Zúrich, una ciudad en apariencia tranquila, escondía tras su neutralidad los laberintos más enrevesados del espionaje. Allí fue enviado mi agente, un hombre de letras convertido en servidor auxiliar, para encontrar a R., el americano que yo había tratado de atraer ofreciéndole un contacto sensacional con Clemenceau. No hubo respuesta entonces; el silencio fue absoluto. Cinco días después recibí un informe confidencial: R. estaba alojado en el Hotel Adlon, llevaba una vida aparentemente discreta y sólo se reunía con Rudolf Laemmel, un químico austriaco naturalizado suizo, antaño profesor del Reform Gymnasium de Zúrich, que se presentaba falsamente como su director y que, según fuentes fiables, era uno de los jefes del servicio secreto alemán en Suiza. No cabía duda: habíamos sido engañados. El “americano de buena estirpe” era, muy probablemente, un germano-americano audaz, capaz de entregarse en nuestras manos para luego escabullirse.
Por entonces yo era todavía ingenuo. Creía que el territorio neutral era una suerte de tierra de nadie donde uno podía vigilar y recoger información pero no actuar, y mucho menos privar de libertad a alguien. Bajo esa creencia, ordené seguir observando a R., que continuaba comprometiéndose con Laemmel y frecuentaba los círculos más hostiles a Francia en Zúrich. Recibí incluso una carta de Ginebra en la que R. aseguraba hallarse tras una pista de gran interés. Me irrité, llamé al embajador Sharp y le reproché la “despreciable” conducta del sobrino de su amigo. El diplomático, estupefacto, insistía en la honorabilidad del tío, que acababa de llegar a Estados Unidos, donde denunció ante la prensa el trato brutal recibido en Alemania. El asunto amenazaba con deteriorar las relaciones germano-americanas.
Creí que todo había terminado con R., hasta que el 16 de octubre recibí una carta sorprendente desde Zúrich. Mi agente relataba haber visto a R. salir del Hotel Adlon: era una sombra del hombre que conocíamos, tambaleándose, exhausto, interrumpido por ataques de hipo y hemorragias. Aunque nos repugnaba su conducta, le ofrecimos ayuda. R., tras dudar, reconoció nuestro acento francés y nos pidió en voz baja transmitir una carta a Francia. Escribió con esfuerzo diez líneas en una hora. Al mirar la dirección del sobre, me quedé helado: era la mía.
Al abrir la misiva, comprobé su estado físico en la escritura desigual. Me citaba para un almuerzo en el Hotel Regina, en la Place de Rivoli, para entregarme información extraordinaria. Dudé de todo, incluso de que no fuera una trampa, pero al telefonear al hotel, R. respondió de inmediato. El supuesto doble espía, desenmascarado y ahora arriesgando la vida al regresar a Francia, me esperaba. Lo encontré en el Hotel d’Orsay. Se levantó para saludarme con una sonrisa, aún apuesto pero encorvado, con veinte años más encima.
Durante la comida me confesó que desde su llegada a Suiza se había visto atrapado por Laemmel, que lo perseguía como una sanguijuela. Al principio los reproches del austríaco —recordándole la neutralidad que debía guardar un ciudadano americano— le eran indiferentes. Luego, Laemmel cambió de táctica: lo convenció de que su posición privilegiada, cercana a personalidades francesas, lo predisponía a favor de los Aliados y que, como periodista, debía escuchar también el punto de vista alemán. Le insinuó que, gracias a su apellido y su condición de sobrino de un personaje eminente en Estados Unidos, podría recibir revelaciones sobre operaciones futuras del Reich, privilegio que a un americano “de marca” no se le negaría. R. me dijo que esas primeras informaciones e indicios que recibió le habían parecido valiosos y que por ellas había arriesgado todo.
