En 1964, el senador Barry Goldwater, quien había sido derrotado en la elección presidencial, se convirtió en símbolo de la lucha de la derecha radical en los Estados Unidos. Si bien su derrota fue un golpe fuerte para los conservadores, también marcó el principio de una transformación fundamental en la política estadounidense. La campaña de Goldwater no solo movilizó a una gran base de seguidores de ideas extremas, sino que también estableció un puente entre la derecha conservadora y el Partido Republicano, un vínculo que se consolidaría en las décadas posteriores.

A pesar de la derrota, el impacto de la campaña de Goldwater no debe subestimarse. Si bien los medios de comunicación, como el New York Times, pronosticaron que la causa conservadora había sufrido una derrota irreparable, la realidad era diferente. La campaña demostró que los elementos más oscuros de la política estadounidense estaban lejos de ser erradicados. A través de la retórica de miedo, la apología de la segregación y la movilización de racistas, Goldwater logró cambiar la política de los estados del sur, dándoles un giro decisivo hacia el Partido Republicano. Esto representaba un cambio estratégico, ya que la incorporación de estos nuevos votantes conservadores significaba la posibilidad de una tendencia a largo plazo que los republicanos ansiarían perpetuar.

Además, la campaña de Goldwater demostró que existía un bloque de cientos de miles de estadounidenses dispuestos a trabajar incansablemente por una causa conservadora, incluso a costa de la percepción pública. Con un impresionante número de donantes y voluntarios —650,000 contribuyentes y cerca de medio millón de trabajadores en el día de la elección—, Goldwater dejó claro que existía una base activa y movilizada que podría utilizarse en el futuro para avanzar en la agenda conservadora. Para muchos observadores, como el Comité Judío Estadounidense, la idea de que el movimiento extremista había sido eliminado después de la derrota electoral de 1964 era un error grave. Los extremistas habían sido derrotados en las urnas, pero no habían sido destruidos. Estaban apenas comenzando.

En 1965, un importante encuentro político tendría lugar en Los Ángeles. Ronald Reagan, quien ya era conocido por su defensa del anticomunismo radical y su estilo beligerante contra las políticas liberales, se encontraba considerando lanzarse a la arena política. El entorno político de Reagan, antes de ser elegido gobernador de California en 1966, era polémico. Aunque no era un miembro de la sociedad John Birch, sus opiniones en relación con la lucha contra el comunismo y el Estado de Bienestar lo ponían en la órbita de la extrema derecha. Para los asesores políticos de Reagan, como Stuart Spencer y Bill Roberts, su mayor preocupación no era solo la falta de experiencia política de Reagan, sino su asociación con ideas extremas que podían arrastrar al Partido Republicano hacia los márgenes. Su trabajo en la campaña de Goldwater, aunque muy eficaz, había mostrado que los ideólogos de extrema derecha no eran un activo valioso para los republicanos que aspiraban al poder. Los fracasos de la campaña presidencial de 1964 habían dejado claro que los votantes no estaban dispuestos a respaldar a un candidato vinculado con estos elementos radicales.

No obstante, Reagan poseía un atractivo personal innegable. Su discurso pragmático y su enfoque del "libre mercado" lo convirtieron en una figura atractiva para el electorado republicano. A pesar de sus inclinaciones ideológicas, Reagan fue capaz de presentar una versión moderada de su pensamiento que no parecía tan radical, lo cual resultó esencial para ganar la simpatía de los votantes indecisos. Sin embargo, los ecos de su radicalismo anterior no fueron fáciles de ignorar. Su vinculación con figuras y movimientos que defendían posturas extremas —incluidos los que proponían la violencia política o la intolerancia racial— siempre estuvo presente. A pesar de este vínculo, Reagan consiguió construir una carrera política que, a la larga, se distanciaría de las figuras más extremistas que lo rodearon en sus primeros años.

