El neoliberalismo ha transformado de manera profunda las relaciones laborales y las condiciones de trabajo, llevando a una serie de cambios que, aunque muchos de ellos se presentaron como necesarios para el crecimiento económico, han tenido efectos negativos sobre los trabajadores y sus derechos. A lo largo de las últimas décadas, la erosión de las leyes laborales, la caída de la sindicalización y el auge de las políticas proempresariales han reconfigurado el panorama del trabajo, enfocándose principalmente en la reducción de costos y en la maximización de ganancias, mientras que las condiciones laborales se han desmejorado considerablemente.
En este contexto, la transformación del mercado laboral ha sido impulsada por políticas que han favorecido a las grandes corporaciones y al capital, a menudo a costa de los derechos de los trabajadores. La centralización del poder económico y político en manos de pocas empresas ha sido un fenómeno característico del neoliberalismo, que se ha manifestado en la privatización de servicios, en la precarización del empleo y en la creciente fragmentación de los sindicatos. Esto ha dado lugar a una crisis de derechos laborales, que ha afectado principalmente a los sectores de bajos salarios y a los trabajadores no sindicalizados, quienes han visto cómo sus condiciones laborales y sus remuneraciones se deterioraban con el paso del tiempo.
La relación entre los empleadores y los empleados ha sido progresivamente reconfigurada. Si bien las grandes corporaciones como Walmart han demostrado que es posible pagar salarios más altos y mejorar las condiciones laborales sin sacrificar la rentabilidad, la realidad para muchos trabajadores en el sector de servicios es que, a pesar de trabajar a tiempo completo, sus ingresos siguen siendo insuficientes para cubrir sus necesidades básicas. Esto no solo refleja un modelo económico ineficaz, sino también una profunda desconexión entre las necesidades del trabajador y los intereses del empleador.
Uno de los fenómenos más representativos de este cambio ha sido el desmantelamiento de los sindicatos, que alguna vez representaron un freno a la explotación laboral y una vía para negociar mejores condiciones. El debilitamiento de los sindicatos ha dejado a los trabajadores más vulnerables a las decisiones unilaterales de las grandes empresas, que han adoptado prácticas de externalización y subcontratación como una forma de reducir costos y evitar el cumplimiento de las leyes laborales. Esto ha llevado a la creación de una clase trabajadora cada vez más fragmentada y menos protegida por los marcos legales que antes garantizaban sus derechos.
Es importante señalar que, en el discurso contemporáneo sobre el trabajo, la atención se ha centrado principalmente en su fin, en el sentido de la desaparición de los empleos a causa de la automatización o la baja de los costos laborales. Sin embargo, este enfoque no aborda la cuestión fundamental de las condiciones en las que se realiza el trabajo, ni el impacto que esto tiene sobre los derechos de los trabajadores y la equidad social. La idea de reducir el trabajo a su mínima expresión, promovida por el neoliberalismo, ha desplazado el debate sobre las condiciones laborales, aceptando implícitamente la subcontratación y la precarización del trabajo como inevitables.
La administración de Donald Trump, por ejemplo, se insertó en este contexto con una retórica populista que culpaba a otros países y a los inmigrantes por la pérdida de empleos industriales en los Estados Unidos. Sin embargo, su análisis era superficial, ya que no tomaba en cuenta los cambios fundamentales en las relaciones laborales y la legislación laboral que habían contribuido a la destrucción de la clase media estadounidense y a la disminución de la seguridad laboral. A pesar de las promesas de revivir la industria manufacturera, la gestión de Trump sobre la crisis económica derivada de la pandemia de COVID-19 evidenció la fragilidad de la economía estadounidense y la incapacidad de las políticas neoliberales para abordar las necesidades de los trabajadores.
En este escenario, las políticas neoliberales han convertido a los empleadores en figuras casi omnipotentes, cuyas decisiones determinan en gran medida las condiciones de vida de los trabajadores. Los estados, debilitados por la falta de regulación efectiva, han quedado a merced de estas grandes corporaciones, que imponen sus términos a través de una lógica de maximización de beneficios y control absoluto sobre el mercado de trabajo. Además, el gobierno, en muchos casos, ha delegado su poder regulador a agencias especializadas, lo que ha dado lugar a una creciente concentración de poder en manos de los ejecutivos, con consecuencias impredecibles para la democracia.