Me hablaba a tirones, cada vez más pálido, hasta que de pronto se desplomó sobre la mesa. Yo aún dudaba: ¿era teatro para conmoverme o prueba de una fidelidad sincera? Mis sospechas recientes estaban demasiado arraigadas para disiparse de golpe. Sin embargo, aquel cuadro patético, el hombre que quizá había jugado a dos bandos pero que ahora se encontraba destruido y en mis manos, era la viva imagen del precio del espionaje en territorio neutral, donde las lealtades se mezclan, las identidades se confunden y la información se paga con la salud, el honor y a menudo la vida.
En este contexto es importante que el lector comprenda que las “tierras neutrales” no son verdaderos refugios morales, sino escenarios donde se cruzan intereses nacionales, redes clandestinas y presiones diplomáticas. La aparente neutralidad es un velo frágil que se rasga con facilidad cuando convergen espionaje y política internacional. La desinformación, la manipulación psicológica y el uso de agentes dobles eran —y son— herramientas habituales. Quien se adentra en ese mundo debe saber que cada contacto, cada carta y cada encuentro puede ser tanto una fuente de información como una trampa letal.
¿Puede la hermandad de sangre sobrevivir a la guerra y al deber?
Von Genthner hablaba despacio, como si cada palabra abriera viejas cicatrices. Recordaba Heidelberg, los años de juventud en que la amistad no tenía fronteras ni banderas. Allí, en aquel cuerpo estudiantil, la fraternidad no era un mero símbolo: se transformaba en un pacto tangible, casi sacramental. Las muñecas abiertas y unidas, la sangre fluyendo de uno al otro hasta coagular, la promesa: “Ahora somos uno. Si te hiero, me hiero; si me hieres, te hieres”. A los veinte años aquello no era ridículo, sino una verdad solemne. Era el modo en que dos jóvenes, todavía intactos de la dureza del mundo, declaraban su lealtad absoluta.
Y, sin embargo, años después, Von Genthner debía condenar a muerte al mismo hombre con quien había compartido aquel pacto. Eric, su hermano de sangre, capturado como espía, aceptaba sin dramatismos su destino. La orden era clara: juicio sumario y ejecución en tres horas. Ninguna música, ni siquiera la más grave de Händel, podía dulcificar aquella escena. Frente al brandy francés, ambos intentaban reconstruir los fragmentos de un pasado compartido: noches nadando en el Neckar, duelos de honor, cumbres del Tirol adornadas de edelweiss. Tres horas para desandar una vida entera.
Eric, con su humor irónico, desmontaba las fórmulas vacías del honor militar. “¿Cómo se clava un bayoneta en el estómago de un hombre de manera caballerosa?”, preguntaba. Su crítica iba más allá de la guerra: veía en ella un juego de intereses industriales, un teatro sangriento al servicio de fabricantes de armas. Mientras Von Genthner sentía el peso insoportable del deber, Eric hallaba consuelo en la aceptación budista de la vida como dolor y de la muerte como liberación. No había miedo en su voz, sino una calma lúcida.
Las palabras se volvían filosóficas a medida que el tiempo se agotaba. ¿Para qué se lucha? ¿Quién se beneficia de la victoria? Eric desmontaba los discursos patrióticos con nombres concretos: Krupp, Schneider-Creusot, Skoda, Mitsui. Tras esas máscaras se escondían los verdaderos beneficiarios del conflicto. Frente a esa claridad, Von Genthner temblaba. La música, su refugio de juventud, no bastaba para sostenerlo. Ni Wagner ni Beethoven podían acompañarle en aquel acto final.
La escena adquiría resonancias bíblicas: tres horas en una trinchera, como tres horas en Getsemaní. El hombre que había sido su hermano de sangre asumía la muerte con una serenidad que desarmaba cualquier argumento. “Tienes que hacer algo repulsivo, pero debes hacerlo”, le dijo. “En justicia, dime: ¿quién de los dos lo soporta mejor?”. Quedaba poco más que silencio. El tiempo había terminado. Eric se ofrecía incluso a dar la orden de su propio fusilamiento. En ese instante, la guerra mostraba su rostro más desnudo: la traición de todo vínculo humano en nombre del deber.
