El discurso inaugural de Donald Trump marcó el comienzo de una nueva estrategia de comunicación, enfocada en provocar una ola de optimismo sobre su presidencia. Comenzó con un tono grandioso, celebrando el renacimiento del "gran espíritu americano", algo que, según él, estaba por despertar. "Un nuevo capítulo de grandeza estadounidense está comenzando", proclamó, con la promesa de un resurgimiento de la esperanza y el orgullo nacional. Sin embargo, pronto hizo un giro hacia una visión sombría, adentrándose en los problemas del país de una manera que ponía de manifiesto su visión de un país en ruinas: "Tenemos 94 millones de estadounidenses fuera de la fuerza laboral. Más de 43 millones de personas viven en la pobreza. Más de 43 millones están en los cupones de alimentos."
Este contraste entre la promesa de un futuro brillante y el retrato de un pasado sombrío fue clave en su discurso. Trump se presentaba como un salvador de una nación perdida, donde las fábricas cerraban, los empleos se perdían y el país había sido víctima de un robo global de trabajos. La narrativa era clara: América estaba en una situación desesperada y él sería el encargado de devolverle su grandeza. En sus primeros días, se encargó de exponer los males heredados de la administración Obama, atribuyéndose el mérito de los futuros éxitos y utilizando al anterior gobierno como chivo expiatorio para cualquier problema que surgiera.
En sus intervenciones iniciales, la excepcionalidad estadounidense no era el enfoque principal. De hecho, Trump aún no estaba preparado para invocar el concepto en su discurso, ya que su estrategia estaba centrada en reconstruir una América que él veía como algo "no excepcional", pero que, bajo su liderazgo, podría llegar a serlo. El regreso de esa excepcionalidad, según Trump, sería un proceso, y todo giraría en torno a un elemento crucial: "ganar" nuevamente, lo que representaba la columna vertebral de su mensaje.
No fue hasta más adelante en su presidencia, en 2019, cuando Trump empezó a usar la excepcionalidad estadounidense de manera más explícita. Durante un mitin en Hershey, Pennsylvania, a pesar de la incertidumbre política y la amenaza del impeachment, Trump celebró lo que él consideraba el renacer de la supremacía estadounidense. "Somos la economía más grande del mundo", dijo, destacando que Estados Unidos era también el mayor productor de energía, de petróleo y gas, y que no había nadie que se acercara a su poderío militar. De hecho, Trump llegó a definir a América como "la más caliente" en términos de poder global, una forma de decir que la excepcionalidad había regresado gracias a su presidencia.
Este cambio en su discurso refleja una adaptación estratégica del concepto de excepcionalismo. Mientras que en sus primeros días su enfoque era recuperar una América deteriorada, a medida que avanzaba su mandato, el discurso se transformó en una celebración de un nuevo esplendor, caracterizado por la superioridad militar, económica y energética. De este modo, Trump comenzó a asociar la excepcionalidad estadounidense con su propia gestión, sugiriendo que el país había vuelto a ser grande "gracias a él". Esta estrategia no solo fue una táctica política, sino una forma de consolidar su figura como el arquitecto de un resurgimiento nacional.
Lo que resulta interesante en la comparación con otros presidentes de la posguerra es que, a diferencia de sus predecesores, Trump no adoptó una visión filosófica y compleja del excepcionalismo. Para la mayoría de sus antecesores, la excepcionalidad de América se entendía como una fuerza que trascendía a la presidencia, algo que el país representaba a nivel mundial como un modelo a seguir. Trump, por su parte, redujo este concepto a un fenómeno casi transitorio, que podía ganarse o perderse dependiendo del ocupante de la Casa Blanca. De esta forma, la excepcionalidad estadounidense no solo era una cualidad inherente al país, sino una característica que dependía de las decisiones y acciones de un líder.
En resumen, el excepcionalismo bajo Trump se entendió de manera más estrecha y personal. Mientras que otros presidentes vinculaban la excepcionalidad de América a una serie de valores y principios, Trump lo redujo a una cuestión de "ganar", enfocándose principalmente en la superioridad en la economía, el poder militar y la energía. Este enfoque simplificado pero efectivo le permitió consolidar una narrativa de éxito y restauración nacional, al mismo tiempo que mantenía el apoyo de aquellos que sentían que el país había perdido su rumbo.
Es importante que los lectores comprendan que este giro en la estrategia de Trump no solo fue un cambio de tono, sino un reflejo de una nueva forma de abordar la política y el liderazgo en los Estados Unidos. Al enfatizar la restauración de la excepcionalidad estadounidense a través de su figura, Trump no solo buscó redefinir el papel de América en el mundo, sino también posicionarse como el único capaz de asegurar que el país recuperara su grandeza, aún en tiempos de crisis.