Lo esencial es que, aunque las políticas neoliberales han fomentado una economía en la que el trabajo se presenta como un medio para alcanzar la competitividad, la realidad es que los beneficios de este modelo no se distribuyen equitativamente. Los trabajadores, especialmente los más vulnerables, han pagado el precio más alto, sufriendo una disminución de sus ingresos, de sus derechos laborales y, en muchos casos, de su dignidad humana. Esta dinámica ha generado un desequilibrio social que se ha manifestado en la creciente desigualdad económica y en la desafección de una parte importante de la población con el sistema político y económico en general.
¿Cómo las declaraciones políticas sobre el uso de mascarillas invitan a la inacción?
El análisis de las declaraciones de figuras políticas sobre el uso de mascarillas durante la pandemia de COVID-19 revela un patrón de actuación perlocucionaria que, lejos de incitar a la acción colectiva, fomenta la inacción. Un acto perlocucionario se refiere a la influencia que una expresión lingüística tiene sobre la conducta de los oyentes, la cual depende del contexto sociocultural en el que se produce. En este caso, las intervenciones de líderes como Donald Trump o Mike Parson, exgobernador de Missouri, no solo se limitan a expresar una preferencia personal, sino que activan marcos discursivos que deslegitiman la responsabilidad colectiva frente a un peligro común.
En el contexto estadounidense, las reacciones de los ciudadanos ante la intervención de la policía dependen de factores como la raza o la ubicación. Un joven negro probablemente perciba el saludo de un policía de manera muy diferente a una mujer blanca de edad avanzada, quienes no han sido socializadas en la misma narrativa de miedo frente a la autoridad. Del mismo modo, una intervención de un oficial de policía en una calle urbana a medianoche provocaría una respuesta distinta en el ciudadano que si la misma situación se diera en un parque suburbano durante el día. Estas diferencias de percepción y respuesta también son aplicables a las declaraciones de figuras como Trump: sus palabras no pueden ser entendidas completamente sin considerar el contexto más amplio de la ideología neoliberal y la retórica que prevalecía durante su mandato.
A través de sus declaraciones, Trump no solo formuló recomendaciones o consejos, sino que activó un marco discursivo que apelaba a la libertad personal y la elección individual, al mismo tiempo que minimizaba la responsabilidad gubernamental. Usando expresiones como "puedes" o "deberías considerar", Trump convirtió el uso de mascarillas en una cuestión opcional, eliminando cualquier noción de obligación colectiva o de responsabilidad estatal. Esto se ve claramente en sus intervenciones, donde nunca trató el uso de mascarillas como un deber, sino como algo que los ciudadanos podían hacer si así lo deseaban, despojando a las medidas de salud pública de un carácter mandatorio.
Este enfoque no es exclusivo de Trump. Gobernadores como Mike Parson, Rick DeSantis de Florida, o Doug Ducey de Arizona, adoptaron posiciones similares al evitar hablar de la necesidad de un mandato sobre el uso de mascarillas. En lugar de tratar el asunto como una responsabilidad compartida, se limitaban a expresar que las personas "podían" usar mascarillas si lo consideraban adecuado. Al no hacer de la mascarilla una obligación, estos políticos anticiparon perlocucionariamente una inacción colectiva, ya que sus palabras no pedían una respuesta firme, sino que dejaban abierta la posibilidad de no hacer nada.
El lenguaje usado por estas figuras políticas refleja una manipulación de los marcos discursivos neoliberales. Al recurrir a modalidades de posibilidad, como el "puede" o el "deberías considerar", se eliminan las exigencias de acción colectiva y se refuerza la noción de responsabilidad individual. En un momento de crisis sanitaria global, este tipo de discurso resultó en una mayor confusión y, en muchos casos, en una respuesta dispersa y desorganizada ante la amenaza del virus.
Además de la manipulación discursiva, estas declaraciones reflejan una tendencia más amplia en la política neoliberal: el desplazamiento de la responsabilidad colectiva hacia el individuo. El mensaje es claro: no es el gobierno el que debe actuar para proteger la salud pública, sino que es cada persona quien decide si se protege o no. Esta retórica no solo evoca una falsa sensación de libertad, sino que también socava la capacidad de la sociedad para enfrentar un desafío global como una unidad.
En este sentido, es crucial entender que la inacción no es un efecto secundario accidental, sino una consecuencia directa de las elecciones lingüísticas y políticas de aquellos en el poder. Al presentar la respuesta a la pandemia como una cuestión de elección personal, se crea una narrativa que desactiva el sentido de urgencia y la cooperación necesaria para enfrentar la crisis. La inacción, por lo tanto, no es simplemente la ausencia de respuesta, sino una respuesta activa construida a través de la manipulación lingüística de los discursos políticos.
¿Cómo los Modelos de Negocios del Poder y la Manipulación se Conectan con la Cultura de la Impunidad?