El lector debe entender que esta historia no es sólo un episodio de amistad rota por la guerra, sino una reflexión sobre los límites del deber, del honor y de la obediencia. Importa ver cómo las ideologías y los intereses colectivos pueden disolver los pactos más íntimos, cómo el lenguaje de la lealtad se vuelve irreconocible cuando se somete a la lógica de la violencia. También es crucial comprender que el dilema de Von Genthner no es exclusivo de un tiempo o un lugar: es la tensión eterna entre la conciencia individual y las estructuras que exigen sacrificios. La historia sugiere que ningún juramento, por solemne que sea, puede permanecer intacto si no se interroga constantemente el poder que lo amenaza.
¿Qué secreto contenía la carta y qué costó descubrirlo?
La carta, enrollada con la meticulosidad de un códice, describía un tejido de voluntades y traiciones que alcanzaba desde los hornos de fundición de Irkutsk hasta los salones cortesanos de San Petersburgo. En el lenguaje seco y profesional del servicio, se preguntaba si la paloma mensajera instalada entre la Fundición de Oro en Irkutsk y Sokhindo cumplía con su cometido; se anotaba, con la fría precisión de un parte, la expectativa del Alto Mando de Berlín de que Ignatius Grayek, apodado “Cuervo”, hiciera estallar el túnel al oeste de la cordillera Yablonovi simultáneamente con la noticia, ya difundida, de que un grupo de pacifistas rusos dirigido por Sergius Dolin había destruido el puente del Transiberiano sobre el Yeniséi. Mademoiselle Wassiltchikova, cuyo viaje a San Petersburgo formaba parte de una vasta campaña pacifista en círculos de la corte, aparecía como pieza en una jugada más amplia: a ojos de los intereses germanos convenía aislar a Japón de Rusia. La última página, tautológica en su hermetismo, ordenaba dilaciones procesales para Herr Uderhoff del Commercial Hotel: aplazar su juicio, mantener en libertad a los miembros de su pequeña red, con la mira puesta en disponer de chivos expiatorios que más tarde serían entregados al pelotón de fusilamiento.
Tuve, por un instante, la tentación de guardarla; después vino la cuenta de probables consecuencias. Interceptar el documento habría desbaratado la maniobra, y el tiempo para ello aún no había madurado. General Stroumilin poseía protectores en San Petersburgo y, con su habilidad de mentir bajo juramento, podría fingir que la carta no era sino una obra maestra de contraespionaje. ¿Qué derecho tenía yo a violar el domicilio de un general? Mi jefe, el General Batioushin, no era todopoderoso; su reputación había de ser un factor. Así, la cautela pesó más que la codicia documental.
La habitación me pareció de pronto más fría; los ruidos húmedos del gendarme amordazado junto a los archivos resonaban en la quietud. Creí distinguir, más allá de la cortina de la ventana, el grito de un centinela pidiendo auxilio y el rumor creciente de una búsqueda. Saqué las joyas de la caja fuerte y volví a ocultar la carta en su cilindro. Añadí un toque teatral: unos cortes verosímiles con la ganzúa alrededor de la cerradura de un legajo, para que el escenario coincidiera con un asalto. Apagué la luz y esperé a que el viento amainara antes de deslizarme hacia las sombras de los enebros enanos.