La lección que los conservadores de la época aprendieron de Goldwater y Reagan fue clara: la extrema derecha podía movilizar a un gran número de votantes, pero para tener éxito en las urnas, debía ser cuidadosamente administrada y, sobre todo, presentada de forma que no alienara al electorado más moderado. La idea de que los conservadores debían apartarse de los "kooks" (personajes excéntricos y radicales) era fundamental. La política conservadora estadounidense, entonces, experimentó una transformación: el radicalismo y el extremismo no desaparecieron, sino que encontraron un lugar dentro del sistema, lo que permitió la emergencia de una nueva forma de conservadurismo que eventualmente dominó el Partido Republicano.

A pesar de los tropiezos y las derrotas iniciales, el papel de figuras como Reagan en los años posteriores fue clave para redefinir el panorama político. Reagan logró construir una figura que representaba una mezcla de valores conservadores con un enfoque pragmático que lo convirtió en una figura central del Partido Republicano en las décadas siguientes. Sin embargo, a lo largo de esta evolución, la relación con los elementos más radicales nunca desapareció por completo; siempre existió una tensión entre los sectores más moderados y los más extremistas del conservadurismo estadounidense.

Para entender los movimientos conservadores actuales, es esencial reconocer que estos elementos radicales y extremos siguen teniendo una presencia activa. Las campañas de movilización, la utilización de temas como el miedo y la división, y la explotación de cuestiones sociales y económicas siguen siendo herramientas poderosas en la política estadounidense. La lección fundamental es que los extremos no son necesariamente una desventaja electoral, siempre que se manejen con astucia y se presenten de manera que puedan ganar apoyo popular sin alienar a la base moderada.

¿Cómo la estrategia de Reagan construyó una imagen de líder moderado frente al extremismo?

Durante los años previos a su triunfo en las primarias de California, Ronald Reagan se encontraba en una encrucijada. Aunque su asociación con el extremismo de la derecha y su vinculación con la ideología del John Birch Society preocupaban a algunos de sus asesores, este vínculo no fue considerado un obstáculo insuperable para su campaña. Más bien, el problema principal radicaba en su falta de experiencia política y en su desconocimiento de los pormenores del estado que aspiraba a gobernar. Sin embargo, este era un aspecto solucionable.

A instancias de sus principales financiadores, la campaña de Reagan contrató a dos académicos de renombre, Kenneth Holden y Stanley Plog, quienes eran profesores en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) y en la Universidad Estatal del Valle de San Fernando, respectivamente. Estos dos psicólogos, fundadores de la consultora Behavior Science Corporation, se encargaron de darle a Reagan la formación y las herramientas necesarias para llevar adelante una campaña efectiva. Después de varios días de trabajo en una cabaña en Malibu, pusieron en marcha un equipo de especialistas que incluyó sociólogos, psicólogos y otros expertos en diversas áreas, quienes elaboraron una serie de documentos y, lo más importante, organizaron cientos de fichas de índice con hechos, cifras y puntos de conversación.

Las fichas se convirtieron en el alma de la campaña de Reagan. Estos pequeños papeles, cargados de datos específicos, acompañaban al candidato en todo momento. A través de estas fichas, los asesores lograron destilar las opiniones y creencias fundamentales de Reagan, las cuales no eran modificadas, sino empaquetadas de manera más estructurada y atractiva para el público. Las estrategias giraban en torno a cuestiones como el bienestar social, el crimen y la necesidad de mantener el orden, temas que apelaban directamente a la ira populista y, especialmente, al resentimiento blanco, un componente importante en el panorama político de la época.

El 7 de junio, Reagan logró una victoria rotunda sobre su rival George Christopher, obteniendo el 65% de los votos frente al 31%. Aunque los demócratas esperaban que Reagan fuera un oponente fácil en las elecciones de noviembre, se dieron cuenta rápidamente de que se encontraban ante un candidato mucho más astuto de lo que inicialmente pensaban. Reagan había pulido sus habilidades oratorias, desarrollando un talento excepcional para comunicar mensajes simples y efectivos, en un momento histórico donde todo parecía cada vez más complicado. Durante la campaña, se mostró como un hombre de confianza, con una sonrisa cálida y un humor genuino, proyectando a su vez una imagen de certidumbre y fortaleza.

