fui a la casa del Cardenal en nuestra catedral. Ya se había acostado, pues era pasada la medianoche, pero, ante la urgencia de mi solicitud, bajó a verme. Le conté, sin dar ninguna pista, lo que había sucedido, y su veredicto fue el que en mi corazón sabía que sería.
Ciertamente podría ver al Secretario del Interior y decirle que me había hecho tal confesión, pero ninguna palabra o indicio debía escapar que pudiera conducir a la identificación. Personalmente, no veía cómo podría aplazarse la ejecución con la información que yo pudiera dar.
‘Y cualquiera que sea tu sufrimiento, hijo mío,’ dijo, ‘estoy seguro de que no sufres por haber hecho mal, sino por haber hecho lo correcto. Colocado como estás, tu tentación de salvar a un hombre inocente viene del diablo, y cualquiera que sea lo que tengas que sufrir por no ceder a ella, también tiene su origen en él.’
Vi al Secretario del Interior en su oficina de la Casa en menos de una hora. Pero, a menos que le dijera más, y él comprendiera que no podía, era impotente para actuar.
‘Fue condenado en su juicio,’ dijo, ‘y su apelación fue desestimada.
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