Una patrulla regresando del puente de pontones me sorprendió en el muro del jardín; era imposible huir. Me agaché tras la faja de la lopacha, fingí enfermedad de lombrices con un quejido y un frenesí de rascarme, y fui conducido, entre risas ásperas y órdenes, a la comisaría. El gendarme que me custodiaba conocía las calles como quien conoce sus letras favoritas; en los pasajes donde el vodka se vende barato, el uniforme no vale más que un abrigo raído, y el prisionero es, para la vecindad, un pariente más. En Shalasnikovskaya, bajo arcos de madera iluminados por faroles rojos, una mujer habló en la jerga del hampa y pronunció la palabra pharaoud, cuchillo escondido. Mi custodio, rígido, apretó mi brazo. Actué: un golpe seco bajo la nuez, una patada que topó con algo blando; el hombre cayó sin ruido y fue arrastrado hacia la penumbra. Tras unos intercambios con el dueño del tugurio, salvé al agente de una muerte propina por voces roncas; en su lugar, lo despojaron de uniforme y botas, lo abandonaron en la cuneta arropado con mi lopacha y ataviado con mi gorro de mendigo, máscara y barba falsa.
Al amanecer, con la cosa adjudicada a otros, esperé en la esquina de Primera Soldatskaya hasta que una columna de policías me arrastró ante el oficial que lamentaba en palabras garrafales el robo nocturno en la casa del Jefe de Policía Política. Fue mi señal: escoltado en una troika requisada, llevé al oficial a la residencia de Stroumilin; mi superior me dispensó con la orden de presentarme en mi estación. La ironía de la situación me provocó una risa contenida mientras me alejaba. Un trineo ostiaco me llevó de vuelta a mi cuartel; allí, Nechipor Kouzac, mi anfitrión y concertista de objetos hurtados, me entregó un formulario telegráfico oficial y aseguró que las alhajas tomadas del sofá-caja no se venderían en Irkutsk sino que serían colocadas lejos. Envié otro informe a Batioushin; su respuesta llegó cifrada por “D.13”, ayudante del Jefe de la Sección de la Corte Personal.
Aprendí entonces que Mademoiselle Wassiltchikova encabezaba el grupo “P” de pacifistas de San Petersburgo, organización a la que pertenecía el propio Stroumilin; trescientos miembros, en su mayoría varones. La Inteligencia alemana no la tenía internada en realidad; durante su estancia en Alemania estaba en la casa del Gran Duque de Hesse en Darmstadt. La joven no representaba un peligro directo en términos de espionaje; su valor radicaba en ser una herramienta en manos de von Lauenstein. Batioushin, pese a ofrecerme toda su ayuda, descartó la detención inmediata de Stroumilin: su intención era la exposición completa del grupo “P”. El asunto, reconoció con un matiz humano, era demasiado grande para un solo hombre, y reiteró no desear verme en la lista de desaparecidos. Agentes fueron despachados a la comarca de Yablonovi y a Yeniséisk, como piezas de un tablero que debía moverse con precisión.
Es importante añadir al lector material que complete la escena y la mente del protagonista: la manipulación de conciencias bajo exquisita apariencia cortesana y la instrumentalización del pacifismo como arma estratégica, la disciplina de la red de inteligencia que transforma nombres y hechos en sinopsis tácticas, la economía clandestina que blinda los botines para sostener operaciones, y la indiferencia moral de quienes usan juicios pospuestos y chivos expiatorios como maniobras de Estado. Conviene comprender también la ambivalencia
¿Cómo se infiltra un civil en territorio vigilado sin despertar sospechas?
La rumorología que circulaba en Roulers no era mera conversación de café: tenía la gravedad de una orden que se aproximaba. Cuando la posibilidad de evacuar a los habitantes surgió, la idea de utilizar aquel movimiento como coartada trazó su propia geometría en mi mente; era una geometría llena de vértices peligrosos y aristas que cortaban al menor descuido. El pedido que recibió Canteen Ma —averiguar la terminación de una línea telefónica oculta en los bosques de Ruddervoorde— convirtió la conjetura en una misión cuyo único capital era la audacia y la capacidad de leer la complacencia enemiga como si fuera un libro abierto.