No obstante, lo que realmente diferenció a Reagan de sus oponentes fue su capacidad para mantenerse alejado de los elementos más extremos del partido. Mientras que Richard Nixon había tenido que rechazar públicamente a los miembros del John Birch Society y perder el apoyo de la derecha radical, Reagan adoptó una estrategia más sutil. En lugar de confrontar directamente a los extremistas, se limitó a distanciarse de ellos, manteniéndolos a raya sin provocar una ruptura con su base conservadora. En privado, Reagan aconsejaba a sus colaboradores sobre la necesidad de "mantener a algunos de los locos en silencio".

El rechazo público hacia el extremismo fue clave en la consolidación de su imagen como un líder moderado. De hecho, cuando los demócratas intentaron vincularlo con figuras extremistas o asociaciones de ultraderecha, Reagan se mantuvo firme en su negativa a ser asociado con estas ideas. Durante un intercambio con el controlador estatal Alan Cranston, quien intentaba entregarle un informe que detallaba la creciente influencia del antisemitismo en el grupo Bircher, Reagan se mostró indiferente, declarando: "Soy solo un ciudadano privado, no un investigador". A pesar de los esfuerzos de los demócratas por empañar su campaña con acusaciones de extremismo, Reagan logró desviar el foco hacia otras cuestiones.

Una de las críticas más significativas hacia Reagan fue el uso del término "Sociedad Creativa", un concepto propuesto por el extremista W.S. McBirnie, un pastor californiano con un programa de radio. Aunque la campaña de Reagan adoptó esta frase, se esforzó por desvincularla de cualquier asociación con el extremismo, argumentando que era una propuesta innovadora para un futuro mejor. A pesar de los ataques de los demócratas, que intentaron relacionar el término con las ideas de McBirnie, Reagan consiguió presentarlo como una alternativa constructiva frente a la "Gran Sociedad" de Lyndon B. Johnson.

Es fundamental comprender que la imagen que Reagan proyectó al electorado no fue solo la de un hombre carismático, sino la de un líder que sabía cómo navegar entre las tensiones internas del Partido Republicano, manteniendo un equilibrio entre la moderación pública y el apoyo de las bases conservadoras. Reagan comprendió que para ganar la presidencia necesitaba distanciarse de los elementos más radicales sin alienar a la derecha que lo había respaldado desde el principio.

El enfoque de Reagan en la construcción de su imagen pública y en la gestión cuidadosa de su relación con el extremismo de la derecha resultó ser un factor decisivo en su éxito. Si bien nunca negó su apoyo a los principios conservadores más radicales, su habilidad para presentarse como un candidato positivo, optimista y determinado a solucionar los problemas del país fue clave para ganar el apoyo de un electorado amplio. Así, Reagan logró posicionarse como un líder que, aunque conservador en sus ideas, estaba por encima de los conflictos internos del partido, capaz de representar la unidad y la esperanza para el futuro.

¿Por qué la política estadounidense se ha radicalizado y qué consecuencias tiene?

La política estadounidense en la última década ha sido testigo de una creciente radicalización que ha definido el rumbo de sus elecciones y debates más cruciales. En el centro de esta transformación está el ascenso del Tea Party, un movimiento conservador que, aunque al principio parecía marginal, logró moldear la agenda política de la derecha de manera decisiva. Este fenómeno, lejos de ser una fase pasajera, marcó una tendencia que definió el comportamiento del Partido Republicano durante años.

A lo largo de la campaña presidencial de 2012, la figura de Mitt Romney se vio constantemente empujada a alinearse con las posturas extremas de esta corriente, especialmente cuando los ataques mediáticos y políticos hacia el presidente Barack Obama se intensificaron. Desde el discurso desmesurado de Clint Eastwood con la silla vacía, hasta la tragedia en Bengasi, los ataques de los republicanos se basaron en presentar al presidente como un líder incapaz de proteger a los estadounidenses, y a Obama como un político que no comprendía las dificultades de los ciudadanos comunes. En este contexto, Romney, en un evento privado, dejó claro lo que pensaba sobre el 47% de los estadounidenses, a quienes describió como dependientes del gobierno y víctimas de un sistema que les debía una vida mejor. Estas palabras, grabadas sin su consentimiento, generaron una profunda división, que sirvió para reforzar la narrativa de Obama como defensor de las clases trabajadoras, mientras que Romney quedó marcado como un multimillonario distante de la realidad de la mayoría.

