Las llamadas "revoluciones de colores" han marcado un hito en la historia reciente de las luchas por la democracia, al ser vistas como ejemplos de resistencia no violenta. Los movimientos populares que tomaron fuerza en varios países post-soviéticos, desde Ucrania hasta Kirguistán, pasaron por diferentes fases. Algunos de estos movimientos llevaron a reformas democráticas, mientras que en otros casos, la sustitución de un dictador por otro parecía no hacer más que perpetuar el ciclo de autoritarismo. Sin embargo, la mayoría de estos levantamientos culminaron en fracasos, dejando a los participantes con poco más que el dolor y el recuerdo de una brutal represión. En el caso de Uzbekistán, por ejemplo, el masacre de Andijón en 2005, en la que cientos de manifestantes fueron asesinados, se convirtió en un símbolo sombrío de lo que ocurre cuando los ciudadanos desafían a un gobierno que no tiene reparos en usar la violencia para mantenerse en el poder.
El Presidente ruso, Vladimir Putin, vio estas revoluciones como una amenaza directa a su régimen. En sus declaraciones, dejó claro que no permitiría un escenario similar en su país: “Vemos las trágicas consecuencias que trajo la ola de las llamadas revoluciones de colores”, afirmó, subrayando que estos movimientos le sirvieron como una advertencia. Aunque no especificó a quién se refería con “nosotros”, es evidente que el sistema de poder de Putin ya no se limitaba a las fronteras de Rusia, sino que se había expandido a otras regiones, incluidos Europa y América del Norte, donde la mafia rusa se infiltraba aprovechando las leyes financieras débiles y la inestabilidad económica global. En este contexto, el desafío de controlar el flujo de información y de mantener el control sobre la narrativa se volvió central para la supervivencia de estos regímenes.
El éxito de una protesta en Occidente, muchas veces, ha sido medido por sus resultados visibles: los dictadores derrocados, los mártires convertidos en héroes nacionales, los prisioneros que alcanzan la presidencia. Sin embargo, no hay estadísticas confiables sobre las protestas fallidas, aquellas que no logran más que represión y olvido. La mayoría de las protestas fracasadas no llegan a una audiencia más allá de los involucrados en ellas. Esto nos recuerda que, en muchos casos, las manifestaciones en países autoritarios no solo fracasan, sino que son brutalmente suprimidas, y los que las llevan a cabo son demonizados y castigados sin compasión. En este tipo de entornos, la única forma de "ganar" es silenciar al adversario, deshumanizar a las víctimas y borrar la memoria de los hechos. Como ejemplo, en Uzbekistán, la broma sobre la participación en una manifestación —"Sí, un uzbeko puede participar, pero solo una vez"— refleja la desesperanza y el miedo palpable que sienten aquellos que viven bajo la amenaza constante de represión estatal.
Este fenómeno tiene una relevancia especial en el contexto actual, donde las tecnologías digitales juegan un papel crucial en las dinámicas de protesta. Durante la primera década del siglo XXI, muchos académicos dudaban de la importancia política del internet, especialmente en contextos autoritarios. A medida que el uso de las redes sociales y los smartphones se generalizaba, el concepto de un "mundo digital" y un "mundo material" comenzaba a desdibujarse, y no solo para los disidentes en países como Uzbekistán, sino también para las democracias occidentales. Sin embargo, el internet no es inherentemente democratizador. Por el contrario, ha exacerbado los peores instintos de los usuarios y ha creado nuevas formas de manipulación y control, especialmente en regímenes autoritarios. En estos países, la internet se convierte en un arma de doble filo: permite cierta visibilidad para los disidentes, pero a la vez, abre la puerta a la desinformación, la propaganda y el acoso organizado por el estado.
Los movimientos de protesta en el mundo árabe y en Irán, por ejemplo, fueron etiquetados como "Revoluciones de Twitter" o "Revoluciones de Facebook", sin tener en cuenta las complejidades de la situación en el terreno. Mientras que las redes sociales ofrecían a los activistas nuevos canales para organizarse, también los exponían a la vigilancia y represión del estado. Las plataformas que inicialmente se presentaron como herramientas de libertad, terminaron por ser instrumentos de control. En países como Azerbaiyán, donde el gobierno se mantenía firme en su autoritarismo, las redes sociales eran aprovechadas no solo para difundir propaganda oficial, sino para humillar y castigar a aquellos que se atrevían a desafiar el sistema. Un ejemplo claro es el de dos amigos periodistas que fueron encarcelados tras publicar un video satírico en línea, o el caso de una periodista a quien el gobierno intentó extorsionar mediante la creación y difusión de un video íntimo falso.
En este contexto, la noción de "autoritarismo en red", propuesta por la académica Rebecca MacKinnon, describe cómo los regímenes autoritarios aprovechan la "apertura" del internet para bombardear a los ciudadanos con propaganda y teorías conspirativas. Esta técnica es más eficaz que la censura tradicional, ya que no solo desinforma, sino que crea un ambiente de desconfianza donde los ciudadanos se sienten inseguros y aislados. En lugar de ser una herramienta de liberación, internet se convierte en un instrumento para silenciar, manipular y dividir a la sociedad. En Rusia, por ejemplo, aunque la internet parecía libre, el gobierno utilizaba las plataformas digitales para atacar a la oposición, propagar propaganda estatal y deslegitimar a los disidentes.