Por más insensata que pareciera la empresa, había una lógica fría detrás: los controles en la costa de Brugge eran férreos, la menor sospecha bastaba para encerrar a un civil, la palabra “espía” pendía como verdugo. Nadie de la zona había logrado filtrar información hacia los Aliados; el cerco de miradas, registros y delaciones lo impedía. Pero la evacuación, si era ejecutada como se rumoreaba, ofrecería un pasaje legítimo: carros, orden de salida y movimientos de artillería logística que podían camuflar a una mujer entre bultos. Fue esa coincidencia de necesidad y oportunidad la que me empujó a concebir un plan límite: vestirme de soldado.
Hauptmann Fashugel encarnó el vector necesario para transformar la ocurrencia en realidad. Tenía la laxitud insolente de un comandante de ametralladoras cuyo valor le otorgaba margen de maniobra con los recursos de su unidad. Su ofrecimiento —un carro, un conductor imperturbable y un uniforme prestado— no era simple compasión, sino la explotación calculada de sus prerrogativas. La imagen de mí, alta y envuelta en un abrigo largo, con una gorra ladeada, buscando a mi propio tío en un laberinto de bosques, parecía a sus ojos plausible; y así surgió la posibilidad de atravesar la línea enemiga sin papeles, amparada por la apariencia.
No hubo plan detallado para la investigación sobre el terreno. La tarea, más que un guion, era una disposición de sentidos: observar, esperar, seguir los ruidos del bosque hasta dar con el cable o el punto terminal, recoger fragmentos de rutina que delataran la presencia de un operador enemigo. Sabía que la defensa posible era limitada: una mujer sola en territorio hostil no podría cargar armas sin multiplicar el riesgo. Por eso, en un gesto de pragmatismo drástico, sustraje de un botiquín una pequeña botella de cloroformo: herramienta de neutralización, última carta para evitar la violencia y ganar tiempo.
La convivencia con la ocupación era una escuela de ambivalencias. Otto, compañero y enemigo, permanecía entre nosotros; su mera presencia provocaba una tensión que no admitía relajación. Fashugel, por su parte, cultivaba la camaradería reglamentaria y la crueldad a partes iguales. La ficción del favor—el conductor silencioso, la orden de carga en el almacén al anochecer—se montó sobre esa mezcla de familiaridad y peligro. Salir de la ciudad en un carro de la Wehrmacht significaba aceptar el riesgo de que cualquier rostro conocido pudiera convertirse en interrogante y toda confianza, en trampa.
El viaje propuesto no era solamente una operación de engaño; era una prueba de la frágil frontera entre supervivencia y traición. La instrucción tácita era aprender a sostener una identidad prestada sin permitir que el prestamista dejase de ser peligroso. El éxito dependía de detalles mínimos: la naturalidad al caminar, la forma de engarzarse la gorra, la manera de responder con monosílabos cuando la mirada del conductor se posara. En el fondo, se trataba de usar la más antigua de las armas: aparentar pertenecer.
Importante para quien quiera complementar este capítulo: incluir un mapa detallado de la zona (caminos secundarios, agrupaciones de árboles y referencias a Brugge y Ruddervoorde), notas sobre la organización y disciplina de una compañía de ametralladoras alemana en 1914–1918, y ejemplos de documentos o pases falsificables que hicieran verosímil el desplazamiento. Añadir descripciones de señales lingüísticas y modales —vocabulario básico militar en alemán, fórmulas cortas de saludo, gestos típicos— que faciliten la verosimilitud del disfraz. Explicar protocolos de control en puntos de evacuación: quién pregunta, qué registros se consultan y cómo se realizan las inspecciones de carros; esto permitirá que el lector comprenda las ventanas de oportunidad y los puntos críticos donde la operación puede fallar. Integrar además un análisis ético sobre el coste humano de utilizar la apariencia de la propia gente y sobre las posibles consecuencias para los evacuados que se queden o para familiares expuestos por la falsificación; y, por último, incluir una pequeña guía sobre improvisación de recursos médicos y desesperados (por ejemplo, el uso del cloroformo y sus riesgos) para subrayar que las soluciones extremas traen consigo responsabilidad y peligro real.
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