A lo largo de las décadas, un patrón común ha emergido entre los poderosos que operan en los círculos de la élite: la capacidad de manipular a los vulnerables mediante estructuras que aparentan ser filantrópicas o basadas en la oportunidad, pero que ocultan un modus operandi de control, explotación y abuso. Esta dinámica se observa no solo en el ámbito financiero y empresarial, sino también en los círculos del modelaje y el entretenimiento, donde el poder se combina con la sexualización de las personas más jóvenes, especialmente mujeres, en una red de intereses personales y corporativos.
Una de las figuras más polémicas en este entramado es John Casablancas, un agente de modelos que, durante años, fue conocido por sus prácticas de manipulación sexual hacia las jóvenes que aspiraban a ser modelos. Su habilidad para utilizar a estas chicas para la satisfacción de sus propios deseos, mientras promovía una cultura de impunidad dentro de la industria del modelaje, sentó las bases para una serie de comportamientos que se repetirían en otros sectores. Casablancas, al igual que muchas figuras prominentes, se valía de su posición y sus conexiones para moldear una industria en la que las jóvenes aspirantes no solo dependían de su éxito profesional, sino también de su aprobación personal.
Cuando Jeffrey Epstein, un financista conocido por sus crímenes sexuales y su red de abuso, decidió adentrarse en el negocio del modelaje en 2005, adoptó una estrategia similar a la de Donald Trump, quien había estado involucrado en concursos de belleza y agencias de modelaje. Epstein implementó un sistema donde las jóvenes modelos eran traídas desde el extranjero, sin los permisos de trabajo necesarios, y se les cobraba exorbitantes tarifas por alojamiento y otros gastos. Además, se incentivaba su participación en eventos sociales de alto nivel, en los cuales tendrían la oportunidad de conocer a hombres ricos y poderosos. Epstein, al igual que Trump, no buscaba simplemente relaciones sexuales con las modelos, sino una forma de control y poder sobre ellas, induciéndolas a actos que nunca habrían considerado si estuvieran en condiciones normales.
Este patrón de abuso no solo se limita a figuras como Epstein o Casablancas, sino que también se extiende a los propios líderes políticos que, en ocasiones, parecen funcionar como modelos a seguir para las generaciones futuras. Por ejemplo, Trump, quien ha sido acusado de abusos sexuales por diversas mujeres, algunas de las cuales eran menores de edad en el momento de los supuestos encuentros, es un ejemplo de cómo la impunidad puede ser aplicada a gran escala. Su actitud pública hacia el abuso y su descaro al respecto, especialmente cuando se filtraron grabaciones de sus conversaciones sobre las mujeres, fueron recibidos con una indiferencia sorprendente por parte de una gran parte del público, que lo consideró parte de su “marca”.
A lo largo de la historia reciente, hemos visto cómo la "generosidad" aparente, que a menudo se presenta en forma de fundaciones caritativas, se utiliza para ocultar malas prácticas y desviar la atención del abuso de poder. Tanto Epstein como Trump compartían la habilidad de manipular las percepciones públicas a través de sus fundaciones, las cuales les permitieron mantener una imagen de benefactores mientras ocultaban sus oscuros intereses personales. Las grandes donaciones a hospitales, universidades y festivales de cine servían, en muchos casos, como una pantalla para encubrir sus crímenes y para ganar la aceptación de aquellos que podrían haberlos detenido si hubieran prestado más atención.
La creación de fundaciones y organizaciones caritativas, como el caso de Epstein con su propia fundación, es un claro ejemplo de cómo los ricos y poderosos pueden utilizar la filantropía no solo como una forma de redimir su imagen, sino también como una herramienta para obtener beneficios tanto morales como financieros. La fachada de la generosidad oculta, de manera efectiva, los vicios y crímenes detrás de estas figuras, permitiéndoles seguir operando dentro de una sociedad que a menudo prefiere cerrar los ojos ante las evidencias más claras.
Es importante comprender que estas estructuras de abuso no solo existen dentro de ciertos sectores, sino que se extienden a toda una cultura que valida el poder sobre los más vulnerables. La manipulación de las jóvenes modelos y la explotación de su fragilidad, tanto emocional como económica, son prácticas que siguen existiendo en la actualidad. No solo los hombres poderosos y sus empresas son responsables de perpetuar esta dinámica, sino también una sociedad que, al no cuestionar los mecanismos de poder que permiten estas estructuras, contribuye indirectamente a mantenerlas. La impunidad, alimentada por el silencio colectivo y la indiferencia, sigue siendo una de las mayores amenazas para la justicia y la equidad en todos los ámbitos de la vida pública y privada.
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