Es crucial entender que en un régimen autoritario, la lucha por la libertad de expresión y la justicia no solo se da en las calles, sino también en el mundo digital. En este terreno, las redes sociales no solo permiten a los opositores expresarse, sino que también pueden ser utilizadas para reprimir, manipular y dividir a la sociedad. Las revoluciones modernas ya no son solo físicas; su campo de batalla es virtual, y las herramientas tecnológicas pueden ser tanto un aliado como un enemigo.
¿Cómo los medios y los periodistas pueden enfrentar la amenaza de la desinformación y el autoritarismo?
En los últimos años, los periodistas han desempeñado un papel fundamental en la defensa de los ciudadanos más vulnerables, una responsabilidad que debería ser su prioridad. A pesar de esto, los retos que enfrentan, especialmente en un contexto de creciente desinformación, son enormes. Durante una conferencia de periodistas y empleados de corporaciones tecnológicas en Palo Alto, surgió el tema de las "noticias falsas", un fenómeno amplificado por la elección de Donald Trump. Fue en este evento donde, como periodista de un "estado rojo", me vi enfrentada a la incomprensión de muchos de mis colegas, quienes no lograban captar la urgencia con la que hablaba sobre los peligros de Trump. La sorpresa en sus rostros era evidente, pues pensaban que, como muchos, yo también celebraba su victoria, aunque era precisamente lo contrario.
Esta desconexión entre los medios de comunicación costeros y la realidad en zonas rurales de Estados Unidos es reveladora. En su mayoría, los periodistas urbanos no entendían la magnitud de la crisis representada por Trump, y el papel de las redes sociales en su ascenso al poder era minimizado. No obstante, al mismo tiempo, comenzaron a surgir acontecimientos que ofrecían un atisbo de esperanza. Un ejemplo claro de esto fue la publicación del dossier Steele por BuzzFeed, que, aunque no generó consecuencias inmediatas, arrojó luz sobre el alcance de las posibles corrupciones que acechaban en la Casa Blanca. Fue un alivio ver que, finalmente, algunos aspectos del escándalo que rodeaba a Trump estaban siendo expuestos, aunque los problemas fundamentales seguían sin resolverse.
Mi intervención en Chicago, el día antes de la toma de posesión de Trump, fue otro intento de visibilizar los peligros de una democracia vulnerable. Hablé sobre el trabajo de Wayne Barrett, periodista neoyorquino que había documentado la corrupción de Trump con una valentía encomiable. El hecho de que su legado se haya olvidado por tantos demuestra cómo las fuerzas políticas y mediáticas pueden desviar la atención del verdadero problema, manteniendo al público entretenido con detalles escandalosos en lugar de enfrentar la magnitud de la crisis. Como solía decir, "está en el dominio público, ha estado allí todo el tiempo", refiriéndome a las numerosas investigaciones que señalaban las ilegalidades de Trump, que ya estaban disponibles para quien quisiera verlas.
El día de la inauguración de Trump, mientras caminaba por el aeropuerto, me sentí abrumada por la repetición constante de su discurso a través de las pantallas. El aire frío del exterior no logró disipar la sensación de estar siendo parte de una pesadilla de la que no podía despertar. Trump no solo era un peligro para la democracia estadounidense, sino que formaba parte de un movimiento global de supremacistas blancos y kleptócratas internacionales que buscaban desmantelar las democracias occidentales. A nivel internacional, el clima no era menos preocupante. En el Reino Unido, durante una conferencia sobre la libertad de prensa y la desinformación, pude escuchar historias de horror relacionadas con el Brexit, otro evento que, al igual que la elección de Trump, había sido manipulado por fuerzas externas con intereses ocultos. Carole Cadwalladr, una periodista británica, había comenzado a investigar el papel de las redes sociales y de la empresa Cambridge Analytica en la manipulación del referéndum, enfrentándose a amenazas y amenazas por su valentía. Al igual que en Estados Unidos, la conexión entre corrupción y crimen organizado había sido evidente, pero pocos funcionarios se atrevieron a actuar con la rapidez y la firmeza necesarias.
Lo mismo sucedía en otros países europeos. En los Países Bajos, los ciudadanos observaban el ascenso de Geert Wilders, un líder populista de ideología xenófoba, que podría emular el fenómeno Trump. Aunque el sistema parlamentario de los Países Bajos ofrecía cierta protección frente al poder de Wilders, la pregunta que me plantearon los ciudadanos fue clara: ¿es posible que algo así ocurra aquí? Mi respuesta fue sencilla: "Sí, puede suceder".
Lo que los periodistas deben entender es que las amenazas a la democracia no siempre se presentan de manera evidente. A menudo, las crisis se desarrollan lentamente, se enmascaran bajo la retórica de la libertad o la defensa del pueblo, pero lo que está en juego es mucho más profundo. El ascenso de figuras autoritarias como Trump o Wilders no es un fenómeno aislado; es parte de un patrón más amplio que pone en riesgo los pilares fundamentales de la democracia. Los medios de comunicación, en su rol de guardianes de la verdad, deben estar alertas, dispuestos a señalar las verdades incómodas, aunque esto implique ir en contra de las narrativas dominantes o enfrentarse a amenazas externas. La desinformación, alimentada por las redes sociales y la manipulación de datos, ha sido una de las armas más eficaces para socavar la confianza pública y generar divisiones profundas en la sociedad. Los periodistas deben ser conscientes de que su trabajo no solo es informar, sino también educar y proteger el bien común, luchando contra las fuerzas que buscan minar la democracia desde dentro.
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