A pesar de todo esto, el resultado de las elecciones de 2012 mostró que, aunque los ataques y la retórica del Tea Party eran efectivas en movilizar una base fiel, no lograban convencer a un electorado más amplio. Obama no solo ganó la reelección con un claro margen en el voto popular y en el Colegio Electoral, sino que también fortaleció la presencia de su partido en el Senado y en la Cámara de Representantes. En sus intervenciones públicas, Obama sugirió que esta victoria podría ser el comienzo de un replanteamiento dentro del Partido Republicano, una oportunidad para que los republicanos dejaran atrás su dependencia del extremismo y empezaran a centrarse en los intereses del pueblo estadounidense.

Sin embargo, el autodenominado "plan de resurgimiento" del Partido Republicano, publicado en 2013, parecía ignorar las lecciones de las elecciones pasadas. En lugar de moderar su discurso, el partido apostó por una mayor polarización. La recomendación del informe de la RNC de acercarse a minorías, hispanos, afroamericanos y gays, y suavizar su tono hacia las mujeres, cayó en saco roto. En vez de seguir esa línea, la facción más radical, liderada por figuras como Steve King, se opuso vehementemente a cualquier tipo de reforma migratoria que diera legalidad a los inmigrantes indocumentados, sumiendo al Partido Republicano en una batalla interna que minó cualquier posibilidad de reencauzar su imagen ante el electorado. Además, el auge de los medios de comunicación de extrema derecha, como Fox News, jugó un papel crucial en alimentar la paranoia y el miedo entre sus seguidores, contribuyendo a la visión distorsionada de la política y la realidad que muchos republicanos tenían.

A medida que avanzaban los meses, la resistencia al Obamacare, por ejemplo, se convirtió en un símbolo de la lucha del Tea Party contra lo que consideraban el "socialismo" del gobierno. El uso de la desinformación por parte de líderes republicanos, como Michele Bachmann y Louie Gohmert, para pintar un panorama de caos y destrucción debido a las reformas del sistema de salud, alimentó aún más el clima de miedo que dominaba el Partido Republicano. Las acusaciones infundadas y las teorías conspirativas sobre el Obamacare, como la afirmación de que "mata mujeres, niños y ancianos", fueron un claro ejemplo de cómo la retórica extremista logró movilizar a un electorado asustado.

Este entorno político llevó a una situación donde la racionalidad y el debate constructivo quedaron relegados a un segundo plano. Los intereses del Partido Republicano se centraron en mantener el apoyo de la base más radical, temiendo que una postura más moderada pudiera resultar en su derrota en las primarias. Esta dinámica se manifestó en el hecho de que la política estadounidense se orientó hacia una polarización cada vez mayor, donde la retórica extremista se convirtió en un medio para ganar votos, incluso a costa de la unidad nacional.

El reto para el Partido Republicano sigue siendo evidente. Aunque los esfuerzos por recuperar un enfoque más inclusivo y menos extremista quedaron reflejados en algunos informes y propuestas, la realidad es que las estructuras internas del partido siguen marcadas por la influencia de los movimientos más radicales. La respuesta a este desafío no parece estar cerca, ya que el debate interno sigue siendo intensamente conflictivo.

Es importante entender que la radicalización de la política estadounidense no solo se limita a los partidos o a la política electoral. Tiene implicaciones más profundas sobre cómo se entienden los valores democráticos, el debate público y las relaciones interpersonales en la sociedad estadounidense. Mientras los políticos continúan luchando por el control del Partido Republicano y la interpretación de los valores nacionales, los ciudadanos deben ser conscientes de cómo la política de miedo y desinformación puede influir en sus decisiones y en la cohesión social.