¿Cómo la excepcionalidad americana se transformó en estrategia política?
La excepcionalidad americana, ese concepto arraigado en la percepción de que Estados Unidos tiene un destino único en el mundo, ha jugado un papel crucial en la política estadounidense, especialmente en su discurso presidencial. Este tema no solo ha definido las posturas del país en términos de identidad nacional y política exterior, sino que también ha sido utilizado como una herramienta estratégica para consolidar poder y reforzar una narrativa que resuene tanto a nivel interno como internacional.
A lo largo de la historia, la noción de la excepcionalidad ha sido abordada por diversos presidentes, desde Ronald Reagan hasta Barack Obama y Donald Trump, cada uno aportando una interpretación particular que responde a las tensiones internas y los desafíos globales de su tiempo. Esta visión no solo moldea las políticas nacionales, sino que también influye en las relaciones internacionales, llevando a Estados Unidos a presentarse como el modelo a seguir, un faro de libertad y democracia en un mundo lleno de incertidumbres.
El concepto de "jeremiada" política, ampliamente explorado en estudios sobre la excepcionalidad americana, ha sido un mecanismo clave en este discurso. Los presidentes recurren a este recurso, caracterizado por una narrativa de caída y esperanza, para movilizar a la población hacia una causa común. Este tipo de discurso tiene raíces profundas en la tradición religiosa estadounidense, especialmente en las predicaciones del Puritanismo, y sigue siendo una constante en los discursos políticos contemporáneos. La caída de Estados Unidos, su aparente declive, y la promesa de su resurgimiento a través de la unidad y el esfuerzo nacional, constituyen los ejes sobre los cuales se construyen muchas de las campañas presidenciales, sobre todo en tiempos de crisis.
Donald Trump, por ejemplo, rescató y renovó esta idea con su famoso eslogan "Make America Great Again" (Hacer América Grande de Nuevo), posicionando a su administración como la redentora de un país en declive, apelando a una nostalgia de una época dorada. Este recurso retórico no solo responde a las necesidades internas de política electoral, sino que también busca redefinir el papel de Estados Unidos en el contexto internacional, desplazando o adaptando los principios de liderazgo global que habían sido tradicionalmente promovidos desde la Casa Blanca.
La excepcionalidad americana también ha sido objeto de críticas y revisiones en la era contemporánea. Pensadores como Francis Fukuyama, en su obra El fin de la historia y el último hombre, cuestionaron el fin de una era de hegemonía estadounidense tras la Guerra Fría, sugiriendo que la globalización y la aparición de nuevos actores internacionales ponían en entredicho esa visión unilateral. De hecho, los desafíos globales actuales, como el ascenso de China y otras potencias, han obligado a reconsiderar no solo el papel de Estados Unidos en el mundo, sino la propia narrativa de su excepcionalidad.
A nivel interno, la excepcionalidad ha sido utilizada para consolidar una identidad nacional en tiempos de polarización. La utilización de imágenes patrióticas, como la bandera de Estados Unidos, y la retórica del "nosotros contra ellos" han sido tácticas efectivas para movilizar a las bases partidarias, especialmente en elecciones presidenciales. Este fenómeno se ha intensificado en la era de Trump, donde la política se ha vuelto una lucha por el control de la narrativa sobre qué significa ser verdaderamente "americano".
No obstante, el concepto de excepcionalidad también presenta sus limitaciones y contradicciones. Si bien sirve como un elemento cohesionador para algunos sectores de la sociedad, para otros representa una forma de elitismo que ignora las luchas internas del país, como la desigualdad racial, económica y de género. Además, la insistencia en la idea de que Estados Unidos es un modelo para el mundo a menudo omite las complejidades y los dilemas éticos de sus intervenciones internacionales. Este choque entre la autoimagen como "nación ejemplar" y las críticas externas e internas sobre sus políticas ha llevado a un debate constante sobre los valores que realmente fundamentan la excepcionalidad.
Es crucial que los lectores comprendan no solo cómo se ha usado la excepcionalidad americana en la política, sino también cómo esta ha sido desafiada y cuestionada a lo largo del tiempo, particularmente en el contexto global contemporáneo. Las discusiones sobre la excepcionalidad son más que simples cuestiones históricas o filosóficas; son parte de un discurso vivo que sigue dando forma a las políticas públicas y a la identidad de los estadounidenses en el siglo XXI. El reto actual es encontrar un equilibrio entre un patriotismo saludable que promueva la unidad y el reconocimiento de las fallas internas que siguen existiendo.

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